Un asesino apretó el gatillo de su pistola, y la bala atravesó limpiamente el cráneo de su víctima.
—Cuánta sangre fría —dijo James entrando en la habitación.
Yo me giré y lo miré con una sonrisa.
—¿Tú crees? —dije sin pensar, señalando la tele.
Él me miró extrañado.
—¿Serías capaz de matar a alguien?
Yo reí ante aquella pregunta. Nunca me lo había planteado. Había llegado a pensar en acabar con mi vida, pero nunca la vida de ninguna otra persona había sido tan importante para mí como para segarla.
—No lo había pensado jamás. —Hice una pausa para poner en orden mis ideas y, antes de que estuvieran en su sitio, empecé a responder—: Supongo que sería capaz de apretar un gatillo —manifesté pensándomelo muy con detenimiento—. Pero solo lo haría si supiera que la relación con todas las personas que me importan no sería afectada por el tiro.
—¿Matarías a alguien, pero solo si no tiene nada que ver contigo, ni indirectamente? —preguntó James intentando entender, pero fallando.
—Mataría a alguien si pudiera decirle a todo el mundo que me importa la verdad de mis actos sin que su juicio al respecto fuera negativo.
—¿De verdad no tienes... reticencia a asesinar, cuando, según me has dicho, nunca lo habías pensado?
Noté que mi mirada se perdía y dejaba de ver la película que daban por la tele.
—No me da miedo la muerte —contesté—. Solo el dolor, y con una bala rápida y letal quizá todo sería mucho más sencillo.
Cogí aire, pero James no dijo nada, quizá estaba un poco asustado, pero lo dudé.
—No mataría si no fuera necesario. —Reí—. ¿Por qué molestarme? —Y me levanté—. Pero si con un asesinato pudiera salvar a Stephanie, de lo que fuera, no conseguir que volviera conmigo, solo salvarla, juro que sería capaz de matar sin miedo al castigo.
No sé con exactitud por qué surgió el tema. Por qué en el transcurso de aquella extraña conversación, no sobre la muerte y la desesperación, sino sobre el asesinato, salía a relucir, o mejor dicho, yo nombraba a Stephanie.
—¿A quién estás dispuesto a matar, Marc? —dijo James acercándose mucho a mí, con expresión preocupada—. Porque podríamos haber dejado de hablar hipotéticamente hace un rato.
— En efecto lo hemos hecho, ¿no es cierto? —dije muy serio, asumiendo mis pensamientos, con miedo y determinación al mismo tiempo.
—¿Te das cuenta de que nos estamos metiendo en un terreno muy peligroso? —Mi amigo me puso las manos sobre los hombros, yo bajé la cabeza y solté alguna lágrima.
—James —dije un poco avergonzado por mi débil comportamiento en una situación en la que necesitaba ser fuerte—, ¿dónde has estado?
—He ido a ver a Elaine —contestó, yo lo dejé continuar—. Estará esperándonos justo cuando empiece la fiesta, en el límite entre mi propiedad y la suya.
Yo asentí, pero ya estaba pensando en otras cosas.
—¿Y tú qué hiciste? —dijo James, y devolví mi conciencia a aquella habitación.
—No lo siento —manifesté mientras lo miraba fijo, esperando su reacción.
—Margaret te encontró en el suelo —refirió metiéndose las manos en los bolsillos.
—Eso sí que lo siento —comenté un poco irónico.
—Espero que no se vuelva a repetir —me dijo severamente, como el padre que nunca había tenido.
—No volverá a pasar, James, de verdad.
—¿Qué pretendías?
—Solo quería dormir, amigo. Solo dormir —expliqué con sinceridad.
Él asintió con la cabeza y entendí que había dado por finalizada la conversación.
—¿Me dejarías la moto? —Me atreví a pedir, y James calló y me miró interrogante—. Antes de la fiesta de esta noche, para otro asunto.
—Sí —respondió sin parpadear, para mi sorpresa—. Ahora conduzco más los coches —me aclaró al ver mi expresión—. Nos hacemos mayores, ¿verdad? Pero todavía aprecio mucho mi moto, fue muy importante para mí. Espero que no la utilices en una persecución para escapar de la justicia o algo por el estilo.
—Quiero ir a la tumba de Maj —informé volviendo a sentarme en el sofá, con discreción.
—¿No preferirías que te acompañara? —preguntó.
—No —respondí con sequedad.
Él asintió y no preguntó nada más.
