La barandilla estaba extrañamente fría, la madera con la que estaba hecha nunca me había parecido tan helada al tacto. Quizá se debía al hecho de que estaba alterado. Tenía la sensación de haber corrido kilómetros y el simple contacto con cualquier cosa me resultaba congelado y casi insoportable.
El ambiente de aquella mansión me oprimía, podía notar cómo respiraba el polvo acumulado en el aire frío. La luz de la luna se colaba por la ventana circular sobre las escaleras. Sentí la necesidad de salir, de ver por mí mismo la luna, con mis propios ojos, de respirar el aire nocturno que llenaba todo el bosque que rodeaba lo que se suponía que era mi casa.
Debía salir por la cocina para que nadie se diera cuenta de mi fuga. La puerta chirrió y la atravesé. Hasta aquel momento, no me había dado cuenta de que iba descalzo y de que no vestía más que el pijama que me servía para dormir. Todavía tenía calor, todavía estaba alterado por el sueño que había tenido y no podía recordar. Reprimí un grito sin saber muy bien por qué.
En las últimas noches, no había soñado más que con el color negro y con la ausencia de sensaciones. Sin embargo, al fin, había tenido un sueño y no podía recordarlo.
Estaba nervioso y noté que temblaba, pero no tenía frío.
Me adentré en el bosque casi sin darme cuenta de que mis pies se estaban cubriendo de barro. Intentaba mantener las manos quietas, pero no querían dejar de temblar.
Los árboles todavía me ocultaban la luna. Las ramas se interponían en mi camino, aunque parecía que nada pudiera pararme.
No sé muy bien por qué o qué me movía. En otra ocasión hubiera pensado en cómo huir, pero tenía asumido que era imposible. Simplemente me adelantaba entre arañazos de ramas en brazos y piernas y punzadas constantes en las plantas de los pies, causadas por las hojas y ramas caídas.
No tardé en encontrarme en un claro sin saber qué camino me había llevado hasta allí. La tenue luz de la luna me iluminaba. Levanté la vista al cielo. Las nubes velaban la luz de la luna llena. Respiré el aire de la noche intentando calmar mis nervios o la tensión que sentía. Cerré los ojos, pero no lo conseguí.
—Relájate —intenté ordenarme a mí mismo sin éxito.
Percibía todos los ruidos de la noche. Aquellos sonidos que podían hacer sentir miedo en la quietud y oscuridad de la noche. Sentía el viento pasando por entre las copas de los árboles y el crujido ocasional de ramas provocado por algún tipo de animal. También podía sentir perfectamente los cantos de aves nocturnas que no podía ver con los ojos cerrados. Aquellos tonos me relajaban.
De golpe, entre la gran variedad de sonidos nocturnos, oí un crujir de hojas que no me pareció de ningún animal. Era una persona. Abrí los ojos de golpe, esperando encontrar ante mí a quien hubiera producido aquel ruido, pero no vi nada, estaba solo en el claro. Regresó la tensión, pero no el temblor ni la preocupación. Volví a oírlo, alguien paseaba por el bosque y estaba convencido de que ese alguien me estaba observando.
—¿Quién hay ahí? —pregunté sin estar muy convencido de obtener respuesta, sintiéndome algo loco y paranoico.
Me desperté de golpe alterado, sudando. Sobre seguro, con la cara roja, la sentía hirviendo. Un sueño al fin, uno que aunque pudiera parecerlo no me aterrorizaba. Un sueño que escondía otro.
Respiraba con dificultad.
Tenía la sensación de que debía pasar, que lo que fuera que hubiera soñado debía pasar. Que saldría por la puerta de la cocina y me vería arrastrado a un claro donde me encontraría a... ¿a quién?
Abrí la puerta con la esperanza de que sucediera, de vivir mi sueño ¿premonitorio?
Pero pronto me di cuenta de que era imposible, era de día. Los rayos del sol inundaban mi mansión, dejando bien claro que había dormido hasta demasiado tarde.
¿Cómo se me podía haber ocurrido una idea tan estúpida?: un sueño que se hacía realidad. ¿O era una pesadilla? Además, iba con la ropa del día anterior, no llevaba el pijama azul que vestía en mi misterioso y bienvenido sueño, iba vestido. Mi ropa todavía estaba mojada y la cama, por lo tanto, húmeda. Recordé qué había pasado, a quién me había encontrado el día anterior, y me olvidé por un momento de mi sueño y de mis ideas paranormales.
