Abrí la puerta y allí estaban los dos sentados, en una mesa apartada. James miraba con impaciencia aparente su reloj de pulsera y Stephanie se veía tensa en su compañía.
Entré agradeciendo la calidez del ambiente del local, puesto que me estaba congelando. No había pensado en que caminaría fuera, así que había olvidado coger el abrigo y la bufanda. Al atravesar la valla de la propiedad, saltando por encima, como siempre, había notado el magnetismo más fuerte que otras veces, muy parecido al de la primera vez, cuando tenía solo siete años. Había andado sin dar vueltas hacia el pueblo, pasando por casa de James con la tentación de entrar y pedir un abrigo. A cada paso había tenido más frío y había pensado en mi estupidez al no haber vuelto a casa a tiempo. Mi mente empezaba a tener extraños pensamientos relacionados con mi hogar. Debía volver. Pero ninguno de esos pensamientos superaba mi deseo de huir y no era tan fuerte como para hacerme recular. No había encontrado impedimentos. Ningún árbol caído, ningún animal, solo mi estupidez y el frío, que me había obligado a recordar mi primer intento de escapada.
«Traición», pensé sin quererlo, como si alguien hubiera impuesto aquel pensamiento, y tuve miedo de que me hubieran descubierto.
Me sentía un traidor, pero sabía que aquel sentimiento no era mío. No me era fácil ordenar mis pensamientos cuando tenía niebla ofuscándome, frío y cansancio por la rapidez con la que intentaba llegar.
En la calidez de aquel lugar, ya casi sin notar la influencia de mi casa y sin sentirme un traidor, se me hicieron lejanos los hechos que habían ocurrido en el transcurso de aquel trayecto.
Stephanie me vio antes de que yo me pudiera acercar, pero no dijo nada, solo me miró. James también me vio y sonrió. Me sentí como en casa. No veía todo lo que me rodeaba, solo estaban ellos dos esperándome, y por un momento también olvidé por qué estaba allí.
Me senté con las dos personas a las que había decidido confiar mi futuro. No me asusté al verlos serenos y decididos. Stephanie esperaba mi respuesta en silencio, y James ya la sabía.
—Creo que lo tendremos que planear todo muy bien —dije a modo de respuesta, sin acabar de creer mi propia decisión, viendo que nadie me adelantaría la palabra.
Stephanie no pudo evitar sonreír con alegría, pero con un punto de miedo en su rostro. James no se sorprendió.
—Será el domingo, nos casaremos. Y volveremos a casa al acabar, cada cual a la suya, como si nada hubiera pasado. Y antes de que salga el sol, huiremos.
Yo no pude hablar. ¿Domingo? Quedaba menos de una semana. ¿Cuándo había planeado aquella chica la boda?
—Cogeréis un tren —prosiguió James sorprendiéndome. Aunque me había dicho que ya estaba pensando en mi fuga desde hacía mucho tiempo, yo no sabía qué era lo que estaba planeando él—. E iréis a una casa que compré yo, con dinero propio. Mi padre no sabe nada.
—¿Una casa? —pregunté emocionado, más por darme cuenta de su favor que para confirmarlo.
Stephanie no demostró sorpresa, seguramente yo había llegado demasiado tarde y ellos dos ya se habían puesto al día.
—Sí —contestó James—. Pensaba que sería para ti solo, pero tendréis que vivir los dos. No es ni tan cerca como para que os puedan encontrar ni tan lejos como para que yo no pueda ir si surge una emergencia.
No me importaba vivir con ella y no creía que hubiera ninguna otra solución para sobrevivir en un lugar, además, desconocido.
—James redactará los contratos —dijo Stephanie refiriéndose a mi amigo por primera vez, demostrando que había hablado con él.
—Serán perfectos, trabajaré a fondo. —Corrió a asegurarme él.
—Me siento impotente —confesé antes de que pudiera reflexionar sobre esa sensación—. Lo habéis planeado todo y yo no he hecho nada.
