Al final de la guerra, Europa se encontraba desorganizada y muy cerca de la miseria. Desde Stalingrado a Saint-Nazaire y desde Murmansk a Bengasi había una estela de devastación y destrucción, con los peores estragos producidos en la región central y oriental. La extensión de los daños y las pérdidas de la producción eran más graves de lo que habían sido en la primera guerra mundial. Las manufacturas estaban paralizadas, el comercio estaba casi detenido, la producción agrícola estaba por los suelos y las comunicaciones estaban seriamente interrumpidas. La escasez de casi todo prevalecía en una extensa área del continente. Financieramente, Europa se encontraba en un estado extremadamente débil, con enormes déficits presupuestarios, ofertas monetarias infladas, una grave escasez de reservas de divisas y fuertes presiones inflacionistas. Por supuesto, las condiciones variaban de un país a otro, pero hubo pocos, aparte de Suecia y Suiza, que no hubieran sufrido severamente el impacto de varios años de hostilidades. La situación de Europa se destacaba en agudo contraste con la de Estados Unidos y pronto se hizo evidente que la tarea de reconstruir Europa dependía muchísimo de las políticas adoptadas por aquel país, porque sin ayuda exterior las perspectivas de una pronta reanimación europea parecían efectivamente dudosas. Afortunadamente, las políticas norteamericanas de la posguerra favorecieron más la recuperación que las seguidas después de la primera guerra mundial. Después de algunas dudas iniciales, Estados Unidos no se retiró, como después de 1920, a un aislamiento, sino que en vez de ello se convirtió, en parte a causa de factores políticos, en el proveedor universal de Europa occidental. En consecuencia, la reconstrucción y la recuperación de Europa demostraron ser más rápidas y sostenidas de lo que se hubiera concebido posible en 1945.
En lo que respecta a los principales activos productivos, trabajo y capital, las pérdidas y daños europeos, como resultado directo de la guerra, fueron mayores que en 1914-1918, pero la extensión del agotamiento neto de los recursos se exagera con facilidad. En ambos casos, sin embargo, el problema consiste en obtener datos fiables. Hay, por ejemplo, varias estimaciones diferentes de las pérdidas en población. La cifra más aceptable para el conjunto de Europa es la de cuarenta millones, que comprende las bajas militares y civiles causadas por la guerra. Las muertes de civiles sobrepasan ampliamente a las de militares, debido a las políticas de exterminio masivo de los nazis. Dos tercios de los judíos del continente fueron víctimas del Holocausto. Las pérdidas de vidas a causa de enfermedades, epidemias y guerras civiles fueron muy modestas, mientras que el déficit de natalidad del período bélico parece haber sido muy bajo. Estos factores probablemente suponen de cinco a siete millones de personas, excluyendo la Unión Soviética, donde el déficit de natalidad fue bastante alto. Así, aunque la mortandad directa fue mucho más grave que en la guerra anterior, el precio en vidas que se cobraron los demás factores fue mucho menor. Sin embargo, aparte de las muertes de hecho, unos 35 millones de personas fueron heridas, mientras que fueron millones las que padecieron desnutrición.
La distribución de las pérdidas varió enormemente. En conjunto, Europa septentrional y occidental (excluyendo Alemania) salió bastante bien librada, mientras que Europa central y oriental padeció mucho. Más de la mitad del total, unos 25 millones de personas, estuvieron representados por Rusia, mientras que se produjeron grandes pérdidas absolutas en Polonia, Alemania y Yugoslavia. Cerca de una quinta parte de la población de Polonia murió durante la guerra, mientras que las pérdidas de Alemania pueden haber superado los seis millones, aunque las estimaciones varían ampliamente. Las bajas en algunos de los países orientales más pequeños, aunque reducidas en números absolutos, fueron a menudo muy significativas en relación con sus poblaciones totales. Así, en promedio, pereció un 5 por 100 de la población de Hungría, Rumanía, Checoslovaquia, Yugoslavia y Grecia.
Pocos países, sin embargo, aparte de Francia, Polonia y la Unión Soviética, salieron de la guerra con poblaciones seriamente reducidas. Las pérdidas totales fueron compensadas por un notable exceso de los nacimientos sobre las muertes, cuyo principal impulso provino del fuerte aumento de la fertilidad en la Europa noroccidental (exceptuada Francia), de manera que la población total europea (sin Rusia) en 1945-1946 era muy similar a la de antes de la guerra. En otras palabras, la guerra había servido simplemente para eliminar el crecimiento natural de la población. Quizá desde el punto de vista económico fue más importante el efecto sobre la estructura de las poblaciones. En los países con grandes pérdidas, como Alemania y Rusia, hubo un grave déficit de población en los grupos de edad más productiva, junto con un marcado desequilibrio entre los sexos. En Alemania occidental, por ejemplo, las mujeres sobrepasaban a los hombres en los grupos de edad de 25 a 45 años, en la proporción de 100 a 77 en 1950, mientras que en el conjunto de la población el exceso de mujeres ascendía a tres millones. Otro problema, particularmente en algunos de los países más devastados y pobres del este, fue la escasez de trabajadores especializados y de gente con formación directiva y profesional. La exterminación masiva de la población judía privó a varios países de valiosos talentos financieros y económicos.
La guerra también causó un enorme trastorno en la población, debido al desplazamiento de muchos ciudadanos de sus países de origen. En conjunto, más de treinta millones de personas fueron desplazadas, deportadas o dispersadas. Muchas de estas personas desaparecieron por completo de escena, pero a finales de la guerra más de quince millones de personas estaban esperando el traslado de un país a otro. Así, en el período de la inmediata posguerra, la dispersión y nuevo asentamiento afectó de alguna manera a la mayoría de los países europeos, con Alemania, Polonia y Checoslovaquia soportando la mayor parte de la carga. El mayor desplazamiento fue el de los alemanes que vivían fuera del territorio de la Alemania de posguerra, que se vieron obligados por el acuerdo de Potsdam de 1945 a regresar al interior de las fronteras alemanas. En octubre de 1946, habían sido transferidos casi diez millones de alemanes; más de dos terceras partes del total emigraron a las zonas occidentales, que iban a recibir más tarde una corriente ininterrumpida de gente procedente de Alemania oriental, cuando estalló la guerra fría. Inicialmente, esta afluencia planteó serios problemas económicos y sociales a la Alemania occidental, pero con el tiempo los expulsados representaron una valiosa adición a la fuerza de trabajo. En términos relativos, los desplazamientos de polacos fueron aún más significativos; grandes contingentes de polacos volvieron de Alemania y Rusia, mientras que la cesión de territorio a la Unión Soviética y las ganancias territoriales de Alemania llevaban a movimientos adicionales. El resultado neto fue que Polonia adquirió una población más homogénea, pero mucho menor, 24,8 millones en 1950 frente a 32,1 millones en 1939.
La pérdida y destrucción de activos de capital son aún más difíciles de cuantificar con precisión. Combates intensos, junto con fuertes bombardeos y devastaciones deliberadas, significaron que el daño a la tierra, la propiedad y el equipo industrial fue más grave de lo que había sido en la primera guerra mundial. Una estela de devastación se extendió de oeste a este a través del continente europeo, teniendo lugar algunos de los peores daños en los países ocupados. En las áreas invadidas de la Unión Soviética, por ejemplo, unas 17.000 ciudades y villas y setenta mil pueblos fueron devastados, así como el 70 por 100 de las instalaciones industriales y el 60 por 100 de los medios de transporte. Parte del daño más grave recayó sobre el capital social. Las ciudades fueron particularmente vulnerables a los bombardeos aéreos y muchas grandes ciudades, especialmente en Alemania, fueron virtualmente arrasadas. En la mayoría de los países, incluyendo el Reino Unido, el daño a las estructuras y a la propiedad urbanas fue considerable. La destrucción de viviendas en porcentaje del número de antes de la guerra llegó al 20 por 100 en Alemania, Polonia y Grecia, del 6 al 9 por 100 en Austria, Bélgica, Francia, Gran Bretaña y los Países Bajos, al 5 por 100 en Italia y del 3 al 4 por 100 en Checoslovaquia, Noruega y Hungría. La amplitud de las magnitudes es semejante para las propiedades no residenciales. El déficit de viviendas por reparar al final de la guerra era enorme, porque la nueva construcción estuvo virtualmente paralizada durante la guerra, excepto en los países neutrales. A los diez millones de casas destruidas o gravemente dañadas en Europa hay que añadir por lo menos seis millones para compensar el déficit derivado de la interrupción de las construcciones. En general, los edificios, tanto públicos como privados, habían sufrido gravemente a causa de la falta de reparaciones y mantenimiento.
Los sistemas de transporte también fueron gravemente dañados e interrumpidos. En varios países, especialmente en Europa oriental, más de la mitad de los puentes del ferrocarril, empalmes, estaciones de mercancías, sistemas de señalización, estaciones, vías y otras instalaciones fueron destruidos o necesitaban reparaciones importantes. El material móvil también estaba seriamente agotado y dañado, y gran parte de lo que quedaba estaba disperso a lo ancho de toda Europa. De hecho, el transporte ferroviario estaba colapsado casi por completo y durante algún tiempo después de la guerra hubo poco tráfico terrestre regular en Europa, aparte de los convoyes militares. La situación no era mucho mejor en otras formas de transporte. Muchos puertos estaban cerrados o destruidos, las vías fluviales estaban fuera de servicio, mientras que el uso del transporte por carretera era limitado, en parte por la escasez de combustible. Además, la flota mercante de Europa era sólo el 61 por 100 de la de antes de la guerra. Tanto el oeste como el este se encontraban seriamente afectados en el transporte. En Francia, Países Bajos y Alemania, la mayoría de los canales y puertos estaban fuera de servicio, muchos puentes estaban destruidos y una gran parte del sistema ferroviario estaba temporalmente suspendido.
El catálogo de desastres era semejante en la industria y en la agricultura. El capital circulante de la industria estaba seriamente agotado y era casi inexistente en las áreas antes ocupadas, aparte de las dispersas existencias dejadas por los alemanes. El equipo industrial y los edificios de las fábricas sufrieron grandes daños así como deterioro por el trabajo continuo y la falta de mantenimiento. Pero en este sector el impacto fue mucho menos severo que en el caso del transporte y de la vivienda. La incidencia de las pérdidas definitivas fue muy desigual, siendo más extensas en los principales sectores básicos, tales como el carbón, el acero y la energía. Hubo, además, un desequilibrio entre las industrias de bienes de consumo y de producción, ya que se habían expansionado muchas de estas últimas a costa de las primeras durante la guerra. Al lado de las pérdidas deben colocarse los aumentos de capacidad producidos durante la guerra, los cuales, aunque no siempre directamente adecuados a las necesidades del tiempo de paz, eran sustanciales. Es posible, por tanto, que se hubiera producido poca disminución del stock de capital. De hecho, las Naciones Unidas, en un informe publicado en 1953, todavía sostenían que la capacidad industrial de Europa al final de la guerra era mayor que antes y más adecuada a sus nuevas necesidades. Mientras este informe puede haber parecido una nota más bien optimista y que casi con certeza no se refiere a la Unión Soviética, con todo parece que muchos países lograron mantener, e incluso aumentar en algunos casos, su capacidad industrial. En Gran Bretaña, Francia y los países neutrales, la capacidad manufacturera se expansionó modestamente, mientras que Roskamp (1965) sugiere que Alemania occidental de hecho tenía una mayor capacidad industrial en 1946 que una década antes, situación que no cambió fundamentalmente por el desmantelamiento a causa de las compensaciones de guerra. Incluso en los países orientales, donde en realidad el daño fue mayor, las pérdidas agregadas a menudo no superaron los aumentos de la capacidad industrial desde 1936. Aunque los combates prolongados y la guerra civil llevaron una gran destrucción a Yugoslavia y Grecia, en Austria, Rumanía, Bulgaria y Checoslovaquia se produjeron ampliaciones significativas de la capacidad, que compensaron con creces las pérdidas. Y en el caso de Checoslovaquia, la reducción de la población como consecuencia de la expulsión de los alemanes llevó a un gran aumento del volumen de capital por trabajador. Incluso en Polonia, donde las pérdidas de capital fueron importantes y ascendieron quizás a una tercera parte del stock de antes de la guerra, los sucesivos aumentos de la capacidad, más las ganancias de activos procedentes de los antiguos territorios alemanes, junto con las pérdidas de población, dejaron a la industria polaca con una relación capital-trabajo mucho más alta que antes. Y Rusia, con sus enormes pérdidas en las áreas invadidas, incluso pudo reparar gran parte del déficit en la época en que terminó la guerra, en parte gracias al traslado de su actividad industrial más allá de los Urales.
