Sus ojos flotaban en un mar de lágrimas a punto de romper en cuanto pestañeara. Pero no pestañeó y no hubo escena, esta vez. Lo veía caminar por la habitación, agarrándose la cabeza, tan bonito como siempre. Lo miraba desde la cama, con el mentón apoyado en las rodillas, aferrada a sus piernas, más concentrada en no pestañear que en escuchar sus excusas. No le creía una palabra.
Él repitió que la amaba, que no había encontrado el modo, que necesitaba más tiempo. Pero el tiempo se había agotado. Ya no importó descifrar si era un cínico, un cobarde, un mentiroso, un egoísta. En cualquier caso, tampoco iba a encontrar determinación en un cuarto de hotel, un martes a la hora de la siesta.
Buscó la bombacha entre las sábanas, se acercó hasta él, le cruzó la boca con dos dedos, casi una caricia, una última caricia, shhh… y siguió hasta el baño.