Una bicicleta sobre un charco, salpicando el agua ruidosamente; un niño con un paraguas rojo y su madre detrás, intentando no pisar el barro. Unas ovejas descarriadas, una negra, otra blanca, todos ante la valla blanca de madera de lo que había sido nuestra casa desde hacía seis años. Era a todo lo que podría haber llegado el primer llanto. Dentro, Stephanie sudaba y yo corrí a abrazarla. Ella pudo respirar con normalidad al fin y a mí me cayó la primera lágrima por aquel niño.
El embarazo había sido normal, en el aspecto médico, el niño había estado bien desde el principio, y de solo anunciármelo, Stephanie había irradiado alegría. Poco después ya habían ido cambiando sus estados de ánimo. A menudo me miraba con desconfianza, como en el tiempo en el que nos habíamos conocido, y yo intenté ignorarlo, suponía que era algo natural en ella, de hecho nunca había dejado el vicio. Me había hablado a menudo del deseo que tenía ella de que fuera una niña y yo siempre le contestaba que no me importaba lo que fuera. Ella me evitaba en aquellas ocasiones. Tras tanto tiempo, todavía me miraba de aquella manera, pero yo la amaba, la quería tanto que no me importaba las veces que me mirara mal, que me evitara.
A los dos años de vivir en aquella casa empezamos a dormir juntos, y es que fueron dos años en los que nos conocimos. Siempre hablábamos de salir de esa vivienda, de que ella se marcharía a vivir a la ciudad, de que yo iría a Francia, pero en ese tiempo, aún sin darnos cuenta, ya no nos podíamos separar. En aquellos dos años habíamos encontrado trabajo. Ella, en una pequeña librería en el centro; yo había pasado por varias ocupaciones, todas igual de irritantes. Había trabajado en un quiosco, pero el amo pensaba erróneamente que podía gritar más fuerte que yo. Después intenté hacer de dependiente en un supermercado, pero era una labor demasiado aburrida y me enervaba cada día más. Acabé de camarero en un bar del pueblo. La gente era mi especialidad. Los aborrecía a todos y cada uno de ellos, algunos más, otros menos, pero sabía poner aquella sonrisa perfecta que parecía real y que deslumbraba a todo el mundo.
En aquellos dos años yo había aprendido mucho de ella. Gritaba cuando se enfadaba, y por suerte se enojaba muy poco conmigo. Odiaba mi habilidad, o esto creía yo, de guardar mi rabia y de sonreír cuando en realidad quería gritar. No sabía cocinar, siempre le habían preparado la comida, y yo tuve que enseñarle día a día. No aprendió mucho, la cocina era para ella como una enemiga natural, por eso era yo quien cocinaba, y de hecho lo prefería. También descubrí su talento tocando el violín. Cuando ensayaba en su habitación, yo me sentaba en la mía, junto a la pared más próxima, para escuchar. Día a día fuimos aprendiendo con estas experiencias y poco a poco se atrevió a tocar ante mí. Ella escogía lo que quería comer y yo lo cocinaba.
Así acabamos siendo imprescindibles el uno para el otro. Acabé descubriendo su risa cuando la impulsaba en el viejo columpio del jardín, su voz en todas sus tonalidades, su sonrisa cuando volvía a casa después de un duro día de trabajo y al fin se podía sentar en el sofá. A menudo pasaba horas ante el ordenador, escribiendo, y yo la observaba. La veía a contraluz, puesto que se situaba frente la ventana, e intentaba adivinar sus expresiones. Creo que a ella le molestaba que yo la observara, pero no me decía nada.
Así pues, cuando supimos que estaba embarazada, tuvimos una gran sorpresa. La vida no había cambiado para nosotros en tres años desde que, dejando de lado nuestro prematuro matrimonio, habíamos empezado a «salir» juntos. Había sido una señal de que las cosas no tenían por qué ir a peor, de que no teníamos que esperar cada segundo a que vinieran a por nosotros, de que el teléfono no sonaría echando nuestra vida por tierra. Para mí había sido una señal de esperanza, del comienzo de una existencia mejor para los dos. Para ella, yo creía que también.