La situación en la agricultura es más difícil de apreciar. El potencial agrícola fue gravemente desbaratado por la guerra, debido al daño a la tierra, la destrucción y saqueo del equipo y las pérdidas de ganado. El alcance del daño total es desconocido, pero fue probablemente peor en Polonia y Rusia. Las estimaciones polacas sugieren que se perdió el 60 por 100 del ganado, el 25 por 100 de los bosques y el 15 por 100 de las construcciones agrícolas. El daño al campo en sí supuso una grave pérdida de fertilidad, a menudo por pérdida de fertilización. Tal vez más importante a corto plazo fue la pérdida del capital circulante y del ganado. En Europa oriental y suroriental, más de la mitad del ganado de antes de la guerra se perdió, mientras que el daño y destrucción al equipo y a las construcciones agrícolas fue también grave.
Por tanto, lo cierto es que la pérdida neta de activos productivos durante la guerra fue mucho más grave de lo que a menudo se imagina. Ciertamente, el volumen de pérdidas y daños fue considerable, pero su incidencia fue desigual, siendo más severa en los países orientales que en el oeste. A menudo las pérdidas se reparaban rápidamente, de manera que poco después de terminar la guerra la población y el capital productivo de Europa estaban de nuevo en los niveles de antes de la guerra, aun cuando se hallaban distribuidos de modo diferente, tanto entre países como entre actividades económicas. Había, por supuesto, una gran cantidad de trabajo de restauración y de reparación por emprender, especialmente en la construcción y en el equipamiento de transporte, pero las principales deficiencias se limitaban a unos pocos países.
El revés sufrido por el producto corriente era muy sustancial y exigirá una explicación en vista de lo que ya se ha dicho acerca de la situación respecto a los recursos productivos. En casi todas las partes del continente, el producto industrial y agrícola estaba, al final de las hostilidades, muy por debajo de los niveles de antes de la guerra. La industria estaba casi paralizada en varios países. En el verano de 1945, la producción industrial era menos de la mitad de la de antes de la guerra en todos los países excepto en Gran Bretaña, Suiza, Bulgaria y los países escandinavos. Era sólo de una tercera parte en Bélgica, Países Bajos, Grecia y Yugoslavia, mientras que en Italia, Austria y Alemania era menos que una cuarta parte. Incluso en la primavera de 1946, el nivel general de producción era todavía de sólo unas dos terceras partes del de antes de la guerra, con serios retrasos en Grecia, Finlandia, Alemania, Italia y Austria, al lado, aproximadamente, de los anteriores niveles del Reino Unido y Escandinavia. El déficit en la agricultura no fue tan agudo, pero estuvo lejos de ser modesto. Sólo uno o dos países, especialmente Dinamarca y Gran Bretaña, consiguieron aumentar el producto agrícola durante la guerra. En Europa en su conjunto, la producción de pan y cereales de grano grueso era de aproximadamente el 60 por 100 de la de antes de la guerra, con los descensos más pronunciados en los países ocupados; por ejemplo, en Polonia había caído un 60 por 100 la producción de grano. La producción de patatas padeció disminuciones semejantes, mientras que la escasez de grasas era todavía más aguda. En algunos países la producción interior de grasas era sólo una fracción de los niveles del tiempo de paz, a causa de los bajos rendimientos y de las pérdidas de ganado: 13 por 100 de la de antes de la guerra en Polonia, 25 por 100 en Yugoslavia, 33 por 100 en Bélgica y algo menos del 50 por 100 en Francia, Austria y Checoslovaquia; sólo Suecia registró un aumento. La carne y los productos de la ganadería también habían disminuido. El descenso de la producción de carne en conjunto fue aproximadamente de una tercera parte, pero en Polonia fue sólo un 14 por 100 de la de antes de la guerra, en los Países Bajos un tercio y en Bélgica, Austria y Yugoslavia dos quintos.
Estimaciones aproximadas de la renta nacional total en términos reales sugieren un descenso considerable en la mayoría de los países entre 1938 y 1946, aun cuando había tenido lugar alguna recuperación el último año desde el bajo punto alcanzado en 1944-1945. El descenso fue aproximadamente del 50 por 100 en Polonia y Austria, del 40 por 100 en Grecia, Hungría, Italia y Yugoslavia, del 25 por 100 en Checoslovaquia, del 10 al 20 por 100 en Francia, Países Bajos y Bélgica, mientras que en el Reino Unido, Suiza, Dinamarca, Noruega y Suecia los niveles de producción fueron similares o algo mejores respecto a los de antes de la guerra.
La reducción general de la actividad productiva fue mucho mayor de lo que parecía indicar la pérdida física completa de activos y población. La discrepancia puede, sin embargo, explicarse fácilmente en términos de las condiciones imperantes al final de la guerra. La destrucción del capital era el menor de los problemas en 1945. Mucho más importantes eran la dislocación y la interrupción de la actividad productiva como consecuencia de la guerra: en particular, el movimiento a la baja de la producción de armamentos y los problemas relacionados con la conversión a las operaciones del tiempo de paz; la fuerte escasez de materias primas esenciales, componentes y piezas de recambio; la escasez de cualificación técnica y los estrangulamientos en las comunicaciones; y, tal vez lo más importante de todo, el absoluto agotamiento de una población generalmente subalimentada. El fin de la guerra marcó el punto culminante de seis años de lucha y privaciones, al final de los cuales los trabajadores no estaban en las condiciones adecuadas para esforzarse. La grave escasez de alimentos significaba que el consumo alimentario per cápita en la mayoría de los países, en 1945-1946, estaba muy por debajo de los niveles del tiempo de paz, gravitando el déficit con mayor fuerza sobre las poblaciones industriales urbanas. En Alemania y Austria era menos del 60 por 100 del normal, en Italia el 68 por 100, en Bélgica, Francia, Países Bajos, Finlandia y Checoslovaquia, aproximadamente las tres cuartas partes de los niveles de antes de la guerra; en las demás partes era algo más alto, pero todavía por debajo del normal. En estas condiciones no es muy sorprendente que los niveles de producción y productividad fueran bajos.
La escasez de alimentos, materias primas y bienes de consumo en general fue aguda en Europa, pero esto era parte de un problema más amplio. En el período de la inmediata posguerra hubo una escasez mundial de materias y productos alimentarios. Incluso en 1947-1948 la producción mundial de alimentos estuvo un 7 por 100 por debajo del nivel de antes de la guerra y en el período intermedio había estado aumentando la población global. Además, la escasez de buques y la dislocación de la infraestructura de transportes hacia el interior dificultaban el movimiento de suministros. Pero aparte de estos problemas, la situación de Europa empeoró por el hecho de que tenía menos medios para pagar las importaciones de mercancías esenciales, especialmente del área del dólar, que era la fuente principal de suministro. Al terminar la guerra, el comercio de exportación de muchos países europeos era casi inexistente, e incluso a finales de 1945 el volumen de exportaciones estaba un 20 por 100 por debajo del nivel de antes de la guerra en todos los países, excepto en el Reino Unido, Suiza y Escandinavia. Además, los ingresos por las exportaciones invisibles de muchos países, especialmente Gran Bretaña, Francia y Países Bajos, habían sido seriamente dañados por la disminución del comercio, la pérdida de buques y la liquidación de activos extranjeros, mientras que se había incurrido en nuevas deudas. Sólo la pérdida de renta de activos extranjeros era bastante seria; en 1938 la renta ingresada por Europa occidental en su conjunto, por valores extranjeros, fue equivalente al 32 por 100 de sus exportaciones, mientras que en 1950-1951 sólo ascendió al 9 por 100 de lo que vendió al resto del mundo. Como consecuencia de estos factores, el volumen de importaciones en Europa en el período posterior a la liberación superó raramente el 50 por 100 del nivel de 1937; en muchos países fue menos de la cuarta parte y en algunos países orientales fue casi insignificante. Así, mientras la escasez física y los estrangulamientos del transporte planteaban los problemas inmediatos, pronto se hizo evidente que la dificultad decisiva iba a ser la de obtener la suficiente cantidad de divisas. Europa necesitaba importaciones desesperadamente, pero su capacidad de exportación era limitada; en consecuencia, la posibilidad de llevar a cabo la reconstrucción dependería en gran medida del volumen de ayuda procedente de Estados Unidos, el único país en situación de proporcionar bienes y ayuda financiera a gran escala.
La baja producción y la extendida escasez de bienes también exacerbaron los problemas inflacionistas y monetarios de Europa y éstos, a su vez, obstaculizaron el trabajo de reconstrucción. Las presiones inflacionistas raramente alcanzaron las graves dimensiones de los primeros años veinte, pero todos los países europeos sufrieron los desórdenes inflacionistas y monetarios, en mayor o menor medida, durante el período de la posguerra. La situación fue peor en algunos de los países ocupados y en el Este, y en algunos países fue obligado el acometer una reforma monetaria. Fue menos severa en Europa occidental y Escandinavia, donde fue superada en muchos casos por controles físicos.
Así, en la segunda mitad de 1945, las perspectivas económicas en Europa distaban mucho de ser brillantes. El problema inmediato no era de escasez de activos, a pesar de la fuerte destrucción, sino de una grave escasez de suministros esenciales, incluyendo alimentos, y de una población debilitada y subalimentada. Se necesitaban urgentemente importaciones para producir una recuperación en la producción, pero a causa de un bajo potencial de exportación Europa no disponía de los medios para pagarlas. La situación de Europa se agravó por muchos otros factores, incluyendo grandes deudas públicas, nuevas olas de inflación, pérdida de mercados y relación de intercambio desfavorable, y por trastornos sociales y políticos. Pronto se hizo evidente que Europa no podría llevar a cabo la tarea de reconstrucción sin ayuda. Afortunadamente, las políticas de los gobiernos aliados y del norteamericano en particular demostraron ser más constructivas de lo que habían sido después de la primera guerra mundial.
La necesidad inmediata de Europa era de ayuda, que obtuvo sobre una base provisional en un principio y con carácter más permanente bajo el Plan Marshall. Más allá del corto plazo, la solidez de la recuperación europea dependería también del entorno económico internacional, y en particular de las instituciones ideadas para mejorar las relaciones económicas. Estaban también las cuestiones de los cambios de fronteras que debían establecerse y el volumen de las reparaciones exigibles a los vencidos. En todas estas materias, la política determinaba el formato final de los acuerdos adoptados. Aunque éstos no fueron siempre ideales, se evitaron algunos de los más notorios errores del período posterior a 1918 y, en consecuencia, se aseguró un fundamento más sólido para la recuperación europea.
Aunque hubo algunos cambios territoriales importantes después de la segunda guerra mundial, éstos no implicaron la extensa división de Europa que había tenido lugar después de 1918. De hecho, los vencedores de 1945 no se precipitaron en las negociaciones de tratados de paz formales, sino que en su lugar acordaron informalmente entre ellos los ajustes de fronteras que debían efectuarse. Las fuertes diferencias políticas entre los aliados y la Unión Soviética se tradujeron inevitablemente en la delimitación de esferas de influencia en Europa, lo que condujo a la división Este-Oeste. El arranque de la guerra fría significó que, de facto, las fronteras surgidas no fueron formalmente reconocidas hasta 1975.
En ninguna parte esto fue más obvio que en el caso de Alemania. Las decisiones concernientes a la futura estructura del país se alcanzaron por etapas, mucho antes del final de la guerra. Las esferas de influencia fueron determinadas por la Comisión Consultiva Europea, establecida después de una conferencia en Moscú, en octubre de 1943, entre los ministros de Asuntos Exteriores de Estados Unidos, el Reino Unido y la Unión Soviética. Esta Comisión fijó los límites de las zonas de ocupación en Alemania —las tres zonas occidentales que se convirtieron en la República Federal Alemana y la zona soviética, que más tarde sería la República Democrática Alemana— y creó efectivamente la división Este-Oeste. Rusia fue colocada en una situación fuerte para controlar la región al este de la línea occidental de su zona de ocupación, y su poder se fortaleció considerablemente después de las conferencias de Yalta y Potsdam, en febrero y julio de 1945. Rusia pudo aumentar su territorio considerablemente, principalmente a costa de Polonia, fijándose la frontera occidental de la Unión Soviética en una línea desde la bahía de Danzig al norte de Braunsberg hasta un punto de reunión en las fronteras de Lituania y Polonia. Esto proporcionó a Rusia un territorio adicional de 709.600 kilómetros cuadrados y añadió 25 millones a su población.