«Gracias, James», pensé.
En una o dos horas, ya hacia las cuatro, después de un escaso desayuno (o lo que fuera a aquella hora), James me llevó al garaje lleno de coches carísimos, con su equipo de esgrima en mano con el fin de dejarlo en el maletero del coche que utilizaría al día siguiente.
—Espero que no tenga que faltar —me dijo con una sonrisa enigmática.
Por mi parte prometí a James que volvería a tiempo para vestirme para el baile y que no utilizaría la moto para nada más que para desplazarme. Él me recordó que tenía que ponerme el casco y lo dejé con el maletero abierto, haciendo los preparativos para un día que no sabíamos si veríamos.
Me alejé por aquella conocida carretera con el casco cubriendo mi identidad y me detuve delante de la gran puerta de hierro forjado que estaba cerrada para intentar evitar que yo pasara.
Nada podía detenerme.
Dejé la moto con cuidado, esperaba devolvérsela a James en perfecto estado. Trepé por la valla, era increíble cómo había recuperado todas las fuerzas perdidas junto con mi aspecto, a pesar de haber quedado en mi rostro marcas de mi caída en un pozo.
Salté y aterricé de pie, flexionando las piernas para amortiguar el golpe. La tierra, bajo mis pies, produjo un ruido sordo y ni siquiera los árboles parecieron darse cuenta de mi presencia. Me sentí invisible; además, tenía la seguridad de que mi padre no estaba en casa, no solo por lo que me habían dicho, lo notaba.
Me encaminé hacia el cementerio por el sendero que también llevaba a la casa. Me pregunté si estaba preparado para enfrentarme a mi pasado, pero de hecho, desde que había llegado, mi pasado me había estado torturando, ya no me podía afectar. Lo que me preocupaba era sentir la sombra de mi culpabilidad. Maj estaba muerto por mi culpa, y visitar su tumba era más que nada un acto de redención.
«Ya he matado antes», pensé creyéndome un asesino.
Miré por última vez hacia atrás y esperé que la moto estuviera bien durante mi ausencia. Al volver la cabeza me di cuenta de que, a pesar de ser cerca de las cinco de la tarde, el sol casi había desaparecido y el viento frío y húmedo me acariciaba con una mano siniestra y helada que anticipaba mi visita al mundo de los muertos.
La casa no tardó en presentarse delante de mí, más oscura de lo que yo recordaba. Las piedras grises absorbían el poco sol que caía sobre estas, y me pareció más siniestra que nunca, mayor, monumental, más lejana a mí, más extraña. No la reconocía como propia a pesar de haber sido mi hogar. Las columnas, aquella fría simetría que aun así me invitaba a acercarme. Pero debía evitar el edificio, así que cogí una bifurcación del camino a la izquierda, que me tenía que llevar allí donde los muertos descansaban.
La escasa luz todavía lo era más en el espacio que contenía las tumbas de las personas que habían vivido en la casa que había sido mía durante poco tiempo, el frío era más penetrante y la bruma más espesa y misteriosa; resurgían las lápidas de piedra, lisas y con nombres, picados con cuidado en su momento, borrados con el tiempo. Algunas figuras se alzaban con rostro severo, llorando eternamente por los que habían abandonado nuestro mundo, supliendo a los familiares y conocidos desaparecidos, aguantando el cargo de cada muerte. A sus pies, a mis pies, hojas secas, caídas, formaban una alfombra de marrones pintados en gris que crujía al notar mis pasos atrevidos, irrumpían el silencio de aquel lugar y aportaban vida y calor con los latidos de mi corazón. Era un intruso en un mundo diferente, al que no pertenecía, al que no me importaba entrar y en el que me sentía más libre de pensamientos y tensiones.
Me encaminé por medio de las tumbas, fijándome más que en los nombres de las lápidas, en las fechas.
Geraldine Beltaneire, 1857-1875
Había muerto con dieciocho años, tuve la tentación de detenerme, de llorar, quizá, por una chica que había muerto años atrás. Su familia hacía mucho que había vendido la casa, junto con sus huesos, con sus restos.
Pasé, pero continué mirando:
Benjamin Beltaneire, 1815-1885
Juliette Gruttenny, 1901-1985
Lorein Beltaneire, 1848-1904
No servía de nada seguir buscando entre las tumbas de aquella manera. Solo leía los nombres de personas del pasado a las que nunca conocería, muy lejos del lugar donde descansaba Maj. Todos aquellos nombres pertenecían a propietarios de la casa y familiares: hijos, hermanos... tenía que encontrar el lugar donde reposaban los restos más humildes, de personas que habían sido separadas de las privilegiadas incluso después de la muerte.