Era tarde, y en la cocina ya estaban comiendo cuando entré. No entendía cómo había podido dormir tanto con todo lo que había descubierto hacía solo unas horas atrás. No recordaba cómo había vuelto a casa, ni recordaba qué día que era. El sol me hacía daño en los ojos, y antes de poder hablar con nadie, el teléfono sonó. Me sentí más feliz que nunca de oír la voz de James al otro lado.
—Marc, ¿eres tú? —preguntó antes que nada, con voz seria.
—Claro —respondí dudando por un momento que fuera él quien había llamado.
—Ven a casa, no puedo decirte nada, pero ven.
Colgó y me quedé junto al teléfono sin saber qué hacer. Tenía ganas de gritar, pero no quería permitir que mi frustración me cegara. Cogí con rapidez el abrigo marrón y me lo puse por encima. A la entrada, Maj me interceptó.
— ¿Dónde va? —preguntó con una mirada severa que no había visto nunca en su rostro.
Yo me eché atrás y pregunté, eludiendo su interrogación con un cierto tono de sorna:
—¿Dónde está mi abrigo gris?
Él me miró sin ninguna intención de responder.
—¿Dónde fue ayer?
Continuaba con la severidad en su mirada, algo le había dicho mi padre, algo iba mal.
—Fui a ver a mi prometida —dije estudiando su expresión, pero supo esconder muy bien su sorpresa, si es que la tuvo.
—¿Por qué fue a verla? No quería, ¿no es cierto? Y ella tampoco, no vino al baile. ¿Por qué ahora?
No lo había pensado, pero era cierto. Mi prometida, Stephanie, no había ido al baile. Aquel baile en el que nos teníamos que conocer. Y sí, nos conocimos. Quizá por este motivo mi padre no se enfadó. Quizá todo estaba dispuesto, quizá había sido el destino, todo había pasado como tenía que haber pasado, nos habíamos encontrado la noche en que nuestros padres lo habían querido. No éramos propietarios de nuestra vida.
—Ella no quiere verme. —Y me dispuse a salir, sin que esta vez él me dijera nada. Pero me giré para saber una última cosa—: ¿Quién es mi prometida? —pregunté con curiosidad, reflexionando sobre los malentendidos que me habían llevado a pensar que Elaine era la que debía ser mi futura esposa.
—Lady Wingfield —respondió sin entender.
—Su nombre —insistí con brusquedad.
—Stephanie.
Pilot ladró desde algún lugar de la casa.
Salí. Salí antes de que pudiera encontrarme, no tenía ganas de acariciarlo. Tenía una cosa en mente, Maj lo sabía. No, nunca habíamos hablado más de dos minutos sobre mi boda y nunca nos referíamos a mi prometida por su nombre. Ni James ni yo hablábamos de ella como Elaine. Sabíamos tan poco de ella... Sabíamos, por lo que se decía en el pueblo, que la esposa de lord Wingfield había muerto hacía unos años. Sabíamos que su hija salía pocas veces de casa. Poco más.
Decidí dar un rodeo hasta la casa de James. La verdad es que no tenía ganas de explicarle todo lo que había pasado y todo lo que había descubierto aun cuando él era la única persona con la que hablaba del tema.
La niebla había vuelto y no me molestó, el hecho de no ver me hacía pensar con más claridad. Salté la valla por un punto en el que la puerta estaba tan lejos que ni siquiera la podía ver y llegué a la carretera que pasaba por sobre el río y desembocaba en la casa de James.
Entré por delante, picando al timbre, sin ninguna intención de molestar, destacar o pasar desapercibido. Simplemente había llegado. James me abrió la puerta, para mi sorpresa. Él nunca lo hacía, dejaba siempre ese trabajo a manos de sus criados.
—Marc —dijo con solo verme—, ella está aquí.
—¿Quién? —pregunté temiendo la respuesta y, a la vez, deseando que fuera cierta.
—Stephanie, dice que es tu prometida. —Estaba nervioso, y yo nunca había visto a James mostrar con tanta claridad su inquietud—. Ha dicho que quiere hablar contigo, y que no te lo dijera por teléfono. ¿Qué pasa, Marc?
