Miraba el fuego fijándome en cada tonalidad, escuchaba cómo la madera crepitaba y notaba el calor que desprendía. La manta que llevaba sobre los hombros no conseguía calmar el frío que tenía. Miré a la desconocida que tenía al lado, y mi corazón dio un salto al verla tan próxima pero, al mismo tiempo, estando tan lejos de mí. Los dos nos encontrábamos sentados en el suelo, delante de la chimenea, esperando, sobre la moqueta roja de aquella habitación, que hacía juego con las cortinas, con el sofá y con los muebles color caoba que la llenaban. La puerta estaba cerrada, y nosotros, de espaldas, esperábamos escuchar que se abriera en cualquier momento.
Ella miraba el fuego fijamente, con una taza de café en las manos, sin beber, de seguro sumida en oscuros pensamientos, y con mi jersey de punto de color crema que la cubría. Quizá estaba pensando en cómo había llegado allí o por qué yo estaba a su lado observándola. Aparté la vista, dolido. Dolido porque ya no me recordaba, por no ser nadie importante en su vida. Pero no era culpa suya, no podía reprochárselo y tampoco quería.
—Todo irá bien —dije, esperando que fuera así, deseando darle ánimos. Ella se giró al escucharme hablar y me clavó sus ojos marrones, llorosos—. Yo te protegeré.
Pero creo que aquello no la dejó más tranquila. Volvió a apartar la mirada de mí, y me pareció que la vi temblar. De frío, o de miedo; supongo que de puro terror por no entender por qué motivo estaba donde estaba y por qué hablaba conmigo.
Hubiera deseado estar más rato con ella, pero esta esperaba que James entrara por la puerta que había tras nuestro, para no tener que estar sola conmigo por más tiempo. Me tenía miedo, no quería mirarme, estaba confundida, y no la podía culpar. No me podía recordar. Cuando me veía, veía a un desconocido; y cuando me daba cuenta de que había desaparecido de su mente todo aquello que habíamos vivido juntos, yo también pensaba que estaba al lado de una desconocida. Una persona con la que no podría compartir una conversación ni una risa, una persona con la que ni tan solo podría compartir una habitación sin que se me pusieran los pelos de punta.
Deseé abrazarla para hacer desaparecer sus miedos, pero al mirarla supe que, si la abrazaba, ella temblaría en mis brazos y yo notaría más próximo aquel frío. Qué ganas tenía de levantarme y dar golpes a todo lo que se pusiera en mi camino. Qué ganas tenía de gritar, de romper la ventana, de no notar el frío que me molestaba. Pero estaba ella, y ella no tenía la culpa de nada, o eso creía yo. No quería hacerla sufrir.
La puerta se abrió con un golpe inesperado, y tanto Stephanie como yo soltamos un suspiro de alivio.
Me levanté bruscamente, a la espera de las palabras tranquilizadoras que tenía que pronunciar mi amigo. Para mi sorpresa, después de la tensión, su voz sonó calma:
—He llamado —anunció—. Margaret no sabrá nada. Todavía no había llegado a casa.
—¿Tu mayordomo no dirá nada? —pregunté.
—Le he dado órdenes explícitas de que Margaret no tiene que saber nada de la llamada de Elaine ni de la estancia de Stephanie.
—Perfecto —susurré—. ¿Y ahora qué?
—He llamado a Elaine, mañana por la mañana sale su padre.
—Es una oportunidad perfecta para ir a buscar a Hugh.
James tenía la expresión seria y no pude evitar preguntarme el porqué. Era una buena noticia que pudiéramos tener una oportunidad tan idónea.
—Me ha dicho Elaine que vayamos con cuidado.
—¿Y eso? —pregunté sin entender.
—Ha dicho que hace unos minutos que su padre ha programado la salida. Normalmente, su agenda va con días de antelación.
—¿Así que crees que tiene algo que ver? —habló Stephanie tras de mí, al tiempo que se incorporaba para ponerse derecha—, ¿se ha dado cuenta ya de que no estoy?
