Lo citó en una plazoleta enrejada, sin árboles, cerca de la facultad. La plaza seca como metáfora de lo que viene a decirme, pensó él, y se acomodó en el único banco que había a esperarla. Veinte minutos tardó en llegar, ya se había ido el sol, tiritaba. La vio acercarse con abrigo nuevo, envuelta en una enorme bufanda de lana. Lo saludó con un beso en la mejilla, estaba todo dicho. Se sentó en el borde del banco, prendió un cigarrillo, fumó en silencio mientras lo observaba indiferente. Tres pitadas. Me das el juego de llaves, preguntó con tono de orden y apagó el pucho de un pisotón. Él sacó un manojo del bolsillo de su campera, se lo entregó de inmediato. Ella respiró una especie de suspiro sobreactuado, se levantó, dijo nos vemos, en lugar de adiós. Se fue caminando, con su tapado espléndido y su bufanda, su cola de caballo altiva, su mirada indolente. En el semáforo un idiota le tocó bocina. Le pareció, a lo lejos, verla sonreír.
Lo más jodido era la época. El otoño es una pésima estación para quedarse solo.