No tardé en hallar lo que buscaba. Solo dos pasadizos más allá encontré un pequeño muro que pude salvar sin dificultad. Las lápidas estaban más gastadas y la vegetación tapaba casi por completo los nombres, de los que solo pude leer unos cuantos:
Marie St John, 1859-1910
Jonathan Martin, 1795-1840
Sally Cartein, 1802-1884
Thomas Butler
Me detuve. Mi apellido picado en piedra en una lápida no me sorprendió, me estremeció. Las fechas de nacimiento y defunción quedaban tapadas por la vegetación que se había hecho con aquel sitio. Pensé durante un rato, inmóvil delante de aquella mal cuidada lápida, si tenía que saber más del hombre que reposaba bajo tierra. Probablemente, muy probablemente, aquella tumba no tenía nada que ver conmigo. Reflexioné que, de haber sido alguien de mi familia, la tumba habría estado situada donde estaban las tumbas de los dueños, en el otro lado del pequeño muro, y tendría que haber una fecha de defunción posterior a 1985, que era la fecha más reciente en que me había fijado de los muertos enterrados en la parte de los privilegiados. Difuntos que no pertenecían a mi familia; por tanto, si un Butler de mi sangre hubiera estado enterrado allí, habría sido después de adquirir la propiedad y, por ende, después de la última defunción, el año 1985.
Movido por la curiosidad y, sobre todo, por el hecho de no haber sabido nunca nada sobre mi familia sin contar a mi padre y el recuerdo de mi madre, quizá solo con el deseo de que allí hubiera escondido algo importante, aunque en el fondo no confiara en ello, me agaché y, con un movimiento rápido aunque respetuoso, arranqué las plantas que habían crecido en la lápida. Y para mi gran decepción, finalmente pude leer:
Thomas Butler, 1913-1981
Había muerto cuatro años antes de la última defunción, seguramente, por lo tanto, habría servido en la casa para el difunto que había fallecido en 1985. Mi familia tal vez aún no había adquirido aquella casa. El hecho de desilusionarme de manera tan evidente me hizo sentir mal.
Thomas Butler había sido alguien, con una vida, familiares, quizá amigos, quizá con nada. Que no tuviera que ver con mi vida no significaba que no pudiera honrarlo con el escaso conocimiento que tenía de él. Este conocimiento, quizá tan poco útil en aquel momento, era esencial para saber alguna cosa de mí mismo que todavía desconocía. Por eso, aunque entonces me pareciera que Thomas Butler no tuviera ninguna relación conmigo, me alegró de haberlo guardado en mi memoria.
—¡Martha! —la llamé mientras me levantaba, mientras me descubría, no tenía intención de asustarla.
Ella se giró hacia mi dirección y, en un momento, su expresión cambió del miedo al puro terror. Yo saludé con la mano sin comprender, imitando una de mis sonrisas del pasado. Su rostro volvió a cambiar, me pareció verla todavía más blanca de lo que era, pero sonrió plácidamente y se encaminó en mi dirección todavía un poco asustada, pero segura al ver a Pilot a mi lado.
—Señor Butler —consiguió decir, al llegar a mí, con voz temblorosa—, ¿qué hace aquí?
—Para tu información, no estoy muerto —dije en broma, pero ella pareció un poco aliviada—. He venido a ver a Maj.
—Me han dicho que usted ha muerto —comentó ella nerviosa.
—Gracias por la ayuda que me prestaste años atrás.
Ella me miró extrañada, tal vez no lo recordaba.
—Por cubrirme, unos días antes de marcharme definitivamente.
—Nadie preguntó nada —me aseguró con los ojos muy abiertos y llorosos.
Yo me la miré reflexivo. El tiempo había pasado, casi no nos conocíamos, y de hecho, nunca nos habíamos conocido, y aun así hablábamos, no de tú a tú, sino de tú a usted, pero de forma muy fluida y, dadas las circunstancias, natural.
—¿Qué has venido a hacer? —dije, como quien pregunta por el tiempo.
—Yo... he venido a dejar flores.
—¿A Maj?
—Y a John —añadió ella.
—¿John? —pregunté yo confundido.