James rio y lo miré algo molesto, aunque agradecido por todo lo que estaba haciendo por mí.
—Has llegado muy tarde —acabó diciendo.
Y era verdad.
—Es todo tan rápido —dije con la cabeza baja.
James me puso una mano sobre el hombro, y en aquel momento me pareció ver una nota de envidia en el rostro de mi prometida. Ella estaba sola, no lo había pensado antes. Stephanie se había presentado sin nadie. No la había acompañado su hermana, ni siquiera para apoyarla. Empecé a ver, quizá por haberme propuesto verlo, una gran pena en los ojos de Stephanie.
—El lunes por la mañana será cuando nos iremos —irrumpió ella molesta.
—Y ¿no tendremos problema para huir?
—Ya estaremos casados. —Vi como James asentía con la cabeza—. En teoría ya seremos libres.
Acababa de entenderlo, no eran necesarias más explicaciones. No podíamos huir para casarnos o pretender marchar directamente, porque entonces las ligaduras que nos unían a nuestras familias nos retendrían. El magnetismo sería irresistible. Por tanto, nos casaríamos el domingo, volveríamos a casa como si todo fuera normal y el lunes por la mañana cogeríamos un tren directo a nuestra libertad.
Estaba claro. De hecho, el plan parecía demasiado perfecto para ser del todo factible. Sobre seguro fallaría algo.
«Tengo un mal presentimiento», pensé. Pero no dije nada.
Stephanie, como por la mañana, se fue sin demasiadas ceremonias.
—El domingo en el ayuntamiento, a las doce es la boda, procurad estar pronto —indicó antes de desaparecer entre la gente.
—Esto ya está en marcha —me dijo James cruzando las manos.
—Esto es demasiado extraño.
—Lo sé —expresó él pesadamente—. Cuando te marches, no te veré en mucho mucho tiempo. Será extraño, eres el único amigo de verdad que he tenido nunca.
—Sabes que tú también el mío —dije pensando en que debería empezar una nueva vida—. Espero que estemos en contacto.
—Tanto como pueda —dijo él—. Pero no tanto como quisiera. —Suspiró—. Si saben dónde estáis, poco importarán los contratos. Os cogerán por la fuerza.
Yo inspiré profundo, sin recordar el ambiente en el que estaba ni el aire que estaba inhalando, y tosí por el humo. James me miró, y yo levanté la vista sonriendo con amargura.
—Cuando ya tenga casa propia, cuando la vida me haya cambiado notablemente, supongo que podremos vernos. —Él asintió con la cabeza pero no dijo nada—. Espero que sea muy pronto.
—Espero que no os matéis antes.
Yo reí, pero sin muchas ganas. Iba a vivir con una desconocida.
—Espero que sea muy pronto —repetí viendo que aquello podría ser desastroso.
Hasta el día convenido, no volví a hablar con James, y la verdad sea dicha, lo necesitaba. Había llamado a su casa, sí. Pero todo el mundo decía que estaba atareado, que no salía de la biblioteca. No creo que le hubiera molestado que alguien le informara de mis llamadas, pero acepté que el servicio quizá tenía miedo de estorbar a mi amigo. Pensé que, con seguridad, estaba redactando los contratos matrimoniales con mucho cuidado, para no fallar en ningún detalle. Al fin y al cabo, él todavía era un estudiante.
Por mi parte, estuve preparando mi fuga. Llené una mochila con todo aquello esencial y la escondí bajo la cama. También molesté mucho a Pilot, al que no me podría llevar, intentando que se cansara de mí.
