7. LA ÉPOCA DORADA DEL CRECIMIENTO ECONÓMICO DE POSGUERRA

 

 

 

 

1. CRECIMIENTO DE POSGUERRA Y COMPARACIONES DE ENTREGUERRAS

 

Probablemente, la característica económica más destacada del continente europeo en su conjunto, en las dos décadas anteriores a 1970, haya sido el nivel sostenido y alto de crecimiento económico. Después de la inicial recuperación de la posguerra, que en 1949-1950 había llevado a la mayoría de los países a niveles próximos, por encima o por debajo, a su producción de preguerra, se produjo un aumento sostenido del producto y de la producción industrial en todas las regiones: la Europa occidental industrial, la Europa meridional (Grecia, Portugal, España y Turquía) y el sector oriental. De hecho, hubo pocas interrupciones significativas del progreso y el avance de Europa fue más rápido que el del resto del mundo. Entre 1950 y 1970 el producto interior bruto europeo creció en un promedio del 5,5 por 100 anual y del 4,4 por 100 en términos de per cápita, frente a unas tasas mundiales en promedio del 5 y del 3 por 100, respectivamente. La producción industrial aumentó aún más deprisa, al 7,1 por 100 anual, comparado con una tasa mundial del 5,9 por 100. Así, en la última fecha el producto per cápita en Europa fue casi dos veces y media mayor que en 1950. El ritmo de progreso contrasta agudamente con la tasa de crecimiento a largo plazo anterior a 1950. De acuerdo con los cálculos de Bairoch, el crecimiento de la renta per cápita europea apenas alcanzó el uno por 100 anual desde 1800 hasta 1950, frente al 4,5 por 100 desde este último año. En otras palabras, en la generación de finales de los años cuarenta la renta per cápita ha progresado más que en los 150 años, aproximadamente, anteriores a 1950. Esto soporta muy favorablemente la comparación con la cifra de Estados Unidos en la posguerra, país que surgió mucho más fuerte de ambas guerras mundiales; después de 1950, el crecimiento del producto per cápita fue sólo la mitad del de Europa, un 2,2 por 100 anual. Sólo Japón, entre los principales países, superó los resultados de Europa en los años cincuenta y sesenta.

El resultado neto de estas notables realizaciones fue un considerable fortalecimiento de la situación económica de Europa en la economía mundial. Mientras que durante los años de entreguerras y hasta 1950 la influencia económica de Europa fue declinando, como consecuencia de los efectos de las dos guerras mundiales y una gran depresión, desde 1950 más o menos su participación en la actividad económica global aumentó de forma muy notable. Durante el período de 1950 a 1970 su participación en la producción mundial de bienes y servicios (PIB) subió del 37 al 41 por 100, mientras que en el caso de la producción industrial el aumento fue aún mayor, del 39 al 48 por 100. En contraste, la población de Europa creció a sólo la mitad, aproximadamente, de la tasa mundial (1,1 frente al 2 por 100 anual), de modo que en 1970 representaba un 26 por 100 de la población del mundo, comparado con el 31 por 100 en 1950.

Una característica importante del período de posguerra es la amplia difusión del crecimiento a través de toda Europa en general. Virtualmente todos los países experimentaron un crecimiento continuo y a un nivel mucho más alto que cualquier otro alcanzado en el medio siglo anterior. Aunque las diferencias entre los métodos de contabilidad de la renta nacional y las discrepancias en los datos hacen difíciles las comparaciones exactas, parecería que en resumidas cuentas Europa oriental y meridional lo hizo ligeramente mejor que el oeste industrial. El crecimiento del producto en los países comunistas orientales (incluida la URSS), fue en promedio del 7 por 100 anual en las décadas de los cincuenta y sesenta, mientras que en Europa meridional estuvo entre el 5 y el 6 por 100, y en el oeste industrial fue del orden del 4,6 por 100. En términos per cápita, sin embargo, las diferencias son más bien menores, teniendo en cuenta la tasa de aumento de la población, algo más rápida en Europa meridional y oriental. Sin embargo, las diferencias en el crecimiento del producto en la magnitud aquí mostrada no ha sido suficiente para cerrar la brecha de los niveles de renta entre el oeste industrial rico y el resto de Europa. Este capítulo se refiere en primer lugar a la docena de países, aproximadamente, de la primera área, mientras que el siguiente examina la experiencia de los países europeos orientales que operaron dentro de un marco institucional político y económico diferente.

El Cuadro 7.1 proporciona algunos datos clave sobre los países del oeste industrial. Puede verse fácilmente que el crecimiento del producto fue bastante uniforme entre los años cincuenta y sesenta, aunque es evidente una ligera aceleración a partir de los últimos años cincuenta. Los países que crecieron más deprisa fueron Austria, Alemania occidental, Francia, Italia y Países Bajos, aunque hubo algunos contrastes entre las dos décadas. Francia, por ejemplo, aumentó su tasa de crecimiento de modo muy apreciable en los años sesenta, mientras que tanto Austria como Alemania registraron una desaceleración en la expansión del producto. En el otro extremo, Gran Bretaña e Irlanda, aunque mejoraron sus resultados anteriores, lo hicieron mal en comparación con todos los demás países de Europa occidental, con tasas de crecimiento de menos de la mitad con respecto a la mayoría de las naciones que tuvieron éxito. Los restantes países se expansionaron a una tasa cercana al promedio de la zona en su conjunto o ligeramente por debajo. En resumen, hubo alguna tendencia, a lo largo del tiempo, de converger las tasas de crecimiento del producto hacia el promedio de aproximadamente un 4,5 por 100.

 

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El crecimiento del producto per cápita fue también bastante rápido, en parte como resultado de los aumentos muy modestos de la población. Aparte de Suiza, la mayoría de los países tuvo tasas de crecimiento de la población de menos del 1 por 100 anual. El promedio global para la zona estuvo justo por debajo del 0,8 por 100 anual, dando una tasa de crecimiento del producto per cápita de casi el 4 por 100. Aunque ligeramente inferior al promedio para toda Europa, éste era todavía muy alto en relación con los patrones históricos y supuso un avance considerable en los niveles de vida reales para la mayoría de la población. El bajo crecimiento de la población significó también que las adiciones anuales a la fuerza de trabajo fueron modestas, de un 0,6 por 100 anual, aunque unos pocos países, Alemania, Suiza, Países Bajos, lo hicieron por encima del 1 por 100 anual. De esto se sigue que los principales aumentos del producto se derivaron del aumento de la productividad del trabajo (véase el Cuadro 7.1 y más adelante).

Como podía esperarse, con semejante crecimiento rápido se produjeron cambios estructurales significativos y amplios en las economías en cuestión. La agricultura disminuyó en importancia casi en todas partes, tanto en términos de su participación en el producto como en el empleo. El aumento del producto agrícola fue sólo de una tercera parte a una mitad de la tasa registrada para el producto interior en conjunto, aproximadamente un 2 por 100 anual para Europa occidental industrial (aunque algo más rápido en la oriental), yendo desde una caída en Noruega hasta un 2,5 por 100 de crecimiento en el Reino Unido y Suecia. El empleo en la agricultura disminuyó rápidamente en la mayoría de los países, a un promedio aproximado del 3,5 por 100 al año, con el resultado de que la participación de la agricultura en el empleo disminuyó más deprisa que su participación en el producto. En algunos países, especialmente Gran Bretaña y Bélgica, el cambio no fue muy significativo porque la agricultura sólo representaba una proporción muy pequeña, tanto del producto como del empleo, al principio del período. Pero en el caso de Finlandia, Irlanda, Italia y, en una menor medida, Francia el cambio en la agricultura tuvo cierta significación a causa del mayor peso inicial de este sector. En 1980 pocos países industriales de Europa occidental tendrían un sector agrario con una gran proporción de renta y empleo.

El sector de la economía que creció con mayor rapidez fue el industrial, aunque principalmente en términos de producto más que de empleo. Este sector absorbió la mayor parte de la pérdida de participación en el producto experimentada por la agricultura, pero su participación en el empleo se mantuvo bastante constante, excepto en Italia e Irlanda, donde creció rápidamente. En pocos países, aparte de Gran Bretaña y Alemania, representó más del 40 por 100 del empleo total al final de los años sesenta. En contraste, los sectores de servicios (construcción, transporte, comunicaciones y otros servicios) absorbieron una participación creciente del empleo, al paso que mantenían una participación bastante estable en el producto, reflejo en parte de la baja tasa de crecimiento de la productividad en este sector. Así, su participación global en el empleo en el oeste industrial subió del 45 al 54 por 100 y en la mayoría de los casos las grandes disminuciones de la participación de la agricultura en el empleo fueron acompañadas por un aumento correspondiente de la participación del sector de servicios. Las pautas de inversión también se caracterizaron por un desplazamiento hacia los servicios a costa de la industria.

Aparte del elevado crecimiento y del cambio estructural, hay varias características del desarrollo de Europa desde 1950 que contrastan agudamente con la experiencia del período de entreguerras. Como ya se ha señalado, hubo pocas interrupciones en el proceso de crecimiento. Raramente en el período de posguerra los países experimentaron contracciones absolutas del producto en algún año, y el viejo ciclo comercial del pasado, que supuso graves declives de la actividad económica en las fases de recesión de 1921, 1929-1932 y 1937-1938, desapareció. Esto no significa, por supuesto, que las economías fueran perfectamente estables a lo largo del período; las fluctuaciones de la actividad se produjeron con frecuencia, pero siempre con el telón de fondo de un producto que crecía sin parar. Así, las recesiones se han caracterizado por desaceleraciones del crecimiento del producto, más que por contracciones absolutas, mientras que los períodos de prosperidad eran aquellos en que el producto crecía con mayor rapidez que la tendencia secular. Ello induce a algunos comentaristas a sugerir que el antiguo ciclo comercial había sido reemplazado por un ciclo de crecimiento cuyos puntos máximos y mínimos pueden determinarse por las tasas de aceleración y desaceleración del crecimiento agregado. El concepto de ciclo de crecimiento ha estado también vinculado a las reacciones de la política a los cambios en las tasas de crecimiento, originando un ciclo de crecimiento político o una inestabilidad inducida por la política. Mientras muchos no se sentirían satisfechos con la última interpretación, hay también algunos autores que han criticado el propio concepto de ciclo de crecimiento. Algunas contrastaciones de la hipótesis del ciclo de crecimiento para el período de 1950 a 1969, para dieciséis países de la OCDE, mostraron que estadísticamente no es significativo (Licari y Gilbert, 1974). En otras palabras, las fluctuaciones observadas en la práctica no fueron consideradas estadísticamente distinguibles de las generadas por proceso aleatorio. No había una regularidad sistemática análoga a la del ciclo de preguerra y las influencias exógenas, particularmente las dominadas por la política, pueden haber sido responsables de producir estas fluctuaciones aleatorias. En tal caso, el ciclo de crecimiento puede ser, como observan los autores, más un mito interpretativo que una realidad empírica.

Incluso si esta interpretación es correcta, no altera el hecho de que hay fluctuaciones de la actividad económica en todos los países, en el período de posguerra, que pueden distinguirse bastante fácilmente. En promedio se produjeron cada cuatro o cinco años, y aunque hubo un cierto grado de divergencia en el tiempo entre los países, también es posible percibir una pauta bastante cercana de sincronización en los movimientos de los diferentes países. La primera fase importante de prosperidad después de la fase de recuperación de la inmediata posguerra culminó en 1950-1951, con la guerra de Corea. Estuvo dominada, como podía esperarse, por la reconstrucción y la recuperación final de la guerra, apoyada por la ayuda norteamericana y más tarde por el rearme. La reacción después de la guerra de Corea llevó a una recesión en 1952, cuando las tasas de crecimiento cayeron de forma muy notable. Al año siguiente, los factores de expansión actuaron de nuevo y se alcanzó un máximo a mediados de los años cincuenta, después del cual la tasa de expansión fue disminuyendo hasta 1958. La recesión de este año fue grave si se la compara con los patrones de posguerra; el producto interior bruto creció menos del 2 por 100 en Europa occidental y en unos pocos países —Bélgica, Noruega e Irlanda— de hecho cayó. Durante 1959, se produjo una fuerte recuperación que marcó el comienzo de un período bastante largo de expansión constante, aunque con puntos máximos menores en 1960 y 1964, y puntos mínimos en 1963 y 1967. La expansión se alimentó de un movimiento masivo de trabajadores de las regiones mediterráneas hacia las áreas industriales de Europa, implicando la migración de unos cinco millones de trabajadores entre 1959 y 1965. A finales de 1967 empezó un nuevo ciclo de expansión, culminando en un máximo dos años más tarde, seguidos de otros dos años de crecimiento lento. Una característica importante de estos años fue la presión casi universal de las fuerzas inflacionistas; la inflación siguió a la expansión del producto más deprisa que en los ciclos primitivos, fue mucho más fuerte y persistió e incluso se aceleró cuando las tasas de crecimiento declinaron y el desempleo aumentó en los primeros años setenta. No sólo retrasó las políticas reexpansionistas para tratar la recesión, sino que marcó un nuevo y alarmante modelo de relaciones entre producto, empleo y precios para el futuro.

Las presiones inflacionistas mostraron otro señalado contraste con el período prebélico. Mientras que muchos de los precios del período de entreguerras (aparte de las inflaciones europeas de los primeros años veinte) estaban tendiendo hacia abajo, en concreto, durante los años cincuenta y sesenta hubo una persistente tendencia a que los precios aumentasen, con alguna aceleración en la tasa de incremento hacia finales de la década de los sesenta. En promedio, los precios en Europa occidental aumentaron del 3 al 4 por 100 anual hasta el final del período, con tasas de aumento bajas en Alemania y Bélgica y tasas elevadas en Francia, Dinamarca y Países Bajos. Sin embargo, las variaciones respecto del promedio no fueron en ninguna parte tan grandes como llegaron a serlo en la primera mitad de los años setenta. Al mismo tiempo, hubo un continuo movimiento al alza de los salarios e inflexibilidad a la baja, lo que ayudó a establecer un nivel mínimo para los niveles de consumo en períodos de recesión.