—Es curioso que con solo volver, programe una salida tan tranquilo. Creo que sabe que no estás.
—¿Por qué programa una salida? ¿Por qué no viene directamente aquí? —pregunté nervioso—. Puede ser una trampa.
—Él no sabe dónde estoy —respondió Stephanie para mi sorpresa.
—La única cosa que puede saber es que tú estás aquí, Marc, quizá tu padre le ha dicho. No puede estar seguro de dónde está ella. Id a la cama, mañana necesitaréis fuerzas —mandó James con una voz suave y distante.
—¿Estás bien, James? —dije yo, preocupado por mi amigo, al cual había visto demasiado cambiado después de todo aquel tiempo.
—Estoy bien —respondió, pero continuó—: es Margaret, no lo entiendo. Y mi padre... y esta situación...
Calló y dirigió la mirada hacia Stephanie, que nos miraba. No continuó hablando, intimidado por su presencia, la presencia de una desconocida en la que, al fin y al cabo, no podía confiar.
—Mejor voy a dormir —dijo ella a media voz, con intención de dejarnos solos a James y a mí, y cogió el paquete que había traído con discreción.
Yo noté su respiración entrecortada; la adelanté y salí primero de la habitación, en un impulso repentino de olvidar la situación. Su memoria borrada... Era demasiado extraño, demasiado duro, no quería pensar.
Necesitaba dormir, como ella. Pero no dormiríamos.
«¿A quién se le ocurre tomar un café?», pensé molesto conmigo mismo.
Subí las escaleras corriendo y, al llegar arriba, giré la cabeza y vi a Stephanie, con sus ojos marrones fijos en mí. Se detuvo en seco, esperando, seguramente, a que reanudara la marcha, y nos quedamos los dos mirándonos fijo hasta que, por fin, tuve el valor de dejar de aferrarme a su mirada y entré a la fría y vacía habitación.
Bajo tierra, los muertos descansaban con placidez; porque no sufrirá quien muere, sino los que quedan en vida, por el dolor de la pérdida.
Las lápidas anunciaban quién se quedaría para la eternidad bajo un nombre llevado en vida, en una época concreta. «Madre y esposa», proclamaba una. «Gran hombre de familia», se podía leer en otra. Porque, al fin, lo que quedaba de todo era la familia. Los descendientes que se quedaban y recordaban, lloraban, se estremecían, veían fantasmas o vivían con ellos.
Yo me encontraba en medio de aquel túmulo de tumbas sin ver la tierra revuelta, solo podía llegar a leer alguna inscripción por debajo de la espesa y baja niebla. Me encontraba allí, vestido con traje, sin verme los zapatos, con corbata, con americana, peinado como salido de otra época y notando mis ojos azules como puntos de referencia para las almas en pena, como si tuvieran algún magnetismo. Al advertirlos tan especiales los cerraba, para pasar desapercibido por los espíritus. Oía de golpe una campana o, mejor dicho, el sonido de alguna cosa metálica repicando contra el suelo, un sonido lejano, sí, pero real.
Me levanté de la cama con un rápido movimiento, destapándome del todo. No me detuve a ponerme las zapatillas ni a colocarme más abrigo. Bajé las escaleras en pijama, guiado por otro sonido, seguido de unos cuantos más producidos por el choque de metales.
Acabé entendiendo que el sonido provenía de la cocina y fui prudente por si alguien había entrado y estaba buscando algo que no le pertenecía. Uní el cuerpo a la pared haciendo que los dos, con ayuda de las tinieblas, fueran una sola cosa; me noté tenso, y con un movimiento de cabeza, desplacé la vista para localizar la amenaza y lo que vi, aunque muy diferente a lo que esperaba, me asustó.
—¿Estás cocinando? —dije confundido, irrumpiendo en la cocina.
—No —dijo ella con un hilo de voz—. Bueno, en realidad...
Tenía cogida una cazuela con la mano y unas cuantas más habían acabado dispersadas por el suelo.
El fuego estaba encendido, y peligrosamente cerca había una cuchara de madera con lo que parecía algún resto de puré.
