Capítulo 6

Elaine llevaba un vestido blanco, vaporoso, con cintas amarillas; en un primer momento me pareció una visión. Corría hacia mí con urgencia, levantando su falda por encima de las rodillas para no ensuciarse. Cuando llegó a la valla, me dedicó una mirada de disculpa, quizá por haber tardado. Me fijé en que se había hecho bucles en su pelo rubio y que los llevaba recogidos por detrás.

—Mi padre puso esta valla aquí para que no saliera por donde no debía —se excusó ella—. He conseguido la llave.

Abrió la puerta que habría podido saltar sin dificultad, pero estropeando mi imagen; cosa que en un día como aquel, en que tenía que pasar desapercibido, no me podía permitir.

—Gracias, Elaine —dije mientras ella cerraba la puerta tras de mí—. ¿James ya ha llegado?

Ella emprendió la marcha hacia su casa, y yo la seguí mientras me respondía:

—Aún no ha llegado, pero no creo que tarde demasiado. Espero que todo vaya bien —expresó nerviosa, acelerando cada vez más el paso mientras intentaba que su vestido no se ensuciara.

—Irá bien —aseguré yo, deseaba que fuera así.

Me miró escéptica, girándose hacia atrás.

—De verdad que espero que ella quiera volver contigo —me dijo, y parecía sincera—, pero ha cambiado mucho, cada día está más distante.

Yo no me atreví a responder, no quería continuar con la conversación, y estaba demasiado cerca del momento de la verdad como para pensar en si lo que iba a hacer estaba bien o era necesario. La gran mansión Wingfield pronto se interpuso entre nosotros y la luna, que nos había iluminado el camino. El murmullo de los invitados empezó a resonar en mis oídos.

—Entraremos por detrás, después podrás mezclarte entre los invitados —me aseguró Elaine—­. No llames la atención, no te aproximes a mi hermana bruscamente, yo te la acercaré cuando llegue el momento.

No me resultó nada complicado mezclarme entre los invitados, la sala estaba llena, decorada de dorado, todo el mundo iba lo más elegante posible y jugaba el papel de buen participante en la competición al más ostentoso, al más rico, al más refinado, mientras yo solo quería encontrar a mi esposa. No conocía a la mayoría, así que no tenía miedo de ser reconocido. En una primera ojeada no vi ni a James ni a Stephanie, y Elaine se separó de mi lado en pocos segundos. Supongo que aunque no tuviera mucha confianza en mí, sabía que no haría nada que pudiera tirar por los suelos nuestro plan. Intenté recordar los detalles de aquella sala, el día en que había entrado por primera vez. La veía muy diferente, más iluminada y, aun así, siniestra. Paré la vista en el retrato de la madre de Stephanie, lo había visto el día que había conocido la identidad de mi prometida, pero no había sabido reconocer a la persona dentro de las formas del cuadro. Era un retrato tan sencillo como la fotografía que llevaba Stephanie siempre encima. Durante los primeros días de convivencia, la había visto sacando la fotografía del bolsillo y mirándola en silencio para volver a esconderla. Un día me había atrevido a preguntarle por esta.

—¿De quién es esa foto que miras? —había curioseado yo, nada discreto.

—Recuerdo el día en que te vi por primera vez —había dicho ella sorprendiéndome por lo que yo creía un cambio de tema repentino­­—. Fue el peor día de mi vida.

—¿Quieres decir en el río? —había preguntado extrañado, intentando acertar el camino que tomarían sus palabras.

—No, aquella fue la primera vez que tú me viste. La primera vez que yo te vi tenía seis años, me dirigía al entierro de mi madre y tú estabas en medio de la carretera, bajo la nieve. —Me había quedado helado mientras mi cabeza ataba aquellas palabras con mi escapada de casa cuando solo tenía siete años, la primera, la fallida—. Aquel día mi padre mató a mi madre —me había confesado­—. Yo lo vi. A partir de aquel día, por una cosa o por otra, no volví a salir de casa.

Aquella fotografía siempre iba con ella, y cada vez que me la mostraba me parecía un espejo que reflejaba el alma de Stephanie. La chica que aparecía sonreía, daba la impresión de que aquella sonrisa no era casual, ella siempre sonreía; y me dolía pensar que estaba muerta, que aquella parte de Stephanie había desaparecido o se había escondido.

