Desde la segunda guerra mundial, los países europeos han experimentado dos períodos de cambio económico completamente distintos. Primero hubo el largo período de crecimiento muy alto y sostenido desde los últimos años cuarenta hasta principios de los años setenta, en el que se redujo significativamente la brecha que existía, al principio del período, entre los niveles del producto norteamericano y el europeo occidental. A finales de los años sesenta, el crecimiento rápido y el cambio estructural parecían constituir el orden de cosas natural, y las viejas depresiones cíclicas parecían una cosa del pasado.
Sin embargo, en pocos años, este marco de edad de oro casi había llegado a su fin. La inflación creciente, las explosiones salariales, el malestar estudiantil y los disturbios políticos al final de la década fueron las manifestaciones iniciales de un largo período de crecimiento accidentado y pesimismo económico. Aparecieron problemas y sobresaltos con una monotonía casi regular. La escasez de mercancías, las turbulencias en los cambios después de la desintegración del sistema de Bretton Woods, el impacto en el mercado petrolífero como consecuencia de las maquinaciones del cártel de la OPEP y la fuerte resistencia del trabajo frente a las dificultades económicas, se combinaron para generar recesión o crecimiento lento, elevada inflación, desempleo creciente y problemas presupuestarios y de balanza de pagos. La convergencia de factores favorables que había caracterizado el auge de posguerra se había convertido en una convergencia igualmente notable de frenos al crecimiento sostenido.
Como hemos visto en el capítulo 9, Europa occidental se estaba esforzando poco a poco para librarse de estos problemas, cuando la segunda crisis del petróleo minó su frágil recuperación. Esta vez existían escasas razones para ser optimistas y esperar que la perturbación pudiera superarse sin consecuencias graves. A causa de una multitud de problemas sin resolver procedentes de tensiones anteriores —por ejemplo, la inflación, los déficits presupuestarios y las presiones salariales—, los gobiernos ya no se pudieron permitir el planteamiento de resolver la presión exterior de la misma forma que lo habían hecho antes. Así, la política macroeconómica, prácticamente en todos los países, se hizo restrictiva y de ahí que las fuerzas recesivas revistieran una mayor gravedad.
Por lo tanto, la década de los ochenta comenzó de una manera poco propicia. Los gobiernos dejaron de soñar en el intento de restaurar la edad de oro, e incluso sus ciudadanos se fueron acostumbrando poco a poco a un panorama económico menos favorable. La tarea principal era ahora la de buscar un nuevo equilibrio, si fuera necesario a unos niveles inferiores de actividad y empleo, compatible con una inflación baja, unos déficits presupuestarios reducidos y un equilibrio exterior. El aumento del paro que ello inevitablemente suponía era el precio que debía pagarse por no poderse adaptar del todo a las perturbaciones de la década anterior. Desgraciadamente, los niveles más altos de paro se mostraron lejos de ser transitorios. En el proceso de abordar los otros temas, el elevado desempleo se convirtió en una característica permanente de la mayoría de los países occidentales. Incluso a finales de la década, después de varios años de crecimiento realmente sólido, el paro seguía siendo tan irresoluble como siempre, tanto que comenzó a cuestionarse si era más un problema estructural o microeconómico que una consecuencia de fuerzas macroeconómicas. En esta época, sin embargo, el ciclo de los acontecimientos volvía a evolucionar de modo adverso, incitando una vez más a los gobiernos a volver a una postura política de prudencia. Así pues, al final de la década, los países occidentales se tambaleaban de nuevo al borde de la recesión, cuya duración y gravedad parecían equipararse a las de la anterior recesión cíclica.
A pesar de que se esperaba una reacción al contundente auge de 1972- 1973, pocos habían imaginado que el último cuarto del siglo XX tendría un rendimiento económico restrictivo, con la mayor parte de la economía mundial operando por debajo de su potencial pleno y con tasas de crecimiento alrededor de la mitad de las registradas durante la edad de oro de la posguerra. Una ojeada a los Cuadros 10.1 y 10.2 nos revela que después de 1973 el crecimiento de Europa se ralentizó notablemente, mientras se producía una pequeña expansión en el empleo. Los años ochenta se mostraron incluso más débiles que los turbulentos setenta, con un crecimiento medio de casi la mitad del registrado durante los años de bonanza desenfrenada. A decir verdad, y dejando a un lado el sureste asiático y China, el crecimiento fue en todas partes más lento que en la década precedente, y mucho más débil que en la posguerra. El producto interior bruto (PIB) creció alrededor del 30 por 100 en los ochenta, en comparación con el 45 por 100 de los años setenta: en términos per cápita, esto representa un simple 1 por 100 anual de incremento, como consecuencia del aumento de la población mundial. Las economías de mercado desarrolladas registraron unos resultados algo mejores, dado que el crecimiento de su población fue muy modesto. No obstante, el crecimiento de la renta real per cápita estuvo alrededor de un 2 por 100 anual. Mientras tanto, el desempleo se elevaba pronunciadamente y se acercaba a las dos cifras, es decir cuatro veces el promedio de los años sesenta.
