Las manecillas del reloj de esa habitación desconocida giraban con lentitud, dando un golpe ruidoso a cada paso.
No tengo muchos recuerdos anteriores a aquel día. Quizá la casa en la que había vivido antes de llegar a Inglaterra era pequeña, es una imagen demasiado borrosa para estar seguro. Y a veces creo evocar la imagen de mi madre; pero no sé si los recuerdos son reales o producto de mi imaginación: sensaciones creadas a partir de fotografías, relatos escasos y deseos.
Así que mi primer recuerdo vívido era en esa habitación, con mi padre al lado, esperando a que lo hicieran pasar. Por aquel entonces, yo era tan pequeño que me sentía insignificante a su lado. No recuerdo la excusa que me dio para llevarme a aquella casa, ni siquiera oí de qué hablaron los dos hombres en la habitación de al lado durante horas. Era demasiado chico como para entender nada de lo que estaba ocurriendo, para opinar, para interesarme por todo aquello, pero seguramente estaban hablando de mi futura boda. Cada vez que pienso en ello me convenzo más, debían estar estableciendo las normas de un oscuro pacto que habían firmado pocos años atrás. Solo recuerdo de manera vívida el sonido de un violín. Una melodía ascendente que para mis oídos infantiles era gloria. El recuerdo que tengo de esa pieza, aun sin poder rememorar ni reproducir la secuencia de notas que se colaban por la rendija de una puerta de madera, era de una gran belleza en cada instante.
Intenté salir de la terrible sala polvorienta en la que me habían dejado, pero Maj intervino y, a la vez, la música se desvaneció.
Me desperté descansado, pero con la mente ofuscada. Enseguida me di cuenta de que no estaba en mi habitación, sino que me encontraba en uno de los pequeños cuartos para el servicio que se hallaban cerca de la cocina. La noche anterior había terminado durmiéndome allí tras haber tomado una tila.
La cabeza me hervía y la poca luz que se colaba por las cortinas me dolía en los ojos. Un rayo atravesaba la habitación desde la ventana. El sol había vuelto, dejando atrás la lluvia que sobre seguro había caído sobre la casa los últimos días, preparando la gran mansión y sus habitantes para el acontecimiento que tendría lugar aquella noche. No me hizo falta mirar por la ventana para darme cuenta de que el cielo era excepcionalmente claro y que no parecía que fuera a llover en todo el día.
«¡Genial!», pensé al entender lo irónico de esa situación. En aquel momento hubiera preferido abrir la ventana y sentir la humedad de la lluvia y el sonido que hacía al caer sobre el césped, sobre la tierra; su sonoridad al picar con intensidad contra los cristales de la ventana para intentar atravesarlos. Pero el día era claro.
No quería levantarme ni volver a ver el traje que en ese momento debía de estar por el suelo de mi habitación, ya tan lejos de mí, seguramente arrugándose cada vez más. No quería ir al baile ni conocer a mi prometida. Me imaginaba bajando por la escalinata decorada como un gran pastel de fresa, llevándola del brazo, y oír decir a uno de mis sirvientes, para obligarlo a degradarse:
—Lord Marc Butler y lady Elaine Wingfield.
Yo bajaría la escalera hecho un flan, enfadado con todo el mundo que hubiera asistido, sin preocuparme en esconder mi disgusto; mientras que ella sería el centro de todas las miradas con un vestido blanco y sus cabellos rubios cayéndole por la espalda.
Mi imaginación había recreado el aspecto de esa chica con nitidez, pero aquella imagen no tenía ninguna cara, no era nadie para mí, no era capaz de ponerle rostro. Sabía que si todo eso llegara a pasar, ella sonreiría, pero no podía imaginar una sonrisa en un rostro emborronado. Al fin y al cabo, ella tampoco quería estar conmigo.
La imagen me resultaba dolorosa, cogí la manta y la estiré sobre mi cabeza para protegerme de los rayos solares y de mis propios pensamientos. Tampoco tenía de qué preocuparme, seguramente no pasaría, no nos harían bajar por la escalera pastel y quizá no dirían nuestros nombres con títulos incluidos.