A las once del domingo yo ya estaba a la puerta del ayuntamiento, vestido con mis tejanos más cómodos. Me había resultado un gran esfuerzo llegar donde estaba, todavía sudaba y me costaba horrores no moverme. Mi casa me gritaba por lo que iba a hacer. Tenía miedo, más que de ninguna otra cosa, de que mi padre se diera cuenta de lo que yo estaba haciendo para evitar nuestra conexión. No me había resultado nada fácil llegar al lugar. James había venido a buscarme en su coche rojo, y creo que Maj no se había dado cuenta de mi partida. En el coche lo había pasado mal, debo confesarlo. Sentía como si me oprimieran fuerte el pecho, como si no pudiera respirar, nada comparado con lo que había sentido el día en que había ido a planear la boda. No lamentaba que en unas horas todo acabaría.
James y yo esperamos en silencio, un silencio aterrador; y pronto, muy pronto dieron las doce. Stephanie tardaba. Yo estaba molesto. No sabía que en aquel momento Stephanie estaba gastando lágrimas, despidiéndose de su hermana, me lo confesaría más adelante. También me confesaría que ella había estado a punto de echarse atrás, pero que su hermana había sido más valiente que ella esa vez y le había dicho que huyera.
Yo, ajeno a todos los sentimientos, dudas y lágrimas de mi prometida, me quejé reiteradamente hasta que llegó. Venía vestida por completo de negro, aquello me pareció siniestro. Era una boda, no un funeral. Pero para ella todo tenía otro significado, como para mí.
Podía imaginar la ceremonia que habríamos tenido de no haber planeado nuestra huida, de seguro nuestros padres la tendrían prevista para unas semanas después, quizá solo quedaban unos días. Tal vez nos tendríamos que haber casado en la pequeña iglesia del pueblo, aun cuando la pequeñez no era propia de nuestras familias. Podía imaginar las flores blancas recubriendo las columnas, como hacía unos días habían decorado las farolas que llevaban a mi casa. También podía imaginar a la gente: muchos invitados, pero también muchos curiosos. Por primera vez podía concebir con rostro a la que iba a ser mi mujer, era Stephanie, y por entre el velo podía adivinar una expresión de pesadez y, en cada uno de sus pasos, una aproximación a un terrible destino. La podía imaginar con el vestido de boda. Beige, quizá, color perla o de un blanco marfil que hiciera destacar sus cabellos oscuros. Ella irradiaba luz, su vestido no podía acaparar la atención que ella merecía, su vestido debía ser delicado, no llamativo. Pero iba de negro.
«¡De negro!», pensaría indignado más adelante cuando el recuerdo de aquel día fuera borroso y me entristeciera y alegrara en partes iguales.
Dejando de lado el futuro, aunque parezca extraño, entré al ayuntamiento seguido por aquellas dos personas: una, tan conocida por mí, y la otra, tan misteriosa.
Acabé saliendo del mismo edificio con un gran sentimiento de libertad. La firma que había dejado en aquel papel fue un punto de referencia, marcó un antes y un después en mi vida. Al acabar de escribir, la pluma se me había caído de la mano, la presión sobre mi pecho había desaparecido y me pareció notar lágrimas en mis ojos.
El aire del exterior me pareció puro, el sonido de la gente paseando por la calle, el murmullo de las conversaciones, todo me pareció maravilloso y más real de lo que nunca lo había sentido. Sé que ella había sido mucho más consciente de todo lo que había pasado, pero creo que también se sintió liberada. Me pareció ver una verdadera sonrisa en sus labios cuando salimos, ella también lo había notado. Éramos libres.
Nada lo sentía imposible y el hecho de volver a casa no me pareció tan pesado como pensaría que me parecería. Vi nuestro plan más perfecto que nunca. La posibilidad de huir, más que probable, y mi estado de ánimo mejoraba a cada segundo. Los malos presentimientos habían desaparecido y solo me supo mal la perspectiva de no volver a ver a James, ya que sabía más que nunca que era un amigo fiel.
