Volví a casa fastidiado, me sentía todavía más sucio que el día anterior. El fuerte olor a humo se había instalado en mi ropa e impregnaba mis cabellos. Corrí a ducharme pasando antes por mi habitación a buscar el pijama. Había algo extraño, mi cama no estaba hecha; no me molestó, pero era evidente que no estaba tal y como la había dejado. Pilot dormía en un rincón. No se despertó al oírme, solo se removió un poco. Cerré la puerta.
En la casa todo el mundo dormía, las persianas estaban bajadas y no parecía que nadie se hubiera extrañado de que yo hubiera faltado todo el día. Todas las luces estaban apagadas excepto la del baño donde me estaba duchando, rompiendo el silencio de la casa con un ruido que me pareció estrepitoso, quizá incluso capaz de despertar a los habitantes que en aquel momento dormían en la mansión. Cerré el agua una vez aclarado mi pelo negro que cayó mojado sobre mis ojos. Entonces me di cuenta de que el silencio no era tan profundo como yo pensaba, porque con solo dejar de escuchar el agua, otro sonido repetitivo se había abierto paso haciendo que me pusiera alerta. Me vestí con rapidez con el pijama que me esperaba en una silla y me sequé el pelo con una toalla, sin ceremonias, con energía. Salí del baño, necesitaba iluminación, por lo que no apagué la luz. Tampoco encendí la del pasillo puesto que temía que el propietario de aquellos pasos se alarmara y huyera.
De esta manera, casi a oscuras, fui recorriendo la casa, silencioso, sin escuchar más que aquellos pasos que no podía atrapar. Cada vez iba más rápido, frustrado por no poder pillar a quien fuera que se había colado en mi casa o simplemente a la persona que con tanta urgencia andaba por la mansión; había pasado de la discreción a la prisa. Mi corazón llamó mi atención como de costumbre, latiendo con intensidad cuando estaba a punto de girar cada esquina. Ya oía más lejanos y con menos intensidad los pasos que seguía. Acabé corriendo por los largos pasillos sin saber muy bien dónde me encontraba.
Me detuve en seco al ver luz. Ya no escuchaba los pasos, había hecho demasiado ruido y hacía rato que corría sin rumbo, estaba de vuelta en el punto de partida. Entré al baño, molesto, y miré dentro para comprobar que no hubiera nadie. Estaba vacío.
Me pareció que todo habían podido ser imaginaciones mías. Me puse alerta escuchando con atención y volví a recorrer la casa, esta vez con paso lento, pero no oí nada más. Antes de irme a dormir fui a la cocina y me llené un vaso con agua para calmar mis nervios tras soltar un golpe de rabia contra el mármol, amenazando con romperlo.
Percibí pasos detrás de mí. Sentí cómo se tensaban mis músculos ante aquella presencia, dejé con suavidad el vaso sobre el mármol. No me dio tiempo a girarme antes de que la persona que tenía detrás me hablara.
—¿Qué hace aquí? —dijo una voz fina.
«Es Martha», pensé aliviado.
Y me giré despreocupado, levantando el vaso de agua a modo de respuesta.
—Y tú, ¿qué haces paseándote a estas horas por la casa?
Ella me miró algo desorientada y respondió con lo que pareció un gesto de temor.
—He oído pasos y he salido de la habitación. Tenía miedo, pero ahora ya sé que era usted —dijo, aun así todavía alterada—. Volveré a dormir.
Se giró, pero antes de que se fuera, levanté la voz para que me oyera y para que se diera cuenta de que me dirigía a ella:
—Yo también he oído pasos.
Se le heló la sangre, se volvió hacia mí lentamente, con una expresión asustada, incapaz de continuar adelante.
—¿No era usted?
Yo sonreí sin poder evitarlo. Su gesto aterrado me parecía exagerado y me divertía, quizá porque era muy cobarde o porque yo era demasiado temerario. En definitiva, era un estúpido.
—Yo también he llegado andando hasta aquí, aun así no sé si los míos son los pasos que has oído tú —solté indiferente. Ella me miró todavía asustada, mi expresión se ensombreció—. Cuando te he visto, por un momento, antes de que hablaras, he pensado que habías sido tú a quien yo había oído.