La rivalidad entre el Oeste y la Unión Soviética se reflejó en las sucesivas negociaciones de paz con Italia, Rumanía, Bulgaria, Hungría y Finlandia. Cada una de las partes intentó ganar todo lo que pudiera, fortaleciendo todavía más la Unión Soviética su posición en el este. Rumanía tuvo que ceder Besarabia y Bucovina a Rusia, mientras que Finlandia cedía una décima parte de su área agrícola y una octava parte de su capacidad industrial a aquel país. Hungría fue reducida aproximadamente a sus dimensiones de después de la primera guerra mundial, perdiendo Eslovaquia al sur, en favor de Checoslovaquia, y Transilvania al norte, en favor de Rumanía. Bulgaria renunció al territorio que había tomado a Yugoslavia con el apoyo nazi, mientras que esta última entregó Fiume y una gran parte de la península de Istria. Italia se desprendió de sus colonias y cedió las islas del Dodecaneso a Grecia. Finalmente, Trieste fue puesto bajo control internacional, pero más tarde volvió a Italia, mientras que el Sarre fue incorporado a Francia hasta 1957, cuando fue devuelto a Alemania.
Aunque los cambios territoriales no fueron enormes, fueron significativos en términos de los acontecimientos políticos posteriores. También implicaron movimientos considerables de población. Los principales perdedores fueron Alemania y Polonia, mientras que la Unión Soviética fue el beneficiario principal, no sólo en términos de territorio y población, sino también en virtud del hecho de que se le dejó en una mejor situación para controlar Europa oriental. Sin embargo, en algunos aspectos esto puede verse como un beneficio, desde el punto de vista de Europa occidental, dado que la rivalidad entre el Este y el Oeste significó una mucho mejor disposición por parte de Estados Unidos para ayudar y fortalecer a las economías europeas occidentales, acentuándose las divergencias en el comportamiento económico a cada lado del continente.
Una gran mejora, comparando con la primera guerra mundial, fue que se evitó en gran medida el fiasco de las reparaciones y deudas internacionales a causa de la guerra. En lo que se refiere a las reparaciones alemanas, el principal desacuerdo surgió entre la Unión Soviética y las potencias occidentales, acerca del volumen que debía exigirse. Los rusos querían reparaciones sustanciales, en base a que ellos habían sufrido enormemente a manos de los alemanes, mientras que los aliados, en particular Estados Unidos, eran menos ambiciosos en sus demandas, percatándose de que sancionar demasiado fuertemente a Alemania perjudicaría la recuperación posterior y debilitaría la posición de Europa occidental. Ambas partes estaban de acuerdo, sin embargo, en que Alemania debía perder sus activos exteriores y buena parte de su flota, que debía soportar los costes de la ocupación y la indemnización a las partes perjudicadas, incluyendo los grupos minoritarios, y que su futuro potencial bélico debía mantenerse bloqueado, prohibiéndole la producción de equipo militar. Negociaciones sucesivas establecieron una fórmula por la que las reparaciones tenían que pagarse, no a partir del producto corriente, sino a partir del stock de capital existente en Alemania, principalmente por medio del desmantelamiento del equipo industrial. Este procedimiento tenía la ventaja de evitar las dificultades financieras que siguieron a la primera guerra mundial, cuando los pagos a partir del producto corriente habían implicado la transferencia de divisas escasas. Sin embargo, el programa original de desmantelamiento se fijó a un nivel relativamente alto y probablemente habría paralizado la industria alemana durante un tiempo. Afortunadamente, más tarde se redujo en forma sustancial y el valor total de las reparaciones en equipo finalmente cedidas fue absolutamente modesto. Por otra parte, los costes totales soportados por Alemania, en concepto de reparaciones, ocupación y costes de indemnización y otros costes fueron mayores que la ayuda aliada que recibió, pero no paralizaron el país y en su mayor parte no implicaron una grave pérdida de divisas. Otros países enemigos, incluyendo Alemania oriental, fueron tratados menos favorablemente. Los rusos, indignados por el tratamiento indulgente a Alemania occidental, insistieron en exigir grandes pagos de los países enemigos más pequeños, incluyendo Alemania oriental (véase más abajo).
Las deudas de guerra demostraron ser un problema mucho menor después de la segunda guerra mundial para la mayoría de los países, con la excepción de Gran Bretaña. La política norteamericana de Préstamo y Arriendo significaba que no debía producirse ningún cargo por la ayuda y los bienes enviados a los aliados (principalmente Gran Bretaña y la Unión Soviética) durante la guerra, y la mayoría de los demás miembros de la coalición aliada adoptó un procedimiento semejante. Cuando cesaron las hostilidades, los acuerdos de Préstamo y Arriendo se terminaron, pero pronto se vio claramente que Estados Unidos se vería obligado a proporcionar ayuda a la Europa herida por la pobreza. De hecho, mucho antes del fin de la guerra se reconoció que la ayuda humanitaria sería necesaria en las regiones europeas liberadas, y en noviembre de 1943 se creó, principalmente a instancias de Estados Unidos, la Administración de las Naciones Unidas para el Auxilio y la Rehabilitación (UNRRA) para organizar la ayuda y distribuir los suministros en los países liberados. Fue financiada en gran parte por las contribuciones estadounidenses (72 por 100) y británicas (18 por 100) y, para finales de junio de 1947, había gastado 3,5 mil millones dólares en todo el mundo, la mayoría de ellos (80 por 100) en Europa. La mayor parte de la ayuda europea se destinó a la Europa oriental y meridional (86 por 100), los principales destinatarios fueron Austria, Checoslovaquia, Grecia, Italia, Polonia, Rusia y Yugoslavia, y algunos países recibieron tanto en términos per cápita como recibieron posteriormente los países occidentales del Plan Marshall. Gran parte de la ayuda de la UNRRA consistía en comida y ropa, pero también hubo una parte importante consistente en suministros y materiales para la rehabilitación industrial y agrícola y materiales vitales para la reparación de infraestructuras.
La contribución de la UNRRA fue probablemente de una importancia crítica para muchas partes de la Europa oriental y meridional durante el período de transición, especialmente para los primeros que no serían incluidos en el Plan Marshall. La ayuda resultó ser vital para las áreas devastadas y ayudó a proporcionar una parte considerable de las importaciones de estos países. No sólo los suministros críticos para aliviar el hambre y las privaciones, sino que la UNRRA también les proporcionó algunos suministros esenciales para empezar la rehabilitación de sus economías.
Aparte de la ayuda dispensada por la UNRRA, también existía una financiación mucho mayor en forma de subvenciones y préstamos a los países europeos, en total casi 15.000 millones de dólares entre mayo de 1945 y otoño de 1947. Casi la mitad consistió en donaciones y préstamos hechos al Reino Unido por Estados Unidos y Canadá, pero otros países también recibieron importantes contribuciones, entre ellos Francia, Alemania, Grecia, Holanda, Italia, Polonia y Checoslovaquia. Estos créditos, junto con la asistencia de la UNRRA, cubrieron gran parte de la factura de las importaciones de varios países durante el período de transición, especialmente en el caso de Alemania, Grecia, Austria, Checoslovaquia, Francia y Polonia.
Es importante señalar que el volumen de la ayuda —de uno u otro tipo— para asistir a la asolada Europa ya era considerable antes del lanzamiento del tan cacareado Plan Marshall. Las razones para poner en marcha esta nueva iniciativa fueron tanto económicas como políticas. Los programas interinos de ayuda no se libraron de las críticas. La ayuda se agotó pronto y, en términos de recuperación, pareció tener sólo un efecto limitado; al menos inicialmente, en conjunto, esto no era sorprendente. En primer lugar, una gran proporción de la ayuda se desembolsó más bien indiscriminadamente con escasa consideración, tanto en el caso de naciones prestamistas como en el de prestatarias, de los usos más provechosos a los que podía destinarse. En segundo lugar, en las condiciones que entonces prevalecían una buena parte de la ayuda se utilizó simplemente para mantener viva a la población, especialmente en Europa oriental. En tercer lugar, gran parte de la ayuda se basaba en préstamos, lo que creaba problemas de deuda para los países prestatarios; en algunos casos se impusieron condiciones, como con el préstamo británico de 1946-1947, que implicaban la aceptación de la convertibilidad monetaria y la no discriminación en una fecha especificada (véase más adelante). Finalmente, las políticas nacionales no siempre llevaban a la recuperación inmediata; en los primeros tiempos del período de la posguerra, las nuevas políticas radicales, incluyendo una intensa nacionalización en Gran Bretaña y Francia, la socialización en Europa oriental, y los efectos nocivos de la ocupación alemana, así como los desórdenes financieros y monetarios en general, significaron que muchas economías no se mostrasen inicialmente receptivas a la ayuda extranjera. Finalmente, Estados Unidos sintió que no tenía suficiente control sobre los fondos de ayuda desembolsados.
El reconocimiento de la ineficacia relativa del programa de ayuda fue un factor que propició un cambio de política en 1947. Pero el cambio estuvo probablemente más condicionado por el giro de los acontecimientos políticos, en particular la política expansionista de la Unión Soviética, incluyendo su línea de endurecimiento en relación con Alemania, lo que con el tiempo culminó en el bloqueo de Berlín Oeste. El temor a disturbios sociales y políticos y la amenaza de los regímenes comunistas en el oeste jugaron un papel nada despreciable en la confección del nuevo programa de ayuda. Cuando se anunció la nueva oferta en junio de 1947, por el secretario de Estado George Marshall, se vio claramente que, por razones políticas, se limitaría principalmente a Europa occidental. Además, se condicionó la ayuda a las naciones receptoras a que éstas cooperasen con el fin de asegurar que la ayuda fuera utilizada del modo más efectivo posible. Los fondos tenían que ser administrados, por parte de Estados Unidos, a través de la Administración para la Cooperación Económica (ACE)), mientras que por el lado europeo dieciséis naciones se unieron para formar la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE), a la que correspondía la tarea de estimar las necesidades nacionales y distribuir la ayuda entre sus miembros, en tanto que actuaba como una cámara de compensación para los planes económicos nacionales, a fin de evitar que los países no se obstaculizasen mutuamente.
El Plan Marshall entró en vigor en abril de 1948 y fue diseñado para durar cuatro años, aunque de hecho se integró en el programa de asistencia para la defensa mutua en 1951, después de lo cual el énfasis se desplazó de la ayuda económica a la militar. El Programa de Recuperación Europea (PRE)) se basaba en el principio de ayudar a quienes estaban dispuestos a ayudarse a sí mismos. Proporcionó ayuda para pagar en dólares las mercancías y servicios requeridos por Europa; exigió a los destinatarios que pagasen lo que ellos recibían en su propia moneda, con subvenciones por la totalidad limitadas a los casos de emergencia; mientras que los fondos acumulados de monedas nacionales debían utilizarse para promover la recuperación de las economías nacionales. Para estimar las necesidades individuales, la OECE utilizó los déficits comerciales y de pagos, especialmente los déficits de dólares, como criterio principal.
La mayor parte del Plan Marshall (el 90 por 100) se concedió como donaciones directas, y el resto en forma de préstamos a bajas tasas de interés. Los fondos llegaron en forma de créditos en dólares, y los principales beneficiarios fueron Gran Bretaña (3.176 millones), Francia (2.706), Italia (1.474), Alemania occidental (3.176), los Países Bajos (1.079), Grecia (700) y Austria (700). Los gobiernos europeos compraban bienes importados en el marco del programa, que se revendían a los consumidores de sus respectivos países. Este último pago se hacía en moneda nacional, y los gobiernos adquirían grandes saldos en monedas distintas del dólar conocidos como fondos de contrapartida, que podían utilizarse en un gran variedad de propósitos sujetos a la aprobación de la ACE.
En conjunto, los fondos del programa fueron bien administrados; no fueron derrochados por la mala administración política, como había sucedido con gran parte de la ayuda anterior. Mientras que en el primer año, aproximadamente, una parte considerable de la ayuda se necesitó para la compra de alimentos, más adelante los fondos fueron empleados para materias primas y para la reconstrucción de la capacidad productiva. En conjunto, Estados Unidos pagó 13.365 millones de dólares por las mercancías requeridas por las dieciséis naciones del PRE, de los que 5.539 millones fueron para productos alimentarios y agrícolas, 6.167 para mercancías industriales y el resto para servicios de una u otra clase. A esto deben añadirse los depósitos correspondientes totales de 10.509 millones de dólares, el 95 por 100 de los cuales estaba a disposición de los países miembros.