Los nueve meses pasaron volando, no me lo podía creer. Cada día el niño crecía más dentro de ella, y yo no había podido evitar tocarle la barriga; creo que a ella le molestaba y por eso intentaba no hacerlo, pero no me decía nada. Le hizo una habitación al niño —la que antes era la suya, puesto que ya compartíamos la que había sido mía—, mientras yo corrí a comprarle ropa. Todo estuvo listo mucho antes de que llegara el bebé. Cada día parecía que él ya estuviera, y Stephanie estaba cada jornada más preciosa, más radiante y, también más, asustada. Lo veía en su cara, pero no me decía nada.
Y en el gran día, me encontraba con aquel niño entre mis brazos y no podía creer que eso fuera real. Me parecía tan lejana mi vida anterior y a la vez era una sombra que no habíamos conseguido alejar de nuestras historias. Todavía pensaba en lo que había dejado atrás, a Maj y a James. A James en concreto, debería haberse puesto en contacto con nosotros, lo echaba de menos. Pero solo podríamos volver a vernos cuando cambiáramos de vida y eso era imposible, ya habíamos arraigado en aquel pueblo. Visitaba su blog a menudo; en casa no teníamos Internet, pero en la cafetería sí que había. A los dos días de desaparecer en la estación de tren había aparecido la crítica de la película de su padre, se había atrevido a hacerla, y era buena. También mencionaba que una película buena no salva de diez malas, y esto me llevó a pensar que había seguido mi consejo. Sabía que estaba bien porque continuaba actualizando el blog con nuevas críticas, pero cada vez con menos frecuencia y en caso alguno con el entusiasmo del pasado. Tanto como yo añoraba a James, sabía que Stephanie echaba de menos a su hermana, me lo decía a menudo; y una vez yo le había preguntado por qué ella no huía si no estaba de ninguna forma atada a su padre.
«Porque le gusta la vida que lleva, tiene alguien que la quiere cerca y no es bastante fuerte como para huir», me había dicho, yo lo había entendido a la perfección.
«No es como tú».
El médico se había marchado, Stephanie estaba bien, tumbada, el niño, también; dormía en mis brazos, y yo lo miraba sentado en la cama. Stephanie me observaba, con una sonrisa que escondía algo más, me cogió el niño de los brazos. Lo abrazó y se rio, mirándome de nuevo.
—¿Quieres comer algo? —le pregunté deseoso de cubrir todas sus necesidades.
Ella negó con la cabeza y me hizo un gesto para que me tumbara a su lado. Lo hice con tanto ímpetu que hice sonar los muelles de la cama. Ella alargó la mano hacia mi cara y me tocó el pelo con una sonrisa en la cara, yo respondí con otra. Nuestro hijo se removió entre los dos, en sueños, y lo acaricié con dos dedos, era tan pequeño... se calmó.
—Debería tener un nombre —dijo ella.
—¿Has pensado en algo? —pregunté dándome cuenta de que lo habíamos preparado todo para él menos el nombre.
—La verdad es que no —contestó ella, contempló a nuestro hijo con una extraña mirada de disculpa—. Lo siento.
Yo me acerqué a ella sin pensarlo y le di un beso; al separarme, me miró con ternura.
—Te quiero —me dijo con pesadez en la mirada, y yo intenté averiguar sus pensamientos.
Pero ella no era tan fácil de descifrar. Sabía de sus estados de ánimo, sabía cuándo estaba contenta y veía cuando su rostro se ensombrecía, pero no sabía si aquellas sombras eran proyectadas por recuerdos del pasado o preocupaciones presentes. En verdad, en algunos aspectos, ella continuaba siendo un misterio para mí, mientras que yo me había mostrado tal y como era ante ella.
Aquella noche dormimos los tres en la cama. Yo esperé a cerrar los ojos hasta que ellos estuvieron profundamente dormidos. Al día siguiente tendría que ir a trabajar, me hubiera gustado quedarme con mi familia, porque eso era lo que éramos en aquel preciso instante, una familia.