—Yo también he andado hasta aquí —dijo con una extraña sonrisa mezclada con el miedo.
—¿Cuánto rato has estado paseándote? —pregunté deseando que nos hubiéramos asustado entre los dos.
—Acabo de salir de la habitación —dijo ella.
Me giré y reflexioné. No estaba enfadado, alguien había entrado en mi casa, pero teniendo en cuenta que habían organizado la noche anterior una fiesta en la que miles de invitados habían entrado sin mi permiso, supongo que no me importó. Aun así, mi curiosidad era la que no permitía que aquel misterio se saliera con la suya y que continuara siendo, como indicaba su nombre, misterioso.
Martha me miró todavía preocupada.
—Alguien se ha paseado por mi casa, Martha. Ten los ojos bien abiertos y no digas nada de esto a nadie.
Ella asintió, silenciosa. Antes de desaparecer por el marco de la puerta, volví a hablar parándola, pero por menos tiempo:
—No me hables de usted.
Me levanté irritado con James sin saber muy bien por qué. Además, estaba convencido de haber soñado, pero era incapaz de recordar qué. Mi enfado hacia mi amigo me llevó a evitarlo durante unos cuantos días, cosa no del todo acertada por mi parte. Yo tenía mucho interés en Stephanie y, aun cuando James me la quería sacar de la cabeza con toda la buena intención del mundo, los locos no reconocen su locura y yo no quería aceptar que estaba obsesionado con ella, o mejor dicho con su misterio. Era una cosa que más valdría haber dejado pasar.
Aquella mañana, tras los misteriosos pasos de la noche anterior, me crucé con Martha en la escalera de servicio, ella me lanzó una mirada de complicidad asustada que yo respondí igual.
Curiosamente no me importaba tanto quién había entrado en mi casa, quién se paseaba, porque la respuesta solo residía en un nombre. En cambio, el misterio de Stephanie era lo contrario, lo único que sabía de ella era cómo se llamaba.
Al día siguiente decidí que no podía detenerme, debía buscar por mí mismo y no depender solo de James para encontrar respuestas. Me vestí con rapidez y salí de casa sin desayunar, sin esperar a que nadie me viera marchar. Volví a sentir el magnetismo hacia mi casa, el mismo de siempre. Pero solo en el grado en el que lo percibía cuando no tenía ni la más mínima intención de huir; parecía como si la casa conociera mis intenciones.
Debo confesar que cuando atravesé la puerta no sabía dónde iría. Solo salí y me encaminé hacia el pueblo, con paso ligero. La dirección que escogí finalmente fue la que me llevaría al lugar donde la había visto por última vez, aquel apestoso local. Llegué sin dar rodeos y el camino me pareció más corto que dos días antes. No sabía si habría alguien a aquellas horas, así que llamé a la puerta. No contestaron. Volví a llamar, y otra vez, con insistencia y cada vez más fuerte, pero no obtuve respuesta a mi llamada.
«¿Qué esperaba?», pensé decepcionado.
No me sorprendió, pero me frustró. No sabía dónde podía encontrarla; y dado que no creía que viviera en las grandes mansiones de las afueras, aun cuando en alguna ocasión me lo había planteado, debía de vivir en el pueblo.
Podía ver los techos de las casas en el valle desde donde estaba, no tardaría demasiado en llegar. Retomé el camino. Aquel día tenía la sensación de que nada sería capaz de agotarme, aun cuando todavía no había desayunado. Pensando sobre este hecho tras varios minutos de camino paralelo a la carretera, encontré un pub y decidí detenerme a comer algo.
Mientras me disponía a entrar, imaginé que ella estaba dentro, que la encontraría enseguida en un rincón, tomando un café, sola, con todas las miradas sobre ella, pero sumida en sus pensamientos, sin hacer caso de los murmullos que producía. Me la imaginé vestida de negro, como la noche anterior, desafiando con su presencia; y también me imaginé a mí entrando y sentándome ante ella. Allá se disipó mi fantasía.