El color amarillo de las flores del fondo, el pelo castaño y los labios rojos que dibujaban una amplia sonrisa, el recuerdo de tiempos felices.

Volví a la realidad, apartando los ojos del retrato, y me aseguré un lugar discreto en un rincón en la sombra, apoyado en una pared desde donde podía ver toda la sala. Controlaba la escalera principal, por donde seguramente llegaría Stephanie con nuestro hijo. Vi entrar a James, que me buscó con la mirada muy discretamente. Yo di un paso adelante para dejarme ver, en una pasada; a pesar de no hacer ningún movimiento brusco, supe que James me había notado. Después volví a la sombra. Margaret entró tras de él del brazo de un acompañante, un chico de cabello castaño y rostro infantil que miraba a su alrededor, quizá buscando algo.

«¿Y si Margaret le ha explicado que estoy aquí?», me pregunté desconfiado sin salir de mi escondrijo.

Entonces Elaine se interpuso en mi campo visual y la vi del brazo de un chico de pelo oscuro que estaba seguro había visto antes, y tanto como del chico de Margaret empecé a desconfiar de aquel desconocido, en quien Elaine quizá estaba poniendo su confianza a ciegas.

No sabía por qué, pero sabía que las cosas no irían bien. Cualquier persona me parecía sospechosa, y aunque cada vez veía más difícil poder llevarme conmigo a Stephanie, cada vez estaba más convencido de que debía hacerlo.

James se dispuso enseguida en el otro lado de la sala y empezó a hablar con normalidad con personas que seguro conocía mientras iba dando rápidos vistazos donde yo estaba y a las escaleras.

A pesar del ruido que retumbaba en la sala, el olor de decenas de perfumes y el maquillaje excesivo de más de una mujer, yo estaba en calma. No sé cómo había dejado el nerviosismo atrás para concentrarme en lo importante del momento. Estaba sereno, y era consciente de que estaba a punto de reencontrarme con Stephanie.

Cuando los murmullos se empezaron a fundir con el silencio, no reaccioné; con los brazos cruzados y la mirada fija escaleras arriba, todavía estaba esperando a que apareciera y ni aquel tétrico silencio ni el repentino frío que invadió la sala me hicieron cambiar de opinión. Aun así, bajé la cabeza para comprobar que James seguía allí. Y sí, efectivamente, seguía allí, pero no miraba escaleras arriba, ni siquiera me miraba a mí, tenía una mirada severa en dirección a la puerta principal, y entonces me giré. Allí se encontraba lord Wingfield. Puedo asegurar que, a pesar de haberlo visto con anterioridad, no lo recordaba con aquel aspecto tan majestuoso y tan terrorífico. Tenía el pelo castaño, todavía no clareado por la edad que ya tenía, y las arrugas que marcaban su expresión le daban un cariz de nobleza y sabiduría. Su sonrisa era amable pero aterradora, sus ojos negros lanzaban advertencias inconscientes sobre la peligrosidad de su propietario. Yo no me retiré, ni me asusté, lo miré con interés. Quería acercarme y preguntarle a gritos dónde estaba Stephanie, pero sabía que tenía que conservar la calma, si no, probablemente nunca volvería a verla.

Lord Wingfield miró a su alrededor complacido de su efecto sobre todos los invitados que esperaban que alguien rompiera aquel silencio incómodo.

—Buenas noches —dijo por fin, provocando suspiros de alivio por parte de muchos. Yo me quedé quieto, mirándolo, analizándolo, esperando sus próximas palabras—­. Gracias a todos por haber respondido con vuestra asistencia a mi invitación en motivo de la vuelta de mi hija y de mi nieto. —Estos dichos me revolvieron estómago. Aquel exceso de hipocresía, a sabiendas de que todos los presentes deseaban estar en aquella fiesta por encima de todo, me molestó, y más el hecho de que lo llamara «nieto», «mi nieto». Se había atrevido a nombrarlo como algo suyo. Me encogí más en mi rincón para que nadie viera la rabia que había deformado mi rostro­.