Yo lo miré culpándome por implicar a mi amigo en cosas que solo deberían perjudicarme a mí.
—Ayer, Elaine me dijo que ella no era mi prometida, que lo era Stephanie —resumí mirándolo con impaciencia y nerviosismo.
En este momento, James me podría haber recriminado: «¿Por qué no me lo dijiste?», o «Lo he tenido que saber por ella y no por ti». Y de hecho, si lo hubiera dicho, me habría sentido tan culpable como me sentía sin necesidad de que lo hiciera. Él solo me miró y me dijo, volviendo a su sonrisa y recuperando a marchas forzadas su rectitud:
—Es hora de encararse a la realidad.
Y sí, era hora. La hora de enfrentarse a los temores que había tenido y quizá también la hora de salir de un pozo; probablemente la hora de tener esperanzas vanas o hacerse ilusiones que nunca llegarían. Fuera como fuera, era un momento importante en mi vida; creía ser consciente de ello y quizá lo era.
James abrió la puerta de la biblioteca. Stephanie estaba sentada en el lugar donde yo solía hacerlo y no se levantó al verme. No me pude fijar en cómo iba vestida dada la oscuridad de la habitación. Las persianas estaban corridas y la luz apagada. La poca iluminación proveniente del exterior era tenue, debido a la bruma. Ella me parecía irreal. Me parecía estar en una de mis fantasías en las que ella aparecía mirándome con aquellos ojos.
—¿Qué haces aquí? —pregunté deseoso de decir la primera palabra y con una irritación infantil por el hecho de que ella no hubiera querido verme el día anterior.
—Tu casa no es segura, y la mía tampoco —dijo segura de sí misma, aunque ahora sé que con miedo—. Quería hablar contigo.
—Siéntate, Marc —dijo James.
Y me senté, haciéndole caso a mi amigo, sin quitar los ojos de encima a aquella chica en ningún momento.
James se sentó en su butaca habitual. Agradecí en silencio que no me dejara solo con ella.
—Tenemos que darnos prisa —empezó ella impaciente.
—¿Te escapaste el día del baile? —la interrumpí yo—. Y el estreno, ¿por qué no viniste?
—No quería encontrarte. Y sí, me escapé, me puse un vestido para que se pensaran que asistiría y a última hora me lo quité. Salí por una ventana y te encontré, cumpliendo así nuestro destino aquella noche; además, tuve que volver, como tú. ¿Contento?
La miré sin estar muy convencido, intentando descifrar sus ojos. Las palabras «¿quién eres?» se arremolinaban en mi cabeza, pero veía tan obvia la respuesta que no me atrevía a pronunciarlas.
—Tenemos prisa. Cumplo dieciocho años en una semana.
—¿Una semana? —Salté.
Ella asintió.
«Muy poco tiempo», pensé.
No recordaba que ella estaba ante mí proponiéndome ayuda, velando por mis intereses.
—No sé qué me ha llevado a pensar —continuó— que, igual que yo, tú no quieres casarte. Pero para nuestra desgracia, sobre todo la mía —dijo con mala intención, y esto la hizo más interesante a mis ojos—, tendremos que casarnos.
—Perdona... —dije irritado y a punto de levantar la voz—. ¿No habías venido a solucionar el problema?
Ella me miró molesta por la interrupción.
—¿Tienes alguna otra idea? Para huir, quiero decir.
—¿Huir? —propuse sin más con un tono de evidencia.
—Si no tienes ideas mejores, al menos factibles, deja hablar a los que piensan.
Vi cómo James reía complacido por las duras palabras de aquella chica y yo salté:
—¿Y cuál es tu idea? —Estaba molesto con el tono que había adoptado la conversación.
Ella me miró pesadamente.
—¿Quieres casarte conmigo?
Me quedé helado, y del rostro de James desapareció la sonrisa.
—¿Me he perdido algo? —preguntó él—. ¿No es precisamente eso lo que intentábamos evitar?
Stephanie negó con la cabeza.
—No lo entendéis. La boda no se puede impedir. Lo que podemos decidir es cuándo y cómo la celebraremos.
Yo ya no podía contener más mi sorpresa, estaba molesto con aquella chica por haber venido a proponerme lo que yo intentaba evitar.