En el momento en que tuve aquel sueño todavía no había estado en la sala que aparecía. Era oscura, pero solo porque las persianas estuvieran bajadas. Un hilo de luz se colaba por una que había quedado mal cerrada. La sala estaba vacía, las ventanas decoradas con cortinas de seda doradas, y yo, en el extremo opuesto a la única vía de salida. En el sueño yo iba hacia la puerta, y cuando todavía no había dado dos pasos, se presentaba irrumpiendo con suavidad en la habitación una figura vestida de negro. Ella cerraba la puerta con violencia pero con determinación, yo tenía un mal presentimiento.
«Quiere matarme», pensaba yo, teniendo esa certeza.
Ella se acercaba cada vez más, con paso lento pero letal, y yo iba retrocediendo, pensando que aquello era real. Al final ella llegaba a mí, yo levantaba la cabeza, altivo, con todo el orgullo posible. Era muy oscuro. Ella estaba muy cerca, pero todavía no podía verle la cara. Notaba que me miraba con intensidad, quizá pensando en si era necesario. De golpe, se ponía en la trayectoria del rayo de luz que se colaba por aquella tan mal cerrada persiana que solo podría estar así en mi sueño. Le veía la cara, yo soltaba un grito contenido de sorpresa y, con la misma desconfianza con la que ella me había mirado aquella vez en el río donde nos conocimos, me aparté cauteloso. Ella se me echaba encima, yo me quedaba desconcertado, me estaba abrazando. A los pocos segundos, yo respondía a su abrazo, con cuidado al principio, pero cada vez con menos estudio. Y cuando aquel abrazo ya era, segundos creía yo, de total afecto, notaba un dolor intenso en la espalda y no podía reprimir un grito que resonaba irreal por la sala, ella me tenía fuertemente abrazado, pero me soltaba, rápido, casi como si aquello la aliviara. Entonces veía el cuchillo en su mano, cubierto de sangre, y yo caía de rodillas con estrépito. Me llevaba la mano a la espalda mientras ella me miraba triunfante, pero con lágrimas en los ojos. Me observaba la mano y la tenía cubierta de sangre, moriría.
Mirando a mi asesina e intentando no desfallecer, pronunciaba mis últimas palabras:
—¿Por qué?
Ella me contemplaba desde su posición, y la expresión triunfante desaparecía dejando solo las lágrimas. Después negaba con la cabeza.
Yo caía, ella no se movía, y así es como me moría.
Desperté de golpe. Miré a mi lado, Stephanie todavía seguía allí, con nuestro niño abrazado, y aquel sueño me pareció imposible, una de las tantas locuras que pasaban por mi cabeza.
Me vestí, el despertador marcaba las siete y debía sonar a y cuarto, lo apagué. Haciendo un gran esfuerzo salí de la habitación, dejando a Stephanie tumbada en la cama con mi niño. Mirándolos desde la puerta, guardé aquella imagen y deseé que aquel instante no acabara nunca, pero debía acabar. Dejé que la oscuridad de la habitación guardara el sueño de las únicas personas que me importaban. Stephanie se veía tan serena durmiendo, como si nada la pudiera preocupar, como si todo lo que había vivido, la persona que había sido obligada a ser, desapareciera de su memoria por la noche.
Desayuné con hambre, el día anterior no había cenado, me había quedado dormido con ella. Di una ojeada al reloj de la cocina, eran las ocho menos cuarto. Llegaría tarde, pero tenía una excusa, ¿cuál era la diferencia entre llegar diez minutos o media hora tarde? Abrí la nevera y me apresuré a hacer mi mejor obra. El mejor desayuno del mundo: un café que se enfriaría antes de que Stephanie se despertara, tostadas con mermelada, un yogur, cereales, dos ensaimadas, un croissant y, finalmente, preparé un batido de plátano con canela. Quizá no era el mejor desayuno del mundo al fin y al cabo, pero tenía un aspecto genial. Lo dispuse todo en una bandeja de madera y llevé una silla a la habitación para dejarla encima y que ella la viera al despertar.
Volví a mirarla, no se había movido nada, y el niño se cogía a ella con fuerza. Me costó más dejar la habitación, me costó no abrazarla, no darle un beso y otro, pero no quería despertarla, debía marchar, ir a trabajar. Debía dejar a mi familia, volvería cuando tuviera un rato de descanso. Volvería.