El crecimiento más lento se vio acompañado por un mayor grado de convergencia en las tasas de los principales países, si se comparan con las de la década anterior. Ello refleja en parte la mayor integración de los países de Europa occidental durante el curso de los ochenta (véase el Cuadro 10.2). Además, se observa una apreciable mejora de la tendencia en la mayoría de los indicadores económicos durante la segunda mitad de la década. Al principio del período, muchas variables económicas eran muy desfavorables, con un nivel de producto estacionario o decreciente, inflación creciente, inversión negativa, grandes déficits gubernamentales y desequilibrios en la balanza por cuenta corriente, además de un elevado desempleo. A finales de la década el panorama había mejorado mucho. Por regla general, la inflación de precios se había reducido a la mitad, el crecimiento del PIB se situaba alrededor del 3 por 100 anual, la inversión era fuertemente positiva y en muchos casos se habían eliminado los déficits exteriores y se habían fortalecido las posiciones presupuestarias. Sólo el panorama del desempleo seguía tan negro como diez años antes (véanse los Cuadros 10.3, 10.5).
Los datos del Cuadro 10.3 ilustran con claridad la acusada diferencia existente entre la primera y segunda mitad de la década. Los resultados fueron en todas partes mucho más convincentes a finales de los ochenta que en la primera mitad de la década. De hecho, en algunos aspectos, especialmente la inflación, la inversión y las balanzas por cuenta corriente, muchos países europeos habían recuperado a finales de los ochenta los niveles alcanzados antes del comienzo de la primera crisis del petróleo. Es dudoso que, como algunos observadores han sugerido, esto constituyera el inicio de un nuevo equilibrio. Comentando la larga fase de recuperación desde 1982, las Naciones Unidas, en su World Economic Survey for 1990, se inclinaron a creer que los países occidentales
se encuentran ahora en una senda en la que, salvo sacudidas interiores o exteriores, es de esperar que continúe una moderada expansión interrumpida solamente, en el peor de los casos, por recesiones cíclicas moderadas. Si ello es así, la economía mundial podría ser más estable y dinámica en los años noventa que lo fue en los ochenta.
Pero, irónicamente, apenas se habían escrito estas palabras, la recesión volvía a golpear de nuevo y pronto se hizo evidente que algunos de los viejos problemas todavía no habían sido superados. Como muestran los datos del Cuadro 10.1, las tasas de crecimiento del PIB, en términos absolutos y per cápita, también volvieron a caer a principios de los años noventa y la media registrada era sólo de un cuarto o un tercio respecto a lo conseguido en los sesenta y principios de los setenta.
La segunda crisis del petróleo, a finales de los años setenta, tuvo en general un impacto semejante al de la primera, representando un 2 por 100 del PIB de la OCDE, con parecidos efectos en precios y consecuencias recesivas. Pero la experiencia cíclica subsiguiente a las dos crisis no fue idéntica en absoluto. Las oscilaciones cíclicas durante la primera fueron más agudas que las que acompañaron a la segunda. En 1973, antes de la primera crisis, había tenido lugar un gran auge en la actividad, con una señalada sincronización entre los principales países industriales, mientras que en los últimos años setenta el movimiento al alza fue más débil y menos marcadamente sincronizado, rezagándose Estados Unidos con respecto a la Europa occidental. Además, mientras que en 1975 se produjo una notable caída de la actividad en la mayoría de los países, seguida por una recuperación igualmente notable al año siguiente, la última experiencia cíclica fue algo más atenuada. Muchos países experimentaron disminuciones en su producto, pero éstas se distribuyeron a lo largo de tres años, en tanto que el crecimiento medio se mantenía, aunque a tasas muy bajas. Ni hubo tampoco ninguna recuperación de importancia similar a la de 1976. Ello puede explicarse en parte por el hecho de que tras la irregular recuperación que se produjo después de 1975, la situación económica subyacente era mucho más débil que a principios de los ochenta, mientras que la actitud política de oposición de los principales países, comparada con la anterior, también fue relevante en este contexto (véase más adelante).
Las variaciones de los precios fueron en gran medida similares al nivel del consumidor, a pesar de que los precios de las mercancías no relacionadas con el petróleo tendieron a subir mucho menos que en el período precedente. Por otra parte, varios indicadores, en especial déficits presupuestarios, desempleo y cuentas exteriores, empeoraron visiblemente. En contraste, el volumen del comercio internacional se mantuvo mejor de lo que lo había hecho previamente.