El nivel de desempleo fue mucho más bajo que en los años de entreguerras. Es verdad que en la primera mitad de los años cincuenta algunos países, especialmente Austria, Dinamarca, Bélgica, Alemania e Italia, estaban todavía experimentando tasas muy altas de desempleo, pero en la mayoría de los demás países el paro era inferior al 2 por 100 de la fuerza laboral durante los años cincuenta, y a lo largo de la década el paro fue descendiendo en todas partes. La tasa de paro promedio en Europa occidental durante los años cincuenta fue del 2,9 por 100 y bajó al 1,5 por 100 en la década siguiente, registrando sólo Italia y Bélgica tasas por encima del 2 por 100. Las comparaciones exactas con el primer período son difíciles de hacer a causa de los cambios en los criterios de contabilización de los datos de paro en el período de la posguerra. Pero es evidente una notable mejora en comparación con los años de entreguerras, cuando las tasas de desempleo, en promedio, eran el doble o el triple de las del período posterior a 1950. Concomitante con el desplazamiento al pleno empleo hubo una utilización mucho mayor de la capacidad y muchos menos obstáculos por el declive de los sectores industriales básicos, como fue el caso antes de 1939.

El volumen del comercio de mercancías creció muy rápidamente en los años de la posguerra, en contraste con el casi estancamiento del período de 1913 a 1950. Desde 1948, el volumen de importaciones y exportaciones de Europa occidental creció a un ritmo doble que el producto interior bruto, subiendo las exportaciones entre el 8 y el 9 por 100 anual durante las décadas de los años cincuenta y los sesenta. Esta expansión fue facilitada por un entorno internacional mucho más favorable, en particular por el mayor grado de cooperación económica internacional en materia de comercio y pagos que, entre otras cosas, aseguró la cantidad requerida de liquidez internacional para financiar los crecientes volúmenes de comercio. Esto no quiere decir que la maquinaria financiera internacional funcionara siempre con suavidad, porque algunos países experimentaron periódicamente problemas de pagos, pero hasta los primeros años setenta no se produjo nada semejante a los graves desórdenes monetarios y financieros del período de entreguerras. Hubo, por ejemplo, una ausencia de tensiones deflacionistas graves en el sistema internacional, inducidas por los gobiernos o de otros modos, del tipo generado, por ejemplo, por el hundimiento del préstamo norteamericano a finales de los años veinte.

Finalmente, y tal vez lo más importante de todo, el papel gubernamental en la economía cambió drásticamente en el período de la posguerra. No sólo el estado absorbió una proporción mucho mayor y creciente de los recursos nacionales, que en algunos casos supuso una extensión de la propiedad pública en las actividades económicas, sino que también aceptó la responsabilidad de mantener el pleno empleo y conseguir un crecimiento más rápido y una mayor estabilidad, entre otras cosas. Durante los años de entreguerras no se consideraba que tales objetivos políticos cayeran dentro del área gubernamental. Entonces, los objetivos básicos de la política eran de una clase que ahora se consideraría como de segundo orden de magnitud, es decir, el restablecimiento de la estabilidad monetaria, el mantenimiento del patrón oro y los presupuestos equilibrados. Los instrumentos de la política económica eran también más limitados en el primer período; el arma principal de la administración económica, al menos hasta que vino a desacreditarse en los primeros años treinta, fue la política monetaria, aunque en el período de la posguerra se añadió una nueva e importante dimensión en forma de política fiscal, así como un número de medidas menores y más específicas que anteriormente se habrían considerado inadecuadas. En efecto, por tanto, los gobiernos en el período de la posguerra aceptaron un abanico más amplio de responsabilidades, incluyendo la administración global de la actividad económica, y utilizaron una mayor variedad de medidas políticas para conseguir sus objetivos que los gobiernos anteriores a 1939. Está por ver en qué medida el mayor grado de compromiso del estado ha sido responsable del producto económico más satisfactorio en los años cincuenta y sesenta.

Algunos de los puntos anteriores serán retomados más adelante en este capítulo, cuando se examinen las fuerzas que afectan al proceso de desarrollo. Primero, sin embargo, proponemos seguir un análisis más formal del papel de los factores en el proceso de crecimiento, para ver la contribución del trabajo, del capital y del progreso técnico al crecimiento del producto.

 

 

2. FUENTES DEL CRECIMIENTO: FACTORES Y TECNOLOGÍA

 

En los últimos años el debate sobre las fuentes del crecimiento ha alcanzado proporciones gigantescas. Diversos autores han subrayado la importancia de los diferentes factores en el intento de explicar el crecimiento europeo de la posguerra; por ejemplo, Kindleberger se ha inclinado por el papel de la oferta abundante de trabajo. Maddison destaca la importancia de la inversión, mientras que Denison atribuye una gran importancia al progreso técnico. Aunque desde un punto de vista teórico puede parecer relativamente fácil establecer los determinantes del crecimiento, en la práctica es una tarea algo compleja atribuir a factores particulares su contribución específica al crecimiento del producto total.

Básicamente, las fuentes directas del crecimiento pueden dividirse en dos amplias categorías. Primero, hay cambios en el volumen de recursos utilizados para producir el producto nacional; éstos incluyen factores de trabajo, capital y tierra, el último de los cuales normalmente se excluye, porque su contribución al crecimiento es muy pequeña. En segundo lugar, el crecimiento puede producirse como resultado de aumentos en el producto por unidad de factor. Esto se describe comúnmente como el elemento residual, que es aquella parte del crecimiento del producto que no puede atribuirse directamente a cambios en los factores. Esta categoría cubre un amplio abanico de variables que influyen en la productividad, las más importantes de las cuales son los avances en el conocimiento y las nuevas técnicas, mejoras en la asignación de recursos y economías de escala. El crecimiento puede, por tanto, alcanzarse elevando los factores de capital y trabajo o mediante cambios en los elementos residuales que mejoran los resultados de la productividad de los factores. En la práctica, el crecimiento se produce como resultado de movimientos simultáneos de todas las variables.

Cualquier intento de explicar las diferencias en las tasas del crecimiento económico debe basarse en parte en un examen de la interrelación entre los aumentos en el producto y los factores adicionales de capital y trabajo. A modo de prólogo de un examen semejante, se han reunido en el Cuadro 7.2 algunos datos clave sobre el producto, el empleo y la inversión.

En cuanto se refiere al empleo, este factor a lo largo del período más extenso se determinará en gran medida por el crecimiento natural de la población. Durante períodos de tiempo más cortos, sin embargo, varios factores sirvieron para causar una divergencia entre las tasas de cambio entre los dos: éstos incluyen la migración, la distribución de la población por edades, la tasa de participación en la fuerza de trabajo de los que están en edad laboral y el nivel de desempleo. El impacto de estos factores variaba de país a país. En algunos países, Austria, Francia, Irlanda, Italia, Noruega, Portugal y España, el empleo creció a una tasa de al menos un 50 por 100 menos que la población autóctona, aunque en Dinamarca, Alemania occidental y Suiza la situación fue la inversa. Sin embargo, dado que durante la mayor parte del período la agricultura estuvo perdiendo trabajo a medida que la mano de obra se desplazaba a otras actividades, una serie más útil es la del empleo no agrícola. Ésta muestra un crecimiento mucho más rápido que la del empleo total, y en promedio la última fue más del doble para Europa occidental en su conjunto. Sólo en Gran Bretaña, donde había un pequeño excedente de mano de obra en la agricultura, fueron iguales las tasas de crecimiento. La mano de obra que salía de la agricultura fue a los sectores industrial y de servicios, principalmente al último. El desplazamiento a los servicios fue especialmente notable en Francia, Bélgica y Dinamarca.

Una explicación de los mejores resultados del crecimiento de la posguerra, comparados con el período de 1913 a 1950, puede encontrarse en los datos del empleo. A causa de la mejor utilización del trabajo a través de la reducción del paro, el movimiento fuera de la agricultura y el desplazamiento del excedente de mano de obra desde el sur (Italia, España, Grecia y Turquía) hacia Europa septentrional (especialmente Alemania), el empleo no agrícola entre 1950 y 1970 creció mucho más deprisa que hasta ese momento; el promedio para Europa occidental fue el 1,6 por 100 anual, frente a sólo el 1 por 100 en los años 1913 a 1950. Sólo Austria, Países Bajos, Suecia y el Reino Unido fueron contra la tendencia. Varios países fueron los principales beneficiarios: Francia, Alemania occidental, Italia y Suiza en particular, donde el empleo no agrícola creció mucho más deprisa que en el primer período.

Cuando pasamos a un examen de las relaciones entre el crecimiento del producto y del empleo, la situación está menos definida. Hay una asociación positiva entre los dos, que consiste en que las tasas altas de crecimiento del producto tienden a ir acompañadas de tasas altas de crecimiento del empleo y viceversa, pero no es de ningún modo perfecta. La asociación fue más fuerte en la década de los cincuenta que en la de los sesenta, lo que parcialmente puede reflejarse en la reducción del empleo en el primer período. Además, tasas relativamente altas de crecimiento de la fuerza laboral tienden a asociarse con tasas muy altas de crecimiento de la productividad del trabajo, así como con un elevado producto interior bruto, lo que sugiere la importancia de las fuerzas de la demanda; esto es, la expansión rápida de la demanda estimula un uso más completo de los recursos que el que se obtendría en condiciones de expansión lenta.

 

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El análisis más detenido revela algunas discrepancias que hacen imposible establecer categóricamente que los factores laborales posean siempre una significación crucial en la explicación de los resultados del crecimiento. Así, mientras en un extremo del espectro Alemania se aseguraba de modo evidente progresos sustanciales por medio de un crecimiento rápido del empleo, y el Reino Unido, en el otro extremo, experimentaba un lento crecimiento del producto y del empleo, varios países evolucionaban en contra de la tendencia. Así, las cifras de empleo de Austria no eran mejores que las de Gran Bretaña, aunque su producto era considerablemente superior. Tanto Francia como Bélgica experimentaron tasas de crecimiento del producto y del empleo no agrícola más altas que antes de 1950, aunque la mayor proporción del aumento del último tuvo lugar en el sector de servicios; de manera que el empleo en las manufacturas creció efectivamente con mucha lentitud, aproximadamente a la misma tasa británica. Suecia, con tasas de crecimiento comparables a las de Suiza para el producto total y la actividad manufacturera, tuvo una tasa de crecimiento del empleo mucho más baja. Claramente, por tanto, el crecimiento del empleo, aunque no desvinculado de los resultados del producto, no puede explicar completamente las diferencias entre países en el crecimiento del producto.

¿En qué medida, por tanto, pueden explicarse estas diferencias por la variación de las tasas de acumulación de capital? La inversión puede contribuir al crecimiento de varias maneras: proporciona oportunidades crecientes de empleo; eleva la productividad del trabajo al proporcionar más equipo por trabajador; y es un vehículo importante mediante el que nuevos procesos y técnicas se van incorporando al proceso productivo. Aunque el carácter general de las relaciones está bien establecido, hay serios problemas con respecto a la medida de su importancia relativa. Además, hay dificultades prácticas relativas a la definición y medida del stock de capital. Los procedimientos de contabilización del stock de capital están todavía en su infancia y en consecuencia no se dispone con facilidad de series de datos suficientemente fiables para todos los países en el período de 1950 a 1970, lo que nos permitiría efectuar una comparación significativa entre países. A falta de un mejor indicador, las participaciones de la inversión bruta en el producto interior bruto y en las manufacturas tienen que utilizarse como sustitutivos para determinar la relación entre la acumulación de capital y el crecimiento del producto. El método no es el ideal porque las proporciones de inversión entre las naciones pueden variar por otras razones que las exigencias del crecimiento, pero nos permitiría una primera aproximación a la importancia de esta variable.

Una cosa es cierta: las proporciones de inversión en todos los países fueron mucho más altas que en el período de entreguerras. Aumentaron entre los años cincuenta y sesenta casi en todas partes y en un promedio del 15 al 20 por 100 (excluyendo viviendas), frente a un 10 por 100 entre 1920 y 1938. Mientras que con el crecimiento del empleo, por tanto, las tasas de inversión más altas, comparadas con las de los años de entreguerras, ayudaron a mejorar los resultados del crecimiento en las décadas recientes. El efecto neto de las cuotas de inversión generalmente más altas y de las tasas completamente estables del crecimiento del producto entre los años cincuenta y sesenta, fue que en la mayoría de los países las relaciones capital-producto marginales aumentaron, lo que sugiere rendimientos de la inversión más bajos, aunque las tasas de crecimiento de la productividad mejoraron a causa de una mayor intensidad de capital por trabajador.