«¿Qué diría si realmente todo eso pasara?», pensé al pararme ante la puerta de la cafetería. «¿Ella me sonreiría? No. Ella me miraría con desprecio, con respeto o incluso con pena y desconfianza, pero nunca con temor o admiración; y con mucha seguridad me echaría de su mesa».
Abrí la puerta de madera que chirrió tétricamente, y para mi sorpresa, aquel bar era igual que en mi fantasía. La humedad, el misterio, la escasa iluminación... Pero en el rincón donde esperaba verla, donde ella, Stephanie, tendría que estar, no había nadie.
Me pregunté el motivo por el que asociaba aquella oscuridad misteriosa a su persona. «Quizá es porque solo la he visto por la noche», concluí, y me senté en la barra, esperando que el camarero me atendiera.
Fui paciente, durante más rato de lo que acostumbraba, pero el reloj que colgaba sobre la cafetera había corrido más de diez minutos sin que aquel hombre me dijera nada. Yo iba mirando aquel rincón a la espera, quizá de un imposible, de que aquella chica apareciera de la nada.
—Perdone —dije reclamando la atención de aquel hombre, sin gritar.
Él ni se inmutó y continuó con su tarea de limpiar la otra punta de la barra, donde no había nadie, con energía y dedicación.
—¿Me puede servir algo para desayunar, por favor? —insistí dándome cuenta de que no me apetecía nada en concreto.
El hombre al fin me vio y dejó su extraña labor. No dijo nada, pero pareció sorprendido al verme. No estaba acostumbrado a que gente «como yo», digámoslo así, se acercara a sus dominios, a su pub. Para «nosotros» ya había otras cafeterías o teterías en el pueblo. Pero el hecho de que estuvieran llenas de gente «como yo» me repelía y hacía que me alejara.
Me sirvió un scone, con trocitos misteriosos de algo que pretendían ser pasas, y un té. Al ver la taza me volví a girar hacia el rincón, que ya había bautizado mentalmente como «el rincón de Stephanie», y otra vez quedé desilusionado de no verla allí tomando un café.
—Perdone —dije con educación, esperando una buena respuesta—. ¿Conoce alguna Stephanie... Fanny? —me corregí.
—Hay una Fanny que actúa en el local de las afueras —dijo retomando la limpieza, pero no continuó.
—¿Sabe dónde vive? —pregunté con la esperanza de que desvelara todas mis dudas.
—No creo que nadie la haya visto fuera de aquel local —comentó desinteresado mientras mi curiosidad iba en aumento—. Nadie sabe quién es ni dónde vive. Creo que solo sale de donde sea que venga para ganar algo para subsistir.
—¿Sabe si podría preguntar a alguien? —pedí con mis últimas esperanzas.
—La única persona que posiblemente puede saber algo es el propietario del local. Lo encontrarás allí mismo.
No le dije que aquello no era cierto, que ya había ido y no había nadie. No creía que pudiera sacar más información de aquel hombre ni de los habitantes del lugar. No tenía sentido dar vueltas por el pueblo, haciendo preguntas a los transeúntes. Todo aquello era ridículo. Mi obsesión era ridícula. Yo era ridículo.
Antes de llegar a la entrada oí a Pilot ladrar, pero estaba poco animado y no fui a encontrarlo. No quise comer, la investigación en el pueblo había ido muy mal. Tras estar en la cafetería, había preguntado en otros lugares y a otras personas, con la máxima discreción posible; no quería que mi padre se enterara de mis investigaciones. En ningún sitio me habían dicho nada de utilidad. Había personas que no sabían nada de Stephanie o Fanny, el nombre por el que era conocida, pero este grupo de gente era muy minoritario. La mayoría la había oído cantar alguna que otra vez, pero absolutamente nadie sabía quién era en realidad, su apellido, dónde vivía. Nada.
Me sorprendió que hacia las siete de la tarde alguien llamara a la puerta principal con insistencia. Vi a Martha avanzando con miedo para abrirla, pero yo me adelanté, tenía una ligera idea de quién podía ser, pero no me podía creer que lo viera por segunda vez en tan poco tiempo.