Es difícil estimar el impacto del programa con alguna precisión y los estudiosos siguen divididos sobre la cuestión, pero está claro que, sin ayuda, el proceso de recuperación europeo se habría visto gravemente dificultado. Los responsables del Plan Marshall presupuestaron un avance del 30 por 100 en la producción industrial al finalizar el programa PRE. Esto se logró fácilmente. La producción industrial aumentó en un 45 por 100 por encima del nivel de 1938 si excluimos Alemania y un 35 por 100 con ella. Para 1951, todos los países salvo Alemania y Grecia también habían superado el nivel previsto. Por supuesto, no lo podemos atribuir únicamente a la aplicación del Plan Marshall. En general, el Plan Marshall equivalió a alrededor del 2 o 3 por 100 del producto bruto interno combinado de los países receptores durante el período 1948-1951, concentrándose en muchos de ellos en el primer año. Sin embargo, la incidencia de la ayuda variaba mucho de un país a otro. Aunque los datos del Cuadro 6.1 no están completos, se puede observar que la contribución de la ayuda externa a la renta nacional no era insignificante en diversos países, especialmente en Francia, Holanda, Italia, Alemania occidental y Grecia, a pesar de que varían de año en año. También debe señalarse que en varios países los flujos de ayuda eran tan importantes como los recibidos bajo el programa Marshall. En cuanto a la formación de capital, la ayuda externa fue significativa para una serie de países: 10 a 12 por 100 en el Reino Unido y Francia entre 1948-1950, y entre un cuarto y un tercio en Italia y Alemania occidental en 1948 y 1949.
Por otra parte, también hay que destacar que la recuperación ya estaba en marcha en muchas países antes que la ayuda del Plan Marshall tuviera un impacto significativo. A pesar de lo dicho, el Plan Marshall desempeño un papel importante en el proceso de reconstrucción. Aseguró que la recuperación fuese sostenida en lugar de detenerse en seco por falta de recursos y suministros esenciales. El problema crítico era la escasez europea de divisas, principalmente dólares, con los cuales adquirir las necesitadas importaciones, no sólo materiales, alimentos y materias primas sino también los equipos y bienes de inversión para el trabajo esencial de reconstrucción y en este sentido, la ayuda permitía a estos países cuadrar sus cuentas externas. En el caso de Alemania, por ejemplo, el 57 por 100 de las importaciones de este país entre 1947 y 1949 fueron financiadas por medio de la ayuda exterior. Es verdad que en la mayoría de los años las entregas totales en concepto de ayuda ascendieron a menos del 5 por 100 de la renta nacional de Alemania, mientras que la inversión correspondiente equivalía al 9 por 100 de la inversión bruta (1950). Pero como contribución a los recursos totales, por encima y por debajo de las exigencias mínimas, las cantidades implicadas son impresionantes, y en una época crítica proporcionaron recursos de una clase que Alemania se habría visto obligada a obtener. Además, el impacto cualitativo de estos incrementos adicionales fue importante, especialmente en términos de la reconstrucción de las industrias básicas.
Los fondos de contrapartida, es decir, los ingresos de divisas por la venta de los suministros de ayuda del Plan Marshall, también contribuyeron de forma importante a la reconstrucción de Europa occidental. La ACE trató de alentar a los gobiernos para que utilizasen estos fondos para invertir en la mejora de las instalaciones industriales y las infraestructuras. La mayoría de los países, aparte de Gran Bretaña y Noruega, que usaron la mayoría de los ingresos para reducir su déficit público, utilizaron los fondos de contrapartida en una serie de actividades productivas en la industria, la minería, la agricultura y proyectos de infraestructura. En Alemania, las nuevas instalaciones para generar electricidad se financiaron así, en Italia los fondos se gastaron en una amplia variedad de proyectos, de carácter agrícola, ferroviario y en obras públicas, y en Francia se destinaron a la financiación del Plan Monnet.
De una forma más indirecta y discreta, el Plan Marshall también influyó en la configuración de la reconstrucción y recuperación de Europa. Su papel en la estabilización financiera y la reforma monetaria, le ha sido reconocido a pesar de que la mayoría de los sistema monetarios y de las medidas de estabilización, además del alemán, se habían promulgado con anterioridad a la puesta en marcha del plan. Reichlin argumenta su importancia en la consolidación de la estabilidad macroeconómica, en especial en países vulnerables a conflictos distributivos en el reparto de la renta nacional. Y ayudó a rebajar la carga, al aumentar la magnitud de dichos ingresos y al fomentar un espíritu más cooperativo entre los trabajadores (Reichlin, 1995, p. 64). Al mismo tiempo, se intentó cambiar las actitudes europeas respecto de los métodos de producción y de trabajo, en un esfuerzo por fomentar la aplicación de las prácticas estadounidenses como la gestión científica, las técnicas de producción masiva y unas relaciones laborales más cooperativas a través de un programa de asistencia técnica diseñado para aumentar la productividad y la reforma de las obsoletas prácticas de trabajo europeas. Aunque su efectividad general fue limitada y las ideas estadounidenses recibieron una tibia acogida en muchos países europeos, a más largo plazo probablemente alentó a los dirigentes empresariales a examinar seriamente sus prácticas laborales y modos de producción con el fin de elevar el nivel de productividad al americano.
En resumen, por lo tanto, sería más correcto decir que el Plan Marshall facilitó la continuidad de la reconstrucción y la recuperación europeas, pero no las inició. En la mayoría de los casos, la recuperación ya estaba en marcha antes de su puesta en marcha. Lo que hizo fue asegurar que la recuperación fuera sostenida en lugar de detenerse en seco por falta de fondos. Pero no resolvió los problemas de pagos de Europa de la noche a la mañana. Contrariamente a las expectativas iniciales, Europa occidental siguió estando en déficit en sus cuentas exteriores, en algunos casos muy seriamente, hasta bien entrados los años cincuenta. De hecho, el programa de ayuda bien puede que haya retrasado el progreso en este aspecto, porque algunos países se inclinaban a considerar la eliminación de los déficits de sus cuentas exteriores como algo secundario, dado que cuanto mayor fuera el volumen de éstos, mayor sería su participación en la ayuda norteamericana. Quizás la mejor valoración global sea la aleccionadora conclusión de Lucrezia Reichlin: «... el Plan Marshall fue importante no sólo para ayudar a restaurar la estabilidad política y económica interna, sino para promover la reconstrucción del comercio europeo y fomentar la integración europea, factores que se combinaron para estimular el crecimiento en Europa durante décadas en la posguerra» (Reichlin, 1995, p. 53).
Aparte de los temas de reconstrucción inmediata, antes de acabar la guerra se estaban haciendo esfuerzos para asegurar una mayor cooperación económica internacional entre las naciones, a una escala más amplia y permanente de la que se había estado intentando en el pasado. Después de las negociaciones de Bretton Woods, en 1944 aparecieron dos importantes instituciones: el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo (Banco Mundial), mientras que en 1947, después de una reunión de 23 naciones en Ginebra, se firmó el Acuerdo General sobre Tarifas y Comercio (GATT).
El Banco Mundial puede tratarse brevemente porque tuvo poca significación en términos de reconstrucción. La intención original era que esta institución ayudase al proceso de recuperación mediante préstamos con finalidades productivas. En la práctica, su papel en este aspecto fue insignificante, en parte a causa de sus fondos limitados y términos de referencia, y en parte a causa de que en la época en que inició las operaciones la tarea de ayudar a Europa ya había comenzado en buena medida bajo otros auspicios. Así, mientras que en lo referente a la reconstrucción y a la cooperación económica el Banco Mundial contribuyó poco, más tarde se convirtió en una fuente importante de préstamos a largo plazo para la financiación de proyectos en todo el mundo.
Por el contrario, el FMI y el GATT tuvieron que ver más con la mejora de las relaciones internacionales en el campo del comercio y los pagos. En ambos casos, la filosofía general era de libertad para el comercio y los pagos, de eliminación de la discriminación entre las naciones y restablecimiento de la convertibilidad monetaria. Mientras que el GATT se relacionaba ante todo con los aranceles, el principal foco de atención del FMI estaba en las cuestiones monetarias. El Acuerdo se refería específicamente al restablecimiento de la estabilidad de los cambios con ajuste del tipo de cambio sólo en casos de desequilibrio fundamental de la balanza de pagos de los países miembros. Éstos debían renunciar a la imposición de restricciones sobre las transacciones corrientes y a las prácticas monetarias discriminatorias sin la aprobación del Fondo. La actuación más importante fue la creación de un Fondo Internacional de Reservas constituido por las cuotas de los miembros, que sería utilizado por cada uno de los países para afrontar desequilibrios temporales en sus cuentas exteriores (véase el capítulo 7).
Los primeros intentos para restablecer el comercio multilateral no discriminatorio fueron decepcionantes. La principal iniciativa en este sentido fue desarrollada por Estados Unidos, que propuso la creación de una Organización de Comercio Internacional (OCI) que materializaría el objetivo de evolucionar rápidamente con la finalidad de alcanzar el libre comercio. Ésta fue una actuación prematura, simplemente porque la mayoría de los países apenas estaban en situación de abandonar los controles sobre el comercio, dada la debilidad de sus posiciones exteriores. Por tanto, no es sorprendente que la propuesta no hallase una acogida favorable fuera de Estados Unidos. En un intento de forzar el tema, Estados Unidos impuso condiciones onerosas al acuerdo de préstamo concluido con Gran Bretaña en 1946, que requerían, entre otras cosas, el apoyo británico a la OCI y el restablecimiento de la convertibilidad de la libra esterlina. Los términos se mostraron desastrosos, durante la primera mitad de 1947 Gran Bretaña se movió progresivamente hacia la convertibilidad y a principios de julio se había restablecido la plena convertibilidad en todas las transacciones corrientes. Entre tanto, el préstamo norteamericano se gastó rápidamente y las reservas cayeron en picado, de manera que en cinco semanas el experimento tuvo que abandonarse.
Esta experiencia probó suficientemente que era demasiado pronto para esperar mucho progreso en la restauración de la libertad de comercio y pagos. En su momento, por tanto, la OCI no fue ratificada por un número suficiente de países, pero de las discusiones subsiguientes surgió el GATT. Este acuerdo era más limitado que el de la OCI y estaba restringido principalmente a la política arancelaria, con énfasis en el multilateralismo y la no discriminación. En los años sucesivos iba a jugar un papel clave en la negociación de las reducciones arancelarias en todo el mundo.
En resumen, por tanto, el período de reconstrucción que siguió a la segunda guerra mundial estuvo marcado por un intento mucho más constructivo para promover la cooperación económica internacional y establecer condiciones bajo las cuales la recuperación europea pudiera prosperar y mantenerse de lo que había sido el caso después de 1918. En lo que se refería a la tarea inmediata, la contribución más importante fue el flujo de ayuda norteamericana que se dirigió a Europa. Es verdad que la mayor parte de las instituciones establecidas, aparte de la OECE, no jugaron un papel crucial en el proceso de reconstrucción, dado que no estaban diseñadas específicamente para afrontar dificultades inmediatas, o tenían objetivos alternativos, por ejemplo la remoción de restricciones sobre el comercio y los pagos, que en las condiciones de la inmediata posguerra nunca podían lograrse. Sin embargo, no debería subestimarse su importancia, porque proporcionaron un marco básico para la cooperación internacional de la posguerra y en un período posterior iban a alcanzar un considerable éxito en promover la liberalización del comercio y de los pagos, y también en asegurar un grado razonable de estabilidad en las relaciones monetarias internacionales. Además, proporcionaron el precedente para posteriores esfuerzos cooperativos, especialmente en Europa occidental en los años cincuenta, con el establecimiento de la Unión Europea de Pagos (1950), la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (1952), la Comunidad Económica Europea (1957) y la Asociación Europea de Libre Comercio (1959).
Es importante subrayar estos puntos, porque ha habido intentos de ridiculizar la importancia de estos experimentos en la cooperación internacional y de ver las nuevas instituciones esencialmente como instrumentos de la política exterior norteamericana. Los hechos de esta situación no pueden discutirse y las realidades deben afrontarse directamente. La aproximación norteamericana a Europa estuvo condicionada por la intransigencia de la Unión Soviética y sus satélites, lo que con el tiempo significó una confrontación entre dos potencias militares y económicas con unas determinadas esferas de influencia. Europa necesitaba la ayuda y la asistencia norteamericanas y era bastante natural que éstas dependieran de las políticas e instituciones que satisficieran el objetivo más importante de Norteamérica, defender el oeste contra el bloque soviético. El mayor error de la política norteamericana fue el intento de forzar a Europa occidental a adoptar políticas que obviamente no eran practicables en los difíciles años que siguieron a la guerra. Tampoco ha de considerarse la división entre el Este y el Oeste como un desastre. Ciertamente, habría sido preferible una relación más armoniosa entre las dos partes, pero a falta de ella —falta que se debe tanto a las actitudes norteamericanas como a las soviéticas— era mejor tener dos bloques igualmente potentes e independientes dentro de Europa que el vacío de poder que existió después de la primera guerra mundial y que preparó el camino para el Holocausto antes de que hubiese transcurrido una generación.
