Capítulo 10

Stephanie me soltó y respiró.

—¿Estás bien? —pregunté, ya por cuarta vez en aquella noche.

Ella asintió con la cabeza y me dirigí al cuerpo sin vida de Pilot, que estaba en el suelo, dejado como un trapo sin ningún miramiento. Lo cogí.

— Debemos seguir a mi padre, tenemos que recuperar a nuestro hijo.

Stephanie asintió efusivamente.

—Tenemos que conseguir caballos —dijo ella, pensando con rapidez—. No sabemos dónde se dirige, y en todo caso, yendo en coche, daríamos demasiadas vueltas. Tardaríamos mucho.

—La casa de James queda más cerca que la nuestra, cogeremos sus caballos. ¡Rápido!

Empecé a correr, girando la cabeza de vez en cuando, para comprobar que Stephanie me seguía de cerca. Estaba serena, segura de sí misma, tenía determinación y los ojos encendidos de rabia. No tardamos en llegar a los establos de James a la velocidad que íbamos. Yo abrí la puerta, pero Stephanie entró primero. Aun así, no éramos los únicos allí. Stephanie se abalanzó sobre Margaret y la arrinconó contra una pared sin que yo tuviera tiempo de hacer nada para evitarlo, aunque tampoco lo iba a hacer.

—¿Dónde se lo ha llevado? —preguntó Stephanie con un grito mientras Margaret intentaba deshacerse de ella.

Margaret no respondió; y, aunque Stephanie estaba agotada, sacó fuerzas de su rabia para apretarla más fuerte contra la pared de piedra.

—¡Maldita niña consentida! —gritó­—. ¿Dónde está mi hijo?

Después de dejar el cuerpo de Pilot sobre un banco de piedra y taparlo, mientras Stephanie intentaba hacer confesar a Margaret, me dirigí a los caballos que justo estaba atando la chica rubia antes de que irrumpiéramos. Uno, de color crema, y el otro, blanco, que ya estaban listos para salir. Me subí al blanco mientras oía a Margaret boquear.

—La ahogarás, así no puede hablar —dije como si nada desde el caballo.

Stephanie me miró un momento y pareció darse cuenta de algo. Aflojó.

—En el castillo —dijo Margaret con voz afectada. Y al observarla descubrí que tenía la mirada puesta en mí, sobre seguro me había estado viendo todo el rato.

—Gracias —dije yo sin mucha intención.

Stephanie se alejó de la chica rubia con rencor y subió sin ningún problema al caballo color crema que había llevado su padre.

Dejamos a Margaret atrás, estaba extenuada, sin saber cómo reaccionar. No me dio lástima ni tuve la tentación de preguntarle por qué. Por qué había hecho lo que había hecho realmente no me importaba. Ni aunque tuviera sus motivos, yo no podría dejar de odiarla, y su arrepentimiento no serviría de nada a mi hijo.

Cabalgamos, yo iba a la cabeza y, siguiéndome muy de cerca, Stephanie, que de haber sabido el camino, me habría avanzado sin problemas. Llegamos a la carretera, la luna gobernaba la colina y su luz entrecortaba la figura de esta, sobre la que se alzaba el castillo de mi padre, el que le había regalado lord Wingfield a cambio de un pacto mucho tiempo atrás.

—¿Está allí? —preguntó ella casi sin aliento.

—Sí —respondí yo, inquieto­—. Debemos recuperar a nuestro hijo antes de que lord Wingfield tenga que acudir a su cita.

—¿Crees que lo que tiene que hacer hoy es venir aquí?

—Es una trampa —dije recordando los ojos verdes de lord Wingfield sobre mí—. Y, de momento, estamos cayendo en ella.

—Es la única manera —aseguró, creo que a ella misma, Stephanie.

Y reanudó la marcha hacia la cima de la colina. Yo esperé un instante para coger aire, para encontrar la paz perdida por un momento y recuperar la serenidad, y finalmente me dispuse a seguirla. Atravesé la carretera y recordé el día en que había intentado escapar por esta, cuando solo tenía siete años. Me adentré entre los árboles que cubrían la colina. Ya no sabía dónde estaba Stephanie, no la veía, pero podía seguir el sonido de su caballo. Subía recto y sin dudarlo, sin cesar ni descansar. Las ramas me daban fuertes golpes, y a mi montura le costaba avanzar entre la vegetación. En un momento, mi brazo fue a topar contra una rama, y recordé que no hacía ni un día que había estado en el hospital. Intenté cabalgar sin hacer fuerza con el brazo izquierdo y acabé por sortear los troncos que intentaban debilitarme de nuevo. Por último, casi sin darme cuenta de ello, mi caballo topó con el de Stephanie. Ya estábamos en la cima, y ella observaba el hogar de mi padre. En el que yo había vivido mucho tiempo atrás. El hogar que ya no recordaba, que nunca había sentido mío. La luna iluminaba de manera siniestra las torres y daba, a las piedras de sus muros, una textura infranqueable.