—Hoy es el aniversario de su muerte —me aseguró—. La gente suele olvidar estas cosas. Quizá no cuando solo ha pasado un año, pero cuando ya van cuatro... Vengo sola. —Nos quedamos en silencio unos instantes, no estaba seguro de qué decir—. Las otras flores sí son para Maj.
Y se encaminó hacia las dos lápidas más nuevas de aquella sección, que de hecho eran las más recientes de todo el cementerio. Pilot nos siguió con paso lento y solemne. Efectivamente, al fijarme en la lápida que se alzaba al lado de la de Maj, pude ver que decía:
John Cartein, 1983-2010
—¿Qué pasó? —pregunté con tono solemne.
Martha, después de dejar los dos ramos de flores en las respectivas tumbas, se giró hacia mí. Tenía los ojos llorosos y no me atreví a decir nada.
—El señor Butler nos dijo que no lo podíamos explicar a nadie. —El silencio que se produjo a continuación me puso los pelos de punta y humedeció más los ojos de Martha, que acabó por llorar—. Yo vi cómo el señor Butler lo mataba.
Martha se abrazó a mí casi de manera instantánea. La noticia de que mi padre fuera un asesino me sorprendió muy poco, demasiado poco. Me era tan sencillo imaginármelo... El motivo por el que lo había hecho se me escapaba, pero no creía que importara mucho.
—¿Por qué no te marchaste? —le dije a Martha, separando de mí sus lágrimas saladas.
—Me dijo que si decía algo me pasaría lo mismo. Que me encontraría y acabaría de la misma manera. —Tembló de forma involuntaria, y un nuevo chorro de lágrimas salió de sus ojos—. Nos dijo a todos que si nos marchábamos, o si lo intentábamos, acabaríamos mal. Creo que por eso lo mató, porque intentó escapar.
Yo no lo creía, pero me guardé mi opinión.
—¿Quieres que te ayude a huir? —pregunté, dándome cuenta de que me estaba metiendo cada vez en más complicaciones.
Ella, para mi sorpresa, hizo que «no» con la cabeza.
—Es mi casa, no sabría dónde ir. El señor Butler vive en su castillo y no baja nunca para incomodarme. Aunque parezca extraño, vivo feliz.
Lo entendí, pero me molestaba.
Nos miramos durante un rato más, y Martha volvió a decir:
—Me han dicho que usted está muerto, justo hoy. Me han dicho que murió estando en París y que su mujer ha vuelto sola con un hijo de ambos. Dígame que no es un fantasma.
—No soy un fantasma, tampoco he muerto —dije con una media sonrisa sin pretender burlarme de ella.
—Me alegro —expresó Martha esbozando una gran sonrisa, mientras se secaba las lágrimas.
—¿Últimamente hay demasiados, no te parece?
—Fantasmas que ni tan solo se llegan a ver —asintió ella.
Yo me senté en el pequeño muro separador, de cara a las tumbas de los que me habían servido; y Martha se sentó en mi lado, sin perderlas de vista.
—¿Puedo aspirar a saber que ha hecho todos estos años? —preguntó tímidamente Martha sin mirarme, mientras mantenía su vista fija en los nombres esculpidos en piedra.
Yo reí. Pilot ladró como queriendo reír conmigo, y yo lo acaricié con fuerza.
—He estado casado.
Ella asintió con energía, deseosa de saber algo más.
—¿Ha sido feliz? —curioseó como si quisiera dar el consentimiento a lo que había hecho durante todo aquel tiempo; aquello, por extraño que me pudiera parecer a mí mismo, no me molestó.
—He sido muy feliz. —Al decir aquellas palabras sentí como si algo dentro de mí se rompiera. Había sido muy feliz, pero aquello pertenecía al pasado, ya tenía que dar paso a la desgracia y al padecimiento.
—Me alegro —exclamó ella—. ¿Y por qué ha vuelto si era feliz?
Yo no respondí, casi olvidé que estaba a mi lado y me levanté bruscamente, asustando al perro que se alejó de mí con rapidez. Empecé a andar entre las tumbas y me dirigí a la puerta del cementerio, ya había tenido bastante ración de muerte, ya había visto suficiente.
—¡Señor Butler! —Oí a mi espalda, pero no me giré. ¡Qué inconsciente!—. ¡Marc!
«¡Marc!». La voz de Stephanie el día en que había ido a la ciudad sin avisar, al volver. Una voz esperanzada, de alivio. «Gracias a Dios que estás bien». Pero ahí supe que Dios no existía.