A pesar de los daños extensos y el sustancial bloqueo de la actividad productiva, el ritmo de recuperación de Europa en los cinco años, aproximadamente, después de la guerra fue impresionante. Dos años después de la terminación de las hostilidades muchos países ya habían alcanzado considerables aumentos de producción, aunque habían partido de una base baja, mientras que a finales de los años cuarenta la mayoría de los países, tanto en el este como en el oeste, habían sobrepasado los niveles de actividad de la preguerra, en algunos casos con un margen sustancial. Sin embargo, la experiencia variaba considerablemente, tanto en términos del progreso conseguido, como en las políticas seguidas. Hasta 1948, Europa occidental lo hizo algo mejor que la oriental, que había sufrido más en la guerra y estaba desorganizada en los años de la inmediata posguerra por cambios radicales en las estructuras políticas y económicas. A la inversa, entre 1948 y los primeros años cincuenta fue Europa oriental la que marcó el ritmo en términos de expansión industrial, aunque el producto agrícola estaba por debajo del occidental. Alemania, por otra parte, experimentó el ritmo más lento de recuperación y no fue hasta 1951 cuando la producción industrial superó la de preguerra, mientras que en Berlín el nivel de actividad todavía permanecía seriamente deprimido.
En lo que se refiere a Europa occidental (incluyendo Escandinavia), el período desde el final de la guerra hasta 1950-1951 fue de continua expansión, aunque hubo interrupciones menores. Las políticas gubernamentales probablemente contribuyeron menos a esta expansión que las ondas sucesivas de estímulos externos, que la capacitaron para continuar cada vez que se veía amenazada por el lado de la demanda o por el de la oferta. Hasta 1949 hubo pocos signos de deficiencias graves de la demanda, a causa de la gran contención de la demanda de bienes, el exceso de liquidez y las presiones inflacionistas en una u otra forma, en la mayoría de los países. La mayor dificultad fue la de obtener suministros adecuados de alimentos, materias primas y combustible, a causa de la escasez de la oferta y/o los problemas del cambio. Afortunadamente, las dificultades de la oferta fueron considerablemente aliviadas por el flujo de la ayuda norteamericana que proporcionó el estímulo exterior más importante. Al mismo tiempo, las presiones inflacionistas fueron gradualmente amortiguadas por varios medios, incluyendo controles de una u otra clase, políticas antiinflacionistas, mejora de la oferta de bienes y reducción del exceso de liquidez por medio de grandes superávits de importación, y mejora de la situación presupuestaria. Durante la primera mitad de 1949, las fuerzas inflacionistas fueron también bloqueadas por las consecuencias de la recesión temporal en Norteamérica, aunque en la segunda mitad de dicho año se experimentó un nuevo impulso a la actividad económica y a los precios, como resultado de las devaluaciones monetarias de septiembre de 1949. Todavía no había transcurrido un año, y otro estímulo exterior, la guerra de Corea, produjo una violenta explosión de la demanda especulativa en la segunda mitad de 1950, que fue seguida por un incremento de la producción y aumentos adicionales de los precios en 1951, a consecuencia de la demanda de bienes militares.
Europa occidental en su conjunto logró una rápida recuperación en los dos primeros años después de 1945, de manera que en 1947 la producción industrial había superado los niveles de preguerra en la mayoría de países, excepto Austria, Italia, Francia y Países Bajos. Sin embargo, la agricultura estaba atrasada, afectada por malas cosechas debidas al mal tiempo, especialmente en 1946-1947. El duro invierno de 1947 también frenó la producción industrial durante algún tiempo; además, la grave escasez, especialmente de alimentos y materias primas, continuó a lo largo de 1947 y 1948. No obstante, el progreso continuó y hacia 1950-1951 casi todos los países habían aumentado su producto industrial en una tercera parte o más por encima del nivel de preguerra, teniendo lugar los mayores avances en algunos de los países más pequeños, Suecia y Dinamarca (véase el Cuadro 6.2). Por supuesto, hay que considerar que algunos países, especialmente Francia, Bélgica y Austria, tenían en 1938 niveles de producción que eran los mismos o ligeramente inferiores a los de 1929, de modo que el progreso hasta 1950 no fue tan llamativo cuando se lo compara con Gran Bretaña y Suecia, por ejemplo, donde los resultados prebélicos habían sido mejores. La agricultura continuaba todavía estando por detrás; en efecto, hasta el cambio de década la mayoría de los países no recuperó o superó sus niveles de preguerra, e incluso en 1951-1952 el producto agrícola bruto de Europa occidental no estaba mucho más del 10 por 100 por encima del nivel del tiempo de paz.
Los progresos de la renta, especialmente sobre una base per cápita, eran menores que el aumento del producto industrial, en parte a causa del crecimiento mucho menor en los sectores económicos de agricultura y servicios. Además, se produjo una pérdida de renta en la inversión ultramarina equivalente a un 1 por 100, aproximadamente, del producto agregado de los principales países; esta pérdida gravitaba más pesadamente sobre Gran Bretaña, Francia y Países Bajos, aunque en ningún país superó el 3 por 100 del producto nacional. Además, el empeoramiento de la relación de intercambio implicó una pérdida de menos del 3 por 100 del producto de Europa occidental, siendo los países más seriamente afectados Gran Bretaña, Países Bajos y Dinamarca. Cuando se tienen en cuenta estos factores junto con el aumento de población, los progresos de la renta real per cápita hasta 1951 se convierten en absolutamente modestos en muchos casos. El aumento a lo largo del período de 1938 a 1951 fue menos del 10 por 100 en los Países Bajos, entre el 10 y el 15 por 100 en Gran Bretaña, Francia y Dinamarca, el 20 por 100 en Suiza y por encima del 30 por 100 en Suecia, mientras que en Italia fue aproximadamente el mismo que en la preguerra y en Alemania estuvo claramente por debajo del nivel anterior.
Debido a la debilidad de la situación exterior de Europa occidental en estos años (véase más adelante), el esfuerzo de recuperación dependió muchísimo del flujo de ayuda de ultramar. Al mismo tiempo, sin embargo, las políticas nacionales tuvieron que hacer una importante contribución. La gran tarea de reconstrucción junto con los nuevos compromisos gubernamentales en términos de bienestar social, pleno empleo y mayor igualdad de las rentas, entre otras cosas significó que generalmente los gobiernos intervinieran mucho más en materias económicas que antes de la guerra. La necesidad de asignar recursos de inversión escasos también implicó un estricto control de las variables económicas, mientras que los problemas de inflación y desequilibrios exteriores exigían atención.
La gama de políticas adoptadas varió considerablemente y sólo es posible bosquejar algunas de las más importantes. Una de las tareas principales fue la de elevar el nivel de inversión, especialmente en las industrias básicas, para asegurar el crecimiento rápido del producto y de las exportaciones y para mejorar los logros de productividad. Todos los países dieron prioridad a la inversión a expensas del consumo. El consumo privado fue restringido mediante controles, mientras que se hacían todos los esfuerzos para estimular la inversión. Los incentivos incluían el crédito barato y fácil, disposiciones fiscales favorables y medidas para estimular el ahorro. El propio gobierno se convirtió en el mayor inversor individual, bien directamente en las empresas públicas de su propiedad —especialmente en Francia y Gran Bretaña, donde una parte sustancial de la industria fue nacionalizada poco después de la guerra— o por medio de canales intermediarios. Así, en Francia, entre 1947 y 1951, un 30 por 100 de todas las inversiones procedía de fuentes gubernamentales y en algunos países la proporción fue tan alta como la mitad. En total, la inversión como proporción de la renta aumentó sustancialmente por encima de los niveles de preguerra, aunque las políticas gubernamentales no fueran la única razón de ello. Un alto nivel de demanda, precios crecientes y un retraso en las inversiones llevaron a invertir capital y, en la coyuntura, la demanda de inversión fue tan alta que tuvo que ser controlada, a fin de canalizar los recursos hacia áreas prioritarias. Algunas de las políticas demostraron estar en conflicto: por ejemplo, incentivos para estimular el ahorro y la inversión, pero impuestos elevados sobre los perceptores de las rentas altas y las empresas. Los controles sobre la asignación de recursos a menudo fueron poco sistemáticos y demasiado rígidos, de manera que la asignación final no era siempre la óptima. En términos generales, sin embargo, las políticas de inversión tuvieron éxito; contribuyeron a conseguir un alto nivel de inversión y los recursos no fueron demasiado mal asignados.
El control de la inflación fue la tarea más difícil. Dada la presión sobre los recursos escasos como consecuencia de los fuertes programas de reconstrucción y el compromiso de las políticas de pleno empleo y bienestar social, junto con el exceso de demanda en toda la economía, las autoridades no podían hacer más que mantener la inflación dentro de unos límites. En efecto, el problema se agravó por las políticas de control del período bélico, incluyendo los subsidios a mercancías clave, que significaron la generación de un potencial inflacionista latente, mientras que del lado de la importación se produjeron fuertes presiones después de la guerra, a causa de una escasez mundial de mercaderías en una época de demanda creciente. La acción política varió, aunque en ningún caso tuvo un éxito completo. Algunos países, Dinamarca, Países Bajos, Noruega, Suecia y Gran Bretaña, utilizaron una combinación de controles fiscales y físicos para frenar los precios y la demanda, aunque con el tiempo, a medida que los controles físicos eran gradualmente desmantelados, el énfasis se desplazó hacia el control de la demanda agregada por medio de medidas fiscales. También se llevaron a cabo intentos intermitentes para controlar los beneficios y restringir los salarios. Pero tales controles sólo podían contener la inflación; no podían detenerla. Además las políticas monetarias poco exigentes colaboraron en sentido opuesto. Con el tiempo, a medida que las condiciones de la demanda y la oferta se hicieron más normales, las presiones inflacionistas disminuyeron, para revivir sólo con ocasión de las devaluaciones de 1949 y de la guerra de Corea. A algunos países, especialmente Francia e Italia, les pareció políticamente más oportuno dejar que los precios subieran y, por tanto, hicieron relativamente poco para frenar la inflación.
Indudablemente, la mayor prioridad en los años de la posguerra fue la necesidad de mejorar las cuentas exteriores. En los tres primeros años después de la guerra, el déficit comercial de Europa occidental superó los cinco mil millones de dólares, frente a los dos mil millones en los años anteriores a la guerra. La cuenta corriente en conjunto, que había estado aproximadamente equilibrada en 1938, mostraba un elevado aunque gradualmente decreciente déficit, desde siete mil cuatrocientos millones de dólares en 1947 a dos mil quinientos millones en 1950. Fue principalmente un desequilibrio de dólares, porque cerca de las tres cuartas partes del déficit acumulado en Europa en el período de 1946 a 1950 era con Estados Unidos. Dada la incapacidad del área para ingresar suficientes dólares, se vio forzada a tomar de sus reservas y recurrir a grandes créditos para afrontar la diferencia.
No es difícil encontrar las razones de los grandes déficits. La guerra había destruido el comercio de exportación de Europa, lo que repercutió en la pérdida de mercados de bienes, tanto para los proveedores locales como para los norteamericanos. Los daños de la guerra y la escasez de recursos significaron que las importaciones se necesitaban urgentemente en los años de la posguerra, cuando las exportaciones estaban menos disponibles; el resultado fue que los volúmenes de exportación disminuyeron más que las importaciones, a lo largo del período de 1938 a 1947, mientras que las tendencias desfavorables de los precios tenían el efecto de aumentar el déficit monetario total. Además, se había producido una gran disminución de ingresos invisibles a través de la liquidación de activos extranjeros, de la pérdida de buques y de la actividad turística, y una contracción de los servicios financieros, al paso que se había incurrido en nuevas cargas por servicio de la deuda, sobre todo en Gran Bretaña. Finalmente, la situación exterior de Europa fue afectada adversamente en los años de la posguerra por un empeoramiento de la relación real de intercambio y por la sobrevaloración monetaria, al menos hasta 1949.
Los ajustes a esta nueva situación podían hacerse de varias maneras, aunque en la práctica hubo ciertas dificultades. Las oportunidades para el ajuste en la cuenta de invisibles eran limitadas, dada la pérdida de activos exteriores y buques, junto con el crecimiento de la flota mundial. Esto significó que la carga del ajuste tenía que caer sobre el comercio de mercancías, principalmente exportaciones, porque una gran parte de las importaciones de Europa consistía en alimentos y materias primas, y éstas tenían que aumentar en los primeros años de la posguerra dada la urgente necesidad de mercaderías. Así, si todo el ajuste debía tener lugar por el lado de la exportación, el volumen de exportaciones en promedio tenía que ser del orden de un 80 por 100 mayor que en 1938, para pagar el mismo volumen de importaciones, o un 60 por 100 si había un 10 por 100 de ahorro sobre los volúmenes de importación de 1938.
