Capítulo 8

El tiempo se detuvo, parecía que los hechos no querían ocurrir, y yo tampoco lo deseaba. Nadie dijo nada. Mi padre entró tambaleando, cansado. Llevaba la ropa mal puesta y con un ligero toque de tierra. Pude ver que un par de hojas adornaban su pelo oscuro.

—Hijo —dijo dispuesto a abrazarme.

Yo me retiré de su trayectoria con agilidad, fríamente, sin preocuparme de herir sus sentimientos, no creía que los tuviera. Mi silencio era despectivo, y el suyo era insoportable como su simple presencia. Casi no había cambiado en todo aquel tiempo, pero tampoco me importaba.

—Hijo —repitió intentando endurecer la voz—. Lo siento.

No sé por qué no dije nada. Quizá no quería iniciar una conversación o quizá quería escuchar sus disculpas. Solo sé que mantenía las distancias.

—No sabía que cogería al niño. Yo... tenía miedo.

—¿Por qué te disculpas? ¿De cuál de las cosas horribles que has hecho te quieres redimir?

—Me disculpo por haberte vendido —confesó.

—No acepto tus disculpas, quizá lo haga cuando recupere a Stephanie.

—¡Me alegré de que os marcharais! —dijo suplicante—­. Yo no incumplía mi palabra y tú podías ser feliz.

Yo lo miré con todo el rencor que pude cargar en mis ojos.

—¿Desde cuándo deseas mi felicidad? —lo presioné yo.

—Desde que es compatible con la mía —soltó con histeria en un, creo yo, ataque de sinceridad.

Era una persona egoísta. Incapaz de pensar en nadie más que en él mismo.

«Su felicidad...».

—¿Y qué te dio lord Wingfield a cambio de mí, eh? —pregunté—­. ¿Dinero? ¿Poder?

—Las dos cosas —confesó—. Y la vida.

—¿La vida?

—A cambio de ti —dijo en un suspiro—. Muerta tu madre, ya no significabas nada para mí.

«¿Gracias?», pensé decir, y me reí sin darme cuenta de ello, haciendo que mi padre quedara parado de la sorpresa. No tenía por qué disculparme.

—Lord Wingfield nos dio el castillo, arriba en la colina —continuó—, y esta casa, me dijo que nos pertenecía por familia. Tu abuelo trabajó aquí.

«La tumba», pensé turbado «Mi abuelo». Era evidente.

Aquello quería decir que Thomas Butler, mi abuelo, había residido y trabajado en aquella misma casa, ¿qué significaba todo aquello? Según me habían hecho creer, el prestigio de mi familia se remontaba a generaciones; pero por lo que estaba diciendo mi padre, lo habíamos conseguido por el pacto.

¿A que había venido aquel hombre? A disculparse, claro está. ¿Y qué hacía yo escuchándolo, que hacía yo tomando sus palabras?

—No creo que quiera oír tus disculpas —dije, dejando clara mi posición. No pensaba que las palabras envenenadas que salían de la boca de mi padre pudieran derivar en unas que me hicieran sentir mejor.

—Quiero ayudarte, quiero estar en paz con tu madre, ella te quería... —Pareció querer añadir algo más, pero no pudo.

—Martha, ve a dormir —mandé yo.

—¿Qué? —casi exclamó ella sin haber prestado mucha atención, tensa por la situación.

—James, tú también te puedes marchar, si quieres. Esto es solo entre este, que se hace llamar mi padre, y yo.

Pero James no se movió. Martha empezó a retirarse lentamente, quizá temerosa de romper con el ambiente tenso. Desapareció de la habitación, pero yo intuí que no había ido muy lejos. Oí cómo alguien se instalaba tras una pared, con discreción. El hombre de pelo negro continuaba mirándome con ojos suplicantes.

—¿Y cómo puedes ayudar? —dije, reticente a obtener ayuda de aquel individuo.