Mi casa me resultó más pequeña que de costumbre, me pareció un simple edificio que no me daba la bienvenida. Me sorprendió que la frialdad del ambiente no me molestara y también me sorprendió, positivamente, que Maj no hubiera venido a recibirme. Seguro que no sabía lo que había pasado. Lo primero que hice cuando llegué a casa fue ir a programar el despertador, aun cuando dudaba mucho que pudiera dormir aquella noche. A las cuatro ya debería estar fuera de mi hogar y cogeríamos el tren de las seis. Querría que Pilot no hubiera venido a recibirme, porque me recordó que lo tendría que abandonar. La verdad es que todo parecía tan ajeno, aunque fuera yo el protagonista de la pesadilla, que no sabía qué pensar; pero un sentimiento de felicidad me invadía inexplicablemente, podía sentir la libertad en cada uno de mis movimientos.
Cené, como era habitual, en la cocina, y procuré que no notaran el cambio en mi estado de ánimo. Pero algo diferente veían en mí, lo sentía. Me retiré a mi habitación, como siempre, aunque noté como si alguien me observara al entrar a mi cuarto. No hice caso de esa sensación.
Dejé a Pilot fuera, durmiendo ante la puerta, y me tumbé en la cama pensando en que aquella sería mi última noche en la única casa que había podido denominar «mía» y en la que más libre me había sentido. Aquella casa formaba parte de la vida que yo me había forjado con toda la libertad que me habían permitido. Con la casa y, obvio, mi título, perdería los viajes, los hoteles, la ostentación... todo; todo por ser libre. Miré mi habitación en la oscuridad de la noche, conocía cada rincón, quizá porque no era demasiado grande. Tenía ropa echada por el suelo, y no pensaba cambiar ese hecho.
Volví a pensar en Maj. No le había dicho nada, ni siquiera lo había visto. Mejor. Seguramente tendría problemas, quizá ni siquiera me permitiría huir, se podría poner en mi contra, no quería comprobarlo. Él había sido la única persona que había tenido a mi lado desde que era pequeño, por imposición, sabía que por un pacto, pero estaba allí siempre y aguantaba mis quejas. Vivía para servirme, cosa que no me gustaba demasiado. Todo se acabaría, la vida que llevaba, privada de libertad pero cómoda se acabaría.
Debería encontrar un trabajo, debería empezar una vida nueva. Conocer a gente nueva y, tal vez, acabar siendo una persona diferente. Hasta aquel momento, mi vida se había basado en la total oposición a una boda con la persona con la que me acababa de casar, y eso me turbaba. Pero dado el resultado, no me arrepentía de nada.
Al fin cerré los ojos, pero no me dormí. Aunque tenía sueño, no podía evitar pensar en lo que me esperaba, en lo que dejaba atrás. El fluir de estos pensamientos no dejaba relajar mi mente. Quizá en algún momento me dormí, pero, soñando en los pensamientos que ya me rondaban, no noté la diferencia.
Salir furtivamente, por la noche, me producía una sensación agradable. Podía notar, con más intensidad, la emoción de desobedecer; no tenía por qué pensar en qué me ataba a aquella casa. Cogí la mochila que tenía escondida y me la cargué al hombro. Me había vestido con unos pantalones negros y un jersey verde oscuro para pasar desapercibido. La casa estaba silenciosa. Eran las tres, no hacía demasiado que me había ido a la cama y yo no había dado tiempo al despertador a sonar a la hora convenida. Bajé la escalera principal.
«Por última vez», pensé.
La barandilla estaba fría. Noté que sudaba, como en mi sueño. Me puse en tensión, la sensación era idéntica y me asusté un poco, pero a diferencia de mi sueño, no temblaba. Fui hacia la cocina y cogí el dinero que tenía guardado dentro la caja de galletas con gatitos pintados. Me puse el abrigo gris, recordando que lo había encontrado de manera inexplicable en casa de James, y en aquel momento inoportuno se me pasó por la cabeza que la causante podría haber sido Margaret.
«Aquel olor a lilas», recordé.