No tardé en levantarme de la cama, y todavía con mi pijama azul de rayas, me dirigí a la cocina para almorzar algo. Siempre cocinaba mi propia comida, la cocina era donde normalmente estaba la gente que más conocía, donde no me sentía tan solo. De no ser así, de igual forma no quería pasar por la sala principal por el momento. No sabía si la mesa estaría preparada para recibir a nuestros invitados.
Me hice un té y cogí unas cuantas galletas del pequeño armario, las que estaban junto al bote con gatitos pintados donde guardaba mi dinero, el que mi padre no controlaba. No tenía demasiada hambre, pero tomé fuerzas.
Le di un pequeño sorbo al té que tenía entre las manos, calentándomelas, mientras escuchaba la fuente que se veía por la ventana encima del fregadero. El agua sonaba fresca y me estremecí de frío con solo sentirla caer. Debía de estar congelada, me recordó al sonido de la lluvia; no era lo mismo, pero producía un efecto gratificante.
En cuanto me hube terminado el té, me di cuenta de que el silencio que reinaba en la cocina no era nada habitual, que ni siquiera Pilot había venido a darme los buenos días, ladrando. No quería saber qué se estaba cociendo para la fiesta y menos participar, pero, aun así, quería localizar a todos los habitantes de la casa para saciar mi curiosidad.
No tuve tiempo de salir de la cocina, la puerta que daba al exterior se abrió dejando pasar un frío penetrante y húmedo en la habitación. Una figura pequeña entró. Llevaba una gabardina que le iba algo grande y un sombrero impermeable del mismo color. Se lo quitó con mucho cuidado y dejó ver sus cabellos rubios. Por un momento me asusté. Mi obsesión por mi futura mujer, o mejor dicho, mi pánico, me había hecho creer que era ella. Pero la persona que había entrado sí que tenía rostro, además, conocido por mí, era Margaret. Gracias al contraste de expectativas no me asusté, pero tampoco me apetecía hablar con ella en aquel momento, de hecho, no hubiera querido coincidir con ella en ningún momento.
—Hola —dijo con timidez al ver que yo solo la miraba sorprendido—. He visto a todo el mundo fuera, preparando el camino con flores, está quedando muy bonito.
Sonrió y yo intenté imitar su gesto, tratando de que me quedara lo más formal y natural posible.
—¿Qué haces aquí? —no pude evitar preguntar, intentando sonar educado.
—He venido a verte, quería preguntarte una cosa. —Se le encendieron las mejillas y bajó la cabeza, avergonzada; la situación era incómoda y muy violenta, yo no sabía cómo reaccionar. Al ver que yo seguía sin decir nada, esperando su pregunta para que aquella situación penosa terminara, ella continuó—: Mi hermano me dijo que te presentarás al baile con alguien. —Dudó un momento, nerviosa, y yo tuve el impulso de alejarme de ella, pero, por educación, me quedé donde estaba, serio y correcto—. ¿Es verdad?
Tardé algo al pensar mi respuesta. Debía ser respetuoso y, por primera vez, podía ser totalmente sincero, así que debía demostrarlo.
—Lo siento —me disculpé ante todo—, pero ya me han endosado una chica. Preferiría presentarme contigo que con ella. La verdad es que ni siquiera la conozco, no la he visto nunca.
Su cara había ido cambiando a lo largo de mi disculpa. Había empezado con una expresión esperanzada y fue derivando a la decepción, y finalmente, de forma nada natural, a una especie de sonrisa de lástima. No debería sentir lástima por mí. Tuve muchas ganas de tirarle en cara que su comportamiento respecto a mí, sus gestos de inferioridad y de compasión eran lo que me impedía ir a aquel maldito baile con ella. Pero aparte de no ser verdad, habría sido muy doloroso; así que callé y fui yo quien contraatacó con una perfecta sonrisa de compasión que le hizo bajar la cabeza y tiñó todavía más sus mejillas de un rojo intenso.
—Pues yo me voy —dijo todavía avergonzada y dándose la vuelta—, siento haberte molestado.