—¿Lo que propones es que nos casemos igual?
Ella no dejó de contemplarme con aquella mirada serena y con su superioridad que cada vez creía más cierta. La solemnidad de sus movimientos y el hecho de que fueran tan naturales me hacían sentir hacia ella un gran respeto irracional.
—A veces tenemos que hacer cosas que no nos gustan para conseguir lo que queremos —me dijo con una nota de desgracia en sus ojos marrones.
—Y tú, ¿qué quieres? ¿Casarte? —pregunté, reconozco que bruscamente.
—Ser libre. —Se quedó en silencio un momento y se levantó con suavidad—. Tú no lo entiendes.
—Claro que lo entiendo, yo tampoco soy libre.
Ella me miró con rabia, con un sentimiento más intenso de lo que había demostrado durante toda la conversación.
—Por lo visto viajas, y mucho —acabó diciendo.
—Sí, pero debo volver cada quince días.
La ira no desaparecía de su mirada y me sentí mal.
—Yo no puedo salir de casa, solo huyo por la noche, cuando mi padre duerme o ahora, que está fuera. No he ido más allá del pueblo en toda mi vida. —Sus últimas palabras sonaron pesadas.
Yo no pude responder a su rabia. La boca se me había secado y mi idea de libertad se había quedado grande frente al cautiverio de aquella chica.
—Si nos casamos por nuestra cuenta —prosiguió con las mejillas algo rojas, avergonzada por su ira y por haber sido el centro de atención—, podremos poner nuestras normas en los contratos, eludiendo a nuestras familias. Así no tendrán poder sobre nosotros. —Y pronunció la palabra «poder» de tal manera que James y yo no entendimos del todo.
—¿Qué poder? —se atrevió a preguntar James.
Stephanie me miró, pero yo debía tener una cara de curiosidad parecida a la de él.
—¿No sabéis nada? —inquirió con desconfianza.
Yo negué con la cabeza, avergonzado.
—Nuestras familias son poderosas, literalmente. Tienen influencia sobre todo el mundo que tenga relación con estas, sobre su voluntad, y por eso debemos desatarnos de ellos de manera oficial, para poder huir.
—Así que es cierto. El magnetismo... —No me sorprendía que ella supiera más del tema que yo.
—El magnetismo nos hace volver a casa a ti y a mí, sí —dijo sin disfrutar de ser transmisora de lo que controlaba nuestras vidas—. Y no te plantees traicionar a tu familia, porque morirás. Tienen una extraña visión de las normas, de sus normas. Son asesinos. Así que no podemos romper el pacto, solo podemos variarlo.
No sabía hasta dónde creer, pero la chica parecía sincera. Todo tenía demasiado sentido y respondía a muchas de las preguntas de mi vida, pero yo no quería aceptarlo. Quería casarse conmigo antes de lo que pretendía mi padre.
—¿Así que estamos atados por nuestras familias? ¿Por el pacto?
—Exacto. No te puedes imaginar que afición tiene mi padre a los pactos, a ganar con estos.
—Y Elaine, ¿dónde encaja en todo esto? —dije.
—Ella tendría que haberse casado contigo —empezó ella—. Y todo habría sido mucho más fácil.
—Explícate.
Volvió a sentarse.
—Elaine es mi hermana, sí, pero no es hija de mi padre.
—Vaya —pude decir, aclarando mi mente.
—Mi padre no lo supo hasta hace unos años, así que estuviste prometido a mi hermana hasta que tuvo ocho años. Yo tenía seis cuando murió mi madre.
—Porque lo traicionó. ¿Por eso murió?
—No. —Y movió la cabeza inconscientemente, con suavidad—. Habría muerto mucho antes. Para mi padre, la traición de mi madre fue esconderle que Elaine no llevaba su sangre y que permitiera prometerla contigo. Él la mató —acabó diciendo con dureza.
—Por eso tengo que casarme contigo —dije entendiendo.
—Exacto.
—No me lo puedo creer. —Oí que decía James desde la invisibilidad de su posición—. ¿Decís en serio todo esto?
Stephanie le clavó una mirada dura.
—Yo la creo —corrí a decir.
Ella se giró hacia mí.