No me importó, seguramente no volvería a verla. Salí de la casa y vi que la niebla era baja, creaba un paisaje espectral, pero permitía que viera mi camino. Sí, para llegar a casa de James debía pasar por el bosque, mas no me asusté, no creía que mi sueño se hiciera realidad y menos cuando todo iba tan bien. Iba vestido con zapatos, la mochila al hombro, y nadie sabía que me había marchado. Al adentrarme en el bosque, noté un ruido tras de mí, como si alguien hubiera pisado una rama. Me giré, pero no vi nada. El hecho de que todavía fuera de noche no me ayudaba demasiado. Sin embargo, no me preocupé, continué mi camino, notando a partir de aquel momento ruidos que tal vez no significaban nada. Mis pensamientos positivos hacían que fuera más rápido, más ligero, y los ruidos me hacían estar en tensión. Andaba con prisa, sin mirar casi por dónde iba, hasta que no pude evitar parar en seco. Estaba en el mismo claro que había aparecido en mi sueño. La luna se veía llena entre las copas de los árboles. Yo miré en todas direcciones y volví a sentirlo con claridad. Ya no tenía ninguna duda de que alguien me seguía.
—¿Quién hay? —pregunté como en mi sueño, pero estando convencido de que no eran imaginaciones mías—. ¿Quién hay? —volví a decir, gritando esta vez.
A mi grito lo siguió un silencio, y me volví en todas direcciones para ver si veía a la persona que me estaba observando. No tuve que esforzarme mucho, la gran figura salió de entre la vegetación y se plantó ante mí. Era Maj.
—¿Qué hace aquí? —me preguntó sin esconder su intención de controlarme.
Yo me lo quedé mirando muy sorprendido, no tenía idea de que lo fuera a encontrar en un lugar así. Decidí confesar, de hecho tenía mucho que decirle a Maj y agradecí la oportunidad que me daba de despedirme.
—Me voy, seguramente no volverás a verme —dije acercándome a él. Nada molesto porque me hubiera seguido hasta allí.
—¿Qué? —preguntó él, turbado.
—Me casé ayer —dije. Y él me miró sorprendido y con miedo. Sé que lo entendió, pero el miedo no desapareció de su rostro.
—Tiene que volver a casa —dijo serio, interponiéndose en mi camino.
—No puedo volver, ¡seré libre! —grité—. ¡Ahora no puedo volver! ¡Iré a una casa que tiene James, lejos de aquí! —Estaba desesperado, no tanto porque me dejara pasar, sino para que me entendiera, pero creo que ya me entendía.
—No puedo dejarlo pasar —dijo inflexible sin levantar la voz—, ha cometido un error al decirme dónde se dirige. Tendré que informar a su padre.
Yo negué con la cabeza sin creerlo. Ya no pude evitar gritar cada vez más y más fuerte, rompiendo el silencio de la noche y haciendo que los sonidos del bosque resultaran insignificantes.
—¿Quieres que me quede toda la vida aquí? ¿Quieres que muera aquí? ¿O tengo que esperar la muerte de mi padre? Prefiero no llegar a saberlo. Quiero marcharme, y tú deberías hacer lo mismo.
Él negó con la cabeza, despacio.
—No puede irse.
En parte lo comprendí.
—Déjame huir.
Y se retiró con suavidad, mirándome sin verme, marcando un punto de inflexión en su destino. Me ayudaba, arriesgando su vida. Pero yo no pensaba, no lo sabía. No sabía que sería la última vez que lo vería, entre los árboles y perfectamente vestido, impoluto, con una expresión resignada y un gesto de rebeldía. Allí dejaba a Maj, atrás, muy atrás. Me iba adentrando y, al girar la cabeza, cada vez lo veía más y más pequeño. Me pareció que lloraba, pero al llevarme una mano a la cara me di cuenta de que no estaba húmeda. Ya lo había dejado atrás, ya no había nada más que hacer. El gran sentimiento de libertad que antes me invadía fue sustituido por una clase de sentimiento de culpa por haber dejado todo lo que conocía atrás.