Sin embargo, la situación era ligeramente más complicada que esto, en virtud del hecho de que una gran parte del déficit era con el área del dólar. Desgraciadamente, esta área era la principal fuente de suministro de alimentos y materias primas, mientras que la capacidad de Europa para conseguir dólares para pagar estas importaciones era, por una u otra razón, muy limitada. Aparte de los problemas de la oferta interior, era difícil para Europa conseguir dólares directamente en el mercado norteamericano, en gran medida a causa de la autosuficiencia de Estados Unidos, mientras que los ingresos indirectos de dólares, procedentes de terceros países, en los que Europa había confiado antes de la guerra para cancelar sus cuentas con el área del dólar, ya no estaban disponibles simplemente porque estos países ahora también necesitaban dólares. En otras palabras, el restablecimiento del equilibrio exterior no era simplemente una cuestión de un gran aumento de las exportaciones y una disminución de las importaciones; requería, principalmente, una amplia mejora de las relaciones comerciales europeas basadas en el dólar.
En un esfuerzo para tratar el problema, la mayoría de los gobiernos tomaron enérgicas medidas para aumentar las exportaciones y disminuir las importaciones. Se canalizaron recursos hacia las actividades exportadoras, el consumo se mantuvo bajo a fin de liberar todos los recursos posibles para las exportaciones, mientras que se ponían en marcha fuertes campañas de promoción de las exportaciones. Las importaciones se frenaron mediante estrictos controles físicos, la restricción del consumo y la sustitución de importaciones, cuando era posible. Los resultados, aunque superficialmente impresionantes, no fueron enteramente satisfactorios. El volumen de las importaciones europeas occidentales permaneció por debajo del nivel de 1938, que ya era bajo —15 por 100 menos en 1950 y 10 por 100 menos en 1951—. Los desplazamientos en las fuentes de aprovisionamiento, sin embargo, fueron exactamente los contrarios de lo que hubiera hecho falta. La disminución de las importaciones reflejó el bajo nivel de suministros obtenido de fuentes no vinculadas al dólar (especialmente Europa oriental), mientras que las importaciones en dólares estuvieron constantemente por debajo del nivel de preguerra, tanto como el 31 por 100 en 1951. Asimismo, los logros en la exportación fueron sustanciales, pero inadecuados. El volumen total de las exportaciones europeas occidentales aumentó un 40 por 100 entre 1938 y 1951, pero esto fue insuficiente para compensar la pérdida de ingresos invisibles y los efectos del empeoramiento de la relación de intercambio. Además, los resultados en el área del dólar no fueron muy satisfactorios. Aunque las exportaciones a Estados Unidos entre 1949 y 1951 estaban claramente por encima del nivel de preguerra, se mantenían por debajo del nivel de 1925-1929, mientras que la participación de las exportaciones europeas occidentales hacia el área del dólar sólo aumentó moderadamente. Así, al doblar la década, la escasez de dólares seguía siendo un problema irresoluble. Estimaciones contemporáneas sugerían que Europa necesitaba unos ingresos adicionales de dólares de unos cuatro mil millones anuales para realizar un ajuste pleno y efectivo de sus cuentas exteriores. Esta cifra tiene en cuenta la supresión de las restricciones contra las importaciones en dólares, la eliminación de la ayuda norteamericana y la necesidad de constituir unas reservas razonables de oro y dólares. En la época, esto parecía una tarea casi imposible, pero durante el curso de los años cincuenta la situación de la balanza de pagos de Europa se transformó radicalmente en sentido favorable (véase el capítulo 7).
En resumidas cuentas, por tanto, Europa occidental logró una recuperación notable en el período de 1945 a 1950, aunque su posición exterior continuara siendo débil. Los resultados contrastan fuertemente con la desafortunada experiencia que siguió a la primera guerra mundial. El progreso económico descansó en el logro y mantenimiento de altos niveles de empleo e inversión, un gran flujo de ayuda exterior y fuertes presiones de la demanda, sobre las que nunca se perdió el control. Sin embargo, el alto nivel de la demanda originó presiones inflacionistas que agravaron las dificultades del cambio; de ahí la necesidad de mantener estrictos controles sobre las importaciones y el consumo, y de recurrir a la devaluación en 1949. En este período, las autoridades fueron muy conscientes de un problema que iba a mantenerse más allá de los años de reconstrucción; es decir, su incapacidad para perseguir con éxito una serie de objetivos incompatibles, a saber, expansión rápida, pleno empleo, estabilidad de precios y equilibrio exterior. En la época, muchos gobiernos se vieron obligados a confiar en una amplia serie de controles directos y fuertes medidas fiscales para contener la inflación, sostener la balanza de pagos y asignar recursos a las necesidades prioritarias. Estas medidas se mostraron impopulares y con el tiempo dejaron de tener utilidad, produjeron efectos irracionales en la inversión, el comercio y los pagos, y no pudieron eliminar la inflación cuando había causas exteriores presionando los precios al alza. Bajo estas condiciones se hizo cada vez más difícil mantener los controles y todo el sistema se vio seriamente debilitado por el ataque desde el lado de la demanda en 1950-1951, originado por las devaluaciones de 1949 y la guerra de Corea. En lo sucesivo, iba a ponerse mayor confianza en métodos más generales de controlar la inflación y alcanzar objetivos macroeconómicos (véase el capítulo 7).
Alemania merece un tratamiento separado y más detallado, porque su experiencia de recuperación fue completamente diferente a la de cualquier otro país en Europa. Ésta, en gran parte, procedió de las políticas de ocupación aliada y soviética, que hasta 1948 ciertamente frenaron cualquier progreso real. En 1947 el producto industrial tanto en la zona oriental como en la occidental no estaba muy por encima del que había sido al final de la guerra, el 47 y el 33 por 100 de los niveles de 1938, respectivamente. En 1948 tuvo lugar un cambio radical de política, lo que estimuló una rápida recuperación, de manera que en 1950-1951 se alcanzaron finalmente los niveles de producción de la preguerra. Berlín, por razones obvias, no participó en este salto adelante.
El plan para dividir Alemania había sido formulado mucho antes del final de la guerra. Las esferas de influencia fueron fijadas por la Comisión Consultiva Europea creada en noviembre de 1943 tras una reunión en Moscú de los ministros de Asuntos Exteriores de Estados Unidos, la Unión Soviética y el Reino Unido. La Unión Soviética ansiaba particularmente diseccionar Alemania en interés de su propia seguridad y para promover su política de control hegemónico en el sector oriental de Europa. La Comisión, por lo tanto, estableció los límites de las zonas de ocupación en Alemania: tres en el oeste y una en el este, con la división centrada en Berlín, que se convirtió de hecho en la línea divisoria Este-Oeste que partió Europa.
Inicialmente, las fuerzas de ocupación se orientaron no sólo a sujetar a Alemania, sino que también la excluyeron de los planes de rehabilitación. En la práctica estas directivas no pudieron desarrollarse al pie de la letra, aparte de que tenían un cierto aire de irrealismo en una época en que Estados Unidos estaba proporcionando ayuda para evitar el hambre. Para mantenerse ellas mismas, las autoridades de ocupación se vieron obligadas a desarrollar un cierto trabajo de reparación y reconstrucción, mientras que probablemente sentían alguna obligación moral de asegurar que suministros suficientes de artículos de primera necesidad fueran puestos a disposición de la población autóctona. Así, un cierto volumen de trabajo de restauración fue acometido en este período, especialmente en la zona norteamericana. Sin embargo, tales medidas de ayuda fueron relativamente insignificantes frente al impacto generalmente represivo de las administraciones de ocupación. Las fuerzas de ocupación organizaron las zonas sobre líneas militares, imponiendo órdenes detalladas y rígidas, junto con rigurosos controles para contener las presiones inflacionistas. El resultado fue que la economía estaba casi paralizada.
Desde mediados de 1947 esta actitud de línea dura fue gradualmente modificada. Las potencias aliadas cayeron por fin en la cuenta de que una Europa próspera dependería en parte de la reconstrucción de la economía alemana. Además, la creciente fricción entre el Este y el Oeste añadió mayor urgencia a la necesidad de fortalecer a Alemania para proporcionar un baluarte contra la Unión Soviética. De acuerdo con ello, la política de represión fue completamente abandonada en favor de medidas constructivas. Éstas comprendían la inclusión de Alemania en el PRE, una fuerte reducción en el calendario de desmantelamiento, reforma monetaria y supresión de controles, medidas de reconstrucción más positivas a cargo de las fuerzas de ocupación e intentos de fusionar las zonas occidentales en una. Los últimos esfuerzos culminaron en la formación de la República Federal Alemana en septiembre de 1949, después de lo cual los aliados cedieron una parte sustancial de su poder en Alemania.
Con mucho, la tarea más urgente era la de la reforma monetaria. La guerra había dejado el sistema financiero de Alemania en el caos, con una enorme sobreoferta de dinero en relación con la disponibilidad de mercancías, lo que significaba fuertes presiones inflacionistas. Éstas fueron suprimidas por completo durante un tiempo, mediante los sistemas de racionamiento y control de precios de las autoridades de ocupación, pero a costa de estrangular la actividad económica. Además, se desarrolló un sector de mercado negro significativo, en el que los precios en promedio eran unas cincuenta veces mayores que los precios legales. La conveniencia de reformar la moneda no se discutía, pero su instrumentación fue retrasada por un gran número de diferentes planes propuestos, y también por factores políticos. El Acuerdo de Potsdam de 1945 había especificado que Alemania tenía que ser tratada como una unidad en materias económicas, incluyendo la reforma monetaria. Sin embargo, el desacuerdo entre las propias potencias aliadas hizo poco para promover este objetivo en los primeros años, mientras que el desacuerdo entre el Este y el Oeste sobre las reparaciones y el control de la industria alemana retrasó la reforma monetaria. La intransigencia rusa en este tema al final condujo a que se emprendiesen reformas monetarias separadas en los dos sectores, acción que sólo sirvió para reforzar la división del país en dos partes. La escisión implicó algunas pérdidas a corto plazo para Alemania occidental, por ejemplo importaciones de alimentos del este, pero no tuvo un impacto serio o duradero sobre la economía de Alemania occidental.
Cuando la reforma monetaria se promulgó finalmente en el verano de 1948, se mostró extremadamente rigurosa e injusta. Redujo la oferta monetaria de 122.400 millones de Reichsmarks presentados para su conversión a diez mil quinientos millones de nuevos Deutschmarks, aunque se incrementaron a 13.200 millones al terminar el año. Esto penalizó fuertemente al público con activos líquidos, pero mejoró en gran manera la situación de los poseedores de activos no monetarios. Sin embargo, ello aumentó notablemente los incentivos para los negocios y con la subsiguiente supresión de controles quedó el camino abierto para un aumento importante de los beneficios. Así, después de dos o tres años de estancamiento industrial, el producto se disparó hacia arriba en la segunda mitad de 1948 y a partir de entonces la recuperación de Alemania continuó libremente. Fue apoyada por un gran flujo de ayuda exterior, que proporcionó divisas y fondos de inversión, un fuerte renacimiento de las exportaciones y una oferta de trabajo flexible junto con políticas diseñadas para estimular la inversión y los beneficios, contener los salarios y asegurar la estabilidad monetaria. Sin embargo, no fue hasta 1951 cuando la producción industrial superó el nivel de preguerra, mientras que la agricultura y los servicios se retrasaban. La renta neta per cápita se mantuvo todavía un poco por debajo del nivel de preguerra, a causa del gran flujo de población desde el Este. Sin embargo, la economía se encontraba en un estado mucho más saludable que unos pocos años antes.
Alemania oriental lo pasó peor bajo el dominio soviético, aunque incluso aquí hubo una notable recuperación después de 1948. Berlín, sin embargo, era otra cosa. La ciudad fue muy dañada por la guerra, con el resultado de que sus actividades económicas y financieras fueron gravemente perjudicadas. Pero lo peor todavía estaba por venir. Un desmantelamiento parcial de la industria poco después de la guerra, seguido de una reducción de la ayuda exterior y del bloqueo ruso, dejaron a Berlín casi postrada. La producción industrial, ya a un nivel muy bajo en 1946 y 1947, descendió aún más, por debajo del 20 por 100 del nivel de preguerra en 1949. Aunque a renglón seguido se suavizaron las condiciones con la renovación de la ayuda, todavía a mediados de la década de los cincuenta la ciudad se encontraba a notable distancia de los antiguos niveles de actividad económica.