—Entonces ¿quieres casarte conmigo? —preguntó rápido pero con claridad, sin tropezarse en ninguna palabra, haciéndolo sonar todo demasiado real.
—No lo sé —expresé cogiéndome la cabeza entre las manos—. No hace demasiado estaba obsesionado contigo. Ahora no sé exactamente qué pensar y no creo querer casarme contigo en realidad.
—No te creas tan importante. Yo tampoco quiero casarme contigo. Si no tuviera razones, no lo haría. —Y se levantó frustrada, pasándose la mano por el pelo.
—Lo siento —respondí sin saber si decía la verdad.
—Sé que te pido demasiado —apuntó agachándose ante mí, para mi sorpresa, demostrando comprensión—. Yo he tenido que pensarlo mucho. Esta última noche la he pasado en vela. Ahora te toca decidir a ti.
Me miró con ojos suplicantes, y no sé cómo no caí en aquel momento. Se levantó recuperando la rectitud y parte de arrogancia.
—Quiero una respuesta. Esta noche, en el local —acabó diciendo mientras se acercaba a la puerta, la abría y desaparecía tras esta.
James y yo nos quedamos sin palabras ante la rapidez de Stephanie y su determinación.
—Si lo haces, no será la boda que habías soñado —mencionó sin que yo pudiera adivinar la dirección que habían seguido sus pensamientos hasta aquel en concreto.
—Al menos no será la boda que nos han obligado a soñar.
James me miró con una media sonrisa.
—¿Lo harás?
—¿Qué me aconsejas? —pregunté echándome hacia delante, todavía algo ensimismado en la peculiar salida de escena de Stephanie.
—La verdad es que no entiendo nada del poder. Nunca me has contado lo del... ¿magnetismo? ¿era eso? Has dejado en evidencia mi ignorancia. Aun así, a pesar de la poca información de la que dispongo, creo que deberías hacerlo —respondió él sin pensarlo mucho.
—¿Estás seguro? —dije sin mostrar la sorpresa que sentía por la opinión de mi amigo.
—Claro que no. Pero es el único plan disponible y parece que no hay más opciones. Y estate tranquilo. Yo redactaré los contratos.
—Necesito hablar con Maj. —Y no tuve que decir nada más, mi amigo me entendió.
—Me parece bien. Además, puedes fiarte más de él que de esa chica.
—Tienes razón —respondí pensando en Stephanie.
¿Realmente hacía falta tanta desconfianza? Ella podría estar aliada con su padre y el mío para casarnos sin mi oposición. No estaba seguro de nada. Maj me diría la verdad, estaba convencido, aun cuando hasta el momento me la había escondido.
«¿En quién puedo confiar?», pensé algo alterado.
Evidentemente podía confiar en James, que me estaba prestando la ayuda más grande, apoyándome. Supuse que también podía confiar en Maj, pero no podía olvidar que, al fin y al cabo, era un empleado de mi padre.
—Si necesitas cualquier cosa... si necesitas hablar, llámame —dijo James para mi sorpresa, y volví a agradecerle en silencio la ayuda que me prestaba a diario.
Pensé en que yo no correspondía a aquella asistencia y me sentí mal.
—Lo haré, de hecho lo hago y creo que te puede traer problemas, así que lo siento.
Él negó con la cabeza.
Tardé un rato en levantarme del sillón. Al salir de la biblioteca, el mayordomo de James me vio y se dirigió a mí, diciendo que había encontrado en la casa un abrigo que era mío, y me preguntó si quería llevármelo. Yo dije que sí, con curiosidad. El mayordomo no tardó al volver con mi abrigo gris entre las manos. Yo no recordaba haberlo dejado allí, pero no me importó demasiado, salí de la casa con James tras de mí.
—¿Quieres que te acompañe? —preguntó.
—No es necesario —respondí.
Y allí acabó nuestra conversación, él entró de nuevo a la casa y yo bajé las escaleras blancas de la puerta principal.
No me apetecía andar, y el aire del exterior era todavía más frío de lo que recordaba. Miré el abrigo gris que tenía entre mis manos y me abstuve voluntariamente de pensar. Me quité el marrón y me sentí mucho más seguro dentro del que siempre llevaba. Respiré notando cómo el aire frío me llenaba y me liberaba en parte de mis preocupaciones, al menos hasta que llegara a casa. Noté entonces, en mi abrigo, un ligero perfume como lilas, un rastro que se desvaneció, que se evaporó al momento.