—Yo sé cosas —empezó con voz temblorosa, solo entonces pensé que había bebido más de lo necesario, pero supongo que, sobre todo, estaba desesperado y nervioso—­. Lord Wingfield es muy poderoso, tienes que alejarte de él, huir.

—¿Sin Stephanie? —Me giré molesto, evitando que mi rabia aflorara; y, al enfrentarme con él, utilicé un tono de falsa calma­—. ¿Se puede saber qué tipo de pacto hiciste? ¿Qué te pasó por la cabeza?

—Todo lo que tenemos nos lo dio lord Wingfield. Tu madre murió en un accidente de coche. —Unió los dos conceptos de una manera que parecían encajar, pero no lo hacían. No encontraba el nexo, aunque intentara comprender.

—Me lo has dicho muchas veces, sin embargo, lo que no me has dicho es cómo tú sobreviviste. ¿Tiene algo que ver? ¿Eh? —grité.

—Cuando pude salir del coche, herido, ella ya estaba muerta. Intenté sacarla, pero tenía la cabeza cubierta de sangre y la mirada perdida. Me desesperé. Tú estabas en el asiento trasero, llorando, mientras mi corazón estaba destrozado. ¡Tienes que entenderme! —gritó de repente, pero mi expresión no cambió y no tuve el detalle de interrumpir su horrible relato—. Me alejé del coche, de ti. Sí, te dejé dentro. Supongo que justo en aquel momento renuncié a ti.

—Pero yo no morí —dije, a pesar de ser evidente, por completo indiferente al hecho de que mi padre me hubiera abandonado.

—Tú no moriste —afirmó, y bajó la mirada, anticipando la vergüenza de sus palabras siguientes—­. A veces pienso que habría sido mejor si hubieras muerto, otras pienso que eres una pieza clave en mi felicidad.

—El coche se incendió, eso me has dicho siempre —dije cansado, intentando recortar aquella molesta conversación—, y estoy aquí.

—Después de andar durante lo que me parecieron horas —continuó con su relato—, habiendo visto cómo el coche donde había muerto mi querida esposa estallaba en llamas, advertí por primera vez a lord Wingfield. En un principio no me fijé en que te llevaba en brazos.

Se produjo un grave silencio. James continuaba tras de mí, apoyándome en la sombra, pero también tenso, mirando al hombre que se había arrastrado a nosotros con la historia de mi vida. Me pareció oír cómo la persona escondida tras la pared respiraba pesadamente, sin mostrarse. Yo estaba tan quieto que me dio miedo que alguien quisiera hacerme reaccionar, despertarme de mi extraño estado, comprobar si seguía con vida. Mi padre estaba encorvado delante de nosotros; abría la boca a cada instante, pues buscaba el momento correcto para continuar hablando.

—Intenté no mirarte, es cierto, pero por fin te acogí.

—¿Acoger? —solté con desprecio—. ¡Solo con verlo se te ocurrió venderme!

—Lord Wingfield nos ofreció ayuda —intentó excusarse mi padre—. Él nos guio a su mansión y allí me dijo que tu madre estaba muerta.

—Tú ya lo sabías —puntualicé.

—Sí, yo ya lo sabía, pero me lo recordó, me puso enfrente de la situación y me hizo decidir. Me ofrecía una nueva vida, dinero, una casa donde, me dijo, había vivido mi padre los últimos años. —«Sus últimos años», se refería a Thomas Butler. Mi familia no había sido noble hasta que lord Wingfield le había dado un título a mi padre, en realidad, pertenecía al servicio y no pude evitar alegrarme—­. También me ofrecía una nueva oportunidad... —continuó él al margen de mis reflexiones— y poder... para defender lo que era mío, para ligar a las personas, para hacer lo que hacía él. A cambio solo me tenía que mantener fiel a él. En un primer momento, antes de aceptar, ya me avisó que tendría que entregarte. Dos años después se presentó y formalizó el pacto, confirmando el matrimonio con su hija. Acepté. Años más tarde, además, decidió cambiar de hija para el compromiso. No te negaré que no me importó.