La reacción de la política de los gobiernos frente a la segunda crisis del petróleo fue un tanto diferente de la que siguió a la primera. Existió un mayor grado de convergencia de las políticas y una mayor continuidad en la elaboración de la política entre los países occidentales. No se repitieron las políticas acomodaticias para compensar las pérdidas de renta real de la evolución del precio del petróleo, como había sucedido en la década de los años setenta. En esta ocasión, tanto las políticas fiscales como las monetarias se fueron haciendo más rigurosas progresivamente en muchos países, constituyendo Francia la principal excepción entre 1981 y 1982, en que acometió un programa de expansión de corta vida. Así, en suma, la política macroeconómica reforzó los efectos recesivos de la crisis del petróleo. El impacto se reflejó en el fuerte aumento de los tipos de interés reales, negativos a finales de los años setenta, pero de nuevo fuertemente positivos, alcanzando en promedio niveles de alrededor del 5 por 100, en 1982 y 1983. Las estimaciones del Cuadro 10.4 sugieren que en 1981 el impacto negativo de las políticas fue sustancialmente mayor que el del petróleo, y en el siguiente año fue probablemente todavía más fuerte.
Este período marca la ruptura final con el pensamiento de la política convencional de la posguerra. Los impulsos recesivos normalmente habrían señalado un movimiento hacia políticas expansionistas como en el pasado, tal como sucedió inicialmente después de la primera crisis del petróleo. Sin embargo, había fuertes razones pragmáticas por las que esto ya no era lo adecuado en las condiciones de los primeros años ochenta, a pesar de la percepción de que un cambio en la política agravaría las fuerzas recesivas y aumentaría el paro. En primer lugar, el aumento de los precios del petróleo equivalía a un impuesto exterior para los países importadores de petróleo y sólo podía compensarse a costa de repercusiones adversas en otros sectores de las economías que lo soportaban. En la segunda crisis del petróleo se comprobó que las pérdidas de renta real tenían que ser soportadas por los importadores de petróleo en una u otra forma, dado que representaban un proceso de redistribución de la renta entre los países. Se pensó que era mucho mejor que estas pérdidas fueran asumidas de un modo directo, sin las consecuencias inflacionistas que acompañaron a la primera crisis del petróleo. Los gobiernos se preocuparon claramente esta vez de evitar una repetición de la anterior espiral precios-salarios y la subsiguiente depreciación monetaria. Además, existía también la posibilidad de que el mercado del petróleo pudiera experimentar dificultades durante algún tiempo, en cuyo caso un crecimiento más lento contribuiría a disminuir el consumo de energía.
Muchos gobiernos se tuvieron que enfrentar con su situación presupuestaria en esta época. Durante los años setenta se habían acumulado grandes déficits y se habían realizado esfuerzos durante varios años, aunque sin mucho éxito, para reducirlos o estabilizarlos. La nueva recesión debilitó estos esfuerzos durante un tiempo, dado que los estabilizadores automáticos supusieron una nueva presión al alza del gasto público, en un momento en que la base de los ingresos se estaba estrechando. Así pues, estaba claro que no existía el menor deseo de aumentar los problemas mediante políticas fiscales expansionistas. En cualquier caso, el relajamiento fiscal se consideró como un signo de debilidad financiera que podría tener repercusiones sobre los tipos de cambio y la inflación, contribuyendo a socavar la confianza general. A este respecto, se extrajeron las lecciones de la experiencia alemana y japonesa después de la primera crisis del petróleo. Estos dos países adoptaron la política más rigurosa que parecía haber tenido un considerable éxito a finales de los años setenta en términos de crecimiento, inflación, tipos de cambio y balanzas por cuenta corriente. Italia, Francia y Gran Bretaña, en cambio, tenían más bien la experiencia contraria.
Otros dos factores obligaban a iniciativas políticas expansionistas. En primer lugar, existía cada vez más la creencia popular de que la fuerte resistencia del salario real y la reaparición de la brecha del salario real (véase más adelante), junto con rigideces estructurales en los mercados de trabajo y en otros sectores, tenderían a anular los efectos de cualquier estímulo sobre la demanda, lo cual se manifestaría, en consecuencia, en una mayor inflación, antes que en un aumento de la producción y del empleo. En segundo lugar, se tenía la convicción de que los países no podían estimular unilateralmente sus economías, a causa de los efectos adversos que se producirían sobre sus tipos de cambio y sus balanzas de pagos. Esto quedó demostrado de modo fehaciente en 1981-1982, cuando Francia intentó una política unilateral de expansión que pronto tuvo que invertir por estas mismas razones. En algunos países, en particular Alemania, los responsables de la política también creyeron que sólo podría tener lugar una nueva expansión a través de las exportaciones, como consecuencia del aumento de la demanda mundial. Como Alemania era la economía clave de Europa, con una moneda fuerte, estaba claro que era difícil para los demás países actuar de forma independiente.
