Cuando volvió del baño ella dormía. Se quedó observándola un rato, mientras fumaba un pucho desde la ventana; el pelo revuelto, la redondez de su cadera, una belleza de mujer. Y lo bien que la habían pasado. Qué extraña confianza la había hecho abandonarse al sueño en la cama de un desconocido. Le dieron unas ganas tremendas de acariciarle la espalda, de besar el lunar que había visto debajo de su ombligo; mejor cubrirla con el edredón. Entornó la puerta y se fue a servir un whisky.
Ojalá, al despertar, ella sintiera eso mismo que ahora él sentía. Ojalá se quedara a dormir toda la noche. Ojalá volvieran a verse pronto. Ojalá él pudiera dejar de lado sus miedos y abrirse con alguien, con ella. Ojalá tuviera la oportunidad de conocerla, de saber qué música escucha, si canta en la ducha, cuál es su gusto de helado favorito, si sus abuelos están vivos.
El ronquido del portero eléctrico sonó a un volumen infame. Mientras ella, a los tumbos desde la habitación, gritaba ¡debe ser mi Uber, decile que ya bajo!