—Como la mayoría de vosotros ya sabréis, el esposo de mi hija murió hace aproximadamente un mes; aun así, Stephanie ya está en casa y estará encantada de que la recibáis a ella y a su hijo. —Se retiró a un lado y clamó—­: Lady Stephanie Butler con su hijo Hugh Butler.

No atendí al nombre de mi hijo, ni tampoco a los aplausos que surgieron del helado silencio. Al verla, el corazón se me detuvo, y enseguida empezó a correr sin poder pararse a descansar. Me quedé helado, incapaz de moverme, por fin la tenía delante y no me podía acercar. Llevaba un vestido azul claro que la hacía resaltar entre todos los asistentes. Su pelo castaño estaba recogido con gracia, mientras algunos mechones dejados enmarcaban su expresión ausente, con una sonrisa obligada. Llevaba a nuestro hijo, tan pequeño como era, en los brazos, cogido con fuerza, como si le fuera en ello su propia vida.

Ella no me vio, no habló, solo se adentró entre la multitud mientras la voz volvía a todas las bocas. Yo miré a James, él me devolvió la mirada, estaba dispuesto a acercarse. Tuvo dificultad en pasar entre unos cuantos invitados, y cuando casi había llegado donde estaba ella, una tétrica figura oscura y alta se le presentó delante. Era lord Wingfield. Le dijo alguna cosa a James y yo quise avanzar, pero sabía que no podía llamar la atención. El color había desaparecido de la cara de James, pero su expresión mostraba una sonrisa que demostraba cómo sabía desenvolverse mi amigo bajo presión. En aquel momento, mi atención se desvió. Vi que Elaine se acercaba a su hermana, que tenía firmemente cogido a nuestro hijo y solo sonrió a la chica rubia por cortesía. Ella le dijo algo y la expresión de Stephanie se endureció, pero la siguió, cada vez cogiendo al niño, que lo miraba todo con ojos bien abiertos, con más fuerza. Yo me acerqué con cautela dando rápidos vistazos a lord Wingfield, quien seguía hablando con James que intentaba evitar saber qué estaba haciendo yo para no delatarme con la mirada. Así, el lord había apartado momentáneamente los ojos de su hija.

Elaine por fin me encaró a su hermana, ella me miró, mi corazón iba a cien e intenté detenerlo poniéndome la mano en el pecho mientras boqueaba por lo que me costaba respirar. En los pocos segundos, la serenidad volvió a mí, clamada por mi ansia de llevarme a Stephanie de allí.

—Stephanie —pude decir en un primer momento, casi en un suspiro.

Ella me miró una vez y otra, con confusión, y luego sonrió con amabilidad:

—Perdón, ¿nos han presentado? —El corazón se apoderó de mis oídos y el murmullo de la gente desapareció.

El color se marchó de mi cara, pero no desfallecí. Me erguí y prohibí a las lágrimas de rabia que surgieran.

—Soy yo, Marc —expliqué, deseando que todo fuera un sueño.

Ella se giró hacia su hermana, a la que también le había desaparecido el color de las mejillas.

—Es Marc —le dijo—, tu marido.

Su primera reacción fue aferrarse más a nuestro hijo y me miró con desconfianza, con aquella desconfianza real de tantos años atrás.

—Mi marido está muerto —sentenció ella mientras se disponía a marcharse, pero yo la cogí del brazo.

—Estoy aquí, ¿no es cierto? —hablé más fuerte de lo que debía, pero nadie se fijó­—. Claro está que no estoy muerto.

Ella se giró y me miró de nuevo, con unas lágrimas que amenazaban salir de sus ojos marrones. Volvió a observar a Elaine.

—¿Es él? —preguntó con tono afligido, y su hermana asintió sin decir nada. Parecía tan sorprendida como yo­—. Me han engañado —suspiró mientras las lágrimas empezaban a caer por sus mejillas.

En aquel momento lo olvidé todo: que estábamos rodeados de gente, que lord Wingfield nos estaba vigilando, muy probablemente, y que, por lo visto, ella no sabía quién era yo. Me acerqué y cogí su cabeza entre mis manos, ella solo me miraba con los ojos muy abiertos.

—¿Qué te han hecho? —murmuré mientras acariciaba su pelo oscuro—­. Te sacaré de aquí —acabé diciendo, la miré a los ojos, serio, y comprometido a cumplir mi palabra.