—¿Cómo entramos? —preguntó Stephanie—­. ¿Por detrás?

—Nos estarán esperando —dije reflexionando—. Mejor entremos por la puerta principal.

—Son peligrosos, Marc. Mi padre tenía una pistola —dijo Stephanie—­. ¿Qué tenemos nosotros?

—Nada —respondí simplemente.

Ella asintió y se bajó del caballo de un salto, con expresión severa. Yo la seguí. Se quitó el jersey, debajo llevaba una camiseta de manga larga de un peculiar color azul.

Caminó con decisión hacia la puerta principal. El corazón me latía rápido, me coloqué a su lado para infundirle ánimos, y de golpe me sentí desarmado, como si después del camino que había recorrido, tuviera que morir, como si no hubiera nada más detrás de aquella puerta. Subimos las últimas escaleras que quedaban para salvar la distancia hasta la entrada, y Stephanie la empujó, no sin sorpresa al comprobar que estaba abierta.

La oscuridad del interior nos tragó. La luna ya no existía. La puerta se cerró por la corriente de aire o por una casualidad, da igual. Fuera como fuera, nadie nos esperaba. No lo entendía. Todo estaba planeado, ¿no? ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Con quién tenía que hablar?, ¿con quién teníamos que negociar? ¿Qué se suponía que teníamos que hacer? ¿Cómo podíamos realizarlo antes de la visita concertada del lord?

De repente, un llanto rompió con aquel silencio reflexivo que habíamos creado entre los dos. Un llanto de bebé, el llanto de nuestro hijo.

—Está arriba —dijo Stephanie preocupada, y se abalanzó escaleras arriba.

La seguí entre los pasadizos que hacía tanto que no pisaba, en la oscuridad del castillo con todas las ventanas bajadas. Sus pasos rápidos sonaban amortiguados por la moqueta roja sobre la que nos movíamos. Las puertas a derecha e izquierda pasaban desapercibidas, casi sin ser vistas. En un momento dado, cuando casi me guiaba solo por los pasos de Stephanie, vi luz, y el llanto dejó de sonar. Era una luz débil, que al acercarnos comprobamos que pertenecía a velas. Sobre una mesa redonda que casi impedía el paso, había cinco candelabros con entre cuatro y seis velas. Mientras nos deteníamos para descifrar el sentido de la iluminación en aquel lado de la casa, una de las velas se apagó, como por una corriente de aire, y noté que, de repente, Stephanie ya no estaba a mi lado. Me giré y, efectivamente, había desaparecido.

«¿Cómo puede ser?», me pregunté confundido, mirando a todos lados, decidido a no perder la calma pues confiaba en ella. «No le pasará nada», me aseguré mientras miraba el pasadizo iluminado por la luz de las velas.

El llanto se volvió a oír y decidí dirigirme allí, a donde procedía; como teníamos planeado, como había decidido hacer Stephanie. Al dar dos pasos, de golpe la iluminación disminuyó notablemente; me giré y vi, no sin sorpresa, que solo un candelabro de cinco brazos se mantenía encendido, los otros continuaban reposando sobre la mesa con un leve rastro de humo por encima. Sin ser muy consciente de mis actos, como en un sueño, como en uno de los muchos sueños que había tenido tantas y tantas veces, mi mano se vio tirada hacia el candelabro, como si me condujeran, como si yo no pudiera escoger el siguiente paso; y me dio miedo que, al final, lo que tuviera que pasar también estaría escrito, que yo no pudiera hacer nada para evitarlo. Cogí el candelabro, era frío, como la piel de Stephanie al llegar, como su mirada. Lo apreté fuerte entre los dedos y lo acerqué a la oscuridad para iluminar mi camino, sin éxito. Las velas brillaban cada vez más a mi alrededor, pero este seguía sumido en las tinieblas, no podía ver el final del pasadizo, y el llanto de criatura era cada vez más estridente, más intenso, cada vez más y más insoportable. El candelabro me pesaba y pensé en abandonar, en girarme, en buscar en cualquier otro lado, pero mis pies no respondían, mis pasos estaban premeditados, las velas acabarían por iluminar algo, una puerta.