—Quería calentar leche. El microondas no funciona y no puedo dormir —dijo con voz acelerada, disculpándose.
—Está bien —expresé, y acercándome a los fogones, retiré la cuchara de madera—. Esta casa es tanto tuya como mía, pero el microondas sí que funciona... lo que pasa es que no sabes utilizarlo demasiado.
—¿De verdad? —preguntó bajando la cabeza—. Pero si solo es un microondas.
—De hecho, ahora que planteas este problema, no te recomiendo que te acerques a la cocina.
Continuaba con la cazuela en la mano y yo me agaché a recoger el resto.
—No recuerdo cómo soy —dijo de repente mientras me acercaba la olla.
—Tendrás que volver a conocerte —le propuse, dedicándole una cálida sonrisa.
Ella levantó los ojos y también sonrió.
—Ojalá te recordara —agregó divagando, y enrojeció levemente. Volvió a sus pensamientos—. Lo que conozco de mí es lo que sé por ti. —Hizo una pausa y me miró, después continuó—: Sé que te amaba, pero no puedo estar segura de eso porque no sé si puedo confiar en ti.
—Lo entiendo —interrumpí—. De hecho, creo que nunca llegaste a confiar del todo en mí.
—¿Por qué? ¿Qué me hiciste? —dijo medio en broma.
—No nos conocimos en circunstancias corrientes, y digamos que te recordaba a la vida que llevabas con tu padre y tenías miedo de que te estuviera engañando, de que te hiciera volver.
—¿Te lo dije alguna vez? —preguntó un poco afectada.
—Lo dejaste escrito en una nota, pero no sé qué parte escribiste tú. Solo es lo que yo creo. Lo que creí cuando desapareciste, me pensaba que habías huido para que yo no me llevara a nuestro hijo.
—Entonces tú tampoco acabaste de confiar nunca en mí. —Me hizo ver ella con una triste sonrisa—. Sea como sea —continuó—, lo que sé de mí, no me gusta mucho. Ahora, además me doy cuenta de que no sé ni cocinar, qué vergüenza... —acabó susurrando.
—Tú eres más que eso —exclamé—. Y que no sepas cocinar es una ventaja, si no, ¿qué haría yo?
Me acerqué más, pero ella se alejó, quizá instintivamente, con cautela. Yo me detuve y, con un rápido movimiento, recogí todos los trastos que habían quedado en el suelo. Después cogí una taza, puse leche y encendí el microondas.
—Gracias —me dijo con ojos sinceros, más por haberla elogiado que por haber hecho funcionar el microondas.
—Siento que tengas que pasar por todo esto —hablé mirándola directo mientras ella dirigía su vista al suelo.
—Sé que eres especial para mí —me dijo, todavía con la cabeza baja—, pero aún no sé de qué manera.
—Me alegro de que estés conmigo de nuevo —aseguré—. Todo esto es más fácil contigo aquí. Siento como si hubiera salido de un pozo oscuro y sin fondo.
—Quizá estabas mejor en aquel pozo. No soy la que era.
—Recuperarás la memoria —le prometí sin ninguna licencia.
—No es cierto. —Calló y se lo repensó—. De hecho, no puedes saberlo.
Yo no supe qué decir y la miré con una disculpa implícita en mi mirada.
—Espero que lo que vaya descubriendo de mí misma sirva de algo —dijo, dejando vagar la mente.
Se oyó la campana del microondas.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté mientras dejaba estar el aparato.
—Tenemos que recuperar a nuestro hijo. Tenemos que hacerlo nosotros. Si me ayudas, claro está.
—El problema es que... bueno, no quiero alarmarte, pero tengo la sensación de estar en continua vigilancia —dije compartiendo una inquietud.
—¿Por tu padre? ¿Es porque esta es su casa?
—O por tu padre. Qué importa —contesté apartando la mirada.
—Creo que es importante —dijo ella—. No sé cómo será tu padre, pero el mío fue muy difícil de engañar, incluso tuve que dejar atrás a Hugh.