—No eres molestia. —Cuando ella estaba a punto de abrir la puerta, decidí llevar a cabo un último intento de ser amable, sobre todo porque James no se encontrara a su hermana desconsolada, o quizá también por respeto a lo que ella sentía en aquel momento—. Si cruzas los árboles que hay saliendo a mano derecha, llegarás antes a tu casa pasando por una valla, James pasa siempre por allí. —Ella me miró con una expresión que no supe descifrar—. Es un atajo.
—Lo sé —contestó tímidamente—, pero no soy tan ágil como mi hermano, yo no puedo saltar la valla.
Había intentado ser amable y me había salido mal, no sé por qué me esforzaba. Vi entonces, tras de ella, las llaves de los diferentes aposentos de la casa, colgadas de pequeños ganchos en la pared, junto a la puerta; y, también, las de aquella valla. Puesto que había empezado a ser amable con ella, por muy mal que me cayera, iba a terminar mi numerito de amigo comprensivo; aunque no sabía ni podía saber, ni sabría hasta la noche, que aquello era un gran error.
Me acerqué a la chica y alargué mi brazo sobre su hombro, para alcanzar las llaves que estaban a su espalda. El ambiente se enrareció cuando ella se alejó sorprendida de mi aproximación. Yo cogí con rapidez las llaves y se las di con un movimiento despreocupado, para que no hubiera malentendidos.
—Devuélvemelas por la noche —dije con prisas y desviando la vista.
Se giró sin decir nada; y antes de cerrar la puerta, se volvió para mirarme y dirigirme unas últimas palabras, las últimas que oiría de su boca en mucho mucho tiempo.
—Gracias por todo. No le digas a mi hermano que he venido.
—Somos amigos, no puedo prometértelo. —Pero en aquel momento me ordené guardar su secreto.
Cerró la puerta tras de sí y yo corrí hacia la puerta principal para ver cómo decoraban el camino de entrada a mi casa. Al salir al exterior, pude ver a Maj dirigiendo a todo el mundo, también distinguí a Martha, que colocaba flores en una de las farolas, con mucho cuidado. Odiaba verlos trabajar para mí. No tardé nada en acercarme a Maj.
—¿Dónde está Pilot?
—En su habitación —dijo, como siempre con calma.
—¿La mía? —pregunté extrañado.
—John me ha dicho que lo ha encerrado porque estaba destrozando la decoración de la sala principal.
«Bien por él», pensé.
Maj se giró para controlar a Martha que intentaba colocar a la perfección las florecitas blancas que llevaba dentro de un cesto.
No intenté hacerlo cambiar de opinión respecto a la libertad de mi perro, ni tenía la intención de condenar a John por haberlo encerrado sin primero ir yo a soltarlo. Subí por las escaleras pensando en no volver a pasar por aquella parte de la casa en todo el día, iría por fuera para llegar a la cocina. Al abrir la puerta de la habitación, mi perro salió disparado con ansias de libertad, casi sin verme.
Entré a la habitación y vi sobre la cama, perfectamente plegada, aquella ropa, aquello que yo había dejado caer al suelo al acostarme la noche anterior. Me invadió un escalofrío al verlo esperándome expectante.
No salí del cuarto hasta la hora de comer. Me dirigí a la puerta de la piscina para no ver aquella decoración. El tiempo había variado respecto a la mañana. El sol ya no brillaba con tanta intensidad, y pude percibir acercándose un principio de niebla muy ligera. Me calmó; una sensación extraña, un buen presentimiento me invadió de manera inexplicable. Llegué a la cocina, que a aquellas horas ya estaba repleta de vida. Hubiera preferido no haber entrado, había demasiada cantidad de comida, en exceso. Todo el mundo se giró a saludarme. Todos estaban contentos y yo no sabía qué pensar sobre lo que pasaba por sus cabezas, así que intenté no obsesionarme. Cogí sobras de pasta, que había preparado hacía dos días, de la nevera y me senté en un rincón a comer sin intención de hablar con nadie. Oí rumores apagados de toda la gente que normalmente se abría a mí y me hablaba sin miedo. Me sentí desplazado, y solo Martha, que hacía poco que conocía la mecánica de la casa, me miraba con una sonrisa de vez en cuando, sin hacer caso de las voces del resto de los sirvientes.