Abandoné la casa, dirigiéndome a la cafetería, con una sonrisa estúpida nada propia de mí. No tenía ganas de trabajar, y dudaba que aquel día algo pudiera ponerme de mal humor. El camino al pueblo no era demasiado largo, pero nuestra casa quedaba bastante apartada del centro. La vivienda más próxima estaba a unos diez metros y las ovejas pastaban a menudo por los alrededores, así era nuestro pequeño rincón de tranquilidad. Pequeño sobre todo para nosotros, que habíamos vivido probablemente en las casas más grandes de Inglaterra.
—¡Buenos días! —saludé al entrar en el bar, despertando la curiosidad de Steve, que siempre era el primero en llegar.
Steve tenía el cabello castaño, muy claro, y una extraña aversión a mi forma de vida. Tenía veinticinco años, era un año mayor que yo. Él creía que era demasiado joven para tener un hijo. Pensándolo bien, yo también lo creía, pero las circunstancias me habían llevado a parajes inesperados. Tal vez, de habernos conocido antes, antes de que yo viviera como vivía, antes de que me gustara la forma de vida que llevaba, habríamos sido buenos amigos, pero supongo que le daba miedo tener un compañero que estaba tan en desacuerdo con sus ideas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó acertando que mi comportamiento era producto de algún cambio en mi vida, mientras subía las persianas para dejar entrar la luz del exterior.
—Ha nacido —dije con una sonrisa.
Me sorprendió ver que dejó lo que estaba haciendo y se acercó a mí. Me abrazó y me felicitó. Yo me emocioné, no lo pude evitar. Era sincero, se había alegrado por mí.
—Tendrás que traerlo algún día —dijo.
Yo asentí y fui a ayudarlo con las persianas.
—¿Cómo se llama? —me preguntó.
Yo negué con la cabeza.
—Todavía no tiene nombre —respondí.
—Necesita un nombre.
Pronto la cafetería estuvo llena y todo el mundo ya sabía, incluso antes de entrar, la buena noticia. Yo ya llevaba puesto el delantal blanco sobre mi ropa negra y curiosamente no pasaba tan desapercibido como de costumbre. La gente me sonreía y yo pensaba en la hipocresía depositada en cada una de aquellas sonrisas.
Los dos hombres mayores de la mesa que se pasaban el día en la cafetería no me soportaban. Lo sabía porque yo estaba allí desde la mañana al atardecer, y aun cuando creyeran hablar en voz baja, no lo hacían. Julie almorzaba sola en la mesa dos, cada día, pedía un café con leche y un croissant, debía doblarme la edad y, aunque no dijera nada, sabía que nos desaprobaba a mí y a Stephanie por haber venido de fuera y por, según ella, pretender que estábamos casados.
—Felicidades —me dijo.
Y yo sonreí mientras dejaba su café sobre la mesa.
—Gracias, Julie —respondí—. Es un niño.
Me fui antes de que me pudiera preguntar cómo se llamaba el niño.
La mesa tres era la más llena a aquella hora de la mañana. Los chicos del pueblo que iban al instituto de la ciudad desayunaban en aquel lugar, a veces había más y otras, menos. Algunos me miraban todo el tiempo, susurrando e intentando fingir que no tenían los ojos puestos en mí, eran los mismos que enrojecían cuando cruzaba palabras con ellos; en cambio, otros me veían como una amenaza. No es necesario ser muy inteligente para saber que hablaban de mí cuando yo no estaba delante. Siempre me mantenía a distancia de aquella mesa, nunca me acercaba demasiado, solo cuando debía dejar lo que habían pedido.
—¿Has tenido un hijo? —preguntó la primera chica al entrar. Creo que se llamaba Christie.
Yo asentí, evitando que de aquello derivara en una conversación. Ella tuvo suficiente con la respuesta y se giró algo molesta. Supongo que el hecho de tener un hijo repelería a todas aquellas moscas que volaban a mi alrededor. Y sobre todo, la mosca se llamaba Tina y me miraba siempre de lejos, desde la arrinconada mesa cuatro. Nunca la veía salir y nunca la veía entrar, pero cada mañana estaba allí, mirándome. Sabía cuando estaba porque su mirada se me clavaba en la espalda haciéndome sentir incómodo. Aquel día no fui a atenderla, Steve fue por mí.