Me giré sin pensarlo, quizá llevado por la atracción de un recuerdo que retornaba en forma de su voz. Y al encontrarme con Martha... enloquecí. Sé a ciencia cierta que ella no tenía ninguna culpa de nada, que ella no me quería ningún mal, pero estaba cegado por la nostalgia, la frustración o, simplemente, por la rabia que hacía tiempo no había liberado.
—¡He vuelto porque el motivo de mi felicidad me fue arrancado! —grité como si intentara culparla—. ¡He vuelto para saber si vale la pena vivir! —Callé un momento y le volví a dar la espalda mientras andaba—. He vuelto para volver a ser feliz —acabé diciendo más flojo.
A pesar de arrepentirme justo al terminar de decir esas palabras, no salió ninguna disculpa de mi boca y no esperaba que Martha hiciera lo que hizo. Se acercó a mí. Yo oí sus pasos tras de mí y me abrazó para animarme. Me di cuenta de que ella había madurado. A su manera, pero lo había hecho. Yo había esperado hasta hacía unos días para darme cuenta de quién era y de lo que podía pasar con mi vida, de que las cosas se podían torcer con rapidez.
—Gracias por comprenderlo —dije a modo de disculpa. Pero me alejé de ella y continué mi camino, esperando que no me siguiera.
—Tendría que venir a su casa. Mientras esté cerca —indicó ella subiendo la voz.
Yo no me giré, no respondí y no me arrepentí, pero guardé bien aquella invitación que se me ofrecía a la que había sido mi propia casa.
Martha debió haberme perdido de vista cuando oí la presencia de Pilot tras de mí. Me seguía en la distancia. Yo no me giré, no hacía falta.
Salté la valla con más dificultad, me caí de espaldas y oí que me faltaba el aliento por unos instantes. Pilot me miraba desde el otro lado del cerco con los ojos muy abiertos.
«No puedes venir conmigo», pensé. Pero no lo dije.
Me levanté con rapidez, y me noté sucio de barro. No intenté limpiarme la espalda con esfuerzos vanos. Subí a la moto y, antes de darme cuenta de que no me había puesto el casco, arranqué. Aceleré y aceleré, notando el aire en mi cara; me hacía olvidar, quizá solo momentáneamente, todo lo que me abrumaba la cabeza.
Después de unas cuantas vueltas innecesarias, llegué a casa de James. Su mayordomo estaba fuera, delante de la puerta, recto, con las manos tras la espalda. Me vio llegar sin el casco, pero no le di mucha importancia. Me detuve e intenté no hacer caso al hombre que me miraba fijo.
Al bajarme de la moto, me percaté del estado en el que la había dejado después de mi vuelta temeraria. Estaba sucia de barro, casi todo lo que tenía en la espalda había pasado al asiento; sin contar con eso, estaba en perfecto estado. La dejé cerca del garaje. Quería entrar cuanto antes porque se me estaba haciendo muy tarde para la fiesta, para la que solo quedaban unas dos horas en las que me tenía que vestir y preparar mentalmente.
El mayordomo, que me había estado siguiendo con la mirada, giró en seco al verme encaminar hacia la puerta y la abrió para desaparecer tras de esta, dejándola dispuesta para mí. Yo corrí este último tramo y, al atravesar la gran entrada de madera, la cerré tras de mí; todo se volvió oscuridad, a mis ojos les costó adaptarse a la poca iluminación, las cortinas cerraban todas las entradas de luz existentes. En cuanto mis ojos fueron capaces de distinguir figuras, reconocí a James, al lado del teléfono, y a su mayordomo, que desaparecía por uno de los arcos laterales. Cuando mi amigo se giró, pude ver a la perfección sus ojos preocupados dirigidos a mí y su mano cogiendo el teléfono que mantenía a la altura de su oreja.
—Sí, de acuerdo, ya hablaremos. —Lo oí decir sin dejar de mirarme—. Sí, ya hablaremos. —Se produjo un silencio prolongado en el que en el otro lado del hilo alguien debía estar hablando—. Sí, vendrá, o eso creo. —Otro silencio más breve—. Si lo hago entrar en razón, sí. Adiós.
Colgó el teléfono con suavidad y se acercó a mí.
—¿Con quién hablabas y a quién tienes que hacer entrar en razón? —pregunté mientras él continuaba acusándome con la mirada.