Elaine me oyó porque se dirigió enseguida donde James y su padre estaban hablando, para distraerlo.

Yo pospuse las preguntas y la emotividad y arrastré a Stephanie por la puerta de detrás, hacia fuera. Allí hacía frío y su vestido no le cubría los brazos, así que sin pensarlo me quité la americana y se la ofrecí. Recordé el día en que nos habíamos conocido, en el que yo había hecho aquel mismo gesto con la esperanza de que ella lo aceptara. Me miró de una manera especial, como si acabara de recordar algo importante y me acercó a nuestro hijo. Lo cogí, y mientras ella se ponía la americana, viéndolo fijamente, acaricié su cabecita, recordando de golpe su nombre.

—Hugh —dije.

Y él rio.

Pero Stephanie me lo volvió a coger de los brazos, no me importó.

—Tenemos que marcharnos —resolví, deseaba volver a coger a mi niño y abrazar a Stephanie. También quería saber qué le pasaba y por qué no me había reconocido, pero la cogí de la mano y la arrastré hacia el bosque, en dirección a mi mansión.

Íbamos lento, ella iba tras de mí con Hugh en brazos, rasgándose el vestido y avanzando con dificultad por los zapatos que llevaba. Además, se asustaba con cada ruido, y el niño empezó a llorar.

Atravesamos la puerta de la valla que había dejado abierta Elaine.

No nos costó nada franquear los arbustos que delimitaban la propiedad de los Wingfield, pero pronto oímos, por debajo de los llantos de nuestro niño, un sonido que comportaba desgracia.

—Son caballos —dijo ella mientras se quitaba los incómodos zapatos de tacón.

Tenía razón, eran caballos. Escuchando con atención podía apreciar tres, o quizá cuatro, pero no podía estar muy seguro.

—¡Tenemos que correr! —grité, nervioso. No quería que nada se volviera a llevar a Stephanie. Yo iba demasiado rápido, Stephanie no me podía coger, iba descalza y con un vestido que le dificultaba la movilidad. Me detuve y ella hizo lo mismo, mientras veía que me acercaba a los bajos de su falda. La rasgué. Ella se sorprendió, sí, pero no hizo nada. Mientras yo intentaba mejorar su movilidad, ella miró atrás y acarició a Hugh que todavía no había dejado de llorar. Yo también eché una mirada atrás antes de levantarme y comprobé, con horror, que los caballos ya eran visibles desde donde estábamos. Antes de ponerme a correr, Stephanie ya lo había hecho.

—¿Qué pasa? —casi gritó, muy confundida, sin yo saber todavía por qué—. ¿Por qué nos siguen? ¿Por qué así?

—¡Corre! —repetí. No podía responder sus preguntas y no lo habría podido hacer ni siquiera estando parados tranquilamente, bebiendo té en una sala de estar.

Ella no dijo nada más, pero estaba seguro de que su cabeza hervía mientras intentaba proteger a su hijo a toda costa. De hecho, aunque pensaba que de haberse marchado por su voluntad en ese momento no estaría escapando conmigo, todavía no sabía si se la habían llevado de casa o no.

Llegó un momento en que ella corría más rápido que yo y tuve que llegar a su altura. Entonces me di cuenta de que estábamos corriendo en dirección a mi casa por el río que remontaba hasta mi mansión y recordé el día que nos conocimos, pensando en el tiempo que hacía de aquello y en lo que pensaba de ella. Decidí abandonar el río y atravesar la valla lo antes posible, para que los caballos no nos pudieran seguir.

Vi por fin el entramado metálico, no estábamos muy lejos, pero al mirar atrás noté los caballos demasiado cerca, eran cuatro, negros, y avanzaban con jinetes que no podía distinguir. Reprimí una exclamación para que Stephanie no se preocupara antes de tiempo. La valla cada vez estaba más cerca, pero los jinetes también lo estaban. Cuando llegamos no estaba seguro de poder atravesar, pero Stephanie se adelantó y, sin pensar, me dio a Hugh y empezó a escalar. Yo lo cogí fuerte, intentando aliviar sus llantos. Ella hacía lo que podía subiéndose más y más los restos de su desgraciado vestido. Por fin llegó arriba de todo, pero una vez allí se cayó.

—¡Stephanie! —grité.