Lo que es evidente a partir de los datos del Cuadro 7.2 es la amplia gama de cuotas de inversión entre las naciones occidentales, que van de un elevado 32 por 100 en Noruega hasta el 17,5 por 100 en el caso del Reino Unido. El abanico es casi igual de amplio si se excluye la inversión en viviendas o si sólo se consideran las cuotas de inversión en manufacturas. La principal conclusión que debe extraerse de los datos es que existe una asociación positiva entre inversión y crecimiento, pero que no es tan fuerte o tan uniforme como podía esperarse. Países con elevadas proporciones de inversión tendían a crecer rápidamente y aquellos que tenían proporciones bajas crecieron lentamente: Alemania y Países Bajos por una parte, y el Reino Unido por otra, se corresponderían respectivamente. Pero no se puede decir que eso es todo, puesto que hay demasiados casos que no se ajustan estrictamente al modelo. Así, Noruega tuvo la cuota de inversión en conjunto más alta, pero estaba en la mitad inferior del grupo de países que figura en el cuadro en cuanto a crecimiento; mientras que Portugal estaba el primero en términos de crecimiento de las manufacturas, pero duodécimo en términos de la respectiva cuota de inversión. La cuota de inversión total de Italia era muy baja en comparación con su elevada posición en el crecimiento del producto, aunque la correspondencia era más estrecha en el caso de las manufacturas, mientras que el excelente nivel de la inversión en manufacturas en Francia no tenía un paralelo en su posición en la carrera del crecimiento. Por supuesto, no hay ninguna razón especial por la que las cuotas de inversión y las tasas de crecimiento tengan que corresponderse exactamente, porque, en gran medida, depende de la composición de la inversión, del modo como se utiliza y de la estructura y modelo de desarrollo de los países en cuestión. Así, por ejemplo, la cuota de inversión muy alta en Noruega se explica por la gran proporción de la formación de capital en la construcción de buques, mientras que el buen nivel del crecimiento en Portugal con una cuota de inversión relativamente baja puede reflejar parcialmente el primitivo estadio de desarrollo de ese país, donde los grandes progresos del producto derivaban de la utilización más eficiente de los recursos existentes.

Hasta aquí, por tanto, podemos concluir que, en general, tasas elevadas de empleo e inversión llevaban a un crecimiento rápido, mientras que tasas bajas tendían a producir lo contrario; pero que la relación entre crecimiento y factores no es consistente y uniformemente sólida a lo largo de un amplio corte transversal de países. Semejante análisis, sin embargo, no nos dice nada sobre las contribuciones respectivas de los factores de capital y trabajo al crecimiento del producto, ni proporciona ninguna indicación de la importancia relativa del progreso técnico en el proceso de crecimiento.

Se han llevado a cabo varios intentos para estimar con mayor precisión las contribuciones del capital y el trabajo al crecimiento económico en los países occidentales, verificando la consistencia de los datos con una función de producción que incorpora estimaciones predeterminadas de las «verdaderas» productividades marginales del trabajo y del capital. Los incrementos residuales del producto en cada país que no se explican por la función de producción pueden entonces considerarse como indicativos de la contribución al crecimiento del producto de todas las demás influencias distintas de aquellos dos factores, aunque al mismo tiempo también reflejan cualquier fallo al estimar correctamente la verdadera contribución al crecimiento de los aumentos de trabajo y capital. Los análisis efectuados se han limitado a un selecto número de países occidentales, para los años cincuenta y principios de los sesenta. El estudio más elaborado es el de Denison para Europa noroccidental, del período de 1950 a 1962. El Cuadro 7.3 presenta un resumen de las cifras clave para ocho países que muestran las contribuciones estimadas de los factores de capital y trabajo al crecimiento, junto con la contribución derivada de los cambios en el producto por unidad de factor.

La principal conclusión que se deduce de estas cifras es que las mejoras de la productividad de los factores fueron la fuente más importante de crecimiento en todos los países, representando en algunos casos de los dos tercios a los tres cuartos del aumento de la renta nacional. El Reino Unido es la principal excepción, con sólo alrededor de la mitad derivada de esta fuente. Las mejoras de la productividad se derivaban principalmente de los avances en el conocimiento, la reasignación de recursos laborales y las economías de escala. Lo que debe subrayarse es que mientras los países que crecen más deprisa, tales como Alemania, Italia, Francia y Países Bajos, registraron altas contribuciones de estos factores y de las mejoras de la productividad en general, lo que también es cierto es que la contribución del aumento de los factores fue mucho mayor en términos de porcentajes absolutos que lo que fue en el caso de los países que crecieron lentamente, por ejemplo, el Reino Unido y Bélgica. Esto parecería implicar que los países con tasas altas de trabajo y capital estaban en una mejor situación para explotar las ganancias de productividad que los países con un crecimiento bajo de los factores.

 

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Pueden expresarse algunas reservas en relación con este tipo de análisis. Primero, Denison supone que los avances en el conocimiento y las técnicas realizaron una contribución uniforme al crecimiento en todos los países. Aunque no se estuviera en desacuerdo con el valor relativamente alto que se atribuye a este factor, porque el rápido progreso técnico es una característica señalada del período, es algo dudoso que todos los países se beneficiasen en la misma medida. Es cierto que la difusión de nuevas tecnologías e ideas fue mucho más rápida que antes de 1939, pero es poco probable que los avances en los países fueran tan uniformes como sugiere Denison.

Un asunto más sustancial corresponde a la validez del propio método de análisis. Los resultados sugieren una degradación del papel de los factores en el proceso de crecimiento, pero se mantiene la cuestión de si los descubrimientos son particularmente significativos. La medición de la contribución de los factores requiere el cálculo de la calidad de dichos factores, lo que puede implicar un grado de circularidad. Además, los intentos de medir la contribución de factores aislados usualmente han descansado sobre el supuesto de que las participaciones de los factores en la renta reflejan la productividad marginal de dichos factores. La validez de este procedimiento, dada la extensión de los factores no competitivos e institucionales en el proceso de determinación de la renta, ha sido frecuentemente cuestionada y es todavía objeto de una seria controversia. Pero la principal área de debate e incertidumbre, tanto en la teoría como en la medición, se centra realmente en la cuestión de si es posible atribuir el crecimiento precisamente a factores particulares, dado el grado de solapamiento y de interrelaciones entre los factores implicados. Lo que esto significa es que la técnica de atribuir el crecimiento a los factores y a las mejoras de productividad puede subestimar el papel del capital en particular si, como es frecuente el caso, los avances técnicos están incorporados en la inversión, parte de la cual comprende el reemplazamiento de activos. Esto implicaría, por tanto, que la inversión bruta, más que representar simplemente adiciones netas al stock de capital, posee un significado mayor. Es muy probable que las mejoras en muchos de los elementos residuales dependen en algún grado de la acumulación de capital. Por ejemplo, es probable que el aumento de la calidad de la fuerza de trabajo, por medios tales como mejor educación, formación profesional y mejores niveles de servicios sanitarios y vivienda, dependa de una cierta tasa mínima de la formación de capital. En tanto que éste es el caso existe un peligro inherente de subestimar el papel del capital en cualesquiera intentos de medir las fuentes del crecimiento utilizando el método de la función de producción. En realidad, por tanto, el elemento residual, o aquella parte del crecimiento no atribuible a factores convencionales, debe interpretarse, como se ha señalado antes, no sólo como un indicativo de la influencia del «progreso técnico y organizativo», sino también como un indicativo de los errores incorporados en la asignación del propio proceso.

Las posibilidades de reinterpretación son ilustradas por la reelaboración efectuada por Maddison (1972) de los datos básicos de Denison para los mismos países. La principal diferencia es el mayor peso asignado al capital teniendo en cuenta el capital gubernamental y los efectos de la educación y suponiendo que el progreso técnico (avances en el conocimiento en el caso de Denison) está completamente incorporado en el capital o en el trabajo, en cuyo caso desaparece como elemento separado. Sobre esta base, Maddison concluye que los factores convencionales jugaron un papel mucho mayor, explicando, en promedio, aproximadamente las tres cuartas partes del crecimiento en los países de Europa occidental, frente a menos de la mitad en los cálculos de Denison.

Claramente, por tanto, la discusión sobre el peso que deba atribuirse a los factores individuales deja el problema del crecimiento en gran medida sin resolver. Que las contribuciones de los factores al crecimiento difieren considerablemente entre los varios países es obvio, pero al menos hay un punto significativo, es decir, que los países con alto crecimiento de la renta, tales como Alemania, Italia y Países Bajos, tienden a asegurar contribuciones absolutas mayores de todos los factores que los países de crecimiento lento, como Gran Bretaña. Entonces, en esta fase tal vez, más que las causas próximas del crecimiento, tenga más relevancia determinar qué fuerzas generan cambios en los factores de crecimiento: qué es lo que determina la tasa de progreso técnico y cambio organizativo, los altos niveles de inversión y las variaciones en la oferta de trabajo.

 

 

Se dieron varias influencias favorables actuando sobre los factores de la oferta en el período de la posguerra. Fueron tanto generales como específicas en su naturaleza y la fuerza de su impacto varió de un país a otro. En la primera mitad de los años cincuenta, por ejemplo, algunos países, especialmente Alemania e Italia, estaban todavía bajo la influencia de la reconstrucción después de la guerra. Estos países apenas habían sobrepasado sus niveles de producto de antes de la guerra en 1950 y todavía quedaba una considerable capacidad productiva por utilizar. El paro era todavía muy alto, tanto en Alemania como en Italia, pero iba disminuyendo regularmente con el resultado de que el crecimiento del empleo era bastante rápido. Además, la extensa reconstrucción de las estructuras productivas, especialmente en Alemania, tuvo que llevarse a cabo, lo que significó una rápida acumulación de capital y un stock de capital más eficiente y puesto al día que en los países menos seriamente dañados por la guerra. A mediados de los años cincuenta, las circunstancias especiales asociadas con las consecuencias de la guerra dejaron de ser muy importantes y, por tanto, no pueden utilizarse como factor explicativo en los países de elevado crecimiento en los últimos años cincuenta y en los sesenta.

Algunos países experimentaron altas tasas de crecimiento del empleo, tanto en la década de los cincuenta como en la de los sesenta. Se incluyen los países industriales avanzados, tales como Alemania, Países Bajos y Suiza, así como algunos de los países más pequeños y pobres: Portugal, Grecia y España. En parte esto puede justificarse por la reducción del desempleo, especialmente en los años cincuenta, y la desaparición del paro encubierto, especialmente en la agricultura, lo cual a su vez estaba relacionado con una reasignación de los recursos laborales. Algunos países también se beneficiaron considerablemente del aumento de la inmigración, tanto en la década de los cincuenta como en la de los sesenta, junto con una mejora de la calidad de la fuerza de trabajo. En Francia, Alemania y Suiza, la población total creció a una tasa al menos un 50 por 100 más alta que la población autóctona, como consecuencia de una corriente continua de inmigrantes hacia esos países. Éstos fueron los principales países receptores de trabajadores emigrantes del sur de Europa, y a finales de los años sesenta los trabajadores extranjeros constituían entre el 5 y el 7 por 100 de sus respectivas fuerzas de trabajo. Suecia también absorbió trabajadores extranjeros en una escala considerable. Alemania fue probablemente el principal beneficiario, con un gran flujo de refugiados y desplazados de Europa oriental en los años cincuenta, seguido por la emigración de trabajadores del sur de Europa en los años sesenta. En 1961 Alemania occidental había absorbido unos doce millones de refugiados y desplazados, siete millones de los cuales se habían convertido en participantes activos de la fuerza de trabajo. En contraste, el crecimiento del empleo en los Países Bajos fue impulsado por el crecimiento natural de la población, que fue uno de los más altos de Europa. En todos estos países la demanda de trabajo se mantuvo bastante alta, pero la oferta fue razonablemente elástica, de modo que la presión sobre el mercado laboral nunca actuó como un freno grave sobre la economía. Esto, a su vez, mantuvo boyante la demanda y aumentó la necesidad de nuevas inversiones, tanto en estructuras productivas como en capital social.

Varios países europeos, Italia y en menor medida Francia y, por supuesto, los países del sur de Europa, estaban menos desarrollados que Gran Bretaña y Suecia al principio del período. Sus niveles de renta per cápita eran más bajos y estructuralmente tenían todavía una relativamente gran proporción de recursos vinculados a sectores de baja productividad, como la agricultura. En el proceso de seguir creciendo iban a obtener ganancias sustanciales de la reasignación de recursos y de economías asociadas con el desarrollo industrial a gran escala. También se daba un mayor estímulo para la adopción de mejores técnicas y mejoras generales de la eficiencia. Tanto Francia como Italia se beneficiaron sustancialmente de estas influencias. De acuerdo con los cálculos de Denison, 2,48 puntos porcentuales (42 por 100 del total) del crecimiento de la renta de Italia entre 1950 y 1962 procedían de la reasignación de recursos, mientras que un 0,9 adicional se derivaba de cambios en el retraso en la aplicación del conocimiento y la eficiencia general. Durante la década de los cincuenta, el sector industrial en Italia absorbió unos dos millones de trabajadores adicionales, la mayoría de ellos procedentes de la agricultura. De igual modo Francia ganó unos 1,90 puntos porcentuales (39 por 100 del crecimiento total de la renta) de los dos primeros factores, 0,65 de los cuales procedieron de la reducción de los factores agrícolas. De hecho, la mayoría de los países europeos obtuvieron más beneficios de la reasignación de recursos que un país como Gran Bretaña, donde las oportunidades para desplazar trabajo de la agricultura estaban virtualmente agotadas. Incluso en la década de los años sesenta, la reasignación de trabajo del sector primario a la industria y a los servicios continuó intensamente en algunos de los principales países. En Alemania, el empleo agrícola disminuyó en más de 1,2 millones entre 1960 y 1970, mientras que el empleo no agrícola aumentó en dos millones; en Francia las cifras fueron 1,3 y tres millones, y en Italia 2,9 y 1,7 millones, respectivamente. Sin embargo, podía esperarse que la importancia de este movimiento disminuyera en el futuro.

