Y una tarde, por fin, él llamó a su puerta con un bolso mínimo en la mano. Se había decidido. Ahí estaba con su sonrisa de campeón del mundo dispuesto a empezar una vida con ella. ¿Y ella? Ella en medias parada en el umbral, con su gatito a upa y los ojos muy abiertos.
Esa noche no durmieron, hicieron el amor infinidad de veces, brindaron con champán, puntearon una lista de pendientes. Se rindieron al cansancio cuando ya había amanecido. Después le habilitó un rincón de su placard, fueron al súper, salieron a caminar de la mano por primera vez, se besaron en público. Fue un atracón de vida cotidiana y quizás eso la empachó, tan acostumbrada a la agenda de encuentros esporádicos, a su nudo crónico en la garganta. Pronto la angustia desapareció; también las mariposas de su estómago.
Tomaban algo en un café del barrio. “Si te dieran a elegir: ¿montaña rusa o una vuelta en mateo por toda la ciudad?”. Que la interpelara un sobrecito de azúcar, qué patético. Montaña rusa, respondió en voz alta e hizo un bollito con el papel. Él ni levantó la vista del teléfono.