—Tienes una manera muy peculiar de pedir disculpas —solté mirándolo fijamente, sin ninguna expresión en mi rostro.

—Estoy poniendo en paz mi alma, tengo que ser sincero.

Yo no dije nada, lo observaba con tanto desprecio y rencor que él tuvo que apartar la mirada de nuevo.

—Antes del accidente vivíamos en Barcelona, supongo que eso lo sabes.

—Lo sé —respondí con frialdad.

—Tu madre no era inglesa.

—Lo sé —repetí. Empezaba a arrepentirme de estar escuchando a aquel hombre.

—En Barcelona vivíamos sin pretensiones, no teníamos dinero, y en Inglaterra solo teníamos a mi familia, casi no teníamos contacto; mi padre servía en esta casa. Teníamos un piso de dos habitaciones. —Rio con amargura.

Todo parecía una gran excusa para justificar sus actos. Qué diferente hubiera sido mi vida de haber estado mi madre viva. Me pregunté si habría odiado a mi padre en aquella vida o si, por otro lado, incluso lo querría.

—Así que me vendiste... Perdón, nos vendiste a los dos —me corregí poniendo de manifiesto su autoencadenamiento a lord Wingfield—. Para conseguir un título de lord, vaya.

—A cambio de una buena vida, hijo.

—¿Una buena vida? ¿Llamas buena vida a verte alejado, y sin explicaciones, de la persona que amas, y que esta de repente no te conozca? Me han separado de la persona más importante de mi vida...

Me quedé en blanco, el silencio invadió la habitación y todos los ojos se volvieron hacia mí. Sentí cómo algo se removía tras una pared y cómo la respiración de todos se detenía de forma acompasada.

Yo, tal vez, era el más sorprendido ante mi lapsus, pero mi pensamiento se había desviado de nuevo a Stephanie.

«¿Y si mi padre no hubiera hecho aquel pacto?».

Si mi padre no hubiera pactado con lord Wingfield mi venta, nunca habría conocido a Stephanie. Me llevé una mano al pelo, confundido.

«¿En qué estás pensando?».

Tendría que haber estado huyendo de ese hombre o quizá incluso hiriéndolo, Dios sabe que había pensado en acabar con su vida y, en cambio, estaba agradeciéndole interiormente sus actos. No podía permitírmelo. Entonces pensé en Maj. Estaba muerto. Había visto su tumba y me había culpado de su muerte cuando tenía el responsable real ante de mí.

—Mataste a Maj —dije rabioso, a punto de gritar, a punto de saltar, con un gruñido sordo que hizo que el silencio anterior vibrara hasta desaparecer.

—¿Sabes por qué? —preguntó con miedo, veía que quería disculparse, pero yo no se lo podía permitir—. Yo hice un pacto con él tal como lo había hecho con lord Wingfield, la diferencia es que él me traicionó. Tenía todo el derecho a matarlo, de hecho tenía que hacerlo para mantenerme conforme con lord Wingfield, son sus normas, eso funciona así. Te dejó huir. Al fin y al cabo, es culpa tuya.

—¡Vete! —grité.

Nadie dijo nada, y el hombre continuó mirándome sin ninguna intención de moverse.

—Vete —repetí más lento, mientras le dedicaba una mirada de absoluto odio.

James se movió, por mi sorpresa, para ayudarme en el molesto trabajo de echar al intruso. Abrió la puerta y dejó entrar el aire helado de la noche y parte de la limpia oscuridad, invitando a aquel extraño a salir por donde había entrado.

Mi padre, lord Butler, me miró suplicando, yo le devolví una mirada helada, y, temeroso de enfrentarse con esta de nuevo, me dio la espalda y atravesó la puerta mirando a James que, a pesar de ser más bajo que él, se mostraba, delante de aquel hombre, sereno y altivo.