El período de la posguerra se caracterizó por un elevado nivel de innovación tecnológica, especialmente en las industrias basadas en la ciencia, tales como químicas y electrónicas, y la rápida difusión de los desarrollos técnicos entre los principales países industriales. Actuaron varias fuerzas poderosas para explicar la tasa acelerada en la aplicación de nuevos inventos y la difusión de técnicas. Éstas incluyen la elevada tasa de formación de capital, la mayor proporción de recursos dedicados a la investigación y al desarrollo y el continuo crecimiento de la educación a todos los niveles, a todo lo cual los gobiernos contribuyeron considerablemente. Además, la transmisión de ideas y técnicas y su difusión en los países occidentales fueron facilitadas por la desaparición de barreras comerciales y el crecimiento del comercio, especialmente el de productos manufacturados, la mejora general de las comunicaciones, la expansión de la inversión internacional y la explotación de nuevos productos por compañías multinacionales. El alto nivel de la demanda también estimuló la adopción de nuevos productos, especialmente en el campo de los bienes de consumo duraderos.

En general puede argumentarse que la mayor estabilidad interna en Europa, comparada con el período prebélico, fue favorable al crecimiento. Éste es un factor difícil de medir, pero tanto en sentido político como en sentido económico el clima fue más favorable al progreso económico internacional. La situación política, a pesar de la división Este-Oeste, fue más estable que en los años de entreguerras y esto, a su vez, promovió un mayor grado de cooperación económica internacional entre las naciones occidentales. Esto ayudó a suprimir muchas restricciones sobre el comercio y los pagos (véase más adelante). La propia división Este-Oeste estimuló probablemente un mayor grado de cooperación y al mismo tiempo predispuso a Norteamérica para dar a Europa occidental tanta asistencia como fuera posible. Tal vez incluso más importante sea el hecho de que las fluctuaciones económicas y las crisis fueran mucho más suaves que anteriormente, lo que fue posible a causa de la participación más activa del gobierno en los asuntos económicos (véase más adelante). Estas condiciones más estables proporcionaron un clima conducente a la inversión elevada y al crecimiento sostenido.

Sin embargo, es posible que la principal razón para la buena marcha de Europa occidental en los años cincuenta y sesenta sea el alto y sostenido nivel de la demanda. Casi todos los países experimentaron un rápido aumento de las exportaciones y un volumen creciente del consumo interior. La importancia de la demanda, y especialmente la demanda de exportación, ha sido subrayada frecuentemente por los economistas y sería difícil negar que un alto nivel de la demanda es una condición necesaria del crecimiento. Los mercados prósperos generan expectativas en los hombres de negocios sobre beneficios futuros, que a su vez estimulan la inversión. Si la demanda es el elemento autónomo que induce cambios en la oferta o si son los cambios autónomos de la última los que gobiernan la tasa a la que crece la demanda, es todavía una cuestión discutible. Sin embargo, se mantiene el hecho de que la demanda se sostuvo a lo largo del período. Es importante, por tanto, analizar los determinantes de la demanda de exportación y su impacto sobre el crecimiento, y también examinar la influencia de las operaciones gubernamentales en el nivel y en el modelo del consumo interior.

 

 

3. EL PAPEL DE LAS EXPORTACIONES

 

El crecimiento sin precedentes de Europa occidental en los años cincuenta y sesenta fue acompañado por unos resultados todavía mejores en la esfera del comercio. Esto fue verdad también para el mundo en general. El volumen de las exportaciones europeas occidentales aumentó entre el 8 y el 9 por 100 en las dos décadas, con una ligera aceleración en los años sesenta. Todos los países, excepto el Reino Unido, alcanzaron tasas de crecimiento de la exportación de más del 5 por 100 anual, y en el caso de Alemania e Italia las tasas llegaron a los dos dígitos. En realidad, los resultados del comercio de Europa occidental fueron mejores que los del mundo en conjunto y mucho mejores que el pasado estancamiento del comercio en el período de 1913 a 1950. El comercio creció considerablemente más deprisa que el producto y fue más próspero en los bienes manufacturados. El efecto de esto fue elevar la relación comercio-producto por encima de uno, mientras que en el pasado había estado cerca de la unidad, excepto en los años treinta. El comercio de Europa con otras regiones sólo creció ligeramente más que el producto en Europa. La parte principal de la expansión se concentró en el intercambio intraeuropeo y fue dominada por el intercambio de productos manufacturados entre países que poseían niveles no muy diferentes de renta per cápita. El crecimiento de los volúmenes comerciales fue también acompañado por un flujo creciente de capital internacional, tanto a corto como a largo plazo. Éste fue dominado en la primera década por el préstamo norteamericano y la inversión en Europa, pero en los años sesenta el flujo de inversión de cartera de Europa a Estados Unidos asumió creciente importancia, así que los movimientos de capital a corto plazo se vieron libres de regulaciones administrativas. La inversión directa por las empresas internacionales también aumentó en importancia, lo que fue ventajoso desde el punto de vista del crecimiento del comercio y para la difusión de avances técnicos.

Hay varias razones por las que el comercio se expansionó rápidamente en el período de la posguerra. Como se ha visto en el capítulo anterior, el comercio de Europa occidental se redujo mucho durante la guerra e incluso en los años de la inmediata posguerra se mantuvo por debajo del nivel prebélico, en gran medida a causa de dificultades de oferta. El comercio intraeuropeo, de hecho, sólo en 1950 recuperó el nivel de 1913. Con todo, a causa de los graves desequilibrios de pagos, especialmente con el área del dólar, era de vital importancia que Europa aumentase sus exportaciones de modo sustancial. De aquí que no sea sorprendente que fuese concedida la prioridad a la exportación, porque dada la dependencia de Europa, respecto de las disponibilidades de dólares en particular, éste era el único camino para saldar las cuentas una vez que la ayuda norteamericana había dejado de fluir. De hecho, en 1950, como consecuencia del aumento de la producción, el control de la inflación y la corrección de la sobrevaloración monetaria en 1949, el déficit europeo por cuenta corriente había sido reducido dos tercios, a dos mil quinientos millones de dólares. Sin embargo, el problema de la balanza de pagos todavía seguía siendo grave y empeoró durante 1951 a causa de la guerra de Corea, que ocasionó un gran aumento del precio de las mercancías. Si Europa tenía que prescindir de la ayuda exterior y liberalizar su comercio, así como compensar un empeoramiento de la relación de intercambio y la pérdida de ingresos invisibles, la exigencia en términos de aumento de las exportaciones era muy grande. Afortunadamente, la ayuda de Estados Unidos continuó y el aumento del gasto militar norteamericano en Europa contribuyó a las entradas de dólares en Europa, y éstas, junto con un rápido aumento de las exportaciones, posibilitaron que algunos países alcanzasen un superávit en sus cuentas corrientes a mediados de la década de los cincuenta. A finales de 1955, once países de la OECE se sintieron lo bastante fuertes como para restablecer la convertibilidad monetaria para los no residentes y en 1958 la mayoría de los países realizó un movimiento hacia la plena convertibilidad monetaria. En aquella época, aunque se mantuvieron ciertos problemas de pagos, la escasez de dólares estaba casi superada, más pronto de lo que la mayoría de la gente habría creído posible al comenzar la década. Durante los años sesenta la situación fue la inversa; Norteamérica experimentó enormes déficits por cuenta corriente y los países europeos occidentales registraron un superávit agregado por cuenta corriente de unos dos mil quinientos millones de dólares.

Entretanto, otras influencias comenzaron a tener un impacto favorable sobre el comercio, especialmente en Europa, donde las perspectivas para el intercambio de manufacturas se hacían cada vez más evidentes. Estas perspectivas venían intensificadas por la mejora de la situación de los pagos, la liberalización del comercio y de los pagos y la creación de nuevos bloques comerciales. Entre los desarrollos más importantes que afectaban a las relaciones comerciales internacionales del período, estuvieron la eliminación de restricciones comerciales por el programa de liberalización de la OECE de los años cincuenta, la reducción general de aranceles a través del GATT y la formación de nuevas comunidades económicas (CEE y EFTA), a finales de la década de los cincuenta.

En los primeros años después de la guerra no sólo el volumen del comercio intraeuropeo estaba a un nivel bajo, sino que el comercio y los pagos entre los países europeos occidentales tendieron a materializarse a través de canales bilaterales y a defenderse mediante restricciones cuantitativas rigurosas. En un intento de derribar estos obstáculos al comercio, Estados Unidos condicionó su ayuda a la eliminación de las restricciones al comercio y a los pagos, fomentando la cooperación económica entre las naciones occidentales. Así, en julio de 1950, se estableció la Unión Europea de Pagos, que, al proporcionar medios efectivos para la compensación de los pagos intraeuropeos, preparó el camino para poner fin a los acuerdos de comercio bilaterales y a las restricciones comerciales. Esto último vino a constituir el dominio de la OECE y su Código de Liberalización estableció un programa para la eliminación progresiva de las restricciones comerciales. El progreso fue bastante rápido y en 1955 había sido suprimido el 84 por 100 de las restricciones cuantitativas. Más tarde, el GATT se hizo cargo de la suavización de las políticas arancelarias y a finales de los años cincuenta y en los años sesenta tuvieron lugar varias sesiones para la reducción general de aranceles.

El final de la década de los años cincuenta vio el desarrollo de una cooperación más estrecha y compleja entre los países occidentales. En 1958, un año después de la firma del Tratado de Roma, se estableció la Comunidad Económica Europea. Sus miembros fundadores fueron Francia, Alemania occidental, Italia, Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo. Los objetivos de la Comunidad a largo plazo son ambiciosos y de gran amplitud, pero hasta esa fecha los avances más significativos se habían hecho como unión aduanera. En 1968 el comercio intracomunitario de productos no agrícolas fue liberalizado de derechos y se estableció un arancel exterior común. Los productos agrícolas, por otra parte, disfrutan de una protección considerable, especialmente frente a la competencia extranjera. En 1959 se creó la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA); sus miembros eran Austria, Dinamarca, Noruega, Portugal, Suecia, Suiza y el Reino Unido, con Finlandia como miembro asociado en 1961 (a principios de los años setenta, el Reino Unido y Dinamarca se retiraron, al adherirse a la CEE). Los objetivos de la EFTA eran más reducidos que los de la CEE, limitándose en gran medida a los asuntos comerciales. La supresión de restricciones al comercio entre los países miembros se produjo rápidamente y a mediados de los años sesenta las restricciones cuantitativas y los derechos aduaneros habían casi desaparecido.

Así, se realizó un progreso sustancial y rápido en los años cincuenta y sesenta, al suprimirse las barreras al comercio exterior. Es difícil de estimar con precisión el impacto de la política de liberalización, pero no hay duda de que creó mayores oportunidades comerciales. La relajación progresiva de las restricciones cuantitativas en los años cincuenta y a principios de los sesenta fue un factor importante que estimuló el crecimiento de las exportaciones, mientras que el establecimiento de dos comunidades comerciales a finales de los años cincuenta produjo efectos tanto de creación de comercio como de diversificación del mismo. El comercio de los países miembros creció con mayor rapidez que el promedio mundial hasta los primeros años setenta. Entre los países de la CEE aumentó cerca del 13 por 100 anual entre 1955 y 1969, registrando las manufacturas una tasa más alta y los productos agrícolas un 10 por 100 anual. El sector más dinámico fue el comercio intracomunitario, que en 1969 representó una tercera parte del comercio total intraeuropeo, frente a una cuarta parte en 1955. Los resultados de los países de la EFTA no fueron tan sólidos, pero ello fue principalmente a causa del crecimiento lento de las exportaciones del Reino Unido. Si se excluye esto último, el comercio intra-EFTA aumentó el 11,5 por 100 anual a lo largo del mismo período, mostrando los países nórdicos los progresos más espectaculares.

Los efectos de la diversificación del comercio son mucho menos fáciles de demostrar, pero parece existir un consenso general en que la diversificación del comercio de manufacturas de terceros países, como consecuencia del comercio intraeuropeo intensificado, fue aproximadamente compensada por la creación de nuevo comercio con países no miembros. Pero en el caso de los productos agrarios, la política agrícola de la CEE ha supuesto probablemente una pérdida neta en el comercio de los países no miembros. Aparte de los efectos comerciales específicos, un subproducto importante de la Comunidad fue su fuerza negociadora vis-à-vis con los no miembros. La importancia de la Comunidad como socio comercial, por ejemplo, fue reconocida por Estados Unidos en la década de los sesenta, cuando fueron acordadas reducciones unilaterales de aranceles de aproximadamente una tercera parte en la ronda Kennedy de las negociaciones del GATT.

Es importante reconocer que el entorno económico internacional en conjunto ha sido claramente más favorable al crecimiento del comercio de lo que fue en los años de entreguerras. En este sentido, debe reconocerse un papel importante a la cooperación económica sólida y sostenida entre los países desde el final de la guerra, lo que contrasta agudamente con el hundimiento de las relaciones económicas internacionales en los años treinta. Ello se ha manifestado de varias maneras. Inicialmente, Estados Unidos fue el instrumento para fomentar la reconstrucción y la recuperación europeas, con sus vastos programas de ayuda, que ascendieron a unos 43.000 millones de dólares netos. Después se produjeron grandes pagos a Europa, tanto por cuenta militar como por cuenta privada, incluyendo el amplio déficit de pagos de Estados Unidos en los años sesenta, que facilitó la expansión europea. En segundo lugar, la cooperación europea occidental fue fomentada por varias organizaciones, incluyendo la Unión Europea de Pagos, el GATT, la OECE y más tarde la CEE y la EFTA, cuyo principal impacto, como ya se ha advertido, fue la eliminación progresiva de las barreras al comercio. Finalmente, la cooperación monetaria internacional fue más patente y más efectiva que antes de la guerra. Incluso antes de que terminase la guerra, una conferencia gubernamental internacional en Bretton Woods redactó el texto del acuerdo que creaba el Fondo Monetario Internacional, que se convertiría en la principal institución responsable de los asuntos financieros y monetarios internacionales. Tres disposiciones principales surgieron de las complejas negociaciones de Bretton Woods. Fueron introducidos tipos de cambio fijos y alteradas las paridades monetarias sólo para corregir desequilibrios fundamentales; se dispuso de un fondo de crédito internacional nutrido con las cuotas de los miembros del Fondo, para financiar dificultades temporales de la balanza de pagos, incluyendo las provocadas por operaciones especulativas; y había provisión para la convertibilidad monetaria para transacciones corrientes y prohibición de prácticas monetarias discriminatorias, equivaliendo los pagos a no discriminación en el comercio.