Dado el mayor rigor de la política en los primeros años ochenta y las tendencias desfavorables en varios indicadores clave, es tal vez sorprendente que la actividad económica se mantuviese tan elástica como lo hizo, y algo más vigorosa que en 1974-1975. Una combinación de tipos de interés reales, relaciones de intercambio adversas, costes laborales unitarios elevados, un declive significativo de la productividad de los factores y una demanda final débil llevaron a las tasas de rendimiento del capital a sus más bajos niveles del período de la posguerra. La rentabilidad de las empresas a principios de los años ochenta se situó, en promedio, a un nivel que representaba solamente los dos tercios del de los años sesenta y primeros de la década de los setenta. En algunos países, sobre todo Italia y el Reino Unido, las tasas de rendimiento del capital industrial cayeron por debajo del tipo de interés real por primera vez en la historia (véase la Figura 10.1).
Por otra parte, crecía la competencia de los países asiáticos, agravando las crisis de la deuda en los países en vías de desarrollo e insinuando restricciones al comercio, especialmente de tipo no arancelario. Además, se pensó que tenían que plantearse problemas preocupantes por el lado de la demanda, no sólo en relación con la flexibilidad de los mercados de factores y con impedimentos estructurales al crecimiento, sino también en relación con la tasa a la que los países occidentales estaban incorporando tecnología moderna. Por tanto, el clima no conducía a la inversión empresarial y ello se reflejó en el pronunciado descenso del crecimiento del stock de capital y en el declive de las tasas de inversión.
Con todo, salvo uno o dos países, especialmente el Reino Unido, donde una combinación de factores políticos y un aumento del tipo de cambio, inducido por el petróleo, provocaron una fuerte contracción de la actividad económica, pocos países padecieron caídas significativas del PIB, aunque los retrocesos de la producción industrial fueron comunes en 1981. En resumen, hubo una elasticidad un poco mayor que en la anterior crisis, aun cuando la recuperación tardó más en hacerse efectiva. Boltho (1984, p. 17) sugiere que la elasticidad en el gasto del consumidor, en parte a través de una disminución de la propensión a ahorrar, fue un factor importante en la explicación de que se evitase una recesión mayor. De hecho, sin embargo, el gasto en consumo real fue más débil que en 1974-1975, como lo fue el consumo público. Ello apunta también a un mejor comportamiento de la inversión, pero de nuevo las cifras de Europa occidental en 1983 no parecen apoyar esta afirmación. Antes por el contrario, el factor principal parece haber sido el relativo vigor de las exportaciones, que continuaron aumentando, si bien a una tasa reducida, a lo largo de la recesión, mientras que tenía lugar una disminución en su volumen, de un 4 por 100 en 1975.
A pesar de la mediocre perspectiva del crecimiento económico en las condiciones recesivas de los primeros años ochenta, Europa occidental experimentó a continuación casi una década de crecimiento ininterrumpido, débil en una primera etapa, en 1982-1983, pero situándose en promedio en torno a un 2,5 por 100 (del PIB) anual a lo largo del período 1984-1987, y elevándose a un 3 por 100 o más en los últimos años de la década de los ochenta. La inflación se redujo sustancialmente, hasta niveles comparables con los de los últimos años sesenta, mientras que las presiones salariales se suavizaron y se produjo algún avance en la productividad. Estas mejoras contribuyeron a restablecer la rentabilidad y de esta forma aumentó fuertemente la inversión en la segunda mitad de la década. Al mismo tiempo, la situación exterior de la Comunidad Europea volvió al equilibrio, después de los grandes déficits ocasionados por la segunda subida de los precios del petróleo, mientras que se avanzó en la consolidación de las finanzas públicas. Desde la mitad de la década hubo incluso alguna creación de empleo neta, situándose en general el desempleo en sus niveles más altos en 1984.
Con todo, que se hubieran puesto las bases para un crecimiento sólido y duradero ya es otra cuestión. Todavía había varios problemas preocupantes que se resistían a desaparecer, o que permanecían por un tiempo ocultos bajo la superficie. El desempleo era uno de ellos. La inflación era otro; a pesar del progreso sustancial logrado en su reducción, hacia el final del período había signos de que volvía a levantar cabeza de nuevo. Tampoco se había resuelto del todo el problema de las finanzas del sector público; muchos países tenían déficit todavía y a más largo plazo existían motivos de preocupación en lo tocante a la consolidación de los compromisos públicos. Además, se sugería con frecuencia, y no era la OCDE la que menos lo hacía (1987), que Europa estaba padeciendo rigideces estructurales y mercados inflexibles, y que en tanto todos ellos no fueran eliminados, no podía existir una base real para el crecimiento sólido y el pleno empleo. Incluso se insinuaba que algunos países europeos no estaban a la altura de la tecnología moderna. Finalmente, al final de la década, las turbulencias exteriores, por ejemplo el hundimiento de Europa oriental y la guerra del Golfo, una vez más parecieron dispuestas a imponer otro retroceso al progreso occidental. Así es que parecía que iba a repetirse un modelo demasiado familiar, inaugurándose la nueva década con una nota recesiva.