Ella se levantó solo con un poco de dificultad.

—¡Dame a Hugh! —me dijo.

Yo lo abracé, le di un beso en la cabeza y lo cogí fuerte mientras escalaba la valla para poder dárselo a Stephanie, que esperaba con los brazos tan alzados como podía. No hubo problemas. Enseguida tuvo al niño.

—¡Corre! ¡No me esperes! —le dije.

Ella no me contradijo ni se lo pensó un momento, corrió, y antes de acabar de escalar la valla, ya la había perdido de vista. Al girar la cabeza, me encontré a los caballos a escasos metros y al único jinete al que le pude ver la cara fue a lord Wingfield, que se levantaba sobre su caballo negro con una mirada desafiante. Los otros jinetes no pararon, iban vestidos con capas, encapuchados, y no pude ver sus rostros, tampoco me importaban, lo único relevante fue que no se detuvieron, continuaron recorriendo la valla para continuar con la dirección que debía estar siguiendo Stephanie. Rompí el contacto visual con mi suegro y fui en busca de mi mujer. Tenía miedo, no creía que los caballos pudieran saltar las vallas, pero todo aquello tenía un cariz paranormal que no me gustaba ni pizca.

No tardé en alcanzar a Stephanie, que se movía por mi bosque con dificultad y no sabía dónde se encontraba la casa. Dejamos de oír los caballos a los pocos minutos, después de haberlos tenido muy cerca. No sabía cuál era su plan, no sabía si pretendían venir a buscarla dentro de la casa y tuve miedo de entrar. Decidí detenerme. Mi predio era lo bastante grande para esconderse, pero no sabía si era el correcto.

—Si llegamos a la casa, vendrán a buscarnos —le informé—. No podemos ir.

Ella se sentó en el suelo, sin mucha ceremonia, al pie de un árbol. Estaba muy sucia, su vestido ya no parecía un vestido y mucho menos parecía azul. Mientras con una mano cogía al pequeño Hugh, con la otra calmaba sus pies que habían estado andando por el bosque absolutamente descalzos.

—Ponte mis zapatos —dije mientras me los sacaba.

—¿Qué? —exclamó ella.

—¡Ponte mis zapatos! —grité soltando mi rabia—. Lo siento —me disculpé y le di mis zapatos—. Póntelos.

Ella no me contradijo, no me dijo nada, se me quedó mirando con cierto temor, y yo me aparté nervioso. No tenía ninguna intención de dañarla ni de confundirla más de lo que ya estaba.

Mis calcetines no eran muy gruesos, pero lo eran lo suficiente como para poder andar sin problema, aun así no me moví. Stephanie acabó de ponerse los zapatos y nos quedamos los dos en absoluto silencio. Los sonidos de la noche, los sonidos del bosque no eran tan terroríficos como el ruido de los cascos de los caballos y quizá eso era lo que esperábamos, lo peor, tal vez para poder superarlo.

—Estarás bien. —Oí que decía Stephanie, me giré y vi que le hablaba a nuestro niño.

Me acerqué, y Stephanie me miró con aquella desconfianza que ya me hacía tanto daño, así que no me atreví a aproximarme más, pero me quedé allí, de pie, intentando protegerlos de alguna manera.

—Estará bien —le dije.

Pero en realidad no estaba seguro.

—¿Lo estará? —preguntó ella entre confundida y enfadada—. Porque estaba mucho mejor con mi padre. Él me engañó y seguramente es él quien me persigue, pero al menos Hugh estaba a salvo. Además, no estoy del todo segura de quién eres.

Estaba tan cansada, tan desconcertada.

—¿Qué te han hecho? ¿Por qué no me conoces? —susurré.

Antes de que pudiera responder, oímos otra vez los caballos, muy cerca. Hacía poco rato que los habíamos dejado atrás, era imposible que hubieran llegado a la entrada principal. Solo podían haber saltado la valla, aquello era inverosímil y me daba miedo.

—¡Corre! —grité.

Y ella corrió, pero no sirvió de mucho. Los jinetes no tardaron nada en llegar, nada. Uno de ellos me pasó tan cerca que me tiró al suelo, Stephanie cometió el error de girarse y quedarse quieta, paralizada, de no huir. Una vez delante de mí me di cuenta de que eran tres los jinetes que habían llegado. Dos encapuchados, el otro era lord Wingfield. Uno se había quedado por el camino. Lord Wingfield se dirigió a Stephanie, que no se podía mover y lo miraba con respeto.