El resto de gente del bar: Max, Rachel, Jennifer y todos los otros me fueron felicitando. Yo pasé por verdaderas, más bien pocas felicitaciones. En aquel momento pensé en James. Tanta gente que no quería nada bueno para mí me estaba felicitando, porque era lo que debían hacer. No querían hacerlo. En realidad era a James a quien le quería explicar todo lo que me había pasado, a quien le quería presentar a mi hijo. No sabía cómo se tomaría la noticia, pero no me importaba demasiado, quería volverlo a ver.
Y entonces, mientras limpiaba la barra y pensaba en James, sonó el teléfono, Steve lo cogió.
—Es para ti —dijo sin muchas ganas.
Yo pensé que sería Stephanie. ¿Había pasado algo? Quizá no había ocurrido nada, era demasiado fatalista, quizá solo me llamaba para decirme cómo le había gustado el detalle del desayuno. Deseaba hablar con ella, pero la voz que sonó al otro lado del hilo era muy diferente.
—Marc, ¿eres tú? —Yo esperé en responder, no estaba muy seguro de ser yo, no estaba muy seguro de que él fuera quien yo creía—. ¿Me oyes?
—Sí —respondí bajando la voz para que nadie escuchara mi conversación.
—¿Sí qué? ¿Que eres tú? ¿O que me oyes? —Él ya lo sabía, y yo me alegraba tanto de escucharlo que no me quejé.
—James —pude decir pasándome una mano por el pelo—. ¿Cómo estás?
—¿Que cómo estoy? —saltó él—. Creo que tienes noticias.
¿Lo sabía? ¿Cómo había conseguido mi teléfono? ¿Cómo no estaba tan emocionado como yo de oírlo?
—Tengo un hijo —dije lenta y flojamente.
—Lo sé, ¿crees que no he estado pendiente de ti? —señaló—. En ese pueblo nada es un secreto y yo tengo contactos.
—¿Por qué no habías llamado antes? —pregunté notando demasiadas miradas sobre mí, me giré para dedicarles a todos aquellos ojos unos sonrisa.
—Es arriesgado —explicó, y entendí que ponernos en contacto era peligroso. Hizo una pausa—. Me gustaría ir, pero creo que no será posible.
—Lo entiendo —corrí a decir—. ¿Todo va bien?
Se produjo un silencio que me heló el corazón, oía a James respirar al otro lado del hilo y me estremecí.
—Maj murió —dijo intentando no poner emoción en ninguna de sus palabras, como si quisiera sonar frío y sereno.
—¿Cuándo? ¿Por qué? ¿Qué pasó? —grité después de un silencio, haciendo girarse a todos los presentes.
—Tranquilízate. —Oí que decía James mientras la gente volvía a sus asuntos después de una mala mirada mía.
—¿Qué pasó? —repetí más flojo.
—No lo sé —confesó él—. Un infarto, anunció tu padre; mientras dormía, el día en que marchaste.
—¿Un infarto? —pregunté incrédulo.
—Sin duda una mentira, como tantas otras —continuó—. Pero, antes de saber de su muerte, yo me presenté en tu casa, como quien no quiere la cosa, fingiendo que iba a verte, para estar libre de sospecha.
—¿Y lo viste? —me apresuré a decir. Los ojos me lloraban terriblemente y me era difícil esconderme de las indiscretas miradas.
—No —respondió con un susurro, calmando mis nervios—. Hablé con Martha, se me hizo difícil entenderme con ella porque estaba nerviosa, pero acabó diciéndome que los jardineros lo habían encontrado muerto en el bosque, en un claro.
Se me cayó el auricular, no podía ser.
—No es posible —susurré, y salí de la cafetería por la puerta de atrás dejando a las personas que veía cada día—. ¡No es posible! —repetí gritando mientras un trueno se abría paso hasta mis oídos y el agua empezaba a caer del cielo.