Algunos de estos problemas se tratarán en este capítulo, después de una discusión más detallada de los logros de la década y de las fuerzas que actuaron a favor de la recuperación.
Uno de los logros más notables de los años ochenta fue la disminución de la inflación. Durante buena parte de los años setenta y primeros de la década de los ochenta, la inflación en Europa occidental había sido alta y volátil, llegando a menudo a situarse en los dos dígitos. Durante los años 1979-1982 alcanzó en promedio más del 10 por 100 anual, aunque con notables diferencias entre los países. Italia, Irlanda y el Reino Unido tuvieron las tasas más elevadas, alrededor del 20 por 100 en su punto más alto, mientras que, en el otro extremo, Alemania y Suiza experimentaban una inflación del todo modesta. Las autoridades de la mayoría de los países tomaron pronto la decisión consciente de no tolerar la persistencia de las elevadas tasas de inflación del pasado, las cuales, distorsionando el mecanismo de los precios, reduciendo los horizontes temporales y socavando en general la confianza, se consideraban responsables de la ralentización de la actividad económica. De acuerdo con esto, la política monetaria se tornó progresivamente restrictiva, reforzándola por medio de la presión fiscal, con el resultado de que los impulsos recesivos se intensificaron o prolongaron. También tuvieron gran peso en el balance final otros dos factores. En primer lugar, la preocupación por el estado de las finanzas públicas y la carga creciente de los pagos de intereses impulsaron a los gobiernos a actuar en la consolidación de sus finanzas. En segundo lugar, la política macroeconómica estuvo fuertemente influida por el curso de los acontecimientos en Estados Unidos. Las restricciones monetarias y los crecientes déficits fiscales en el último caso condujeron a elevados tipos de interés real y a una fuerte apreciación del dólar, de modo que los países europeos se vieron obligados a mantener una actitud monetaria restrictiva y unos tipos de interés real altos, a fin de defender sus monedas frente al dólar. Sin embargo, mientras que la política norteamericana ciertamente ejerció presión sobre Europa en este sentido, el déficit federal probablemente contribuyó a sostener el crecimiento en otras partes, a través de las crecientes importaciones norteamericanas, aun cuando con el tiempo el problema fiscal de Estados Unidos se convirtió en objeto de preocupación creciente en el país y en el extranjero (Schafer, 1988).
La política restrictiva, unida a la intención declarada de no repetir la experiencia de los años setenta, contribuyó sin duda a reducir las expectativas inflacionistas. La política monetaria no acomodaticia, más que las restricciones fiscales, fue probablemente la principal contribución a la desinflación. En general, las restricciones fiscales tendieron a ser más bien menos amplias, siendo importantes en Alemania, el Reino Unido y Japón, en expansión durante un tiempo en Francia e Italia, y ampliamente estables en los países europeos más pequeños. Tomando la OCDE en su conjunto, se produjo un cambio poco significativo en los balances presupuestarios estructurales entre 1980 y 1983, porque los aumentos en los pagos y transferencias por servicio de la deuda tendieron a compensar la acción para reducir los déficits presupuestarios en muchos casos.
El proceso desinflacionista se vio favorecido en gran manera por la tendencia más favorable de los precios de las mercancías. Los precios del petróleo se derrumbaron espectacularmente una vez que el cártel de la OPEP dejó de ser efectivo; de un máximo de 36 dólares por barril a principios de 1981, cayeron a 26 dólares a finales de 1985 y a un mínimo de once dólares a comienzos de 1986, antes de elevarse suavemente hasta unos 16 dólares el barril. Los precios de las primeras materias también disminuyeron fuertemente hasta 1987, como consecuencia de adiciones sustanciales a la capacidad, de la lenta recuperación de la actividad industrial en el mundo y del desarrollo de sustitutivos. Así, entre 1980 y 1988, el precio real de las exportaciones de mercancías distintas de los combustibles, por parte de los países en vías de desarrollo, disminuyó en un 40 por 100. Las fluctuaciones de los tipos de cambio, especialmente la fuerte apreciación del dólar en la primera mitad de los años ochenta, complicaron un tanto la situación, dado que tendieron a compensar parte de la ganancia derivada de la disminución de precios de las mercancías, en tanto que las importaciones europeas se expresasen en dólares. Sin embargo, esta situación se invirtió en la segunda mitad de la década, cuando se depreció el dólar.