La recuperación en Europa oriental fue al principio más lenta que en el Oeste, aunque más tarde el Este recuperó parte del terreno perdido. El desfase inicial no era sorprendente, habida cuenta del hecho de que Europa oriental había sido devastada más gravemente que la occidental. Las ganancias temporales conseguidas gracias a la máquina de guerra alemana, tuvieron en una última instancia un alto coste para la región. La magnitud de las pérdidas y la destrucción fue probablemente mayor que durante la Primera Guerra Mundial. Millones de personas habían sido asesinadas, muertas, torturadas, heridas, desplazadas o simplemente habían desaparecido. Se produjo una gran destrucción de propiedades y equipo, el expolio intenso de las tierras agrícolas y la desorganización total de los sistemas de transporte y financiero, y de las redes de distribución. Cuando cesaron las hostilidades, la producción industrial en la mayoría de los países, aparte de la Unión Soviética, era la mitad o menos que antes de la guerra, mientras que el producto agrícola se encontraba extremadamente deprimido. De hecho la vida económica normal casi se había paralizado en muchas áreas y muchas personas estaban al borde de la inanición.
Los dos países más afectados fueron Yugoslavia y Polonia. En el primero, el amargo enfrentamiento entre partisanos y grupos étnicos provocó pérdidas masivas de bienes y vidas. Cerca de una décima parte de la población pereció, casi la mitad del equipo de transporte, incluyendo carreteras, fue destruido, una proporción similar del ganado, una quinta parte de las viviendas y un tercio o más de la capacidad industrial, incluyendo el 70 por 100 de las instalaciones de fabricación de hierro. Yugoslavia sufrió una de las peores caídas de Europa en el nivel de vida y, al finalizar la guerra, una gran parte de la población se hallaba al borde de la inanición. A Polonia no le fue mucho mejor. La amarga resistencia se cobró su precio en la población: seis millones, la mitad de ellos judíos, perecieron. De nuevo, hubo grandes daños en propiedades y capital: un tercio de la vivienda, las dos terceras partes de la industria local, un tercio de las vías férreas y el 80 por 100 del material rodante fueron destruidos. En agricultura, alrededor del 60 por 100 del ganado, el 25 de los bosques y el 15 de los edificios agrícolas se perdieron o fueron destruidos. El daño a los recursos de la tierra por el abandono gratuito de desechos de los ejército de ocupación y las posteriores fuerzas de liberación, y por la falta de fertilizantes y la negligencia general en su mantenimiento supuso que gran parte de la tierra se volviese infértil por un tiempo.
Las pérdidas sufridas por Hungría también fueron considerables, a pesar de que posiblemente le fue un poco mejor que a Yugoslavia o Polonia. Más de la mitad de su capacidad industrial y las dos terceras partes de los equipos de transporte fueron destruidos o inutilizados, el ganado se redujo casi a la mitad y una quinta parte de las viviendas destruidas. La destrucción y los daños bélicos fueron también graves en todo el este de Europa, pero por lo general menos extensivos. Bulgaria, Rumanía y Checoslovaquia lograron escapar de lo peor de los choques directos, por lo que salieron de la guerra con sus estructuras productivas en mejor forma. Sus pérdidas de capital fueron menos extensas que en los otros tres países citados y sus niveles de producción fueron también menos seriamente afectados. Por lo tanto, la renta y la producción de Yugoslavia y Polonia se redujeron en un 50 por 100 o más entre 1938 y 1944-1945 y el 40 por 100 en Hungría, pero en Checoslovaquia, la caída fue sólo alrededor de una cuarta parte.
La reducción global de la actividad productiva fue mayor en algunos casos que la pérdida o destrucción real de activos físicos parecían indicar. Esto se puede explicar por las caóticas condiciones que prevalecieron en la mayoría de estos países al final del conflicto. Más revelador en el corto plazo que la pérdida de bienes de capital, fue la dimensión de la dislocación y alteración de los sistemas económicos y de la normal vida económica surgida de seis años o más de movilización y de contienda, reflejada en la grave escasez de capital de trabajo, de materias primas esenciales, de componentes y de reparación de instalaciones, la escasez de habilidades técnicas, los cuellos de botella en las comunicaciones, los problemas de adaptar la producción a la paz y sobre todo el absoluto agotamiento de poblaciones desnutridas. Tras varios años de lucha y graves privaciones, pocas personas tenían la fuerza y la voluntad para esforzarse excesivamente, sobre todo porque la escasez de alimentos redujeron su ingesta calorífica. La escasez general de productos alimenticios, sobre todo de alimentos saciantes como los cereales y las patatas, se convirtió en un problema real en la posguerra. Por ejemplo, Polonia sufrió una caída del 60 por 100 en el pan y en cereales secundarios, mientras que la producción de carne bajó a un 14 por 100 respecto de antes de la guerra. La escasez de grasas y productos animales fue particularmente aguda como resultado de la pérdida de ganado y la falta de forraje. En algunos países, la producción de grasas era sólo una fracción de lo normal: 13 por 100 en Polonia, 25 por 100 en Yugoslavia y menos del 50 por 100 en Checoslovaquia.
La escasez de alimentos constituyó, sin duda, el problema más acuciante a corto plazo, ante la inminencia de la inanición. El problema de la comida era un problema mundial y las dificultades de distribución se exacerbaron en todo el mundo a causa de las pérdidas en el transporte marítimo y la degradación en el terrestre. La posición de Europa del Este también se vio agravada por sus escasos recursos para pagar las importaciones de la zona dólar, que era prácticamente la única fuente de oferta disponible a corto plazo. Por lo tanto, y sobre todo, pronto se hizo evidente que sin un poco de ayuda externa mucha gente moriría de hambre. De hecho, si no hubiera sido por la ayuda recibida a través de la UNRRA, mucha gente habría muerto de hambre. Los suministros de ayuda fueron de considerable importancia para Polonia, Checoslovaquia, Hungría y Albania en los años de la inmediata posguerra; por ejemplo, representaron un 11 por 100 de la renta nacional polaca en 1946. Sin embargo, disminuyeron rápidamente después de 1946 y Europa oriental, por razones obvias, no fue incluida en el Plan Marshall. Así, Europa oriental tuvo que afrontar sus dificultades con una asistencia exterior limitada; la Unión Soviética proporcionó poca ayuda y ciertamente exigió reparaciones a Alemania oriental y a los antiguos aliados Hungría y Rumanía (véase más adelante).
En medio de las muchas dificultades que afrontaban estos países, también tuvieron que lidiar con la transformación radical de sus regímenes poco después de la guerra. Aunque a finales de 1945 la Unión Soviética se había convertido en la influencia dominante en Europa oriental, sólo Yugoslavia había sucumbido al estímulo socialista, estableciendo en noviembre de 1945 la República Federal Socialista de Yugoslavia. Aquí, el trabajo de Tito y la causa partisana fueron fundamentales para crear las nuevas instituciones políticas y movilizar a los dispares elementos étnicos tras la pancarta del nacionalismo. En otras partes de Europa oriental, los gobiernos provisionales de coalición, con los comunistas como uno de los componentes, no constituyeron la regla general durante la posguerra.
Sin embargo, en el lapso de unos tres años, todos los países de la región habían completado su transformación en regímenes socialistas, adoptando el modelo soviético como punto de referencia. Esta repentina transformación no deja de resultar desconcertante, pues la mayoría de las poblaciones de estos países no tenían sólidas inclinaciones comunistas. Por ejemplo, en Polonia apenas el 5 por 100 de la población se hallaba comprometida con la causa comunista, y lo mismo puede decirse del resto. Es tentador, por supuesto, considerar el papel de la Unión Soviética como la fuerza motriz detrás de la transformación de los regímenes, a la vista de su poderosa influencia en la región, incluso antes de la guerra, cuando infiltró agentes para difundir el evangelio comunista. No obstante, aunque el apoyo comunista le permitió ganar algo de terreno, estaba lejos de ser una fuerza dominante en ese momento.
El enigma puede quizá explicarse mejor en términos de lo que Rothschild (1989) ve como el elemento de continuidad entre la conquista y el control alemán y el cambio de régimen comunista, que proporcionó una ruptura con lo que había antes. La Gran Depresión y la segunda guerra mundial habían debilitado seriamente el poder de la vieja guardia política en un momento en que existía una demanda creciente de cambio entre la población. Los comunistas explotaron estas oportunidades al máximo y, en muchos aspectos, sus métodos para obtener dicho control guardaban una sorprendente semejanza con los de los nacionalsocialistas en Alemania. Dentro de las grandes coaliciones multipartidistas de los primeros años de posguerra, los comunistas, con la asistencia de la Unión Soviética, fueron capaces de subvertir los normales procesos políticos y emerger como la fuerza política dominante gracias a prácticas electorales fraudulentas y tácticas terroristas. Los elementos no comunistas fueron expulsados sin pestañear del escenario mediante diversas malas prácticas, tales como palizas, encarcelamientos y amenazas de muerte. A medida que aumentaba el terror, muchas de las víctimas o capitularon o huyeron al extranjero, dejando que los comunistas asumieran el control. A finales de 1948, las administraciones comunistas tenían el control absoluto de todos los países, con unos gobernantes leales al poder de la Unión Soviética. Una vez al mando, estos dictadores se dedicaron entonces a la prevención de cualquier vuelta atrás con campañas intensivas de rusificación, con la adopción del modelo soviético de único partido y control centralizado de toda la actividad política. Con el paso del tiempo, esto condujo al abuso de su posición y al sometimiento de las poblaciones a los caprichos de dictadores autoritarios.
Así, para todos los países de Europa oriental, la década de los cuarenta, tras un período de violentas agitaciones políticas y sociales, implicó un cambio total en el sistema de relaciones de propiedad y la emergencia del Estado como el principal agente de la actividad económica. En consecuencia, en los años de reconstrucción, todos los países se movieron rápidamente del capitalismo al socialismo. En la mayoría de los casos, este proceso ya fue iniciado por los gobiernos interinos de coalición, pero se aceleró y profundizó con los nuevos regímenes. La reforma agraria fue la primera cuestión de la agenda, seguida de la expropiación de la industria, las finanzas, la banca, el comercio y, finalmente, la distribución. En 1949, la mayoría de las principales ramas de la actividad económica pasaron a ser propiedad y ser gestionadas por el estado. El comercio exterior también se convirtió en un monopolio estatal y los países del bloque oriental fueron alentados por la Unión Soviética para colaborar juntos económicamente y omitir los contactos con los países occidentales. A principios de 1949, se creó el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME o COMECON) con el propósito de fomentar el estrechamiento de las relaciones económicas y un desarrollo más integrado entre los países miembros del campo socialista.
Sin embargo, el desarrollo respecto de la socialización de la agricultura fue más prolongado. La primera tarea principal fue la reforma agraria para satisfacer la fuerte demanda de los campesinos de una mayor igualdad en la propiedad de la tierra. Las reformas agrarias de entreguerras no habían resuelto totalmente el problema, porque seguían existiendo todavía muchos latifundios y muchos campesinos sin tierra. Así, Bulgaria aparte, donde el sistema de propiedad de la tierra era equitativo, se promulgaron amplias reformas agrarias en todos los países. En esta coyuntura, la tierra no fue nacionalizada sino redistribuida a los pequeños agricultores y a los campesinos sin tierra y, en el proceso, la propiedad de la tierra a gran escala fue eliminada. Pero no fue hasta la década de los cincuenta, con la decisión de colectivizar la agricultura en contra de las promesas previas en sentido contrario de los líderes comunistas, cuando la transición a una agricultura socialista nació finalmente.
En la práctica, las reformas agrícolas pudieron convertirse en un arma de doble filo, pero la valoración es difícil ya que pronto fueron sobrepasadas por el programa de colectivización. Sin duda, las reformas satisficieron a muchos campesinos, puesto que los pequeños agricultores y los campesinos sin tierra recibieron parcelas de tierra que les proporcionaban un medio de vida, aunque fuese pobre, y permitió borrar el concepto de hambre de tierra. Comercialmente era menos beneficioso, ya que se fragmentaban granjas comerciales de gran tamaño en parcelas pequeñas que no siempre podían ser cultivadas eficientemente. Como consecuencia de ello, la transición seguramente contribuyó a retrasar la recuperación de la producción agrícola cuando más se necesitaba. Tampoco la reforma agraria resolvió totalmente el problema de fondo de la sobrepoblación de la tierra, lo que a largo plazo podría ser aliviado solamente mediante la industrialización y el cambio estructural.