Sería erróneo, desde luego, suponer que la existencia del Fondo Monetario Internacional proporcionó una solución a todos los problemas monetarios internacionales. En efecto, en los primeros años y a lo largo de la década de los cincuenta, el Fondo siguió una política algo pasiva, en parte a causa de que sus reservas no fueron nunca lo suficientemente grandes para ofrecer más apoyo del que tomaba a los países en dificultades. Durante la siguiente década sus actividades de préstamo se hicieron más acusadas, en parte como consecuencia del aumento de las cuotas de los miembros en 1958 y 1962 y la institución de los Derechos Especiales de Giro (DEG) en 1969. Además, el trabajo del Fondo fue apoyado en gran manera en esta década por acuerdos de apoyo a corto plazo y acuerdos de swap entre los bancos centrales de los principales países, mientras que la situación de la liquidez internacional fue estimulada por el reciclaje de dólares generado por el amplio déficit de pagos de Estados Unidos en lo que se conoció como mercado de eurodólares.

Aun con estos acuerdos, se produjeron tensiones periódicas en el mecanismo financiero internacional. Las fuentes más importantes de desequilibrio fueron el siempre creciente superávit de Europa continental, Alemania en particular, y el irresoluble déficit del Reino Unido y después de Estados Unidos. Con el tiempo, tales desequilibrios alcanzaron la escala en la que ningún nivel de liquidez podía evitar la necesidad de ajustar los tipos de cambio. Pero incluso antes de las dificultades de los primeros años setenta, cuando los ajustes de los tipos flotantes se convirtieron en lo corriente, hubo varios problemas causados por desequilibrios de pagos que supusieron importantes realineaciones de los tipos de cambio en varios casos, incluyendo las devaluaciones francesas de 1957-1958 y 1969, la devaluación británica de 1967 y las revaluaciones alemana y holandesa de principios de los años sesenta.

A pesar de estos trastornos podría decirse que en el período de la posguerra, hasta finales de los años sesenta, la maquinaria financiera internacional concedió beneficios netos al sistema económico. Ciertamente, hubo una gran mejora respecto a todo lo que se había hecho antes. Su debilidad intrínseca estuvo enmascarada por un régimen de tipos de cambio relativamente estables, inflación moderada y una razonable oferta de liquidez internacional. El clima monetario internacional fue generalmente favorable al crecimiento y a la expansión del comercio, y con notables excepciones, en particular el Reino Unido, los gobiernos no sintieron la necesidad de frenar severamente el producto a causa de una falta de liquidez. La cooperación financiera internacional entre las principales potencias provocó una expansión continua de la oferta de liquidez, que a su vez alentó la confianza entre los hombres de negocios y los comerciantes. Las tensiones en el mecanismo internacional, que se produjeron de vez en cuando, no fueron lo bastante graves como para causar un daño permanente o fueron solventadas antes de que pudieran hacerlo. No fue hasta los primeros años setenta cuando fueron socavados los fundamentos de la afortunada cooperación monetaria de la posguerra, pero ésta es otra historia.

Si la cooperación internacional en sus muchas formas estimuló la expansión del comercio, así también lo hizo con el propio proceso de crecimiento en las principales economías. El crecimiento rápido trajo economías de escala y una considerable diversificación del producto. Esto, a su vez, estimuló el creciente intercambio de productos industriales entre los países más ricos, proceso sin duda facilitado en muchos campos, por ejemplo en el de bienes de consumo duraderos, por los efectos demostración. La rápida expansión de los mercados interiores, especialmente en Alemania e Italia, capacitó a estos países para beneficiarse considerablemente de las economías de escala en la producción de bienes de consumo duraderos, reduciendo, por tanto, los costes unitarios y proporcionando una sólida plataforma de lanzamiento para la penetración de las exportaciones en los mercados ultramarinos. Además, la inversión en alta tecnología, especialmente en Alemania, proporcionó un medio para la expansión de las exportaciones de bienes de producción a otros países adelantados.

Esto nos lleva de nuevo, por supuesto, más o menos al punto de partida original de este apartado, es decir, ¿son las exportaciones buenas para el crecimiento o el vínculo causal fluye en la dirección inversa? Ha estado muy de moda en los últimos años hablar del crecimiento generado por las exportaciones y algunos economistas han asignado un papel independiente al componente de la exportación en el proceso de crecimiento. Lo más esencial del argumento descansa en las siguientes premisas: en primer lugar, que el crecimiento de la exportación estimula las industrias con economías de escala significativas y, en segundo lugar, que induciendo unas cuentas exteriores sólidas estimula la inversión. La evidencia, sin embargo, es algo contradictoria; aunque la mayoría de los análisis confirman una asociación positiva general entre exportaciones y crecimiento, la dirección del mecanismo causal se discute con frecuencia. Verificaciones estadísticas sobre datos de once exportadores importantes de manufacturas para el período de 1950 a 1969 (Lubitz, 1973) arrojan dudas sobre los pretendidos mecanismos generados por las exportaciones. Se observa que las tasas de crecimiento económico estaban correlacionadas más estrechamente con el crecimiento de la exportación total que con el crecimiento de la exportación de manufacturas, y por esa razón surgen dudas sobre la fuerza del efecto de las economías de escala en las manufacturas. Además, cuando la cuota de inversión se utilizaba junto al crecimiento de la exportación como una segunda variable independiente en las ecuaciones de regresión se volvía estadísticamente significativa, lo que implica que las exportaciones no estimularon el crecimiento a través de sus efectos sobre la inversión. En otras palabras, los resultados son más consistentes con una teoría del crecimiento inducido por las exportaciones que con una que asigne un papel independiente y dinámico al componente de la exportación. Ésta sería una interpretación completamente plausible; los países de crecimiento alto ganaron en fuerza competitiva a través de la rápida inversión interior, mientras que los países de crecimiento lento, en particular Gran Bretaña, tuvieron que enfrentarse con tensiones de la oferta, a causa de la baja inversión que, a su vez, redujo su margen competitivo.

 

 

4. VARIABLES POLÍTICAS

 

Cualquier visión de conjunto del desarrollo económico en las economías industriales modernas no puede estar completa sin un estudio del papel del gobierno en los asuntos económicos. Esto no es simplemente porque los objetivos e instrumentos de la política económica eran ya mucho mayores que antes de 1939, sino también a causa de la ingente escala de las operaciones económicas gubernamentales en el período de la posguerra. La guerra de 1939-1945 todavía más que la de 1914-1918 llevó a un gran incremento del tamaño de las actividades del sector público. Sólo una parte de este aumento se redujo después, dado que el desplazamiento hacia arriba durante la guerra en lo que se consideraban niveles tolerables de presión fiscal permitió a los gobiernos retener parte del aumento en tiempo de paz, mientras que en los años posteriores la participación del sector público en los recursos aumentó de nuevo con cierta cautela. Así, desde 1945, el sector gubernamental fue un componente importante de cualquier economía occidental. La proporción de las inversiones del sector público (incluyendo pagos de transferencia) sobre la renta nacional bruta fue del 30 al 40 por 100 en los años cincuenta, y aumentó regularmente hasta superar el 50 por 100 a principios de los años setenta en Escandinavia, Países Bajos y Gran Bretaña, estando la mayor parte del último aumento representada por pagos de transferencia. Estas tasas altas, que en promedio eran más del doble de las alcanzadas antes de la guerra, otorgaron a los gobiernos una enorme influencia sobre sus economías.

No sólo el aumento de las operaciones gubernamentales se tradujo inevitablemente en un mayor compromiso del estado en los asuntos económicos, sino que los cambios en las actitudes respecto a las responsabilidades del estado con relación a los asuntos económicos también desempeñaron un papel importante. En algunos casos, por ejemplo, los compromisos ideológicos llevaron a un aumento significativo de la propiedad pública de empresas económicas, especialmente en Francia y Gran Bretaña, donde algunos sectores importantes de la economía fueron nacionalizados poco después de la guerra. Tal vez de importancia más general fue el rechazo natural de las sociedades a contemplar un regreso a las condiciones de antes de la guerra, como habían estado dispuestas a hacer después de la primera guerra mundial. Esto no es muy sorprendente dado el alto desempleo y los pobres resultados de la mayoría de las economías durante la década de los treinta. Así, en vez de optar por una vuelta a la «normalidad» como después de la primera guerra, los gobiernos de mediados de los años cuarenta se inclinaron hacia la planificación del futuro, cambio de opinión bien ilustrado por el manifiesto del Partido Laborista británico en las elecciones de 1945 titulado Let Us Face the Future («Enfrentémonos al futuro»). Por tanto, lo que esto implicaba efectivamente era que los gobiernos tendrían que aceptar una mayor responsabilidad para alcanzar el pleno empleo y un crecimiento más rápido, entre otras cosas, de lo que había sido el caso antes de la guerra. No es que esos objetivos políticos hubieran estado ausentes por completo antes de 1939, pero en su mayor parte eran de una clase que iba a ser considerada como secundaria, si no irrelevante, en el clima diferente del período posterior a 1945.

Los cambios en el pensamiento económico y en los informes estadísticos también dieron a los gobiernos mayores motivos para maniobrar. Mientras los gobiernos de entreguerras se ocuparon, al menos hasta los años treinta, principalmente de la política monetaria como arma política, los gobiernos de la posguerra, en parte como resultado de la revolución del pensamiento económico forjada por Keynes, pudieron añadir la política fiscal a su arsenal de armas. No es que la acción fiscal estuviera ausente en el período de antes de la guerra, pero en su mayor parte suponía pasivos y a menudo perversos ajustes de gastos e impuestos con finalidades de equilibrio presupuestario, con escasa atención al uso del mecanismo fiscal como medio para propiciar cambios en agregados económicos amplios; de hecho, en la época hubo muy pocas referencias a la demanda agregada como factor determinante del empleo, etc. Así, aunque los años de entreguerras vieron una acción estabilizadora sustancial por parte de los gobiernos, ésta fue generalmente de un tipo restrictivo que tuvo una influencia adversa en la economía. Como observa Lundberg correctamente: «Las medidas adoptadas eran más inadecuadas, más inoportunas o más obviamente erróneas que la mayoría de las medidas de importancia similar adoptadas en el período de la posguerra» (Lundberg, 1968). Aparte de las mejoras en el análisis teórico y en la aplicación de la política práctica también hubo una mejora paralela en la recogida y procesamiento de los datos económicos y en su evaluación. El debate político antes de 1939 tuvo que hacerse con un limitado abanico de estadísticas imperfectas y por esta razón el debate estaba limitado en su objeto, porque los datos disponibles no permitían una evaluación adecuada de las magnitudes agregadas. Durante y después de la segunda guerra mundial la calidad y la variedad de los registros estadísticos, tanto oficiales como de otra clase, mejoraron enormemente, principalmente en el campo de la contabilidad de la renta nacional. Además, la pericia técnica en la valoración del material mejoró mucho, permitiendo la construcción y verificación de modelos crecientemente complejos de la economía. Si esto ha sido siempre tan beneficioso en términos de resultados políticos como nos gustaría pensar es otra cuestión, pero al menos proporcionó una base para una valoración más positiva y realista de cómo funcionan las economías en la práctica.

Éstas son, pues, algunas de las principales razones por las que los gobiernos después de la guerra se convirtieron en agentes activos en la esfera económica y, en efecto, hasta nuestros días su prestigio electoral ha ido dependiendo cada vez más de cómo puedan administrar la economía. En lo fundamental se implicaron en dos temas básicos: el crecimiento y la estabilidad de los sistemas económicos, apuntando el ideal al crecimiento más rápido con estabilidad relativa. Estas dos vastas dimensiones pueden ampliarse a cuatro principales responsabilidades u objetivos: crecimiento rápido, pleno empleo, estabilidad de precios y equilibrio externo. A éstos pueden añadirse otros, tales como la distribución más equitativa de la renta, la modificación de estructuras o desequilibrios regionales y el desarrollo de sectores específicos, por ejemplo sistemas de seguridad social, así como una legión de temas menores, por ejemplo mejora del medio ambiente. Pero, en general, los últimos han tendido a considerarse como materias de importancia secundaria, dado el compromiso de los cuatro primeros objetivos, aunque la experiencia en este tema varíe de un país a otro. En cualquier caso, el cumplimiento de los fines básicos puede ayudar a la realización de las prioridades de segundo orden; por ejemplo, el crecimiento económico rápido hará más fácil aumentar los servicios de seguridad social y reducir las desigualdades de renta, hecho que los entusiastas del crecimiento cero harían bien en tener presente. En la práctica, sin embargo, las cosas no han ido siempre de modo tan favorable, porque excepto para unos pocos países la lista de objetivos se ha mostrado incompatible. Pocos países han sido capaces de alcanzar un crecimiento rápido combinado con la estabilidad de los precios, mientras que otros han visto que el crecimiento y el equilibrio de la balanza de pagos no constituían un matrimonio feliz. Un problema posible, aparte de su debilidad estructural intrínseca en economías particulares como la de Gran Bretaña, es que el número de objetivos ha sido generalmente mayor que el número de armas políticas relevantes, suponiéndose que debe haber una relación de uno a uno entre objetivos y políticas, o tantas medidas de control como objetivos. Esto probablemente sea verdad hasta cierto punto, pero más para economías básicamente defectuosas como en el caso británico, que para economías fuertes y vigorosas como la alemana. La relación de uno a uno también plantea en cierto modo un problema de prescripción, a causa de la dificultad en definir lo que constituye un arma relevante de control político. ¿Debe considerarse la política fiscal meramente como una palanca o se compone de una serie de instrumentos, por ejemplo, variaciones de los impuestos, incentivos a la inversión, volúmenes de gasto agregado, etc., lo que en conjunto forman algo llamado política fiscal?