Veía toda aquella comida y no podía evitar pensar en lo que significaba. Un montón de gente en mi casa, invadiendo mi intimidad con vestidos carísimos, intentando demostrar superioridad los unos sobre los otros. Lo que más odiaba de mi familia, de mis orígenes, surgía aquella misma noche, presentándome como el protagonista entre un montón de personas que ni siquiera conocía.
Ya podía ver toda la gente en la gran sala, seguramente estaría decorada a más no poder, más incluso que la escalinata. Veía a los invitados con copas en las manos y a mis sirvientes, uniformados, atendiendo a aquellos desconocidos con sonrisas complacidas o falsas que criticaban mi expresión molesta. Veía a James del brazo con su hermana, la controlaba para que no se me acercara y me sonreía de lejos, recopilando información sobre mi futura familia para hacer comentarios sarcásticos después. Veía a mi prometida a mi lado, como siempre, sin rostro, complacida con todos y cogida de mi brazo, sin prestar atención a mi rechazo ni a todo lo que sucedía. Pero mis visualizaciones no podían ser verdad: ella tampoco quería todo aquello, tampoco quería casarse, ya tenía una pareja. No me aliviaba pensar que ella, tanto como yo, sería infeliz. Veía a la gente bailando, a los hombres deseosos de danzar con mi complacida prometida; y a mí, me veía en un rincón.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por dos bandejas repletas de comida que pasaron a escasos centímetros de mi cara. Me di prisa a comer todo lo posible para no tener hambre por la noche, no les daría la satisfacción de verme pasármelo bien.
Supongo que todavía no había pensado en la manera de escaparme de la celebración de aquella noche porque en realidad quería verla. Ni yo mismo quería admitirlo, pero todo el que conociera mi opinión ante mi boda sabría que no estaba haciendo todo lo que podría para escabullirme del baile.
Decidí subir al ático, hacía mucho que no iba, había estado ausente con mucha frecuencia en los últimos meses, desde que dejé la universidad. Cada quince días debía volver, pero viajaba lo más a menudo posible, nada tangible me unía a mi casa, y no hubiera tardado en ir a Australia si no me hubiera encontrado con una sorpresa sobre la cama al volver. Como ya no parecía que pudiera volver a huir, quizá ese ático fuera mi única vía de escape desde ese momento en adelante. En aquel lugar había pasado horas, tan solo escondiéndome del mundo, durante los peores años de mi vida.
No había tardado mucho en subir, por ese motivo me sorprendió ver por la ventana lo que vi. La niebla era cada vez más espesa, y las nubes no dudaban en esconder el tímido sol que se había elevado hasta llegar a su cénit. Me extrañó, pero estuve agradecido.
A lo largo del día, la niebla fue invadiendo el sotobosque, los matojos más bajos, haciéndolos desaparecer poco a poco. Las copas de los árboles fueron hundiéndose en la gran nube que flotaba suave sobre la tierra. Esta visión hizo que me viniera una necesidad de salir, de sentirme pequeño en medio de la bruma y la grandeza de la naturaleza, pero me encontraba en la parte más alta de la casa, sintiéndome poderoso por encima de la meteorología. Era una sensación extraña que despertaba emociones que me hubiera gustado no volver a tener.
Dejé mi escondrijo cuando todo el mundo ya me buscaba. Mi padre todavía no había llegado. Cuando llegué al piso de abajo, sin quererlo, sin saber cómo, pasé por la sala principal. Estaba tal cual como yo creía que estaría. Todo era rosa.
«¿Por qué rosa?», no estaba seguro de estar viendo correctamente. Todo tenía una extraña tonalidad rosada. Nunca había odiado ese color, pero empezaban a darme motivos para hacerlo.
Era peor que la gran escalinata, como esperaba. Las cortinas descorridas dejaban ver el jardín. Las ventanas estaban cerradas, debajo había mesas alargadas junto a la pared con platos llenos de canapés y otras comidas por el estilo. Había más flores que en la escalinata, y el aroma que desprendían era más intenso.