Me acerqué a esa puerta con más reverencia de la necesaria, Stephanie quizá estaba en dirección contraria, pero allí estaba mi niño, nuestro niño. Intenté abrir la puerta con la mano izquierda, pero, aunque el pomo giró, la puerta no se movió. Me cambié el candelabro de mano y con mi mano buena volví a intentarlo, pero la puerta seguía cerrada. Giré la cabeza en todas direcciones en busca de algún lugar donde dejar las velas, pero el mobiliario era inexistente en aquel tétrico pasadizo, así que opté por ubicarlas en el suelo y, ya con las manos libres, cogí con fuerza aquel pomo de la puerta y tiré con todas mis fuerzas. Como riéndose de mí, la puerta se abrió con un leve crujido y un rechinamiento sordo.

«Me quiere matar», pensé sin saber exactamente por qué aquella idea me había venido a la cabeza.

Temblaba con violencia, quizá por el cansancio o por la incertidumbre. O bien porque nada parecía real, todo parecía salido de un sueño o de una pesadilla. El ambiente frío, la oscuridad absoluta. Cómo podía ver yo las cortinas de seda doradas o el vacío no lo sé. Miré a la derecha, allí tendría que haber una persiana estropeada que dejara entrar la luz de la mañana.

«Yo ya he estado aquí». Esta certeza me chocó, pero no era verdad.

«Quiere matarme, Stephanie quiere matarme».

«¿Cómo puedes pensar eso?». Me golpeé la cabeza sin bajar la guardia.

Un sonido tras de mí, suave, casi imperceptible, me hizo ponerme más alerta; no me giré, no hice ningún gesto que delatara que hubiera oído a alguien. Nada.

«Quiere matarme», ese pensamiento me volvió a la mente e intenté luchar contra este.

Pasos acercándose. ¿Era hora ya de girarse? Tenía que mirar a la cara a... ¿a quién? Me paralizó el hecho de pensar que habría podido ser ella. Stephanie podría haber estado tras de mí, podría estar a punto de matarme. Si era ella, yo no quería verlo, si era ella, prefería morir en la ignorancia. Y si no lo era, solo esperaba que nadie intentara vengar una muerte tan estúpida.

Aquella persona detuvo su acercamiento, sabía que yo lo había detectado y estaba muy cerca de mí, casi me tocaba.

«No es ella», supe en aquel momento, como si alguien me lo hubiera asegurado con un susurro en la oreja, como si ella misma me hubiera llamado, declarando su inocencia desde algún lado.

Dejé de temblar, sentí cómo mis músculos se tensaban y cómo mi corazón moderaba su marcha, seguro, confiado. Decidí girarme, noté un fuerte golpe en la cabeza y, de repente, todo se volvió negro.

—¡Marc! —Era Stephanie, preocupada. Me llevé una mano a la cabeza, dolorido­—. ¿Estás bien?

Abrí los ojos dispuesto a ver mi mano llena de sangre, pero me deslumbré insospechadamente. La oscuridad había desaparecido y mi mano estaba bañada por una intensa luz matinal. Miré hacia todos los lados, confundido, haciendo caso omiso a la preocupación de Stephanie. Me encontraba en el suelo, en pijama, la ventana de nuestra habitación estaba abierta y dejaba entrar una suave brisa primaveral. Levanté la vista y me encontré con su sonrisa, con aquella sonrisa que estaba entre la burla y la preocupación.

—¿Te has hecho daño? —me preguntó, esperando a que yo me levantara.

Cerré los ojos con fuerza y los volví a abrir. ¿De verdad estaba en casa? No era posible. ¿Y Hugh? ¿Cuándo habíamos vuelto?

—No —respondí por fin mientras me incorporaba tambaleándome, un poco mareado, seguramente, del golpe, y me sentaba en la cama­—. ¿Dónde está Hugh?

Noté que ella se concentraba un momento y después me miró desconcertada.

—¿Quién es Hugh?

¿Había vuelto a perder la memoria?

—¿Qué ha pasado en el castillo de mi padre?

Su expresión de repente se ensombreció y me miró con cierta desconfianza y rencor.