El tercer factor importante que actuó favorablemente sobre la inflación fue el cambio en el comportamiento habido en el marco salarial, aunque a su vez debiera subrayarse que este último se vio considerablemente influido por los dos factores anteriores. Durante los años setenta, la tendencia al aumento de los salarios, no sólo como respuesta a las variaciones de los precios sino también como anticipación de los cambios futuros, había constituido una influencia significativa en el mantenimiento del impulso inflacionista. Los perceptores de salarios, acostumbrados desde hacía tiempo a incrementos anuales regulares de sus rentas reales, no estaban dispuestos a renunciar a éstos cuando la economía ya no podía concedérselos durante más tiempo, a causa de la crisis externa y de la productividad declinante. De aquí que negociaran salarios nominales altos, que en su mayor parte descansaban en la expansión monetaria, y de esta manera las ganancias salariales superaron a las que estaban garantizadas por cambios en la productividad y en la relación real de intercambio, llevando a la aparición de una brecha en los salarios reales. El comportamiento del entorno salarial en este período se vio asimismo afectado de forma negativa por la creciente inflexibilidad de los mercados laborales, mediante la legislación laboral protectora y los problemas estructurales.
A partir de 1982 se produjo una visible mejora en el funcionamiento de los mercados laborales. La resistencia del salario real cedió bajo la influencia de la recesión y de factores de la política, ayudada también por la tendencia a la baja de los precios de las mercancías. La debilidad de los mercados dificultó que los industriales transfiriesen sus aumentos de coste a los precios y, por tanto, endurecieron su resistencia a las demandas salariales injustificadas. De aquí que el crecimiento de los ingresos reales se redujera y la brecha del salario real fuera ahora favorable a una mejora de la rentabilidad. Es posible que la moderación se haya visto apoyada por un mayor grado de flexibilidad en los mercados laborales, gracias a un mayor volumen de trabajo a tiempo parcial, a la reducción de la participación sindical y a un desplazamiento fuera de las industrias importantes con un alto grado de organización; y también en algunos casos, en particular el del Reino Unido, a causa de la legislación reguladora de las relaciones industriales y la negociación salarial.
A mediados de los años ochenta, el proceso desinflacionista había hecho, más o menos, su recorrido. La inflación de precios de consumo en Europa occidental era, en promedio, del 2,5 por 100 o menos en 1986-1987, muy semejante a la de los años sesenta. Con todo, que el problema hubiera sido realmente superado es otra cuestión. Es de notar que la inflación empezó a subir de nuevo a finales de los ochenta, a medida que las facilidades dadas por la política abrieron camino a una expansión de la actividad. El peligro de las políticas expansionistas —dispersas principalmente en un aumento de los precios y salarios, más que en un aumento del producto real— pudo haber disminuido, pero de ningún modo desaparecido; hecho que quedó ampliamente demostrado por el fuerte aumento de la inflación británica en 1989-1990, en buena medida como consecuencia de la más que eufórica relajación de la política. Fueron pocos los países dispuestos a poner en peligro las ganancias conseguidas por una acción imprudente, puesto que los costes de la desinflación habían sido onerosos. Lo que la experiencia de las dos últimas décadas había dejado claro, sobre todo, era que
cuesta menos mantener una inflación baja por medio de una política que no suponga una adaptación a las crisis cuando éstas se producen, que permitir lo que podrían parecer ex ante aumentos discretos o incluso inofensivos de la inflación, pero que fueran alcanzando niveles política o económicamente intolerables. Ésta es la lección más importante de la desinflación de los años ochenta (Coe et al., 1988, p. 114).
La mejora de la situación inflacionista animó a una actitud más confiada por parte de los consumidores. El gasto en consumo fue muy pequeño en la recesión de los primeros años ochenta, al paso que los ahorros alcanzaban niveles históricos a medida que las economías domésticas trataban de restablecer sus ahorros reales durante un período de elevada inflación. Pero el consumo empezó a reaccionar lentamente después de 1982 y a partir de 1985 se situó en promedio en más de un 3 por 100 anual, siendo especialmente alto entre 1986 y 1988. El aumento del consumo fue más estable y se mantuvo mejor que en la anterior recuperación cíclica por varias razones. En primer lugar, se produjo una disminución general de los ahorros de las economías domésticas a partir de los niveles máximos alcanzados al principio de la década. El descenso de los ahorros fue especialmente notable en Francia, Gran Bretaña e Italia. Esto puede atribuirse a la gradual erosión del efecto saldos reales sobre los ahorros, debido a la reducción de la inflación, a una tasa elevada de formación de familias que indujo un fuerte aumento de la demanda de viviendas y bienes de consumo duradero, y a un efecto riqueza a medida que los precios de las casas y los valores de la bolsa aumentaron más deprisa que las rentas, estimulando a las economías domésticas a aumentar su endeudamiento y su gasto, al tiempo que a disminuir sus ahorros. El notable aumento de los valores de la propiedad residencial animó al endeudamiento sobre la base de un mayor valor de los activos, igual que hicieron la liberalización y las innovaciones en los mercados financieros. De hecho, buena parte del descenso de la tasa de ahorro en la segunda mitad de la década, por lo menos en el Reino Unido, se debió a una oleada de endeudamiento inducido por una política monetaria laxa y por la facilidad con que podía asegurarse el nuevo crédito en un régimen financiero más liberal. Otros dos factores adicionales reforzaron el gasto: la continuada debilidad de los precios de las mercancías y un extenso desplazamiento de la política fiscal hacia una menor presión en la última parte de la década, los cuales contribuyeron a sostener el crecimiento de la renta real.