De hecho, en cierto sentido, algunos países esquivaron diestramente algunas de las dificultades anteriores ordenando sus prioridades tanto en términos de objetivos como de instrumentos de control. No todos los países, por ejemplo, dieron prioridad al pleno empleo y al crecimiento. Los neoliberales alemanes argumentaban, y la mayor parte de las autoridades aceptaron su premisa básica, que estos dos objetivos se alcanzarían asegurando la estabilidad interna y externa, o la estabilidad de los precios y el equilibrio de la balanza de pagos, lo que en el caso alemán fue habitualmente interpretado como un superávit. De acuerdo con esto, la administración económica se organizó primariamente para asegurar los últimos objetivos, incluso aunque a veces pudieran ir en contra del pleno empleo y el crecimiento. Tal como se vio después, este tipo de dirección política demostró ser correcto, porque Alemania fue bendecida con el éxito en todos los frentes. Posiblemente la única área donde hubo algunos retrasos fuera en materias sociales y particularmente en el logro de una distribución más equitativa de la renta, pero Alemania nunca consideró estos objetivos como prioritarios, y dado el rápido crecimiento de conjunto podía permitirse tal aplazamiento. Francia, por otra parte, estimulada por la fe en sus empresas planificadas, apostó por el crecimiento durante la mayor parte del período, pero a costa de la estabilidad monetaria. El producto final ha sido bueno, pero no tan favorable como el alemán, porque el rápido crecimiento de Francia condujo a presiones inflacionistas más graves y a veces a una situación precaria de la balanza de pagos.

Contrástese ahora la situación y la práctica de los dos países anteriores con las de Gran Bretaña. En este caso las autoridades no parecen haber sido capaces de decidir sobre una escala de prioridades entre los principales objetivos, además de lo cual coquetearon, y muy seriamente a veces, con un quinto objetivo, el progreso social y la igualdad. Esto demostró ser un peligroso ejercicio para un país cuya economía era básicamente más débil que las de los demás países europeos occidentales. Intentaron algo que pocos países se arriesgaron a considerar, es decir, marchar sobre cuatro o cinco frentes simultáneamente con un arsenal inadecuado de armas, principalmente la política fiscal, una algo débil y negativa política monetaria y una completa oposición al uso de reguladores externos (aunque eventualmente se vieron obligados a devaluar en 1967), junto con un casi deliberado rechazo a reconocer que bajo tales condiciones los objetivos tenían que ser incompatibles. No es sorprendente que los resultados fueran pobres: crecimiento lento, presiones inflacionistas, una precaria balanza de pagos y, el único punto brillante, pleno empleo. Pero el último de éstos se alcanzó más por accidente que por proponérselo expresamente, como consecuencia de un crecimiento muy lento de la fuerza de trabajo y una trayectoria deficiente de la productividad. Es verdad que los errores políticos no pueden considerarse los únicos responsables de los tristes fallos de la economía británica, pero es difícil resistirse a la conclusión de que el producto podría haber sido mucho mejor si las autoridades hubieran lanzado un ataque frontal sobre uno o dos objetivos, en lugar de dividir sus esfuerzos en tan gran medida. Quizá las autoridades británicas prestaran demasiada atención a la advertencia de no poner «todos los huevos en la misma cesta».

Como se ha indicado antes, los métodos utilizados para dirigir los sistemas económicos variaron de un país a otro. Aunque la mayoría de los países, en un momento u otro, tendieran a usar una variedad de medidas políticas, en la práctica hubo una predilección específica por un conjunto concreto de instrumentos políticos. Así, por ejemplo, Alemania, Bélgica e Italia generalmente pusieron su confianza en controles monetarios de una u otra clase, mientras que el Reino Unido dio la preferencia a los reguladores fiscales, aunque respaldados por controles del crédito y del descuento, de vez en cuando. En efecto, contrariamente a la impresión general, Gran Bretaña fue algo excepcional en su énfasis sobre la política fiscal, dado que la mayoría de los países continentales, hasta recientemente, estuvieron menos dispuestos a utilizar específicamente armas fiscales con finalidades de manipulación anticíclica. Como podía esperarse, Suecia, como pionera en este campo de la política, continuó estando en la primera línea del desarrollo de los métodos keynesianos de dirección económica, aunque quizá su contribución más peculiar y bien conocida fuera su política del mercado laboral. Las políticas de Noruega fueron semejantes. Algunos países destacaron en la planificación de una u otra clase. El caso mejor conocido es el de Francia, con su fuerte énfasis en la planificación de la inversión gubernamental y el patrocinio activo de proyectos de inversión mediante subsidios y sistemas de licencia, junto con el empleo periódico de controles de importación y devaluaciones. Los holandeses siguieron un camino semejante, pero utilizando un modelo econométrico mucho más sofisticado con finalidades de previsión y planificación, y hasta mediados de los años sesenta contaron con el suplemento de una notable política de salarios. Sin embargo, la planificación como tal no puede actuar como sustituto del control político; sólo proporciona la base sobre la cual puede decidirse la acción, de modo que en última instancia los franceses y los holandeses tuvieron que utilizar los principales instrumentos de control para alcanzar los objetivos subrayados en sus planes.

Otros instrumentos políticos se utilizaron con mucha menor frecuencia. Los controles físicos directos fueron empleados intensamente durante la guerra y los años de la inmediata posguerra, pero la mayor parte del detallado sistema de controles de esos años había sido abandonada en los primeros años cincuenta. Los controles de precios y rentas de una u otra clase fueron utilizados de vez en cuando, pero aparte del caso holandés raramente formaron parte del paquete de medidas permanentes de los gobiernos. La principal brecha política estuvo probablemente en el lado externo, esto es, en la ausencia de un instrumento político específico para tratar el desequilibrio de la balanza de pagos. Los ajustes del tipo de cambio, por supuesto, se llevaron a efecto en algunas ocasiones y los franceses probablemente hicieron un uso mayor de los reguladores externos que la mayoría de los demás países; pero por lo general, hasta los primeros años setenta, la realineación monetaria fue considerada como una política de último recurso. Durante buena parte del período el ajuste del tipo de cambio no estuvo bien visto como instrumento político —y efectivamente no concordaba con las reglas del Fondo Monetario Internacional—, de modo que sólo se empleó en casos de desequilibrio fundamental. Lo mismo sucedió con los controles comerciales de cualquier clase, dado que éstos entraban en conflicto con el movimiento general hacia la liberalización del comercio. Debería añadirse, sin embargo, que hasta la convertibilidad monetaria general en 1958, muchos países emplearon mecanismos protectores para salvaguardar sus cuentas externas, mientras que en los años sesenta estuvieron muy difundidas las medidas especiales para controlar los movimientos de capital a corto plazo.

Aunque los países individualmente tendieron a perseguir un tipo de política con preferencia a otros, esto no llegó hasta la completa exclusión de otras alternativas. Efectivamente, en los años sesenta hubo alguna tendencia hacia la convergencia política entre los países europeos. Una razón por la que algunos países continentales prefirieron dar prioridad a las armas monetarias es porque sus sistemas presupuestarios estaban menos centralizados y por tanto eran menos eficientes con finalidades de regulación fiscal, como es el caso de Gran Bretaña o Francia. Los complejos procedimientos políticos y administrativos implicados a menudo dificultaron la rápida introducción de cambios en la imposición y en el gasto. Por ejemplo, el sistema financiero público alemán estaba muy descentralizado; en 1959 el gobierno central representaba sólo el 20 por 100 del gasto público total (corriente y de capital), frente al 59 por 100 en Francia y Gran Bretaña, mientras que las autoridades locales y las agencias de la seguridad social controlaban el 41 y el 39 por 100, respectivamente. Está claro que esto dio al gobierno central mucho menos motivo para perseguir una política fiscal activa, e incluso si lo hizo hubo siempre el peligro de que, como en Norteamérica en los años treinta, sus acciones fueran compensadas por modelos de gasto inversos en los gobiernos autónomos de los länder. En el caso de Italia, la resistencia a recurrir a la política fiscal provenía de la debilidad intrínseca del conjunto del sistema presupuestario, incluyendo la estructura del sistema impositivo y su ineficiencia general, al defectuoso marco procesal, institucional y administrativo en el que la política presupuestaria estaba formulada e instrumentada, y las actitudes anticuadas y demasiado cautelosas con respecto al empleo deliberado de los déficits presupuestarios como medida política para inducir la expansión. Con todo, en ambos países se produjo un cambio de la gran confianza en la política monetaria durante los últimos años sesenta. Después de 1965, Italia utilizó la política presupuestaria más enérgicamente que hasta entonces, aunque no siempre con muy buen efecto, mientras que en 1967 Alemania deliberadamente adoptó una política fiscal expansionista para evitar que la recesión entonces corriente, severa para los patrones de la posguerra, se convirtiera en una completa recesión. Hasta aquel momento, Alemania no había tomado nunca medidas de política fiscal importantes para estimular la economía, dado que los retrasos de la posguerra eran considerados como períodos útiles de pérdida de intensidad de la actividad económica y normalmente habían sido superados antes de que se convirtieran en algo realmente serio, mediante un movimiento al alza de las exportaciones.

Cambios similares en la dirección política eran evidentes en otros países. Gran Bretaña en los últimos años sesenta empezó a prestar más atención a la política monetaria de lo que lo había hecho antes. No es que la confianza en la política fiscal nunca hubiera significado la completa exclusión de los controles monetarios, pero en este caso las autoridades habían tenido alguna dificultad en poner orden en sus actitudes hacia la política monetaria, en parte a causa de influencias procedentes de la experiencia histórica con la política monetaria (por ejemplo, en la década de los veinte) y en parte a causa de la incertidumbre en cuanto al papel e impacto de los controles monetarios, no ayudados en esta línea por la actitud más bien ambivalente del comité Radcliffe de 1959, que subrayando la «situación de liquidez general» por encima de todo lo demás tendía a orientar a las autoridades hacia los canales del tipo de interés y del control del crédito a costa de los agregados monetarios. Así, el cambio, cuando vino, no fue simplemente un desplazamiento de los controles fiscales a los monetarios. También supuso un desplazamiento del énfasis dentro del espectro monetario, es decir, de las armas del crédito y del tipo de interés per se hacia agregados monetarios en sentido amplio; primero, la expansión del crédito interior y, después, el crecimiento del stock monetario, equivalente a la expansión del crédito interior, pero incluso del equivalente monetario de cualquier superávit o déficit global de la balanza de pagos. Esta reorientación del énfasis, que en parte venía condicionada por argumentos y análisis académicos de varias autoridades monetarias, muy especialmente el Fondo Monetario Internacional, se consumó en las reformas crediticias de principios de los años setenta.

El proceso de convergencia política fue evidente en otros aspectos en los años sesenta. Mientras los franceses empezaron a partir de mediados de los años sesenta a poner un menor énfasis en el diseño detallado de sus planes de inversión y al propio tiempo dieron un mayor peso a los controles monetarios y fiscales, Gran Bretaña llegó a ser algo más consciente respecto de la planificación, como hicieron Alemania e Italia en los últimos años sesenta, aunque pocos resultados concretos surgieron de estas incursiones en aguas desconocidas. De modo similar, la adhesión holandesa a la construcción de modelos complejos y sofisticados con finalidades de predicción, que produjo resultados diversos, se debilitó algo y empezaron a prestar más atención a visiones generales de las expectativas de los negocios, del tipo usado en Suecia. Irónicamente, al mismo tiempo, los suecos estaban empezando a hacer un uso creciente de las técnicas del análisis econométrico. El sistema centralizado holandés de convenios colectivos de salarios también se vino abajo a mediados de los años sesenta, cuando otros países estaban empezando a pensar seriamente sobre la oportunidad de las políticas de salarios y rentas. El proceso de convergencia de políticas se hizo aún más fuerte en los primeros años setenta, cuando el sistema de tipos de cambio fijos se desintegró en parte y los trastornos de estos años prepararon la adopción de medidas de emergencia similares en muchos países.

Los cambios en el énfasis de la política reflejaban en parte la insatisfacción de cada uno de los países con políticas corrientes; en parte estaban determinados por los cambios en el orden de prioridades y por las fortunas cambiantes de los acontecimientos económicos. Pocos países podían mantener a lo largo del período confianza inquebrantable en una batería particular de políticas, porque había una necesidad continua de adaptarlas a las circunstancias cambiantes. El siguiente paso es determinar lo efectivas que eran estas políticas para alcanzar los principales objetivos macroeconómicos y aquí prestaremos atención particular a las cuestiones del crecimiento y de la estabilidad. Debería tenerse presente, por supuesto, que las dos están estrechamente interrelacionadas: las medidas para alcanzar mayor estabilidad, en el gasto en inversión o en consumo o en la balanza de pagos, pueden contribuir también al crecimiento a largo plazo de la economía. Y a la inversa, una promoción demasiado rápida de la inversión para el crecimiento puede crear una mayor inestabilidad. También debería hacerse una distinción entre las políticas a largo plazo diseñadas para promover el crecimiento, especialmente las relativas al lado de la oferta, y las políticas esencialmente a corto plazo en dirección de la demanda, para alcanzar un mayor nivel de estabilidad. En la práctica, por supuesto, la distinción a veces es difícil de hacer, aunque sería correcto decir que el éxito del crecimiento a largo plazo depende muchísimo de las políticas de dirección de la demanda efectiva.