«Mi hijo», pensé comprendiendo por fin lo que significaba eso, me sentía confundido.
Era un concepto extraño. Quizá antes de saber que Stephanie había desaparecido de casa, de nuestra casa, mi hijo era una parte más de todo. En ese momento había perdido a Stephanie y la había recuperado, ya que por fin estaba conmigo, sana y salva; Hugh, aquel niño que me habían arrancado de los brazos, era tan irreal como el fantasma de alguien amado que quieres recuperar, pero que no encuentras posible volver a ver.
—Tenemos que recobrarlo —resolví.
«¿Cómo?, eso no lo sé».
Me giré bruscamente y saqué el vaso de leche del microondas. Se lo di, ella lo cogió con las dos manos y se lo acercó.
—Gracias —me dijo bajando la mirada.
Me había dado cuenta de que llevaba demasiados «gracias». Me agradecía cada movimiento y me empezaba a irritar, pero de hecho no era culpa suya, ella no era así.
—Elaine nos ha dicho que tu padre saldrá mañana, es el momento perfecto.
—¿Irrumpiremos en la mansión? —preguntó ella, alarmada.
Comprendía que le había resultado difícil escapar de aquella casa, y que volver era un mal augurio.
—Elaine nos lo traerá. Quedaremos a medio camino. Dice que su padre dio la orden de preparar un coche mañana por la mañana, que cuando se marche lo cogerá.
—Seguro de que lo deja bajo vigilancia —se lamentó Stephanie preocupada—. Eso no resultará.
—Claro que sí —dije y, sin pensármelo, la abracé en un ataque de estupidez: los recuerdos de todo lo que yo había compartido con ella habían desaparecido de su mente, y yo lo sabía. Me di cuenta de mi error cuando la taza sostenida por Stephanie cayó estrepitosamente al suelo y dejó que todo el líquido se derramara. Ella se había quedado helada, muy quieta ante mi impulso, y yo no quise alejarme demasiado rápido. Tenía la sensación de estar manipulando una bomba que, con el mínimo movimiento, podría estallar.
Me llevé los brazos a la espalda muy lentamente e hice dos pasos atrás, dejándola en la misma posición, con la cara encendida de la vergüenza y un gran charco entre nosotros.
—Eso es tan extraño —dijo ella antes de que yo pudiera pronunciar una disculpa—. No recuerdo que nadie me hubiera abrazado antes.
—Lo siento —susurré avergonzado.
—Supongo que tendré que acostumbrarme a que estés cerca de mí.
—Recordarás haberlo estado —expresé volviendo a prometer una cosa que en realidad no sabía.
—Lo siento, estoy muy cansada. Estoy nerviosa por Hugh. Mi memoria desapareció casi el día en que él nació. Ahora estoy muy asustada.
—Y no podías dormir —comprendí yo.
—¿A ti te ha pasado lo mismo? —preguntó ella.
—No, mi castigo son las pesadillas.
Decidí callar, no continuar hablando, me guardé mis miedos, mis pesadillas solo tenían que atormentarme a mí. Ella había vuelto, y fuera como fuera, era feliz por aquel motivo. Ella no era la señal de la esperanza por algo que tuviera que venir, sino aquello que había esperado.
Recogí la taza del suelo con un movimiento tan rápido que creo que ni ella lo percibió. La dejé en el fregadero mientras Stephanie se sentaba en una de las sillas que rodeaban la mesa de la cocina. Una vez limpia, miré el parquet analíticamente. En un momento, habíamos provocado un desastre.
—¿Dónde llevaremos a Hugh? —preguntó de golpe Stephanie mientras yo todavía limpiaba el charco—. Cuando Elaine ya lo haya traído, quiero decir. Me extraña que mi padre no haya venido todavía. ¿A ti no?
«Claro está que sí. He soñado que huías, que tu padre te levantaba de la cama, que irrumpía por tu ventana, incluso que acababa con tu vida».
—Mejor que no haya venido —dije enterrando mis pensamientos.