El efecto de estas fuerzas combinadas fue que las economías domésticas se sintieron mucho mejor que antes. La inflación decreciente y el rápido aumento de los precios de los activos se tradujeron en una mejora de la situación de riqueza, mientras que las rentas reales crecientes a través de la mejora de la actividad económica, de la reducción de impuestos y de una tendencia favorable de la relación real de intercambio, mejoraron el flujo de la renta corriente. Ello resultó ser una mezcla potente y peligrosa, que provocó un gasto y endeudamiento alocados, elevando los niveles de la deuda real y erosionando los ahorros.
La tasa de formación interior bruta de capital también comenzó a subir de forma significativa en la mayoría de los países a partir de 1984, después de las caídas de 1981 y 1982 y de un aumento muy modesto en 1983. En la segunda mitad de la década la inversión estaba aumentando de un modo realmente notable y a una tasa que no se había visto desde los primeros años setenta. La tasa de crecimiento del stock de capital comenzó a aumentar de nuevo, como las cuotas de inversión, aunque estas últimas todavía se mantenían unos cuantos puntos porcentuales por debajo de los niveles alcanzados a principios de los años setenta: 22 frente al 26 por 100, para los doce países de la Comunidad.
Uno de los principales factores en la reanimación de la inversión fue, por supuesto, la recuperación de la rentabilidad. A principios de los años ochenta, las tasas de rendimiento en algunos países habían descendido a niveles ciertamente muy bajos, y en promedio la rentabilidad de las empresas estaba por debajo de la de los años sesenta en más de un 30 por 100. La principal influencia que se hallaba detrás de dicho descenso, aparte de la baja tasa de actividad, era el empeoramiento de la tendencia en la relación entre salarios y crecimiento de la productividad, de manera que los costes laborales unitarios reales aumentaron en una época de debilidad de los precios del producto final. Además, los costes unitarios de las materias primas también aumentaron notablemente después de la segunda crisis del petróleo. Al propio tiempo, la productividad del capital se había deteriorado muchísimo durante los años setenta y primeros ochenta, debido a las tasas de formación de capital más bajas, a la menor utilización de la capacidad, posiblemente a un cierto debilitamiento del progreso técnico y a los impedimentos existentes para un uso eficiente del capital, debido a factores estructurales y a las crecientes regulaciones de los gobiernos. El resultado fue que la productividad total de los factores disminuyó señaladamente, hasta situarse en una cuarta parte de la de los años sesenta.
El desenvolvimiento regular de estas tendencias contrarias durante los años ochenta condujo a una mejora general de la rentabilidad. La moderación salarial fue sin ninguna duda un factor importante del proceso. Los costes laborales reales, que previamente habían estado aumentando más deprisa que la productividad, invirtieron su tendencia después de los primeros años ochenta, de modo que entre 1981 y 1990 los costes laborales unitarios reales cayeron, en promedio, alrededor de un 8 por 100. El crecimiento de la productividad del trabajo se mantuvo muy por debajo del nivel de los años sesenta, pero al menos la brecha negativa entre salarios y productividad se había cerrado. La productividad del capital también mejoró a finales de los años ochenta, en parte como consecuencia de una mejor utilización de la capacidad y de un aumento de la formación de capital, así como de la productividad total de los factores, aunque todavía a unas tasas que tan sólo representaban la mitad de las de los años sesenta. Los beneficios también se vieron estimulados por una relación real de intercambio más favorable, que llevó a costes más bajos de los factores, y por una recuperación de los precios de los productos finales.
Aunque los niveles de rentabilidad mejoraron sin duda, todavía se mantenían por debajo de los de los años sesenta. No obstante, la recuperación fue suficiente para estimular una reactivación de la inversión. Esta última se vio también estimulada por la considerable racionalización y modernización de la capacidad y por la inversión en nuevas tecnologías, después de un largo período de baja inversión. Lo más significativo es que en la segunda mitad de la década, la inversión estaba favoreciendo la creación de empleo, mientras que previamente, debido a la configuración de precios relativos de los factores, había sido principalmente ahorradora de trabajo. Así, en los años 1984- 1990, la creación de empleo neto en la Comunidad Europea fue del orden de ocho millones de personas. Por supuesto, esto sólo tuvo un impacto muy modesto sobre el nivel de paro, dado que actuaron otras influencias negativas (véase más adelante).