—No te preguntaré dónde has estado, porque ya lo sé, y puedo prescindir de saber por qué has tardado tanto en volver. —Cogió aire y continuó—: Lo que quiero saber es si te das cuenta de que estás poniendo reiteradamente tu vida en peligro.
No me esperaba aquellas palabras por su parte. Me esperaba que me recriminara haber llegado tarde o haber ensuciado su moto, pero su preocupación hacia mí me hizo pensar en qué diría Stephanie ante mi comportamiento temerario.
—Te refieres a... —empecé, pero James me cortó subiendo la voz, casi gritando, con sus ojos azules acusadores.
—A los somníferos y al casco, y vete a saber qué más, ¿no te das cuenta? —Se alejó un poco de mí y desvió la mirada, molesto—. Estás muy cerca de volver con Stephanie, ¿no quieres recuperarla? ¿No quieres que tu hijo te conozca?
No había pensado en nada, mi mente había estado vagando sin ningún tipo de rumbo, me daba cuenta de que mi comportamiento autodestructivo me había llevado a una extraña zona entre la conciencia y la inconsciencia, una zona en la que desconocía mi propia fuerza y en la que me creía más invencible de lo que era, o consideraba el destino de la derrota un objetivo.
—Lo siento, James —dije con la cabeza alta, aceptando mi error—. Estamos demasiado cerca para que yo lo estropee todo.
—No te tienes que disculpar ante mí, sino ante Stephanie, ante ti mismo y, quizá, ante tu hijo.
—Espero que estén bien —susurré.
—Hablaba con Martha —me explicó cambiando de tema de golpe, respondiendo al mismo tiempo a mi pregunta—, decía que podías volver a tu casa cuando quisieras, sin peligro, allí tu padre no sabrá que vas.
Yo negué con la cabeza.
—Puedo estar perfectamente aquí.
—Y no molestas —dijo James intentando hacerme entrar en razón—. Pero después de recuperar a Stephanie, tenéis que ir donde no crean que puedan estar, donde no os puedan encontrar. Seguro que mucha gente ya sabrá que estás aquí, aunque hemos sido discretos.
—Espero que no, eso lo estropearía todo —comenté preocupado—. ¿Crees realmente que alguien sabe dónde estoy, que he vuelto?
—Quién sabe, Marc.
—De acuerdo —dije aceptando volver a mi casa por una noche, para poder hablar con Stephanie sin que volvieran a llevársela.
«Si es que se la han llevado», no pude evitar pensar, pues recordaba la posibilidad de que ella se hubiera marchado por su propio pie.
—He hablado con Elaine.
—¿Has vuelto a ir a verla?
—La he llamado —respondió.
—¿Cambio de planes? —pregunté, un poco harto de tantos preparativos.
—Me ha hablado de Stephanie. —Aquello me cogió por sorpresa y mi interés se hizo visible—. Dice que no quería ir al baile, que lo ha intentado todo, pero su padre la ha persuadido. Me ha dicho que no quiere exponer a su hijo delante de tanta gente, pero tendrá que hacerlo.
—Así los podré recuperar a los dos.
Él hizo que «sí» con la cabeza, pero continuó informando de las palabras de Elaine.
—Me ha dicho que Stephanie no está bien, que cada vez está más extraña con ella. —Se detuvo un momento—. No sé si estamos haciendo lo correcto, Marc. No sabemos qué le pasa.
—No sabemos si realmente le pasa algo, hacía seis años que Elaine no la veía —señalé molesto.
—No sabemos nada, Marc. Sin embargo, si no sale bien tendremos que volver a intentarlo.
—Si es que ella quiere volver.
Él asintió y sonrió, era una sonrisa amarga que yo le devolví. Se giró y empezó a subir las escaleras, dejándome plantado abajo, quizá mientras ordenaba sus pensamientos.
—Voy a vestirme, haz tú lo mismo; he dejado en tu habitación lo que tienes que ponerte —me dijo antes de desaparecer, girándose para mirarme—. Dentro de media hora o menos salimos, no podemos llegar tarde.
—No me gustaría llegar tarde.
Sobre la cama, otra vez, estaba lo que tenía que ponerme para vestir con elegancia: la corbata azul, como la que llevé y dejé en el bolsillo seis años atrás el día en que había conocido a Stephanie. Toda la situación me parecía un gran déjà vu mal montado y grotesco, recuerdo de un tiempo en el que me había sentido más desgraciado, imposible.