Cuando lo hablaron, aquella noche definitiva, se juraron una separación sin sobresaltos. Por las nenas, y por ellos también. La linda historia de amor que habían armado juntos se merecía un final en paz, la felicidad era otra cosa.
Deshacer la vida en común que habían montado supuso para ambos una tarea dolorosa, carísima y de cualquier modo injusta. De pronto el proyecto familiar se volvió un bien divisible. Es raro despojar a los objetos de la rutina que los contuvo durante años. ¿Un sillón es de quien lo pagó o de aquella que lo habitó cada noche leyendo hasta quedarse dormida? Quién reclama la potestad de los juguetes cuando hay dos casas. Igual con la niñera. Y las rutinas y el gimnasio, los fines de semana. La casa o el auto; esa lámpara la elegí yo, vos ni me acompañaste a comprarla y otras miserias. Hubo gritos, portazos, insultos, acusaciones, reproches mutuos. Una década de trapos malolientes que ni se imaginaban tener guardados para cuando llegara la ocasión, que era esta.
Dos semanas después, él recibió por debajo de la puerta de su departamento alquilado un sobre oficio con membrete de un estudio de abogados. Nuestros buenos términos posibles, decía la notita agregada con un clip al borrador del divorcio.