Abrí y entró mi padre, triunfante. Me miró desde su posición con desprecio, yo respondí con una mirada desafiante.
—No quiero quedarme mucho rato aquí —empezó, y yo lo interrumpí antes de que pudiera continuar.
—Pues ya puedes marcharte —dije sin vueltas.
Él no hizo caso a mi atrevimiento y, sin mirarme, dándome la espalda, quizá intentando molestarme, dijo:
—Es mi deseo que vayas a la universidad. —Lo soltó tan claro y tan pesadamente como quien deja caer una losa.
Yo, en un principio, no pude hacer más que reír.
—¿Tu deseo? —dije sin poder evitar la comicidad de la situación—. Era mi deseo, no pienso ir porque tú me lo ordenes. ¿Y qué quieres que estudie?
—Derecho.
«Como James», pensé.
—Ni hablar.
—Me ha parecido adecuado informarte que empezarás de aquí a medio año —señaló sin hacer caso a mis palabras.
—¿Y has venido hasta aquí solo para decirme esto?
—También me ha parecido adecuado decirte que la celebración de tu boda se acerca. Así que mentalízate. —Quizá eran imaginaciones mías, pero creí notar un tono pesado en su voz.
—Genial, has venido para organizar mi vida.
Le di la espalda y me fui, sin correr, con paso tranquilo, escaleras arriba. No le daría el gusto de mirar atrás. Pensé en llamar a James, pero todavía tenía la sensación de que no podía contar con él, estaba molesto. No tardé en oír la puerta cerrándose en el piso de abajo.
Entré en mi habitación y cerré la puerta de un golpe, estaba enfurecido y en la soledad de mi cuarto podía soltar toda mi ira. Le di una patada con demasiada energía a la cama, que se movió. Y, reprimiéndome por no destrozar el mobiliario, me dirigí a la ventana y grité. Grité con toda la rabia que me consumía, rasgando todo lo que me rodeaba; me descargué de mis tensiones, lo que me hizo caer al suelo, agotado, encogiéndome sobre mí mismo. Maldecía todo lo que era y todo lo que podría ser, y también todo lo que llegaría a ser. No me moví en mucho rato, molesto. Mi cabeza volvió a funcionar cuando ya había perdido la noción del tiempo y no sabía cuánto rato hacía que estaba sentado en el suelo apretando los puños y clavándome las uñas en las palmas de las manos.
«Debo planificar mi fuga», pensé sin tener en cuenta las barreras impuestas y la imposibilidad que había tenido siempre de huir.
«Tengo que irme de viaje, entonces, huiré».
Bajé las escaleras, irado, sin esconder tras una sonrisa falsa mi estado de ánimo. Creo que Martha me vio y se apartó de mi camino, pero no estoy muy seguro. No sabía dónde estaba Maj, así que estuve recorriendo la casa, dando portazos sin dejar de buscar ni aminorar el paso.
—¡Maj! —grité, sin obtener respuesta, con una especie de rugido.
Después de una que otra vuelta sin resultado a la casa, acabé yendo a parar de nuevo a las escaleras y me senté abatido, pero con la rabia recorriéndome. Al verme sentado, Martha se atrevió a acercarse a mí con cautela. Entendí a la perfección el temor que le inspiraba, así que no me moví. No tenía intención de descargar mi ira sobre ella.
—Creo que la persona que entró el otro día en la casa —empezó, y me di cuenta de que la conversación no iba hacia ninguna dirección que me interesara— se llevó la llave de la valla.
En aquel momento no me apetecía explicarle a Martha que en realidad quien tenía aquella llave era Margaret, por lo que me callé y asentí con la cabeza. Ella me miró y vio que no estaba nada interesado en el tema, mientras que ella estaba todavía obstinada con los misteriosos pasos.
—Maj está en el jardín, señor Butler —dijo con un hilo de voz acertando de pleno en mis intereses.
Yo me levanté sin ceremonias y, de espaldas, en el último momento dije:
—Del mismo modo que te vas sin que nadie te pida que te retires, podrías dejar de tratarme de usted.