«¿Cómo podrán respirar los invitados?», pensé irónico, lamentándome de no tener a James cerca.
Pasé muy rápido, sin querer fijarme en nada. Llegué a la cocina, donde el ambiente había cambiado; casi tropiezo con Martha, que llevaba una fuente con más comida hacia la sala principal.
—Perdone —se disculpó ella.
—No pasa nada —contesté distraído mirando hacia la puerta abierta.
Hacía frío en la cocina, estaba casi vacía. La puerta estaba abierta y no podía saber desde hacía cuánto rato. Me dirigí a esta sin saber por qué, con un mal presentimiento. No tardé mucho en darme cuenta de lo que significaba aquella puerta abierta. La cerré preocupado. Maj se me acercó y me sonrió con amabilidad.
—Debería vestirse, su padre no tardará mucho en llegar.
No le dije nada, salí de la cocina sonriéndole, sin dejar de pensar en la maldita puerta abierta. En realidad me apetecía arreglarme por una vez, de hecho, aun cuando no lo admitiría nunca ante nadie. Quizá solo le diría a James, ya estaba pensando en echarle en cara que yo iba mejor vestido que él.
Cuando solo me quedaba por ponerme la corbata, me miré al espejo, no estaba nada mal, pero realmente me veía demasiado diferente. Me puse la corbata intentando arreglar el panorama, y de hecho lo conseguí. La ajusté y traté de peinarme con las manos. En aquel momento no sé por qué motivo me vino a la cabeza Pilot. Era demasiado evidente que mi padre lo querría mantener alejado de los invitados, no podían verlo, si no, sabía lo que le podría pasar.
Desde que había subido al ático no lo había visto, me empecé a preocupar, bajé aprisa las escaleras. En aquel momento sentí, al otro lado de la puerta de entrada, un motor parándose. Corrí a la cocina. Localicé a Maj, que se dirigía a la puerta de entrada.
—Su padre ya está aquí —dijo pretendiendo que lo siguiera.
—¿Dónde está Pilot? —pregunté andando en dirección contraria—, ¿lo habéis encerrado?
—No lo hemos encerrado —dijo él sin retenerme, se lo agradecí.
Salí a toda prisa por la puerta de la cocina, ya no estaba abierta. Me preocupaba que los invitados vieran a Pilot, si lo hacían, probablemente yo no volvería a verlo jamás. La niebla se había hecho más espesa, mucho más de lo que yo me esperaba. Me dirigí a los árboles de la salida de la cocina dispuesto a encontrar al perro. Antes de adentrarme miré atrás, y la única cosa que pude ver fue una sombra humana junto a la del coche de mi padre. No me importó dejarlo atrás, tampoco me importó no verlo.
Los árboles me oprimían, la niebla no me dejaba distinguir lo que me rodeaba. No me dirigía a ningún lugar en concreto, en realidad, solo corría y gritaba.
—¡Pilot! —chillaba con todas mis fuerzas.
Pero no recibí respuesta. Me movía llevado por los malos presentimientos, por los peores. Estaba seguro de que no había salido de la propiedad, pero hacía bastante que corría, no tardaría en llegar al límite.
Mi padre tal vez ya estaría colérico, reclamando mi presencia. Por el momento no había tenido problemas, había podido correr, gritando a Pilot, sin que nada me lo impidiera, aun cuando sabía que no tardaría mucho en encontrar dificultad para adelantar.
Llegué a la valla que delimitaba la propiedad de mi familia, casi chocando debido a la espesa niebla. Si hubiera andado en línea recta, habría tardado unos veinte minutos en llegar, era lo habitual; pero como había dado vueltas sin sentido, no podía calcular el tiempo que había pasado desde que había salido de la casa. Empecé a reseguir la valla, sin perder el contacto con esta, reduciendo la velocidad.
—¡Pilot! —grité exhausto.
En aquel momento algo me falló, la valla había desaparecido, y caí de lado. Intenté adivinar qué había pasado exactamente y tanteé el lugar donde habría estado la valla. Era la puerta, estaba abierta.
«Margaret», pensé rabioso. Se había dejado la puerta abierta.