—Si te pones en peligro, no haré nada para impedir que te pueda pasar algo malo —dijo mi padre sin girarse.

—¿Algo malo? —dije yo­—. Sé que ahora irás corriendo a ver a lord Wingfield y le dirás qué pretendo, así lo espero.

En realidad no lo quería, pero estaba cegado por la ira, por el orgullo. ¿Dónde estaban, en ese momento, mi parte práctica y la que quería salvar a Stephanie?

Entonces el teléfono sonó, importunándonos, y nos hizo dar cuenta del mundo a nuestro alrededor. Nadie lo cogió. Sonó quizá un minuto, quizá menos. Solo sé que, mientras lo hacía, nadie dijo nada.

—No necesito tu ayuda —dije casi en un susurro cuando el timbre dejó de sonar.

Y James cerró la puerta con un toque de gracia, dejando fuera de mi campo de visión al hombre que me había hecho tanto daño. En aquel mismo instante, aunque yo no me di cuenta de ello, la persona que se había mantenido tras la pared desapareció en una rápida carrera y se dirigió al exterior.

—Tenemos que actuar rápido, Marc —dijo James—. Ahora mismo acaban de descubrir nuestras intenciones. Tenemos que ponernos en contacto con Elaine.

Entonces el teléfono volvió a sonar con un timbre como surgido de las profundidades de mis deseos. Corrí a cogerlo.

—Diga.

Respondió una voz femenina, era la voz que esperaba oír, era Elaine, con un tono preocupado que me sorprendió.

—Marc, Stephanie ha salido. He llamado a casa de James y ha respondido el mayordomo diciendo que había pasado por la casa, que le había dicho que os esperara allí, pero había desaparecido ya hacía un rato cuando he llamado. El hombre ha dicho que podría haber ido a tu casa. —Su voz sonaba entrecortada, muy preocupada­—. ¿Está allí? ¿Está bien?

—¿Cuánto rato hace que has hablado con él? —dije yo preocupado. Era muy tarde, y allí fuera le podía pasar cualquier cosa en su estado.

—No lo sé, he llamado a tu casa justo después de hablar con él, pero nadie cogía el teléfono —dijo, preocupada, asumiendo que no sabíamos nada de su hermana.

—Saldré a buscarla.

—Muchas gracias, Marc —expresó ella con voz llorosa antes de que yo colgara de golpe el auricular.

—Stephanie ha estado en tu casa, se dirige hacia aquí. O al menos eso piensa tu mayordomo —dije, informando a James—. Tenemos que ir a encontrarla.

—¿No dices que viene hacia aquí? —preguntó mientras yo me dirigía a la puerta.

—Estará perdida, quizá no sabe llegar, le puede pasar cualquier cosa. Algún animal podría encontrarla.

—¿Y qué ganas buscándola sin rumbo? —inquirió él mientras se interponía entre la puerta­ y yo—. Seguramente está a punto de llegar. ¿Quieres llevar todavía más lejos tu comportamiento autodestructivo ahora que estás tan cerca de ella?

—O que ella está tan cerca de mí —puntualicé—. Lo peor es que no puedo saber si es así. Tengo que salir a buscarla.

Sin decir nada más, sin mirar hacia atrás, atravesé la puerta como mi padre instantes antes. Para mi sorpresa lo vi, andando, perdiéndose entre la espesura de los árboles, lejos. Caminaba con dificultad y me quedé quieto, mirando como desaparecía, difuminado por la espesa niebla. Por un momento olvidé a Stephanie, y mis pensamientos no supieron dónde alojarse. Me despertó de mi estado un ruido, un sonido parecido al del viento entre los árboles, pero tan repentino como la irrupción de un animal. Giré la cabeza, por intuición, esperando encontrar a quien quiera que estuviera entre los árboles. Sabía de alguna manera que fuera lo que fuera que se hubiera adentrado en la espesura de los árboles se había escondido de mí. No tenía intención de acercarme, sabía que allí no encontraría a Stephanie, pero curiosamente, el camino en el que la figura se había interpuesto era el que tenía que seguir si quería encontrarla.