 

 

5. EL IMPACTO DE LAS MEDIDAS POLÍTICAS

 

El nivel de la demanda alto y sostenido en el período de la posguerra se considera generalmente como un factor importante del rápido crecimiento de la mayoría de los países europeos. Hubo sólidas fuerzas autónomas en acción que promovieron el consumo, por ejemplo el difundido deseo de acumular bienes de consumo duraderos; pero, al mismo tiempo, las operaciones presupuestarias gubernamentales contribuyeron al sostenido y alto nivel de la demanda. No sólo el propio gasto gubernamental en bienes y servicios fue mucho más alto que antes de la guerra, sino que el nivel y el modelo del consumo privado estuvieron en parte determinados por el proceso fiscal. En particular, la mayor importancia de los impuestos y de los pagos de transferencia creó un mecanismo estabilizador incorporado o un dispositivo compensador que produjo una mayor estabilidad en el consumo y estableció una base de consumo en tiempos de recesión. Así, las rentas disponibles y por tanto el consumo cayeron menos que la renta nacional en los períodos de recesión, comparados con el período de entreguerras, a causa de los mayores tipos impositivos marginales y de los pagos de compensación en concepto de política de bienestar, mientras que a la inversa subieron menos que la renta total durante los períodos de prosperidad, a causa de los tipos impositivos crecientes y de la reducción de los pagos de transferencia. Al mismo tiempo, la tendencia a largo plazo hacia una mayor igualdad de las rentas por medio de la imposición promueve un desplazamiento en la distribución de la renta hacia aquellas personas con poca propensión al alto consumo, lo que a su vez contribuyó a mantener los niveles de consumo. También la mayor seguridad que supone la sociedad del bienestar de la posguerra implicó probablemente una inclinación más fuerte a mantener el gasto en consumo en tiempos difíciles.

El impacto de las fuerzas presupuestarias compensatorias varió entre los países. Fue más fuerte en aquellos países con políticas fiscales rigurosas y en los que los impuestos directos y los sistemas de seguridad social estaban bien desarrollados. En esta categoría se incluirían Suecia, Noruega y el Reino Unido, por lo menos. Se ha estimado que en Suecia más del 50 por 100 del impulso de recesión «primario» del PNB pudo ser neutralizado mediante respuestas presupuestarias incorporadas, aunque esto sea tomando una definición amplia de las propiedades estabilizadoras, lo que incluye el inicio de trabajos de ayuda. Sin embargo, un mecanismo fiscal fuertemente compensatorio no conduce automáticamente a una tasa alta de crecimiento del consumo a largo plazo, como lo muestra el caso británico. Aquí el problema es que, a pesar del alto nivel del consumo en las recesiones a través de la acción del mecanismo de ajuste fiscal, la expansión del consumo en las fases de movimiento al alza del ciclo tuvo que ser restringida prematuramente por la acción restrictiva para tratar los problemas de la balanza de pagos.

En muchos países continentales el mecanismo compensador no fue tan fuerte. Esto es a causa de la mayor confianza en los tipos indirectos y también teniendo en cuenta la estructura de los pagos de la seguridad social. Aunque los planes de bienestar estaban bien desarrollados, eran generalmente menos compensadores que los del Reino Unido o Suecia. Muchos de los pagos de transferencia social estaban fijados y financiados mediante cargas fijas insensibles a las fluctuaciones de la renta. De modo semejante, una gran proporción de los ingresos impositivos europeos eran insensibles a los cambios cíclicos y muchos impuestos son recaudados con retraso.

Parece probable, por tanto, que el consumo en su conjunto se mantuviera a un nivel más alto y más estable por ajuste compensatorio y por el mayor nivel del gasto gubernamental en bienes y servicios. En cambio, éste contribuyó a generar las condiciones más desfavorables para la inversión. Pero los gobiernos también fueron activos a este respecto. Después de 1945, la mayoría de los gobiernos europeos tomaron medidas para estimular la inversión productiva con finalidades de reconstrucción y tales políticas continuaron durante los años cincuenta. En los años sesenta, sin embargo, se dio menos importancia al aumento de las cuotas de inversión agregadas, que ya eran altas, y así se tomaron pocas medidas nuevas a este efecto, aunque se llevaron a cabo intentos de influir en la inversión con finalidad anticíclica.

Los métodos usados para influir en el curso de la inversión variaron mucho y muy a menudo se diseñaron para alcanzar una mayor estabilidad, más que con el propósito expreso de elevar la tasa de inversión a largo plazo. Además, las inversiones del estado en capital propio fueron grandes, especialmente en aquellos países en que la propiedad pública era significativa, mientras que el sector de la vivienda estuvo fuertemente influido por la política gubernamental. Se aplicó un amplio abanico de medidas para estimular la inversión de la empresa privada, incluyendo préstamos y subvenciones, subsidios y varios tipos de incentivos fiscales. Además, la mayoría de los países crearon planes para movilizar los ahorros, especialmente los de los grupos de rentas más bajas.

El intento más fácilmente identificable para influir seriamente en el curso de la inversión a largo plazo fue llevado a cabo por Francia. Tal vez más que cualquier otro país, Francia tuvo que ver con la cuestión del crecimiento a largo plazo y la inversión, con descuido a veces de las perturbaciones a corto plazo en el sistema económico. Desde 1946 las autoridades desarrollaron regularmente una serie de planes de inversión importantes que, entre otras cosas, definían objetivos para la inversión privada y pública y para la vivienda. El estado fue no sólo un inversor importante en sí mismo, sino que también hizo mucho para fomentar la inversión privada por medio de préstamos, subsidios y garantías. El programa de inversiones necesita ser considerado dentro del contexto más amplio del mecanismo de planificación que consolidó las relaciones dentro de la economía mixta, implicando la participación activa de los principales intereses corporativos en la economía: empresas, sindicatos y departamentos gubernamentales. La planificación, de hecho, se convirtió en un estilo de vida en Francia y proporcionó una guía válida y una dirección a una economía que previamente había sufrido años de estancamiento. La estrategia de inversión activa generó actividad con la necesaria seguridad en el futuro a largo plazo. A juzgar por los resultados, el experimento quedó amortizado; Francia disfrutó de un crecimiento rápido y una cuota de inversión bastante alta (especialmente en las manufacturas), incluso si éstos se alcanzaron a costa de la estabilidad monetaria y de los precios.

Mientras que la mayoría de los demás países proporcionaron diversos incentivos para la inversión, pocos tuvieron los mismos objetivos prioritarios a la vista como los franceses. Efectivamente, muchas de las medidas, aunque ostensiblemente diseñadas para estimular la inversión privada, tendieron a indisponerse con las políticas de estabilización a corto plazo. Así, Gran Bretaña en los años cincuenta y principios de los sesenta instrumentó varios incentivos a la inversión, incluyendo subvenciones a la inversión y cambios en los tipos impositivos, pero su impacto fue diverso y a menudo lento en materializarse, en parte sin duda porque hubo frecuentes interrupciones de la política que a menudo contrarrestaron su efecto beneficioso. La política monetaria fue utilizada también con la misma finalidad de vez en cuando, aunque su influencia sobre la inversión tendió a ser débil e indirecta y ciertamente menor que en algunos países continentales, por ejemplo Alemania, donde la financiación institucional (bancaria y gubernamental) era más importante. Además, hasta 1958 Gran Bretaña todavía utilizaba un control negativo sobre la inversión mediante el Capital Issues Committee (Comité de Emisiones de Capital). En Alemania, la inversión estatal directa fue relativamente menos importante que en Gran Bretaña, pero el gobierno concedió préstamos a las industrias privadas que operaban en áreas clave y la política fiscal fue utilizada con el fin de estimular un alto nivel de inversión. La política monetaria, por otra parte, fue empleada principalmente con finalidad anticíclica, pero a veces tuvo un impacto considerable sobre la inversión a causa del amplio abanico de instrumentos monetarios utilizados, la falta de liquidez de los negocios alemanes después de la reforma monetaria de 1948 y el importante papel jugado por los bancos en la oferta de capital a largo plazo.

Suecia y los Países Bajos emplearon una variedad de mecanismos fiscales para estimular la inversión y las políticas presupuestarias fueron formuladas con intención de satisfacer necesidades de ahorro, especialmente del sector público, que era muy grande. Aquí de nuevo, sin embargo, los mecanismos parecen haber sido usados más con finalidades de estabilización a corto plazo que como estímulos para la inversión a largo plazo. Los suecos, por ejemplo, utilizaron un plan de fondo de reservas de inversión mediante el cual los impuestos que gravaban la inversión en períodos de prosperidad se suavizaban cuando la economía evolucionaba hacia la recesión.

Las medidas utilizadas para estimular la inversión en los países europeos occidentales fueron muy diferentes y es difícil calcular su impacto con precisión. Uno de los principales problemas es la dificultad de distinguir entre incentivos a largo plazo y medidas de estabilización a corto plazo, aunque parece que gran parte de la acción política fue diseñada para alcanzar lo último más que lo primero. Ciertamente, la inversión pública alcanzó un nivel mucho más alto que antes de la guerra y en algunos casos los préstamos y los incentivos fiscales jugaron un papel importante en estimular la inversión en determinados sectores, y es probable que también el nivel general de inversión. En los Países Bajos, por ejemplo, la inversión aumentó a través de normas fiscales favoreciendo la reinversión de beneficios empresariales no distribuidos y permitiendo la compensación ilimitada de pérdidas iniciales. Pero es difícil creer que las medidas políticas fueran instrumentos para asegurar las elevadas cuotas de inversión registradas en el período de la posguerra, excepto posiblemente en el caso de Francia. A lo largo del período estas cuotas se mantuvieron bastante estables y si algo aumentaron lo hicieron suavemente en los años sesenta, cuando el estímulo deliberado de la inversión se hizo menos pronunciado. En este punto también puede contrastarse el caso de Italia con el del Reino Unido, como reflejo de la debilidad del impacto de las políticas sobre la inversión. Italia consiguió una elevada tasa de crecimiento y una cuota relativamente alta de inversión a pesar de una política fiscal que era básicamente hostil hacia el crecimiento y la inversión. En el caso del Reino Unido, sin embargo, los incentivos a la inversión, especialmente en la década de los cincuenta, eran altos para los patrones internacionales, y con todo su cuota de inversión y su tasa de crecimiento eran muy bajas en comparación con las de otros países importantes. Que las cuotas de inversión fueran generalmente altas durante este período puede atribuirse al clima económico básicamente favorable más que al estímulo activo por parte de los gobiernos.

Finalmente volvemos a la cuestión general de la estabilidad económica; es en esta área donde los gobiernos fueron más activos, esto es, en la dirección de la demanda a corto plazo, más que en el campo de aumentar la oferta potencial a largo plazo. Uno de los temas centrales en la política económica desde la guerra fue el de la dirección de la demanda, con el objetivo de asegurar un grado razonable de estabilidad económica en el contexto de los objetivos deseados. El dilema al que se enfrentaban los gobiernos era que estaban obligados, en mayor o menor grado, a alcanzar una serie de objetivos básicamente incompatibles, es decir, crecimiento, pleno empleo, estabilidad de los precios y equilibrio externo, y posiblemente una mayor igualdad social. Así, en la práctica se vio que el pleno empleo sólo podía alcanzarse al coste de una inflación progresiva, o a la inversa, la estabilidad de los precios sólo era posible con un grado de desocupación que era políticamente inaceptable. Alternativamente, en algunos casos el crecimiento rápido se mostró incompatible con el equilibrio de la balanza de pagos. Algunos países, por supuesto, optaron por uno o dos objetivos, especialmente Alemania con su concentración en la estabilidad monetaria y el equilibrio exterior, y haciéndolo así consiguió alcanzar un aceptable nivel de éxito en todos los frentes. Sin embargo, incluso estos países tuvieron de vez en cuando que hacer frente a aumentos y disminuciones alternativos de la presión sobre los recursos, y como consecuencia se vieron obligados a actuar para estabilizar el nivel de actividad. En la práctica, por lo tanto, se convirtió en una cuestión de jugar con cada par de objetivos —estabilidad de los precios frente a empleo, crecimiento frente a balanza de pagos— para mantener un grado razonable de estabilidad global en el nivel de la actividad económica.

La tarea de estabilización económica supuso el uso de un amplio abanico de instrumentos fiscales y monetarios, y a veces controles más directos, para influir tanto en el consumo como en la inversión. En lo que se refiere a la política fiscal, la práctica general, especialmente en la Europa continental, fue utilizar una política presupuestaria selectiva para actuar sobre tipos particulares de demanda más que apoyarse en superávits o déficits presupuestarios como regulador macroeconómico. Por tanto, se utilizaron medidas selectivas para influir en el nivel de actividad en el sector privado, aunque a veces los gobiernos también modificaron sus propios programas de gasto. Los instrumentos fiscales utilizados fueron variados e incluyeron subvenciones para invertir, subsidios, variaciones de los tipos impositivos sobre beneficios distribuidos y no distribuidos, cambios en los impuestos sobre el consumo, desgravaciones fiscales a la exportación, etc. Como ya se ha indicado, algunos países pusieron mayor énfasis en la política monetaria. Ésta parece ser un instrumento más fácil y flexible, especialmente en aquellos países donde el proceso fiscal no facilita cambios rápidos en la combinación de políticas. La gama de instrumentos monetarios se ha ampliado, incluyendo variaciones en los tipos de descuento, operaciones de mercado abierto, controles selectivos del crédito, cuotas de reserva, imposición de topes máximos a los anticipos y redescuentos de los bancos comerciales y persuasión moral. Los dos primeros fueron los más populares, aunque no en todos los países. Suecia confió poco en la eficacia de los tipos de descuento, mientras que la ausencia de un mercado de bonos adecuado y eficiente en Italia significó que este país utilizara relativamente poco las operaciones de mercado abierto. Unos pocos países también limitaron a veces el endeudamiento de las autoridades locales y restringieron el flujo de emisiones de capital. Las medidas especiales para controlar el movimiento del capital a corto plazo tuvieron gran difusión. Desde mediados de los años sesenta en adelante casi todos los países comenzaron a prestar atención al tema de la oferta monetaria agregada frente a la cuestión de la liquidez y de las facilidades de crédito, con lo que la tarea de control se hizo crecientemente compleja, como consecuencia del crecimiento de las instituciones financieras no bancarias.