—Stephanie —dijo mientras yo intentaba levantarme, pero el jinete que me había tirado al suelo me dio un golpe—. Hija —agregó sin prestar atención a mi golpe—, vuelve a casa. Tu hijo estará seguro.

Ella no hizo caso a sus palabras, dio un paso atrás, intimidada.

—Cogedla —dijo lord Wingfield—. Que al niño no le pase nada.

Stephanie empezó a correr, pero enseguida los dos jinetes encapuchados llegaron a ella. Uno la subió a su caballo y el otro, acercando el suyo, le arrancó al niño de sus brazos mientras ella gritaba y el bebé lloraba desconsolado. Yo estaba confundido, no podía levantarme, tenía un dolor de cabeza terrible y se estaban llevando a Stephanie por segunda vez delante de mis narices. No podía permitirlo.

Así que haciendo uso de todas mis fuerzas conseguí levantarme penosamente. Nadie me vio, ya no me prestaban atención, así que me acerqué con sigilo por detrás, mientras Stephanie todavía gritaba, intentando coger al niño. Alargué los brazos hacia ella, las falsas esperanzas todavía me cegaban. No tenía ninguna posibilidad, eran tres a caballo y yo solo era uno. Conseguí pegarme a lo que quedaba de su vestido y tiré, dejé de ser invisible. El jinete que la sostenía me vio y me dio una patada en la cabeza que me hizo caer. Stephanie me miró preocupada, y alargué el brazo en un último intento de estar con ella, pero ya estaba demasiado lejos y yo demasiado débil.

—¿Qué hacemos con él? —Oí que decía la voz masculina de un jinete refiriéndose a mí y, al levantar la cabeza, entendí que tenía la intención de sacar un arma que vi reflejando la luz de la luna, bajo la capa.

—Nada —respondió lord Wingfield con desprecio. El jinete giró en redondo dejando estar lo que fuera que iba a sacar—. No os preocupéis, eso no volverá a pasar.

«¿No volverá a pasar?», pensé molesto. «Volveré y volveré hasta que la recupere».

Stephanie me miró preocupada, vi lágrimas en sus ojos.

—¡Stephanie! —quise gritar, pero el intento fue penoso.

Los jinetes se alejaron, ella miraba atrás y el niño lloraba en brazos de una de las figuras de negro. Reuní fuerzas para levantarme. ¿Cómo podía pensar que tenía alguna posibilidad? Enseguida, los caballos se perdieron en el bosque y yo empecé a correr hacia la dirección que habían seguido. Se dirigían al exterior, pero era imposible que pudieran salir, tenía aquella esperanza, aunque hubieran entrado igual de inexplicablemente. Corrí, me topé con cada una de las piedras y raíces del bosque, no era capaz de pensar, mi agilidad estaba por completo perdida. Ya no era yo, solo la desesperación actuaba por mí. Corría tan rápido, tan cegado, que cuando vi los caballos de nuevo, otra vez cuatro, no me fijé que ya estaban tras la valla y caí.

Aquello fue demasiado.

—¡Stephanie! —grité, como si pudiera decidir si volver o no.

Y empecé a dar golpes a la valla con los puños, con los pies. Gritaba y lloraba a partes iguales mientras sacudía aquel tejido metálico que no podía tirar al suelo. No me daba cuenta, pero las manos se me empezaron a ensangrentar por los golpes, y cuando decidí trepar, cuando tuve suficiente lucidez como para resolver que lo podía hacer, manché la valla con mi sangre.

No sirvió de nada. Al llegar arriba, los jinetes ya habían desaparecido, y con ellos Stephanie. Así que me caí. No sé si por falta de fuerzas o porque ya no valía la pena continuar esforzándome. Tras la caída noté una molestia intensa en el brazo izquierdo. Estaba dolorido, y la cabeza me daba vueltas, no sabía dónde ir y tampoco sabía si quería ir a ningún sitio.

Mientras perdía la conciencia, no sabía que uno de los jinetes se había girado y me miraba desde la distancia.