Al llegar a los árboles noté una respiración entrecortada, una persona se escondía de mí, y no me costaría nada descubrirla. Entonces, noté algo rozando mis piernas. Me giré alerta. Era Pilot que me ladró contento, moviendo la cola. Aquella fue la oportunidad que la figura detrás del árbol consideró oportuna para correr. Al notarlo me giré interesado y vi una gabardina llevada por una chica rubia que corría, alejándose de mí entre la espesura. Margaret.

Volví a la casa en una carrera. Tenía que decirle a James que su hermana había estado allí. Que no había dicho nada, que quizá le pasaba algo o quizá era uno de nuestros problemas. Golpeé con fuerza la puerta, pero nadie me abrió y repetí la operación una vez y otra. No me podía parar en un momento en que Stephanie podía estar en cualquier rincón del bosque en peligro. Así que rodeé la casa y corrí hasta llegar a la puerta de la cocina, que pude abrir sin esfuerzo.

—¡James! —llamé. Pero nadie me contestó­—. ¡James!

Pensé que estaría en la parte posterior de la casa, así que me dirigí allí, llamándolo. Vi una puerta entreabierta, la luz del cuarto estaba encendida, por lo que no me lo pensé y entré, pero allí no había nadie. La habitación estaba forrada en terciopelo rojo, y yo nunca la había utilizado en los años que había vivido en aquella casa. Había estanterías vacías hasta arriba, de madera oscura, cubrían las paredes que estaban impolutas de forma tétrica. La moqueta tenía un extraño tono rojizo y, ocupando el espacio central, había una mesa redonda, sin sillas alrededor. Ver lo que había sobre la mesa me dejó trastornado, mi mente tuvo que trabajar muy rápido. Uní momentos de mi vida antes siempre separados por las circunstancias, el tiempo y las personas; se conectaban sobre una mesa como una especie de mensaje sin palabras, personal, un secreto deseoso de salir a la luz.

El momento crucial, el momento en que una chica de pelo rubio había entrado a hacer una pregunta, el momento en que me había caído recorriendo una valla. Mi abrigo en casa de James. Unos caballos que habían llegado a lugares imposibles a gran velocidad, todo encajaba y yo no lo había sabido ver. Margaret estaba detrás de todo y ahora quería disculparse. Quizá pensaba que la perdonaría. ¿Pero cómo le iba a disculpar nada si no había acabado con el ataque? ¿Qué haría? ¿Dónde estaba Stephanie?

Antes de poder coger la llave, otra persona entró.

—¿Me llamabas? —preguntó James de forma natural irrumpiendo en la habitación.

Yo me giré, y James se dio cuenta de mi más que sorprendida expresión. Él me miró extrañado, y cogí la llave de la mesa, acercándome.

—Ha dejado la luz encendida para que encontrara la llave —dije a James.

—¿Quién? ¿Tu padre? —preguntó sin reconocer la llave.

—Margaret —casi grité—. Es la llave de la valla que delimita mi casa. La que le dejé hace seis años, ¿recuerdas?

—Entonces, los caballos... —dijo casi imperceptiblemente, comprendiendo.

Y antes de que yo pudiera gritar más, algo en el exterior se movió. Un árbol dio contra la ventana. James dio un paso atrás, pero yo me dirigí al ruido. Desde la extraña calidez de la habitación, por la ventana no se podía ver más que un entramado de hojas y la oscuridad más absoluta. Estando más cerca, vi unas manos. Eran pálidas, fantasmales y finas; al acercarme aún más vi que estaban cubiertas de arañazos —propias de una Cathy en Cumbres borrascosas, suplicando entrar—, que intentaban abrir la ventana sin éxito. Mi intuición hizo que me acercara más, y a la primera ojeada, vi a una persona que no esperaba ver, pero que había deseado fervorosamente que apareciera delante de mi puerta, o en este caso, bajo mi ventana. Stephanie me miró, no la veía bien, pero noté sus ojos suplicantes tras el cristal.