Dado el hecho de que las fluctuaciones de la actividad económica fueron mucho menos pronunciadas en los años de la posguerra comparadas con la experiencia anterior, puede argumentarse que las políticas gubernamentales tuvieron un impacto beneficioso. La proporción mucho mayor de las compras gubernamentales de bienes y servicios y la inversión pública pudo haber llevado a una mayor estabilidad de las rentas y de la resistencia del PNB a las fluctuaciones de la inversión privada, mientras que la mayor importancia de los impuestos y pagos de transferencia promovió una mayor estabilidad de la renta, por medio de la estabilización de las rentas de los consumidores. Esto está de acuerdo con la hipótesis de estabilidad políticamente inducida, expuesta por Lundberg. Por otra parte, Maddison ha sugerido una interpretación alternativa: que los sistemas económicos se han hecho básicamente más estables que antes como consecuencia de influencias endógenas, pero que los factores políticos han ocasionado las oscilaciones menores alrededor de la tendencia. Sin embargo, estas dos opiniones no son necesariamente incompatibles. Podría ser que el ciclo de la posguerra haya sido modificado por el mayor impacto de las operaciones gubernamentales en la economía que han asegurado que las fluctuaciones se produjesen a un mayor nivel de producto y empleo de lo que era antes, pero que al mismo tiempo los factores políticos fueran la causa de las fluctuaciones dentro de un limitado margen de desviaciones.

La evidencia sugiere que a decir verdad los gobiernos no fueron muy hábiles en lo que se ha denominado «afinar bien» sus economías. Con mucha frecuencia, la acción política estuvo mal distribuida en el tiempo y fue de una magnitud errónea, de modo que se convirtió en desestabilizadora. El ejemplo clásico es el de Gran Bretaña, donde las crisis periódicas de la balanza de pagos en 1947, 1949, 1951, 1955, 1957, 1960-1961, 1964-1965 y 1967-1968, que fueron parcialmente causadas, en primer lugar, por dejar que la economía se recalentara, obligaron a las autoridades a adoptar políticas restrictivas. Pero el calendario de la acción política fue mal administrado como de costumbre y a menudo las autoridades ejercieron demasiada presión, tanto en las fases de alza como en las de recesión del ciclo. En su mayor parte, por tanto, las políticas tendieron a tener un efecto desestabilizador en los años cincuenta y sesenta. La situación no se vio favorecida por el hecho de que las autoridades carecieran de instrumentos efectivos con los que actuar directamente sobre la balanza de pagos y de ahí que se vieran obligadas a apuntar a un nivel de actividad económica compatible con el equilibrio de la balanza de pagos. Dinamarca se enfrentó con una situación similar hasta finales de los años cincuenta, con frecuentes dificultades en los cambios, lo que dio lugar a políticas restrictivas que a su vez amortiguaron el crecimiento de la economía. Por otra parte, Francia, que padeció problemas similares en los años cincuenta, no recurrió a la restricción de la demanda interna de la manera que lo hicieron Gran Bretaña y Dinamarca, pero utilizó controles de importación y devaluación para tratar el problema exterior. Entre 1949 y 1958, Francia devaluó su moneda no menos de siete veces. En consecuencia, la política económica francesa no actuó como un freno efectivo sobre la economía interior.

Los países sin problemas graves de la balanza de pagos no habían obtenido necesariamente un mejor resultado con sus políticas de estabilización. En Suecia, la principal preocupación estuvo relacionada con las presiones de la demanda y los desarrollos inflacionistas. En general, el gobierno tuvo las mayores dificultades en evitar que las expansiones del desarrollo derivasen a condiciones de prosperidad inflacionista más que en contrarrestar tendencias a la recesión. Así, las fuertes expansiones que se registraron en 1954, 1959 y 1963 fueron mal controladas, con el resultado de que tuvo que adoptarse una acción más bien drástica, que produjo interrupciones y sacudidas en el proceso de expansión. A pesar de algún nivel de éxito con proyectos más regulares de inversión, por medio de un plan de fondo de reservas de inversión, la política presupuestaria estuvo mal coordinada con el ciclo. En años de expansión rápida no hubo una tendencia significativa a la elevación de superávits o a la reducción de déficits en el presupuesto total, y en algunos casos, por ejemplo a mediados de los años cincuenta, grandes déficits presupuestarios crearon un excedente de liquidez que hubo de ser absorbido mediante restricciones crediticias. Las medidas anticíclicas para tratar las fases de recesión tuvieron más éxito, aunque en parte pudieron haber sido favorecidas por la fortaleza intrínseca de la economía sueca y la ausencia de problemas serios de la balanza de pagos. Tampoco los holandeses, con su sofisticado modelo econométrico de previsión, tuvieron más éxito en la política de estabilización. El modelo se utilizó en parte con la finalidad de inferir alteraciones de la economía a corto plazo, pero desgraciadamente no proporcionó una guía fiable para las decisiones políticas. Las tensiones en la economía holandesa fueron reveladas por el modelo sólo cuando ya había indicios claros de desequilibrio, cuando era demasiado tarde para que las autoridades adoptasen la acción política apropiada.

Los resultados alemanes también fueron algo desiguales. Las autoridades confiaron mucho en la política monetaria para frenar las tendencias expansionistas e inflacionarias en las últimas etapas de la fase alcista, como por ejemplo en 1956 y en 1965-1966 dado que la política presupuestaria no se utilizó activamente con finalidades anticíclicas. En conjunto, la restricción monetaria fue bastante efectiva en la reducción de las condiciones de la fase de prosperidad, aunque habitualmente fue demasiado lejos y por esta razón agravó la fase de recesión. Pero las recuperaciones subsiguientes debieron poco a los estímulos políticos; se iniciaron al principio por un gran aumento de la demanda de exportaciones. En la recesión más severa de 1967, el gobierno por primera vez adoptó una política fiscal expansionista para reforzar sus medidas monetarias. La lentitud de la economía para responder a las medidas incitó a las autoridades a considerar una incursión en la planificación del crecimiento a medio plazo.

La experiencia de Italia en la dirección de la demanda en los años cincuenta y sesenta no fue diferente de la de otros países. La acción fue generalmente vacilante y tardía, tomándose las medidas de un modo ad hoc en respuesta a predicciones de acontecimientos económicos que a menudo reflejaban más tendencias pasadas que actuales. Como en el caso de otros países que al principio confiaron en instrumentos monetarios, éstos tendieron a provocar una fuerte respuesta en períodos de tensión, pero una respuesta débil y lenta en tiempos de recesión. La inadecuación creciente del control monetario, en particular en la recesión de 1963-1964, obligó a las autoridades a volver cada vez más a la política fiscal, aunque los resultados conseguidos en esta línea a finales de la década de los sesenta no eran muy prometedores. La distribución en el tiempo de los cambios en la política fue tal que su impacto se produjo cuando hubiera sido más adecuada la influencia contraria.

El desigual éxito de los gobiernos en el tratamiento de las fluctuaciones de la actividad económica a corto plazo no es del todo sorprendente. Aunque el control estatal sobre los recursos nacionales es grande y el elemento estabilizador automático en el proceso fiscal puede ser muy significativo, sin embargo las operaciones presupuestarias de los gobiernos fueron a menudo desestabilizadoras. Aun cuando no todos los países utilizaron deliberadamente el gasto fiscal como mecanismo anticíclico, muchas partidas del gasto presupuestario fueron completamente volátiles y se movieron frecuentemente de un modo desestabilizador. Esto fue particularmente cierto en el caso del gasto y de la inversión en defensa, que fluctuaron notablemente y a menudo en la dirección inadecuada, muy especialmente en 1950-1951. Hasta cierto punto lo mismo es también verdad en el caso del gasto público en bienes y servicios. Debe reconocerse, por supuesto, que el gasto gubernamental y especialmente el gasto en inversión en servicios públicos era muy difícil de regular con rapidez en respuesta a cambios repentinos de la actividad, y por esta razón los gobiernos desplazaron a menudo la carga del ajuste sobre el sector privado, bajo el curioso supuesto de que es más fácil para este sector responder del modo requerido. La tarea de regular el gasto estatal es mayor, por supuesto, en países donde el control financiero está fragmentado, por ejemplo en Alemania, donde las autoridades locales y las agencias de la seguridad social representan una gran parte del gasto público, y en países tales como Italia, donde las dificultades administrativas y constitucionales suponen una restricción, razón por la que sin duda estos países prefirieron controles monetarios.

Una dificultad adicional puede haber sido que algunos gobiernos tuvieron demasiado pocos instrumentos de control para las tareas que tenían entre manos. Esto es particularmente relevante en los países con problemas serios de la balanza de pagos, tales como Gran Bretaña, porque ello implicó falsear una serie de objetivos e intentar mantener una apariencia de estabilidad con un arsenal inadecuado de instrumentos. El problema principal era la carencia de un regulador externo efectivo, y es interesante comparar esto con la prontitud con que en los años cincuenta Francia utilizó controles exteriores para tratar la balanza de pagos. También es importante advertir que en los años sesenta tanto Italia como Alemania tomaron conciencia de la necesidad de ampliar el abanico de sus instrumentos políticos.

Tal vez los mayores problemas, sin embargo, sean los desfases temporales inherentes al proceso de formulación y aplicación de las políticas de estabilización. La percepción inicial de la necesidad de la acción política puede retrasarse a causa de la dificultad de obtener con prontitud las estadísticas necesarias. Se incurre en otro retraso por el tiempo que lleva interpretar los datos una vez obtenidos, porque a menudo es difícil distinguir, sobre la base de datos semanales o mensuales, si, por ejemplo, hay un cambio básico subyacente en la tendencia de la actividad económica. Entonces, cuando con el transcurso del tiempo se decide un cambio político puede haber un grave desfase temporal antes de que empiece a surtir efecto. Todos estos desfases pueden suponer un período de tiempo considerable, que puede traducirse en políticas que sean las opuestas a las que serían necesarias, a causa de un cambio operado en las circunstancias; o alternativamente, pueden llevar a una acción política que sea o demasiado severa o demasiado moderada. Es difícil saber cómo puede superarse este problema fácilmente, aunque es esencial encontrar una solución si la dirección de la estabilización a corto plazo tiene que tener éxito. Desgraciadamente, la tarea no ha venido facilitada en los años recientes, a causa de la confusión de previsiones contradictorias de las tendencias a corto plazo de la actividad económica.

 

 

6. CONCLUSIÓN

 

Los excelentes resultados económicos de Europa occidental en el período de la posguerra contrastan agudamente con los del período de entreguerras. La marcada aceleración del crecimiento en los años cincuenta y sesenta puede atribuirse a varios factores, incluyendo elevadas tasas de capital y trabajo, progreso técnico rápido y un alto nivel de la demanda. El mayor grado de cooperación económica internacional y las mejores políticas macroeconómicas tuvieron un impacto favorable en el crecimiento en general, y especialmente en la demanda, aunque también hubo fuerzas autónomas notables que estimularon a esta última. Las diferencias entre las tasas de crecimiento de los países pueden explicarse sólo en parte por tasas diferentes de crecimiento de los factores, dado que dependieron en gran medida de la manera en que se utilizaron los recursos. Es importante apuntar, sin embargo, que los países con tasas altas de factores también tendieron a obtener grandes mejoras de la productividad y también consiguieron buenos resultados en las exportaciones. Es poco probable que las variaciones en las tasas de crecimiento puedan atribuirse en algún grado significativo a diferencias en las políticas gubernamentales, aunque de nuevo debe subrayarse que los países que se concentraron en uno o dos objetivos tuvieron más éxito que los que intentaron hacer demasiado.

Los logros de los gobiernos con respecto a la estabilización fueron más bien desiguales, pero la mayor estabilidad de las décadas de la posguerra comparada con la de antes de la guerra puede situarse en su haber. Como ha señalado Lundberg, en comparación con los años de entreguerras, la estrategia política sin duda mejoró. Sin embargo, se podría argumentar que, dada la sólida potencia de crecimiento real obtenida durante la posguerra, las políticas gubernamentales poco tuvieron que ver con el proceso de crecimiento global. Serían una benigna influencia que proporcionaba un entorno favorable a la expansión de posguerra. Si se mira hacia delante, hacia finales del siglo XX y más allá, cuando el clima económico pasó a ser menos favorable y la inestabilidad económica y financiera se incrementó, los gobiernos se mostraron poco más hábiles en su trato con los problemas planteados por un clima más hostil de lo que habían demostrado en los años de entreguerras. Eso refuerza uno de los argumentos desarrollados a lo largo del volumen, es decir, que las políticas gubernamentales tienen un impacto limitado en los resultados económicos. Cuando las fuerzas reales son intrínsecamente fuertes, pueden ayudar y estimular el proceso de expansión, pero cuando son débiles y aumenta la inestabilidad, resultan en gran medida incapaces de hacer mucho para mejorar la situación.

 

 

PREGUNTAS PARA DEBATIR

 

1. ¿Por qué el crecimiento económico de Europa occidental en el período 1950-1970 fue mejor que en los años de entreguerras?

2. ¿Qué contribución hicieron las políticas gubernamentales a la prosperidad de posguerra en Europa?

3. ¿Qué acontecimientos condujeron al concepto del ciclo de crecimiento?

4. ¿Por qué crece más rápido el comercio que la producción en Europa occidental?

5. Evalúe la utilidad del análisis de la contabilidad del crecimiento.