Maj me recibió con mala cara cuando llegué a casa. Yo le dediqué una mirada interrogante.
—¿Qué pasa? —pregunté aludiendo a su recibimiento.
Él me miró directo a los ojos y se le desdibujó la expresión de enojo, cambiándola por una de resignación.
—No puede volver a salir.
Creo que la cara se me tornó roja por la ira, pero de hecho no recuerdo demasiado bien aquel momento, una nube cubría mi mente haciéndome sentir confundido.
—¿Ha venido? —dije haciendo referencia a mi padre.
Él negó con la cabeza.
—Ha llamado.
Yo me serené con rapidez, procurando parecer sereno.
—Maj, si me casara con Stephanie —me sentía más cómodo llamándola por su nombre— por mis medios, sin tener en cuenta a mi padre, ¿podría huir? —lo dije, solo fijándome en lo que yo sentía, sin darme cuenta de que la expresión de Maj había pasado de la resignación a la alarma.
—Yo no puedo decirle nada —empezó, pero no pudo continuar—. Yo...
—Por favor, es vital para mí, ya te lo debes imaginar. ¿Qué clase de pacto tienen lord Wingfield y mi padre? —Él se sentó perdiendo durante unos instantes su tan característica rectitud.
—Yo no puedo decir nada, yo también tengo un pacto con su padre, estoy atado, me salvó la vida.
No me moví y mi expresión no cambió aun cuando me había producido una fuerte impresión el hecho de que mi padre le hubiera salvado la vida a Maj. Por ese motivo, Maj estaba en deuda. Por este motivo también estaba atado y por eso era la mejor persona para vigilarme. Me pareció cruel.
Me giré, algo contrariado, pero sin ninguna intención de ofender a mi mayordomo. Ante mí apareció Pilot y me ladró contento. Yo lo acaricié y volvió a ladrar.
Me encerré hasta el anochecer con el perro en mi habitación. Tenía las persianas bajadas, por lo que no podía ver el exterior ni saber la hora que era. Sentía mucha aversión a los relojes, no me dejaban dormir y en mi cuarto no había ninguno. Supuse que habían pasado unas cuantas horas, y antes de salir de casa quería tomar algo, puesto que no había comido en todo el día. La cocina estaba impecable y vacía, yo me senté en un rincón. El reloj resonaba en el vacío de la habitación, y yo me movía nervioso. Ya eran las siete y media, tendría que haber salido en aquel momento o quizá algo antes, pero me quedé mirando el reloj, como hipnotizado, como queriendo hacerlo retroceder.
No sabía cómo haría para salir de casa sin que Maj se diera cuenta y sin que nada me impidiera llegar al local donde habíamos quedado y donde la había visto cantar hacía más tiempo de lo que recordaba. Martha entró en la cocina, seguramente lista para empezar a hacer la cena a las ocho. Me vio y dudó si entrar o no, pero como yo la estaba mirando, supongo que no quiso mostrarse desconsiderada.
—¿Cómo está? —preguntó con un hilo de voz y una tímida pero sincera sonrisa.
—Tengo que salir de casa y no puedo —confesé, sorprendiéndome por mi sinceridad ante Martha. Me di cuenta de que yo no llevaba la máscara que había cargado en días anteriores, aquella sonrisa que me hacía parecer inmune a todo lo que me pasaba, y esto me asustó algo, me hizo sentir indefenso. Era como si de golpe hubiera desaparecido mi ropa, como en aquellos sueños en los que en situaciones comprometidas te encuentras desnudo, era demasiado irreal y la sensación demasiado nueva para mí.
Los segundos pasaban y Martha no me decía nada, se había quedado mirándome extrañada de que le hubiera confiado aquello. Y a mí lo que me sorprendió fueron sus palabras:
—¿Puedo ayudarlo?
—Tengo que salir de casa, asegúrate de que nadie se entere. Di que he ido a dormir.
—Así lo haré —acabó diciendo con determinación, asintiendo enérgicamente, como si le hubiera encomendado una misión de vital importancia, y de hecho, quizá lo era.
Yo me dispuse a salir por la puerta de la cocina.