—¿A qué viene eso? ¿Cómo quieres que sepa qué ha pasado en un sitio en el que, gracias a Dios, no he estado nunca? —Apartó la vista; cuando me la volvió a dirigir, parecía más tranquila—. Creo que te has dado un buen golpe en la cabeza, Marc. Descansa.

Yo la miré desafiante, pero cada vez más seguro de que tenía razón. Por algún motivo me estaba dejando llevar por ella, por su naturalidad, por sus gestos, por aquella mirada, la de siempre, porque estaba conmigo, era ella de nuevo. Porque me recordaba, me miraba, me hablaba. Todo era mejor, la luz, el ambiente. Me quedé callado, esperaba que continuara hablando, que me dijera lo que quería oír.

—¿Quieres que llame al súper? —dijo insinuante—. Puedo decir que estás enfermo, yo hoy tengo fiesta.

La miré con cara de desconcierto.

«¿Trabajo en el súper? ¿Aún?».

Se acercó a mí y, cogiéndome la cara entre sus manos con toda la ternura, acercó sus labios a los míos, y sentí que había vuelto a casa.

—Creo que tendría que dejar el súper, me irrita —solté con convicción.

—¿Y dónde piensas trabajar? —dijo ella de manera floja, con un principio de preocupación en el rostro.

—Pediré trabajo en la cafetería —dije acariciándole el pelo.

—Pero allí hay mucha gente, Marc —continuó ella con su preocupación—­. Todo el pueblo acaba en aquel lugar al menos una vez al día.

—Conozco sus mentes, sé cómo persuadirlos de que me caen bien —aseguré con un fingido orgullo.

—Espero que no estés haciendo lo mismo conmigo —dijo en broma ella, con una sonrisa en la cara que de golpe se borró; los ojos aparecieron vacíos y la expresión de su rostro era cada vez más angustiada—­. Marc, la cabeza.

Tendió una mano para tocarme, y al separarla de mí, pude comprobar que estaba manchada de sangre.

—¡Marc! —gritó de repente como si no pudiera ser posible, como si llamara a alguien que estuviera lejos—. ¡Marc! ¡Despierta!

—Estoy bien, estoy bien —dije sin mucha conciencia de mí mismo, viendo cada vez más y más borroso mi entorno. Viendo cómo mi ilusión desaparecía lentamente entre gritos de agonía.

—¡Marc! —Estaba llorando.

Sin entender muy bien el porqué, noté que tenía calor, mucho calor. El dolor que sentía en la cabeza era cada vez era más intenso y más insoportable. Intentando ver con claridad, parpadeé molesto y noté una luz anaranjada muy próxima, entonces me di cuenta de que me costaba respirar y, levantándome con dificultad, localicé a Stephanie junto a una puerta, vi entre nosotros llamas que avanzaban hacia mí con lentitud y hacían crepitar la madera.

Me encontraba rodeado. El papel pintado empezaba a retorcerse sobre sí mismo y las cortinas doradas se quemaban con un aspecto tétrico.

—¡Marc! ¡Por la ventana, Marc!

Me caí. Giré y, tras una cortina en llamas, me alivió la presencia de una ventana. Me abalancé al tirador de la persiana, pero no me hizo falta mucho rato para comprobar que se había quemado.

Las llamas se acercaban cada vez más a mí y notaba el calor tan cerca que casi me quemaba. Las persianas eran de madera, se quemarían de un momento al otro. Pero cuando las llamas llegaran a la ventana, seguramente ya me habrían consumido a mí.

Pensando con rapidez, subí la persiana como pude, con las manos, pesaba más de lo que me había pensado, pero pude ver el exterior.

—¡Marc, corre! —gritó Stephanie.

Las llamas casi me rozaban y no me veía capaz de subir más la cortina.

—¡Vete! —bramé—. ¡Sal de aquí, nos encontraremos fuera!

Sentí que su respiración se aceleraba y que su impotencia era superior a la mía, pero se quedó allí, pensando, con miedo a replicar, o quizá no con bastantes fuerzas, mientras yo utilizaba todas las mías para que aquella persiana no bajara.

—¡Vete! —volví a mandar­—. ¡Hugh te necesita!

Y sin que tuviera que decir nada más, noté cómo desaparecía con paso confundido por la puerta.

