¿Y si hacemos un crucero?, dijo ella de la nada. Había visto la publicidad en la revista del domingo, le daba ilusión esa experiencia distinta, era un lujo que recién ahora podían permitirse. Ni en pedo me encierro en un barco una semana, respondió él sin mirarla y siguió concentrado en el crucigrama. Ella alzó la vista por sobre la montura de sus anteojos, qué desagradable lo habían vuelto los años a su marido; no quedaba nada del galán que la enamoró aquella noche de carnaval en el club de La Lucila. Solía ser un tipo encantador, ahora era esto.
Tampoco ella conservaba la frescura de entonces, claro que no, pero al menos se teñía las canas. Y un poco de bótox más la inyección semestral de ácido hialurónico la mantenían hidratada y de mejor humor. Él, en cambio, estaba acabado. Los surcos en la cara se le habían profundizado y desde hacía por lo menos diez años era calvo. Pero más triste que el pelo, era que había perdido las ganas. Allá él si se sentía ya para el geriátrico.
—Ajado, deslucido, mustio, ocho letras.
—Probá con tu nombre —dijo ella y sonrió.