Al darme cuenta de que me había quedado paralizado, corrí para dirigir mis manos a abrir la ventana, y estaban tan temblorosas que tuve que respirar hondo y recordar que mi Stephanie estaba tras los cristales. Una vez abierta, la vi tan real, acercándome la mano para que la asistiera a entrar, tan nítida, tan cerca de mí...

La ayudé a subir y, cuando casi ya estaba, la cogí por la cintura con el fin de ayudarla a entrar. Lo hice de manera por completo inconsciente, como una cosa corriente, pero no había pensado que Stephanie no recordaba mi contacto, o quizá no había acabado de entenderlo. Ella enrojeció y apartó la mirada ante mi gesto.

—Hola —dije casi sin aliento, la dejé en el suelo y me alejé.

James, por su parte, lo miraba todo desde la sombra, sin ninguna intención de interferir en nuestros intentos patéticos de comunicación.

Decir todo lo que pensaba, o quizá una pequeña parte de todo, hubiera roto el encanto del momento. Me miraba con cierta fascinación y desconfianza. Entender que no me recordaba me parecía quizá demasiado duro, quizá demasiado real.

Ella irradiaba luz a pesar de tener el ánimo apagado y las mejillas encendidas por la vergüenza. Llevaba poco más que una camisa de dormir y una fina bata blanca, vaporosa, las dos con claras muestras de arañazos, barro y restos de vegetación. Bajo el brazo parecía llevar una bolsa, y unas zapatillas húmedas que habían sido blancas, quizá solo hacía unas horas, cubrían sus pies, protegiéndolos. Su pelo castaño se extendía por su espalda formando ondas y sus ojos continuaban sin saber cómo mirarme.

—Siento haberme presentado sin avisar —dijo con una voz frágil y rota­—. No pretendía importunar, he visto la luz encendida y...

Empezó a llorar en silencio cubriéndose el rostro, avergonzada de sus lágrimas.

Sabía que tenía que guardar las distancias, por lo que me privé de abrazarla. Pero dado que no sabía exactamente qué pasaba y por qué tenía que reprimirme, me resultó casi imposible.

—Me alegro de que estés aquí —dije en cambio, a modo de consuelo—­. Con nosotros.

«Conmigo», pensé, deseando tocarla de nuevo; quería saber si era real o un fantasma que había llegado para importunarme con su presencia.

¿Y si estaba loco? Y si mi mujer había muerto y mi mente me había hecho pensar en la posibilidad menos dolorosa de una desaparición, una huida, un rapto... Y si allí volvía en forma de fantasma o mi inconsciente formaba imágenes inexistentes. Y si...

Cortando el curso de mis pensamientos, Stephanie me tocó. Me di cuenta de que me cogía del brazo, mirándome con ojos llorosos, era real.

—Tiene a mi hijo —pudo decir con un hilo de voz—. Todavía no estoy segura de quién eres, pero sé, de alguna manera, que me puedes ayudar a recuperarlo.

—Stephanie —susurré—, ¿qué te han hecho?

—No te recuerdo, ni a mi hermana ni a mi padre, ni a mí misma —dijo mirándome fijo—. El que dice ser mi padre me dijo que había sido un accidente en el que tú habías muerto. Pero no estás muerto, así que supongo que nada es cierto. Me dijo que guardara las apariencias, que no hablara con nadie de mi amnesia. Me dijo que como había vivido lejos durante años, nadie se daría cuenta de ello.

—Elaine se dio cuenta de ello.

—Es encantadora —dijo Stephanie con lágrimas en los ojos—. Me ha ayudado tanto... gracias a ella sé dónde tengo que ir, gracias a ella estoy aquí.

