Qué bueno haber encontrado a alguien que la cuidara en medio de esa manada salvaje y violenta que habían resultado los hombres de su vida. Se notaba que él era distinto.
Recordaba su cara como lo primero que vio al despertar, todavía confusa y dolorida. Él le dio agua, le curó las heridas, le llevaba comida; una vez le escondió debajo del colchón una revista, otra vuelta, un paquete de caramelos. Se encargó de que nadie más le pusiera una mano encima. Nadie más que él. Pero era cuidadoso con ella y le decía cosas lindas, portate bien, hermosa, vos haceme caso y no te va a pasar nada. Le acariciaba la mejilla, le daba un beso, le bajaba el bretel.
Pasaron tres semanas, con sus noches y sus días y sus tardes soporíferas de un calor imposible en ese cuartito húmedo y maloliente.
Fue raro cuando la “rescataron”. Hubo patrulleros, armas, sirenas. Vio cómo se lo llevaban esposado y sintió pena por él. Le hubiera dicho a la policía que no se lo lleven, que había sido bueno con ella, además ya no le quedaba ningún lugar seguro adónde ir. Pero el llanto le cerró la garganta; tampoco le dijo nada a la asistente social cuando la abrazo y le susurró al oído: Tranquila, vas a volver a casa.