¿Había sido culpa mía? ¿Cómo no lo había visto? ¿Cómo no había pensado? Mi padre tenía un pacto con Maj, le había salvado la vida, estaba atado a él. Si lo traicionaba, moría, esas eran las normas, ese era el pacto. Yo había insistido en huir, había insistido en que me ayudara a escapar y él había accedido, aun sabiendo el riesgo que corría al cubrirme. Di un golpe a la pared con los dos puños. No veía nada, la lluvia había mojado mis cabellos negros, y estos me tapaban los ojos.
Sentí cómo la puerta de la cocina se abría.
—¿Estás bien? —Era la voz de Steve.
Yo me giré, me quité el pelo de los ojos, asentí ligeramente, casi convenciéndome a mí mismo.
—No ha sido nada —dije.
Él me hizo entrar, no le costó demasiado. Corrió al baño y me trajo una toalla para secarme. Yo me la pasé por el pelo sin muchos ánimos.
—¿Quieres tomarte el día libre? —me preguntó—. Le diré a Adam que estás enfermo, o algo por el estilo.
Adam era el propietario de la cafetería y, la verdad, nunca se pasaba por allí, así que no había ningún problema, no creía ni que Steve tuviera que cubrirme.
—De acuerdo —asentí. Dejé la toalla, me quité el delantal y me dirigí a la puerta.
Steve me interceptó y me ofreció un paraguas negro. Yo lo acepté y le sonreí con gratitud. Después cogí mi abrigo gris, abrí la puerta y saqué el paraguas para desplegarlo antes de salir. Me metí debajo, y vi en la lejanía un arco iris; el sol lucía, pero llovía. No sabía exactamente qué sentir, deseaba salir del pueblo, esconderme al fin en la seguridad de mi casa.
Algunas cabezas curiosas salieron de ventanas recientemente abiertas, me sentía observado. Todo el mundo sabía que había tenido un hijo, sí, pero la mayoría habían salido porque se habían enterado de que algo malo me habían dicho por teléfono. Tenía que evitar a toda costa que alguien supiera ni tan solo el nombre de la persona con la que había hablado. La información equivocada en oídos equivocados podía ser peligrosa. No había sido nada discreto. Aun así andaba con la cabeza alta, para que ninguno de los curiosos pudiera ver mi abatimiento, ya que había borrado mis lágrimas.
Al fin vi mi casa. ¿Stephanie habría desayunado? ¿Mi hijo estaría despierto? Sonreí pensando en mi familia, en lo que tenía de nuevo, en la vida que me había creado, lejos de todo, de la nada.
Abrí la puerta de la valla, era blanca, de madera, muy típica, y delimitaba el césped de nuestro jardín, donde Stephanie había plantado girasoles. Teníamos un precioso espacio y una casita de madera, no quería que eso cambiara.
Pasé entre las flores, alargué la mano al pomo y abrí la puerta. El interior, para mi sorpresa, estaba del todo oscuro. Era extraño, porque yo había dejado la persiana de la cocina subida. Cerré la puerta tras de mí, quedando en la penumbra.
—Stephanie —dije no muy fuerte por si me equivocaba y todavía dormía.
Me dirigí a nuestra habitación con cautela, la puerta estaba cerrada y la abrí. Lo que vi me dejó inmóvil durante unos instantes. Retrocedí instintivamente. Las sábanas estaban revueltas, y el desayuno que había dejado para ella echado por el suelo.
—¡Stephanie! —grité girándome, entré en la cocina por si estaba.
La persiana de la cocina, como había supuesto al entrar, estaba bajada, y Stephanie no estaba allí. Fui al comedor, donde estaba su ordenador, aunque no me fijé en este. Volví a la habitación, al lavabo, a la cocina, salí al jardín desesperado, pero ella no estaba. Recorrí toda la casa una vez y otra. No paraba de pensar en que alguien se había llevado a mi mujer y a mi hijo; de hecho, no tenía duda alguna.
Pero una cosa que se me había pasado por alto me hizo cambiar de opinión y me hundió en la más absoluta miseria. Me di cuenta cuando ya tenía el teléfono en la mano, pensando en quien podía confiar mientras intentaba no temblar. Pensé en James, todavía recordaba su teléfono y me pregunté cómo es que no lo había llamado antes. Pero entonces lo vi, en aquella sala había una cosa que estaba fuera de lugar, una cosa que no estaba bien. En la impresora había un papel, me pareció extraño. Stephanie nunca dejaba nada ahí.