—Tengo la sensación de que somos ratas dentro de un laberinto —sentenció ella incorporándose—, como si supieran lo que hacemos y eso fuera, de hecho, lo que quieren.
—No creo que quieran que recuperemos a Hugh.
—Quizá pretenden que nos pongamos al descubierto intentándolo —dijo haciendo brillar su inteligencia.
—¿Quieres que te prepare otra taza? —me ofrecí, y así evitar los temas serios que llenaban nuestra conversación.
Ella hizo que «no» con la cabeza.
—¿Vas a dormir? —pregunté insistiendo.
Stephanie repitió el movimiento de cabeza.
—No creo que pueda dormir. Estoy nerviosa, necesito moverme.
Yo también necesitaba hacer algo, la inactividad era lo peor a lo que nos podíamos dedicar. Recordé el tiempo en que había vivido en aquella casa. Los días grises, sin esperanza, aquellos gritos que no había soltado y que siempre había apaciguado el aire nocturno.
—Saldré a dar una vuelta —anuncié—. Y como no tengo intención de que te adentres sola en el bosque, te pido si quieres acompañarme.
Supongo que el tono de mi voz y la formalidad repentina de mis palabras desconcertaron a Stephanie, pero no dudó en acompañarme en mi excursión nocturna.
Subió para cambiarse; pretendía dar un largo paseo, quizá hasta la llegada del día, y ella todavía iba en camisón y yo llevaba el pijama, así que, una vez que ella fue tragada por la oscuridad, en la parte alta de las escaleras, yo me dispuse a subirlas, también. Le había ofrecido que cogiera algún uniforme del servicio, pero ella me aseguró que no hacía falta.
Antes de poder entrar en la habitación, ya tenía a Pilot al lado, no sé cómo, pero sabía que saldríamos. Me puse unos pantalones negros y una camisa del mismo color. Al mirarme al espejo, vi que mis ojos destacaban demasiado entre la oscuridad de mi indumentaria y de mi pelo. Aun así no me quería cambiar; además, ir de negro quizá me haría pasar desapercibido a los ojos de Stephanie, le serviría para sentirse más en conexión consigo misma y menos preocupada por mis movimientos.
Cuando bajé las escaleras, acompañado de Pilot, ella ya estaba lista, en la puerta. Con unos tejanos oscuros, unas bambas, seguramente recuperadas de su vida anterior, y mi jersey color crema. Por un momento me pareció una ilusión, una alucinación provocada por mi mente imaginativa, pero era real. Me sonrió con impaciencia, y yo bajé las escaleras corriendo y abrí la puerta.
El aire, en el exterior, era mucho más frío de lo que me imaginaba, y Stephanie se encogió dentro de mi jersey. Yo inspiré y me llené los pulmones de frío, reconfortándome.
—¿Quieres ponerte alguna otra cosa? —le pregunté viéndola tan temblorosa.
—No —dijo—. Se me pasará caminando un poco.
No sé por qué, pero no tuve mejor idea que adentrarme en el bosque. Stephanie me seguía con dificultad y, a diferencia de lo que yo pretendía, no dejaba de observarme.
La luna solo anunciaba su presencia entre las nubes, que amortiguaba sus rayos, les daba forma, los hacía visibles. Esos rayos que pretendían iluminar nuestro camino pasaban con dificultad por las copas de los árboles.
Paso tras paso me sentía más fuerte y más vivo, tan cerca de ella y tan lejos del mundo. Ella me miraba con interés, con los ojos bien abiertos, haciendo imposible descubrir que no había dormido.
En un momento llegamos a la valla; de hecho, a la puerta y, cómo no, estaba abierta.
—Misterio resuelto —dije—. Por aquí está por donde pasaron los caballos —anuncié sin pensar que ella había salido sobre uno.
—Sí, por aquí es por donde pasaron.
Atravesó la puerta y yo continué sin cerrarla tras de mí, permitiendo que Pilot nos siguiera. Volvimos a introducirnos entre los árboles, y pronto adelanté a Stephanie sin seguir un rumbo claro, solo andaba.