El pleno desarrollo de la planificación socialista requirió más tiempo para ponerla en práctica porque, hasta que la empresa privada fue totalmente eliminada de escena, era complicado introducir ejercicios de planificación rigurosos. Existía un apoyo bastante amplio para introducir algún tipo de planificación, debido a la falta de desarrollo de las economías y a la urgente necesidad de industrializarse. De hecho los gobiernos provisionales de coalición dieron pasos tentativos en dicha dirección, pues los planes de reconstrucción a corto plazo puestos en marcha poco después de la guerra centraron su atención en la gran industria y establecieron objetivos para los principales sectores de la economía. Hacia el final de la década, cuando la fase de reconstrucción iba a terminar y la política de nacionalización estaba casi completada, dirigieron su atención a la planificación más global y más a largo plazo del modelo soviético.
Yugoslavia, el primer país que estableció un estado socialista, fue también el primero en introducir la planificación a largo plazo, con la inauguración de un plan quinquenal en 1947. Sin embargo, Yugoslavia también adoptó una línea más independiente respecto de Moscú y, en consecuencia, fue expulsado en el verano de 1948 de la Oficina de Información Comunista (Kominform), creada a finales del año anterior para facilitar el control de Moscú sobre el comunismo internacional. Otros países siguieron su ejemplo, aunque sin apartarse de la línea soviética. En 1949, Bulgaria y Checoslovaquia pusieron en marcha sus planes quinquenales, Hungría hizo lo mismo en 1950, como hizo Polonia aunque con un sexenal, mientras que Rumanía cerraba la marcha con una plan quinquenal en 1951.
Los objetivos principales tras estas nuevas estrategias de planificación buscaban construir economías poderosas por medio de la planificación central y la dirección y control detallado de toda la actividad económica hasta la casi exclusión de la empresa privada y las fuerzas del mercado. Inevitablemente, por lo tanto, esto implicó la ofensiva final contra los remanentes del sector privado, especialmente en los comercios al por menor, así como el inicio de la agricultura socializada. A principio de los años cincuenta, sólo quedaban algunos rastros del sector privado en la agricultura. El aspecto más importante del cambio de política fue la instrumentación de planes elaborados centralmente, que establecían con detalle los objetivos que debían alcanzarse en los diferentes sectores de la economía. Se prescribieron normas para la productividad laboral, y se especificaron los ratios de conversión entre los recursos y el producto final. Los niveles salariales y las asignaciones materiales debían ajustarse a dichas normas. Los planes también ponían mucho énfasis en la necesidad de maximizar el crecimiento mediante un incremento de la inversión, dando prioridad a los bienes de equipo pesado y al equipamiento militar a expensas de los productos de consumo. En otras palabras, se primaba el crecimiento extensivo a toda costa por encima del desarrollo intensivo. Como veremos en capítulos posteriores, la estrategia de planificación funcionó por un tiempo, consiguiendo grandes tasas de crecimiento absolutas, pero a largo plazo el crecimiento extensivo demostró ser ineficiente y tecnológicamente subdesarrollado, y acabó siendo uno de los factores de la caída de los regímenes socialistas a finales de siglo.
Volviendo a la cuestión de la reconstrucción y la recuperación durante la posguerra, Europa oriental tuvo un arranque lento en comparación con la occidental, pero no es de extrañar, dados los enormes problemas que afrontaban estos países. Durante la última parte del período, consiguieron ponerse a la altura y el rendimiento general fue notable. En la inmediata posguerra, la situación parecía sin esperanza, pues muchas personas se hallaban al borde de la inanición. De hecho, si no hubiera sido por los primeros esfuerzos de ayuda de emergencia, sobre todo bajo la dirección de la UNRRA, la pérdida de vidas por la miseria absoluta hubiera sido grave. Las provisiones de auxilio de esta agencia fueron especialmente cruciales en los primeros años para los antiguos simpatizantes aliados (Checoslovaquia, Polonia y Yugoslavia). Gran parte de la ayuda llegó en forma de alimentos, ropa y suministros médicos, aunque también hubo alguna asistencia preliminar específicamente destinada al fomento de la rehabilitación agrícola e industrial. El principal beneficiario de suministros de la UNRRA durante los primeros dieciocho meses y hasta finales de 1946 fue Polonia, con un 10 por 100 del total de bienes y servicios del país provenientes de dicha fuente, con un pico en el segundo trimestre de 1946, de 16 por 100.
La asistencia a corto plazo representaba un bienvenido salvavidas para estos países, sobre todo porque la mayor parte de la ayuda vino de forma gratuita, aunque la experiencia occidental con el Plan Marshall demostró que aún se necesitaba más. La mayor parte de la ayuda de la UNRRA fue diseñada para satisfacer las necesidades más urgentes a corto plazo, y se concentró sobre todo en los años 1945 y 1946. Por otra parte, la asistencia se puso a disposición únicamente de los antiguos aliados, excluyendo de forma automática a Bulgaria, Hungría y Rumanía. Lo mismo puede decirse de los créditos comerciales, la mayoría de los cuales se destinaron a Checoslovaquia, Polonia y Yugoslavia. Tampoco se produjo la posterior reconstrucción masiva vivida en Occidente, pues el estallido de la guerra fría impidió a Europa oriental participar en el Plan Marshall.
Tampoco fue sorprendente lo que hizo la Unión Soviética para ayudar a sus correligionarios socialistas. De hecho, más bien al contrario, en el caso de los antiguos países enemigos, les exigió reparaciones sustanciales y tan sólo Bulgaria logró escapar relativamente bien librada. Así, Europa oriental fue despojada de la mayor parte de sus activos productivos, que fueron remitidos a la Unión Soviética para ayudar a la reconstrucción de su devastada economía. Entre 1945 y 1946, las entregas en concepto de reparación de Hungría a la Unión Soviética ascendieron a no menos del 17 por 100 de su, ya deprimida, renta nacional, e incluso en los años siguientes la proporción osciló entre el 7 y el 10 por 100. En el caso de Rumanía, la proporción de renta entregada ascendió al 14 o el 15 por 100 en 1947-1948; aproximadamente la mitad de las entregas consistieron en petróleo. Pero Alemania oriental probablemente se llevó la peor parte de la política de reparaciones, además de tener que sufragar los gastos de las tropas soviéticas estacionadas en la República Democrática Alemana (RDA). Entre 1950-1951 se llegó al punto álgido, las exacciones soviéticas suponían más del 17 por 100 de la renta nacional de la RDA, y las imposiciones continuaron a un ritmo decreciente durante otros dos o tres años hasta que los disturbios de 1953 obligaron a la Unión Soviética a modificar su política.
En general, por tanto, Europa oriental fue tratada con mayor dureza que tras la primera guerra mundial. Hubo, además, otros factores que retardaron el progreso. Los cambios de fronteras y los movimientos de población plantearon nuevos problemas a Checoslovaquia, Polonia y Alemania oriental, sobre todo el desplazamiento de poblaciones de habla alemana hacia el oeste. Las presiones inflacionistas y los trastornos monetarios también fueron características comunes, especialmente en los antiguos países ocupados, y se necesitaron reformas fiscales y monetarias para lidiar con la situación. El peor caso fue el de Hungría y Rumanía, donde la espiral creciente de los precios asumió proporciones hiperinflacionistas (en el caso húngaro, un récord histórico), mientras que Polonia también experimentó un fuerte aumento de los precios en los primeros dos años después de la guerra. Sin embargo, en 1948, cuando fue reformada la moneda alemana oriental, la mayoría de los países habría recobrado el control de la situación. Por último, cabe destacar una vez más la dislocación inevitable causada por los cambios de régimen y la posterior transición del capitalismo al socialismo.
Al final, la fortaleza de la recuperación en Europa oriental fue notable. En 1949, el nivel general de la actividad había superado el previo a la guerra —excepto en Rumanía y Alemania oriental—, en gran parte debido al fuerte aumento de la producción industrial, priorizada en el proceso de planificación. Aparte de Alemania oriental, donde la política de la Unión Soviética había obstaculizado la recuperación, todos los países habían sobrepasado sus niveles de producción industrial de preguerra, en algunos casos como Bulgaria y Polonia por un amplio margen, mientras que dos años antes los niveles de producción eran todavía bastante bajos. Por otra parte, la agricultura se quedó atrás. En 1948-1949, la producción agrícola en los siete países fue sólo el 80 por 100 del nivel de preguerra de 1934-1938. En parte, fue debido a la baja prioridad otorgada al sector en los mecanismos de planificación y a su incierto estatus futuro como industria. De hecho, serían necesarios unos años más para que la agricultura se recuperase completamente de los estragos de la guerra.
La recuperación más lenta de la agricultura y del sector servicios de la economía moderaron las ganancias globales de la renta nacional, mientras los cambios per cápita variaron considerablemente de país a país debido a los diferentes movimientos de población. De este modo, en Alemania oriental y Rumanía los niveles de renta per cápita eran todavía más bajos que antes de la guerra, debido a los movimientos de población y a los relativamente bajos ritmos de recuperación. Por contra, Polonia y Checoslovaquia registraron un aumento significativo de la renta per cápita debido a su sólida recuperación y a la pérdida de población. Sin embargo, el consumidor se vio poco beneficiado por la mejora. Aunque la distribución de los ingresos pudo ser más equitativa en los regímenes socialistas que en el pasado, el monto a consumir por la población se mantuvo deliberadamente bajo por las autoridades de planificación en aras de impulsar la tasa de inversión y por la prioridad concedida a los productores de bienes duraderos. El consumo también bajó por la lenta recuperación de la producción de alimentos, mientras que el consumo per cápita de bienes no alimenticios cayó por debajo de los niveles anteriores. Alemania del Este fue sin duda la más afectada. Los consumidores llevaron la peor parte de la política soviética de duras reparaciones, por lo que el consumo se mantuvo deprimido durante varios años. Incluso después de 1950, la proporción de renta destinada a consumo personal sólo era de alrededor del 50 por 100, en comparación con más del 60 por 100 de antes de la guerra. Además, la calidad y variedad de bienes de consumo que se ofrecían dejaban mucho que desear.
A fin de cuentas, la recuperación de Europa oriental después de la guerra fue encomiable, a pesar del coste para el consumidor. Tras un comienzo lento, el rendimiento global le permitió compararse con Europa occidental. Dados los múltiples problemas a los que se enfrentaron estos países —la transición a los nuevos regímenes y la limitada asistencia de fuentes externas—, constituye un logro nada despreciable. Dice mucho del coraje y la determinación de su población y de los éxitos de los planificadores, el haber sacado adelante a estos países y haber situado sus economías sobre una base firme. Al empezar la nueva década, todos los países de la región habían institucionalizado los mecanismos de planificación y la transición del capitalismo al socialismo estaba casi completa, a excepción de la agricultura, mientras que en gran medida los vínculos con la economía internacional habían sido cortados. La planificación por parte del estado se había convertido en una nueva forma de vida para dichos países. Si el Nuevo Orden era capaz en los próximos años de cubrir la necesidades de la sociedad constituye otro asunto a discutir en capítulos posteriores.
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La recuperación de la Unión Soviética fue aún más impresionante, dado el hecho de que el país había sufrido un daño enorme durante la guerra. Aparte de las grandes pérdidas industriales en las áreas ocupadas, se había producido un daño grave en el sector agrícola, incluyendo sustanciales pérdidas de ganado. Sin embargo, la industria mostró una mayor capacidad de adaptación y, como ya se ha hecho notar, la producción industrial soviética logró una notable recuperación después del punto mínimo de 1942, en buena medida como resultado de la creación de una nueva base industrial en el este. Así, al final de la guerra, el producto industrial en Rusia estaba mucho más cerca del nivel de preguerra que en cualquiera de los países orientales. El cuarto plan quinquenal (el tercero había comenzado a finales de los años treinta pero fue interrumpido por la guerra) había de cubrir el período de 1946 a 1950 y dio prioridad a la reconstrucción de las áreas devastadas y al desarrollo continuo de la industria pesada, especialmente en las regiones más nuevas no dañadas por la guerra. Los resultados fueron impresionantes en el sector industrial, aunque la agricultura no logró alcanzar sus objetivos. En 1950 la producción industrial era mucho más elevada que antes de la guerra, teniendo lugar la principal expansión en los bienes de producción. La agricultura, sin embargo, apenas consiguió alcanzar su antiguo nivel de producción del tiempo de paz. También se produjo un gran aumento de la renta nacional, pero el grueso de este aumento fue debido a la inversión y a la defensa, y muy poco fue a elevar los niveles de consumo, que permanecieron cerca o ligeramente por debajo de los de preguerra.
1. Compare y contraste los acuerdos de posguerra con los de después de la primera guerra mundial.
2. ¿Qué contribución hizo el Plan Marshall a la recuperación de la Europa de posguerra?
3. ¿Por qué Europa oriental se convirtió en un bloque socialista tras la guerra?
4. ¿Por qué se retrasó la recuperación en Alemania?
5. ¿Qué papel jugaron los factores políticos en la configuración de la Europa de posguerra?