Hice un esfuerzo sobrehumano para subir más la persiana, pero lo hizo unos pocos milímetros. La solté, abatido. El humo era cada vez más espeso y no tenía idea de cómo salir. Entre el humo y el caos, oí una voz familiar:

—Hijo, ¿eres tú? —Mi padre se encontraba en el centro de la sala, tirado en el suelo. No lo había visto antes­—. Ayúdame.

—No puedo —dije tan flojo que no me podría haber oído, y esa era mi intención.

No podía dar a mi padre falsas esperanzas. La sala se quemaba por completo, y yo me encontraba rodeado. No podía ni tan solo llegar a él. Y tampoco sabía cómo salir.

Le di un golpe con toda mi rabia a la persiana, de desesperación, de frustración. Esta chirrió. Abrí los ojos y volvió la esperanza, no por aquel hombre que esperaba su muerte en medio de la sala, sino por mí. Miré lo que quedaba de la cortina mientras se retorcía por el suelo, quemándose. Cogí aire, preparándome para el dolor, y tomé aquel trozo de tela en llamas. Solté un grito, pero acerqué el fuego a la persiana. Había esperado que se incendiara al acto; en lugar de eso, la madera se empezó a resecar. Le di un golpe tras otro mientras el fuego debilitaba lo que me impedía huir y en unos minutos vi la luna en el exterior. En pocos segundos me subí al alféizar de la ventana y miré a un árbol próximo, esperando que parara el golpe. Estaba a unos dos metros de la ventana y yo solo me lanzaba desde un primer piso, no me podía pasar nada. Me dejé caer sin pensarlo, me pegué al árbol con las manos quemadas, me arañé la ropa y me herí con una rama, sin poder evitarlo, en el brazo en el que ya tenía un daño terrible. Intenté aferrarme al árbol con el brazo que podía mover, pero fallé, me caí al suelo y rodé unos metros. Quedé boca arriba, respirando con dificultad y con el corazón desbocado, pero con una extraña euforia, quizá provocada por el hecho de que había escapado de la muerte. Estaba herido, pero no podía creer estar respirando aquel aire. La frescura del ambiente me calmó y casi olvidé mi brazo herido, sumido en aquella euforia espontánea y sin motivo.

«¿Qué debe haber pasado?», me pregunté entonces, cuando había dejado ya el fuego y a mi padre atrás.

¿Qué había pasado en el tiempo que había estado inconsciente, en un bonito sueño? Quizá haberme quedado para siempre en la inconsciencia viviendo con una ilusión de Stephanie hubiera sido lo mejor para mí. Pero las cosas no habían ido de aquella manera.

«Mejor», pensé. «Tengo que estar aquí para ayudarla».

Decidí levantarme, pero al intentar incorporarme, me di cuenta de la gran herida que tenía mi brazo, me impedía hacer fuerza y, al apretar las manos contra el suelo, me di cuenta de que las tenía quemadas. Crucé los brazos y me los cogí, tenía que moverme fuera como fuera, en las condiciones en las que estaba, tenía que actuar. Me levanté de un salto, sin mucha dificultad. No sabía dónde podía estar Stephanie ni dónde me necesitaba, ni sabía dónde estaba Hugh. Me acerqué al muro de piedra para apoyarme, para pensar, me fijé en la frondosidad de los árboles que tenía delante y recordé de golpe el incendio, que si se propagaba podría quemar toda la colina. ¿Y escaparíamos? ¿Stephanie podría salir? ¿Dónde estaba? ¿Habría conseguido salir de la casa?

Preso del pánico, opté por acercarme a la entrada. Con suerte, ella todavía estaría allí. Esperándome, con Hugh ya entre los brazos o quizá... no... No había ido a buscarme ni tampoco estaba dentro, lo sabía. Mientras andaba con dificultad y con los brazos cogidos para protegerme, vi a alguien que se acercaba corriendo a mí, sin darse cuenta de ello, claro está. Era Margaret, que llevaba a Hugh en brazos, estaba seguro. En dos pasos se topó conmigo, me miró y se detuvo en seco. Seguramente tenía un aspecto espantoso, porque su expresión pareció preocupada por mí.

—Lo siento —dijo ella con una voz muy aguda.

Le podría haber dicho que me diera al niño, pero no podría haberlo cogido bien.

—No te lo lleves, Margaret. ¿Quieres? ¿Por qué quieres darle a mi hijo a lord Wingfield? —Deseaba negociar con ella, comprobar si podía hacer algo mejor para persuadirla de que no hiciera lo que tenía que hacer.