El aire que respirábamos estaba, además, lleno de sonidos: de los insectos, de los pájaros nocturnos y del viento al pasar entre la vegetación. En comparación con esta música natural, nuestros pasos resultaban amortiguados y ligeros. Pero de golpe sentí un gran estruendo que rompió esa paz. Me giré, y Stephanie había desaparecido. Analicé cada milímetro de oscuridad, nervioso, pensando que no la volvería a ver, que la habían cogido. Vi a Pilot que corría, que desaparecía de mi vista en su busca. Entonces, llevado por el pánico, grité su nombre.
—Stephanie. —La voz me sonaba ronca y desesperada.
—Estoy bien —gritó ella provocando un gran alivio en mi mente alterada, pero, sin creer sus palabras, seguí su voz. Aparté una gran cantidad de vegetación hasta que encontré a Stephanie, que se sacudía los pantalones tras el último árbol, con Pilot al lado.
—¿Estás bien? —pregunté sin hacer caso de lo que me había gritado, al tiempo que me daba cuenta del lugar donde se había caído mi amnésica esposa.
Había llegado al sitio donde nos habíamos conocido. Seis años nos separaban de aquel incidente que había marcado nuestras vidas. Una broma del destino. Los dos intentábamos escapar del otro y acabamos, así, sin saberlo en un principio, en el mismo lugar.
Aquel cauce de río que ya, al cabo de los años, había conseguido llevar una ínfima cantidad de agua.
—No me ha pasado nada —dijo ella segura y con una sonrisa.
—¿No sabes dónde estamos? —le pregunté mientras me sentaba en el sitio justo desde donde había visto por primera vez a la chica que se sacudía la tierra a mi lado, al tiempo que Pilot se ubicaba cerca de mí.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —dijo ella con sequedad, quizá sin pretenderlo.
—Es un lugar especial —respondí de manera simple, sin intención de desahogarme mucho más.
Ella me miró desde su posición con interés y se acercó para sentarse peligrosamente cerca de mí.
—¿Qué pasó aquí? —preguntó con timidez, sin apartar la vista.
La situación era tan familiar, ella estaba tan cerca de mí, que por un momento tuve la sensación de que todo sería como antes, que ella no huiría. Pero la pregunta que me acababa de hacer y la respuesta que le tenía que dar eran tan lejanas a esta sensación que desapareció como llevada por el viento.
—Este es el lugar donde nos conocimos —le dije con pesadez.
En cambio, a ella se le inundaron los ojos de lágrimas y vi entonces cómo brillaban con luz propia.
—¿Estás bien? —corrí a decir.
—Es emocionante estar en un sitio tan importante —dijo ella con la voz rota—. Ahora tendré que volver a conocerte. Aquí tenía que empezar todo. ¿Por qué siento lo que siento si no puedo recordarte? —me preguntó sin moverse.
Yo me estremecí ante aquellas palabras y evité que la sonrisa que quería surgir de mis labios fuera visible.
La miré profundo, y ella acercó su mano derecha a mi rostro, como quien quiere tocar un fantasma. El contacto con su piel fue extraño, ella me observaba fijo, y yo no me atreví a apartar la mirada. Su mano era helada; sus ojos, cálidos.
—Todavía queda el recuerdo de todo lo que hemos vivido —dije intentando entender mis propias palabras—. Una cosa así no puede desaparecer fácilmente.
Ella sonrió, y entonces yo me atreví a hacer lo mismo. Por primera vez desde que la había reencontrado, sonreía con alegría, con los ojos brillantes repletos de los restos de un sentimiento que yo creía perdido.
De golpe y mientras ella me miraba descifrando sus propios pensamientos con su mano helada en mi mejilla, oí un ruido repetitivo y, al mismo tiempo, desordenado. Me incorporé, alerta. Ella me miró desde su posición, levantando los ojos, confundida.
—Caballos —anuncié—. ¡Levántate!