—Ahora solo hay que recuperar a nuestro hijo —acabé diciendo yo.

Ante mis palabras, Stephanie apartó la mirada. Supongo que el hecho de decir «a nuestro hijo» la había molestado.

—Quiero recuperar a Hugh, no me lo he podido llevar, está con Elaine, espero que esté bien.

—Estará bien con ella —dije.

—¡Pero tenemos que recuperarlo! —exclamó como si yo hubiera propuesto dejarlo para siempre con su tía.

De golpe me vino a la cabeza lo que había visto en el bosque, la figura de mi padre saliendo de la casa, la llamada de Elaine.

—Tenemos que actuar rápido, tenemos que hacer algo ya —exclamé yo preocupado, recordando la figura rubia que había visto marcharse de mi casa.

Me giré en dirección a James.

—Margaret —dije nervioso—. Vendrán aquí, vendrán a por ti —dije girándome hacia Stephanie.

—¿Quién? —preguntó Stephanie alterada—. No pienso irme.

—No tienes que ir a ningún sitio —aseguró James.

—¿Qué quieres decir? —Salté.

James se me acercó y vi brillar sus ojos con inteligencia. Mientras se enfrentaba, a su manera, a la situación y pensaba con claridad, yo estaba tan confundido que no podía unir las piezas de todas las cosas que ocurrían a mi alrededor.

—¿Dónde pretendes ir? —dijo con suavidad James—. Margaret no tiene ni idea de que ella está aquí, ¿verdad? Solo lo sabe nuestro mayordomo.

Yo asentí, aún preocupado.

—¡Él le dirá a Margaret! —exclamé ante la evidencia—. Y ella, ya sabemos a quién.

—Tranquilízate —gritó James con un tono muy poco propio de él—. No pienses, ahora me encargaré yo de todo y te aseguro que todavía no sé cómo. ¡Pero tranquilízate! ¡Los dos! —dijo dirigiéndose a Stephanie—. Haréis todo cuanto yo os diga, ¿de acuerdo?

Ambos nos quedamos parados, y Stephanie me miró interrogativa, preocupada, no sabía qué estaba pasando.

—¿Y qué dices? —dije yo enfrentándome a él—­. ¿Qué tenemos que hacer?

James entornó los ojos y me miró con intensidad.

—Id a la sala —mandó—. Haré encender la chimenea.

Y salió por delante nuestro, dejándonos parados, solos. Estaba mandando en mi propia casa; curiosamente, no me molestó, sabía que él podría solucionarlo todo. Yo me giré hacia Stephanie, que apartó la mirada y se dispuso a salir de la habitación. Una vez fuera la seguí, unos pasos por detrás. James, sin pararse a mirarnos, gritó:

—¡Turner! —Su voz sonó de repente dura.

El mayordomo apareció como si hubiera estado esperando el grito de James, que se acercó a él y le dio una orden que no pude oír. Acto seguido, desapareció por una arcada tras la cual no se podían distinguir más que tinieblas.

—Quedaos aquí, en breve tendréis preparada la sala pequeña. Turner os llevará. —Se encaminó escaleras arriba, y yo decidí mantener el silencio, como Stephanie—. Yo voy a solucionarlo todo.

Stephanie y yo nos quedamos a oscuras, solos, en silencio, con un frío penetrante que de repente había entrado por alguna ventana abierta.

—Por aquí —dijo el nuevo mayordomo de mi casa, del que ya había vuelto a olvidar el nombre.

Y nos guio a la sala pequeña, donde había encendido un fuego. Entramos, Stephanie enseguida se atrevió a acercarse a la chimenea, temblaba.

—¿Quieren tomar algo? —dijo con voz profunda.

—Un café, por favor —dijo ella tímidamente después de un pequeño silencio, con una voz que anunciaba lágrimas en sus ojos.

—Yo también —pedí, aunque no lo necesitaba tanto.