—En realidad no tiene nada que ver con tu hijo, Marc —dijo ella no muy segura consigo misma.

—¿Y de qué se trata, Margaret?

Ella rompió a llorar de sopetón y apretó a mi hijo en sus brazos, que también empezó a llorar.

—Es James, Marc. Él es importante para mí.

—Es normal, es tu hermano —dije comprensivo, aunque en realidad no podía haber estado más nervioso—, pero ¿qué tiene que ver con todo eso?

—Lo matará, hice un pacto con lord Wingfield la noche del baile de hace seis años, sabía que tenía la llave, que tú me la habías dado y yo... Lo matará. —Lloraba y lloraba, y yo me quedé paralizado. Por muy mal que hubiera escogido su destino, Margaret protegía su propio mundo, en el que había poco más que su hermano.

—Tranquila, no lo permitiré —dije sonando más convencido de lo que estaba—­. Sabes que no dejaría que le pasara nada a James.

Ella negó con la cabeza, muy confundida, llorando desconsoladamente.

—Fue culpa mía, me dijo que tenía que ayudarlo, ¡como si necesitara ayuda! —gritó—­. Me pidió que esperara sus órdenes y que no te devolviera la llave, que no te dijera nada. A cambio haría que mi madre volviera. —Hizo una pausa y me miró—­. Yo quería que regresara, se había marchado a Londres hacía mucho. En aquella época, todavía creía que mis padres me querían —se disculpó mientras las lágrimas inundaban su garganta—. Pero me sentí culpable y fui a tu casa una noche, quería explicártelo todo. Sin embargo... no me atreví. Se hizo tarde, tú no estabas en casa, era oscuro. Aquella noche cogí un abrigo tuyo, porque fuera empezó a llover, y tú te diste cuenta. Lord Wingfield castigó mi imprudencia y mi rebelión, amenazándome con la muerte de James si yo no seguía con sus instrucciones. ¡Fue él quien alejó a mi padre de nosotros!

—¿Quieres decir que lord Wingfield le dio el trabajo a tu padre?

—Yo sé que lo hizo para castigarme, no me creo que fuera casualidad que una productora importante lo necesitara, en Londres, además, ¡como a mi madre! ¡Lord Wingfield lo hizo para que me diera cuenta de ello, no me lo dijo, pero sé que fue él! Es todo culpa mía. Por querer decírtelo, o por haber aceptado el primer pacto con lord Wingfield. Ahora no quiero que le pase nada a James.

—¿Y por qué tendría que hacer eso ahora?

—¡Todavía quiere controlarme! El pacto no ha acabado, tú has vuelto y lo tengo que ayudar a recuperarte, a ti y a tu hijo. —Miró al niño que tenía en los brazos casi sin verlo—. No quiero que me quite a James.

Yo me quedé en silencio un momento, pero era consciente de que tenía que pensar rápido y actuar de la misma manera. Y si tenía que mentir, lo haría.

—Margaret, no le pasará nada a James. Te prometo que todo irá bien. Pero ayúdame. No le lleves a mi hijo a lord Wingfield.

Ella levantó los ojos, que habían adquirido un brillo patético con la abundancia de lágrimas y los lamentos improductivos.

Me miró calmándose durante unos instantes, todavía con los ojos mojados.

—Tu padre la ha cogido —dijo con dificultad—. Mientras lo hacía, yo he tomado al niño y he provocado el incendio para que no me siguierais, pero parece que no sirve de nada, todo es inútil, y James... —Se giró nerviosa—. Seguramente, ella aún está con tu padre dentro de la casa.

Pero no era así. Stephanie había escapado, yo lo había visto. Mi padre quizá la había cogido, pero estaba bien cuando yo había despertado, quizá como resultado de la maniobra de despiste de Margaret.

—Margaret, sígueme —mandé, y continué el camino que había dejado cuando me había topado con ella.

Ella me miró sin entender muy bien lo que pretendía, y yo dejé de mirarla sabiendo muy bien que tenía a mi hijo y que, en mis circunstancias, no me sería posible recuperarlo por mí mismo.

—¡Ven! —bramé con un gruñido salido del fondo de mi alma.

Ella se movió, para mi sorpresa, hacia mí.

—¿Salvaremos a James?

Yo me abstuve de responder. ¿Quién era yo para predecir el futuro de mi mejor amigo?, ¿quién era yo para darle esperanzas a su hermana y a mí mismo?