Volví la vista hacia Stephanie, que continuaba a mi lado, inmóvil, con los ojos puestos en el féretro, con la mirada perdida. Me hubiera gustado saber lo que pensaba o lo que deseaba. Le di un beso en la cabeza, haciéndole levantar la vista y sonreír.
Una vez terminado el funeral nos marcharíamos lejos, con nuestro hijo. Stephanie y yo habíamos acordado dejar Inglaterra, hablarle al niño de sus orígenes, de su historia y prevenirlo del poder de su abuelo.
Lo que me consolaba y había hecho sonreír a Stephanie fue que, una vez muerto mi padre, el contrato que había firmado con lord Wingfield ya no tenía sentido y el destino de mi hijo se había liberado. Este ya no estaba escrito, era él quien escogería el camino que lo haría más feliz en la vida. Eso es lo que creíamos y esperábamos. El resto, todo lo que dejábamos atrás era oscuridad, humo y dolor.
Como resultado del fatídico día del incendio, yo tenía una larga cicatriz en uno de los brazos, que además estaba quemado imitando al otro, lo que prolongaba la marca que tenía en el costado derecho. También tenía quemaduras en gran parte de la pierna izquierda, pero podía caminar sin problemas. No era nada, no me importaba, porque Hugh había resultado del todo ileso y Stephanie también. Viendo el féretro de mi padre, viendo cómo habríamos podido acabar todos, no pude evitar sonreír por nuestra suerte.
Había dos chicos junto a lord Wingfield, que nos observaba en la distancia. Días más tarde comprendí que esas figuras que habían cabalgado, siguiéndonos en el bosque, habían sido las de aquellos chicos, y también que uno de ellos era el que se había llevado de mi lado a Stephanie y había roto con mi vida. No experimenté ningún sentimiento de rencor hacia ellos, lord Wingfield era el único responsable, ellos solo habían seguido órdenes, como marionetas, como una vez lo había hecho Margaret, y como lo hubiera hecho yo para salvar a Stephanie o a mi hijo.
Lord Wingfield me miró como si leyera mis pensamientos, yo intenté parecer impasible. Aparte de ellos, no había nadie más que James, Elaine, Margaret, Stephanie, mi hijo, el enterrador y yo. Había organizado un entierro sencillo y privado, en mi antigua casa, donde estaba enterrado mi abuelo. Mi padre no merecía que decenas de personas acudieran a su entierro, no merecía que nadie fingiera por él, que nadie gastara una sola lágrima por su pérdida; simplemente por ese motivo, estábamos solos en el cementerio.
—Nos marchamos —le dije con un susurro a Stephanie, que observaba a su hermana.
—Nos marchamos —respondió.
Y la vida que llevaríamos desde aquel momento, la buena vida, las alegrías y las desgracias de una vida corriente serían una bendición. Stephanie recuperaría la memoria perdida y, además, surgirían nuevos recuerdos, volveríamos a empezar. Viviríamos en nuestro propio castillo, en Francia, alejados de nuestro pasado; separados, por el mar, de nuestra anterior vida. Viviríamos con la fortuna que yo había heredado, procurando ser discretos, procurando no hablar, no salir, guardando los nuestros secretos y escapando de la oscuridad.
Fin.