Ayudándose con las manos, se irguió; y con un movimiento rápido, cogiéndola por el brazo, la alejé del camino. Nos fundimos con la vegetación, muy juntos, en tensión y esperando la entrada en escena de uno o más jinetes. Vi que Pilot se quedaba quieto, esperando atento la llegada de los enemigos. Yo quise avanzar, para cogerlo y esconderlo con nosotros, pero Stephanie me retuvo.
—Te verán —susurró.
Tenía razón, así que deseé que Pilot saliera del camino de los caballos o que estos pasaran por su lado como si no lo hubieran visto. Vi al primer caballo, era de tonos arenosos y lo gobernaba lord Wingfield con su ademán característico. Al advertirlo, Stephanie se encogió y giró la cabeza, como si el hecho de no verlo significara que él no la notaría a ella. Apareció, entonces, un caballo negro con alguien encima, llegaba tras lord Wingfield con algo entre sus brazos. Yo me moví para tratar de ver quién era. Era una chica. Se acercó con mucha cautela, seguramente por miedo a lord Wingfield, y pude ver con toda claridad que era Margaret y en brazos llevaba a un bebé dormido.
«Mi hijo», pensé.
Pero decidí no decirle nada a Stephanie hasta que todo hubiera pasado. Me di cuenta de que todavía quedaba un caballo por llegar, entonces oí otro y comprendí que venía en dirección contraria. Lord Wingfield se detuvo y descubrió a mi perro, lo miró desde encima de su caballo y levantó la cabeza, alerta. Sospechaba que estábamos allí y empezó a dar vueltas, fijándose en cada rama. Nosotros estábamos en el más absoluto silencio, así que cuando pasó la vista por donde nos encontrábamos, notamos un gran alivio al ver que no se detenía. Entonces giró la cabeza bruscamente hacia donde todavía se oía el galope y, con la mirada serena, volvió a mirar a Pilot. Sacó una pistola y, con un rápido movimiento, disparó. Margaret cogió con más fuerza al niño entre sus brazos, asustada; giró la cabeza, deseosa de decir alguna cosa, pero con miedo. Stephanie se estremeció y se juntó más a mí, aterrada, no sabía lo que había pasado. Yo, en cambio, lo había visto. Lord Wingfield había matado a mi perro; yo habría querido gritar, atacarlo. Habría querido matarlo. Pero permanecí callado y completamente inmóvil para no descubrir nuestra posición. Justo después de disparar, sin embargo, levantó la mirada hacia donde nos hallábamos nosotros, y sonrió.
«Sabe dónde estamos», pensé.
Pero no mostró ninguna intención de acercarse, y el otro jinete llegó con un caballo blanco. Era mi padre, que se mostraba mucho más digno que la noche anterior, aun así, sin ningún tipo de sonrisa.
—La noche nos acompaña —saludó lord Wingfield, y mi padre asintió—. Supongo que sabes que estoy haciéndote un favor.
—Me pensaba que yo se lo estaba haciendo a usted —dijo respetuoso.
—No te equivoques. Este niño acabaría igual si te lo quedaras tú que si se lo quedaran sus padres, es lo mismo. Nunca he tenido las de perder.
Entonces Stephanie reaccionó, se giró, y por un momento tuve miedo de que descubrieran nuestro escondite. Aun así, ella se hizo cargo de la situación y no se movió, se abrazó a mí y decidió no volver a apartar la vista.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó mi padre.
Margaret también se puso tensa.
—Si los sonidos del bosque te asustan, no deberías vivir aquí, ¿no crees? —dijo lord Wingfield con calma.
Los tres se quedaron en silencio un momento; mi padre pareció relajarse y dirigió la mirada a lo que llevaba Margaret en brazos.
—Señorita Bercliffe, entréguele al niño —ordenó lord Wingfield.
Margaret lo miró por última vez y, acercando su caballo al de mi padre, lo entregó.
—Aunque lo parezca, no se ha acabado todo aquí, ¿verdad? —preguntó mi padre.
—Las cosas todavía pueden coger un tono más rojo —comentó siniestramente el lord.
Al acabar de decir estas palabras, hizo girar a su caballo con habilidad y desapareció en la espesura del bosque, seguido de cerca por Margaret.