Eso no era amor, maldito enfermo. Recién ahora caía en la cuenta, ahí mismo, frente al paredón grafiteado de la plaza de su barrio. Si duele, rajá de ahí.
Pedaleaba sin rumbo fijo. Se había permitido esa mínima desobediencia, el día estaba precioso. Salir a dar una vuelta en bici, una desobediencia; en qué momento se había convertido en una esclava. Empezó a andar más rápido, todo lo que permitían sus piernas, la cabeza a mil. Eso ya no era un paseo, estaba huyendo.
Llegó al río, el viento en la cara, el atardecer gritándole que la vida no podía ser esa mierda, que ella merecía a alguien que la quisiera de verdad, que esa relación no tenía nada de pareja. Lloró acurrucada en un umbral cualquiera, hasta que oscureció. Su teléfono no había parado de sonar. Veinticinco llamadas perdidas y seguía vibrando. Pero entonces ya había perdido el miedo. Supo que no volvería a ese lugar. Supo también que no sería fácil y una cosa más, supo que no iba a poder sola. Agarró su celular y marcó de memoria el número de su mejor amiga. Necesito ayuda.