Olvidé el teléfono y me acerqué lentamente a la impresora, con miedo a lo que me encontraría. No me atreví a coger la hoja, así que me senté con calma en el asiento que ella solía ocupar y me atreví al fin a mirar lo que había escrito en aquella hoja. Era un párrafo sin acabar. Uno de los tantos pensamientos que había dejado para que yo lo leyera y entendiera por qué no estaba en casa:
Estos últimos días, Marc está más entusiasmado que nunca y esto me asusta. ¿Hasta qué punto lo conozco? ¿Hasta qué punto puedo confiar en que no entregará mi hijo a mi padre? ¿No se da cuenta de que siendo un niño es mucho más probable que mi padre lo reclame? Me gustaría haber nacido hombre para haber ocupado yo el lugar de mi hijo, junto a mi padre, y no tener que esperar que fuera una niña para que no ocupara el destino que se me tenía deparado a mí. ¿Estará Marc enterado de todo? ¿Se estará acercando a mí para quitarme al pequeño? A veces deseo que no nazca nunca, para no comprobar si mis temores son ciertos. Para no descubrir que la mirada sincera de Marc no es sincera. Tengo miedo por el niño, pero también tengo miedo por mí.
Había un espacio en blanco, y en la parte inferior pude leer las últimas palabras que había dejado escritas Stephanie para mí:
No te he querido nunca. El odio es difícil de esconder, tengo que huir de tu lado. El rencor deriva en venganza si se dan las circunstancias. No me busques, no me encontrarás. No quiero volver a verte, mi hijo no te pertenece.
Las leí una vez y otra. Mi mente no estaba lista para entender las palabras que Stephanie me había dejado escritas en aquella hoja de papel. Acabé de bajar la persiana que iluminaba el papel, hice desaparecer las palabras que tanto me dolían, en la oscuridad, y me dejé caer al suelo.
Era de día y llovía, todo era propicio para la vida fuera de las paredes de aquella casa, pero dentro era de noche, y el frío de las palabras de Stephanie me hizo morir de dolor. Pensé en todos los vecinos que vendrían a chismorrear, a importunarme con su curiosidad. Deseé no conocer a nadie y me cogí la cabeza entre las manos, intentando que no explotara.
Quizá por la mañana, quizá a medianoche o por la tarde me levanté del suelo, estaba agotado, mis pensamientos habían ocupado mi mente, pero todos eran demasiado confusos y desordenados, no entendía lo que pasaba ni lo que pensaba. Empecé a andar por la casa, notando la frialdad de las paredes y el silencio, y cada vez fui más consciente de que aquella casa solo sería para mí, que yo viviría en soledad y que ni que la buscara por cien años encontraría a Stephanie; y si la encontraba, si consiguiera hablar con ella, me rechazaría. Por eso continuaba mirándome con desconfianza. Al entender mi situación, al saber que mi vida estaría vacía y que nunca volvería a ser feliz, al comprender que Stephanie me odiaba con todo su corazón, todo me pareció menos real. Noté una presencia tras de mí, pero sabía que no podía ser verdad, me giré y solo vi una sombra, la sombra de un animal corriendo fuera de la habitación.
«Pilot», pensé.
Y seguí la dirección en la que mi alucinación se había ido, pero no lo encontré. No me sentí mal, tampoco bien, no sentí nada y continué recorriendo mi casa, quizá buscando a Pilot o solo vagando.
Acabé llegando al comedor y miré de lejos el ordenador de Stephanie, ya me había acostumbrado a la oscuridad, la oscuridad que reinaba en lo que había sido mi casa. Era pesada, casi tangible, húmeda. Aquella oscuridad se me plantaba encima procurando no dejar nada de mi ánimo o de mis ganas de vivir. No tenía fuerzas para luchar, no tenía fuerzas para pensar o para moverme, para buscar soluciones. En algún momento ya no fui consciente de por qué me había dejado caer en el sofá ni de por qué ya no me esforzaba en abrir los ojos y me dormía lentamente, todo sin dejar de notar las lágrimas rodando sobre mis mejillas.