Pronto vi la valla, y la salté sin problemas, no había nada que me hiciera volver, nada que me atara a aquella casa. Crucé el río y llegué con rapidez a la puerta de la propiedad de James, donde él me esperaba con el coche más discreto que tenía. Era un vehículo negro que tenía los cristales tintados. James me abrazó, quizá entonces comprendió que, seguramente, no nos volveríamos a ver y, en el mejor de los casos, tardaríamos mucho en volver a estar en contacto. Yo subí a la limusina y él hizo lo mismo.
—¿Nervioso? —me preguntó cuando la limusina se puso en marcha.
Yo asentí y sonreí con amargura, no podía esconderle nada a James.
—Cuando te vayas ya no quedará nada bueno por aquí —dijo intentando sonreír.
—Verás más a menudo a tus «amigos» —dije con sorna—. Yo ya no seré un impedimento, y ya no tendrás que defenderme.
—Ahora que desaparecerás te criticarán más que nunca, y no sé si quiero que me recuerden a diario que te has ido, no sé si quiero volver a verlos.
—Tienes a Margaret.
—Tengo a Margaret. —Se rio—. Es mejor de lo que te piensas.
—Lo dices porque es tu hermana —acabé diciendo, me daba cuenta de que la conversación nos había hecho olvidar el hecho de que yo me iba.
—¿Lo echarás de menos? —dijo él leyéndome el pensamiento.
—Te echaré de menos a ti, a Maj, a Pilot, a Martha, aunque casi no la conozco, pero se ha portado bien conmigo. Quizá también echaré de menos a Margaret. —Y también reí—. Quizá no vuelva a encontrar a nadie que me incomode tanto. Echaré de menos mi casa, la tuya. Mi intento de lucha con mi padre. Tu extraña lucha con el tuyo.
—¿Mirarás mi blog? —preguntó conociendo la respuesta.
—Si tengo Internet, sí —contesté.
El coche no aparcó. James y yo bajamos a dos calles de la estación. Cogí la mochila y la volví a cargar, no pesaba demasiado.
La luz de la mañana empezaba a iluminar los edificios, pero todavía todo estaba oscuro. La gente dormía en sus casas y se veían pocas personas, andando con rumbo fijo por la calle, abrigadas. Algunas, con perros, y otras, corriendo, todas ajenas a mi fuga, ajenas a mi persona. Atravesamos las dos calles en silencio, James no parecía tan natural como de costumbre y llevaba la cabeza más baja.
La estación estaba repleta de gente. Stephanie nos había dicho que estaría esperando en la puerta, así que la encontramos en la calle, atisbando entre el gentío por si nos veía. Yo llegué a su lado y ella se llevó un susto antes de vernos.
—¿Estás listo? —preguntó.
No sé si lo estaba. El último encuentro con Maj me había dejado turbado. Me había ayudado, sí, pero me preguntaba a qué precio. ¿Realmente no diría a nadie nada de mi fuga?
Asentí en respuesta a la pregunta de Stephanie, demasiado nervioso como para utilizar mi voz para mentir.
Subí al tren, y Stephanie, también. Desde allí vimos a James en el andén, le dije «adiós» con la mano, pesadamente. Todo aquello me recordaba a la típica despedida en una estación de tren, con mucho humo que marcaba un antes y un después en muchas películas antiguas. No sé por qué solo pude recordar El jovencito Frankenstein y no pude evitar reír. James, al verme, también rio, aunque no había seguido el curso de mis pensamientos.
Él dejó de reír en algún momento y noté que ya no me miraba, que se fijaba en algo tras de mí. Giré la cabeza y la vi con la vista puesta en la puerta de nuestro compartimento, con la mirada perdida. No sé si ella pensaba en todo lo que echaría de menos.
El tren se puso en marcha y advertí como empequeñeciendo, hasta desaparecer junto al andén del tren, James me despedía con la mano levantada.