No me giré, pero sé que ella enrojeció.
Efectivamente, Maj estaba en el jardín y no parecía estar haciendo nada, miraba al infinito con un aire de preocupación.
—Maj, ¡nos vamos! —grité.
Y él se giró sobresaltado. Todavía con la misma mirada, sin responder.
—Vamos lejos, ¡a Australia! —insistí.
Él negó con la cabeza. Y lo miré desafiante. Se acercó y por un momento me pareció ver lágrimas en sus ojos, pero no era cierto, no era posible ver lágrimas allí.
—No podemos ir a ninguna parte —dijo retirándose.
Yo me interpuse entre él y su vía de escape, pidiendo explicaciones.
—¿Por qué?
—Su padre ha venido a verme para informarme de que no puede salir de aquí. Lo ha hecho en persona.
«Por eso ha venido», pensé pesadamente.
—¡Marchémonos igual! —dije.
Él negó con la cabeza. Nunca lo había visto tan abatido, así que renuncié. La rabia había desaparecido y había dejado paso a la más absoluta desesperación.
«¿Qué puedo hacer?».
El resto de la semana la pasé ahora abatido, ahora irado conmigo mismo. Pilot, durante los primeros días, había venido a consolarme, pero dado mi estado de ánimo se iba mostrando más cauteloso cada vez. Mi habitación se fue transformando, y el viernes ya fue imposible no pisar nada que estuviera tirado por el suelo. La biblioteca, en cambio, estaba perfectamente ordenada; había entrado a reflexionar, pero no había cogido ningún libro. Allí era donde me consumía. Y en definitiva, toda la casa era mi prisión personal de la que no me atrevía a salir solo.
Sin duda, el hecho de que quedaran cinco meses para empezar Derecho no me importaba en comparación con el de que me casaría en un tiempo todavía indefinido pero ya próximo. Si hubiera sabido la fecha y esta hubiera sido muy próxima, no me habría quedado encerrado durante tanto tiempo y habría pasado al ataque, pero el desconocimiento del día de mi boda hacía que no supiera cómo debía actuar.
«Si la boda fuera mañana, seguro que ya no estaría aquí», pensé. Pero ni yo mismo entendía por qué motivo no huía de casa y esperaba al último momento.
Finalmente tuve el acierto de llamar a James. En el momento en que había tomado aquella decisión, estaba en un estado de ánimo ausente y me encontraba sentado frente al ordenador con su blog en pantalla. Solo escribía críticas de cine, pero se había convertido en un referente para mucha gente. Sus comentarios eran cruentos y molestaban a las productoras y a los directores y actores que leían sus palabras en secreto. James podía estar orgulloso. Las críticas de las películas de su padre eran las más ofensivas de todas, pero no era por malicia, sino que era debido a que las que este producía eran las peores. Al ver aquel blog, al leer un fragmento de una crítica y de otra, recordé el espíritu de James y pude escuchar su voz dentro de mi cabeza. Necesitaba verlo para recuperar la cordura. Me respondió con muchísimo sueño, puesto que eran las cuatro de la madrugada, y yo le había dicho a su mayordomo que era muy urgente. No fue capaz de hablarme durante un rato. Su voz, habitualmente tan rebuscada, sonaba demasiado pastosa, las palabras se arrastraban por el sueño. Me dijo, al fin, que acudiera al día siguiente, cuando ya fuera de día, a su casa. Y para que no hubiera errores me aclaró, justo antes de colgar, que lo hiciera a las diez, cuando él ya estaría vestido y desayunado.
No dormí en toda la noche, tenía la sensación de haber sido un muerto viviente durante los últimos días, y la idea de mostrarme tan diferente a como era en realidad me inquietaba. Me acosté, sí, pero me levanté muchas veces y di incontables vueltas a la habitación, esperando a que se hiciera de día. Aquella noche cambió mi estado de ánimo. No dormí, pero reflexioné sobre mi situación. Pilot, a lo largo de la noche, se fue acercando a mí y yo lo fui aceptando, cada vez con más ánimo, a mi lado.