Un área que se mantuvo relativamente próspera en la recesión de los primeros años ochenta fue el comercio internacional. El volumen de exportaciones de bienes y servicios de Europa occidental, aunque muy por debajo del nivel de los últimos años setenta, continuó aumentando, en promedio, alrededor del 2 por 100 anual, lo que constituía un resultado mucho mejor del que era el caso en la mayor parte de los demás indicadores económicos; y esto a pesar de las graves dificultades de la balanza de pagos en muchos países, debido a la crisis del petróleo (siendo la principal excepción el Reino Unido, a causa de la abundante entrada de petróleo del mar del Norte), graves crisis de la deuda en el Tercer Mundo y una creciente opinión proteccionista, reflejada sobre todo en la proliferación de barreras no arancelarias. Afortunadamente, sin embargo, a diferencia de los años treinta, los principales países comerciales evitaron caer en la política de protección rigurosa que tanto daño causó al comercio y a la actividad durante aquel período.
Desde 1983, el comercio se convirtió una vez más en algo parecido a un motor del crecimiento, aunque con menos fuerza que en los años de auge posteriores a la guerra. Las exportaciones totales crecieron más deprisa que el producto, alrededor del 5 por 100 o más en Europa occidental, hasta 1990, aumentando las exportaciones de manufacturas todavía más deprisa. La mayor integración entre los países occidentales, la liberalización de los movimientos internacionales de capital, la estabilización de los tipos de cambio y el mantenimiento de un marco comercial bastante liberal, contribuyeron a promover la recuperación del comercio. Pero tal vez fue más significativa, por lo que respecta al gran incremento inicial, la fuerte demanda generada por las importaciones de Estados Unidos, como consecuencia del auge interior del país y de la apreciación del dólar. Así pues, entre 1983 y 1985, la demanda norteamericana total superó el crecimiento del producto interior, mientras que en la mayoría de los demás países, excepto el Reino Unido e Italia, ocurría lo contrario. Esto condujo a un fuerte incremento de las importaciones norteamericanas y a un creciente déficit comercial, cuya contrapartida estaba en los igualmente grandes superávits comerciales en Alemania y Japón. En contraste, a finales de la década la situación se había invertido en parte. Aunque Estados Unidos registraba todavía grandes déficits exteriores, la demanda interior total crecía más lentamente que el producto y el dólar se depreciaba, de manera que el aumento de las exportaciones contribuía a utilizar toda la capacidad productiva. Por otra parte, las exportaciones japonesas disminuyeron como consecuencia de la apreciación del yen, mientras que las de la Comunidad Europea se mantenían bastante prósperas.
Dados los imperiosos problemas de la inflación y de los déficits presupuestarios, no era muy de esperar que la política gubernamental desempeñara un papel decisivo en la recuperación después de la recesión. Efectivamente, como ya se ha indicado, la política macroeconómica durante una buena parte del tiempo se concentró en la eliminación de la inflación del sistema y fue sólo a finales de la década cuando se consiguió una modesta reducción.
Un factor que influyó igualmente, si no más, en la dirección de la política, fue la necesidad de consolidar las finanzas públicas. Durante los años setenta y principios de los ochenta, la mayoría de los países presenció la aparición de unos considerables y crecientes déficits presupuestarios (5 a 10 por 100 del PIB), que elevaron con rapidez la proporción de la deuda pública sobre el PIB. El notable deterioro de las situaciones presupuestarias se debió a una explosión del gasto público sin par con la evolución del ingreso, en gran medida resultante de la reasignación de recursos surgida de las dos crisis del petróleo, la disminución del crecimiento y el aumento del desempleo, junto con la inflexibilidad de los compromisos de gasto asumidos durante los buenos años sesenta. A principios de los años ochenta, el problema se había vuelto lo bastante serio como para estimular una nueva valoración fundamental de las prácticas presupuestarias. Varias consideraciones influyeron en el desplazamiento hacia una acción correctora. En primer lugar, la consideración de que los grandes déficits del sector público socavan la confianza, especialmente en el caso de los mercados financieros, dado que a menudo se los asocia con la inflación. En segundo lugar, existía una seria preocupación sobre la posibilidad de sostener en el futuro tales déficits y su financiación, dado la creciente inflexibilidad de los gastos y la carga creciente de los pagos por intereses y beneficios de transferencia. Un tercer factor era la convicción de que los sectores públicos de gran dimensión per se tenían efectos negativos sobre el crecimiento y el empleo, principalmente a través de la expulsión del sector privado de la actividad y de los supuestos efectos negativos de los pagos de transferencia y de la elevada imposición sobre la inversión y el ahorro. La evidencia sobre esta materia es muy variada y contradictoria (Katz et al., 1983; Friedlander y Sanders, 1985), y la respuesta de la política vino dictada más por la convicción política e ideológica que por un correcto razonamiento económico, aunque la preocupación por el volumen de los déficits presupuestarios fue bastante sincera. Además, había una creencia cada vez mayor de que incluso una expansión equilibrada del ingreso y del gasto pudiera ser mala para el crecimiento, dado que la carga fiscal creciente podría presionar sobre los costes salariales, lo que afectaría negativamente a la rentabilidad.
A pesar de la firme resolución de tratar el problema, el logro de la corrección fiscal fue un tema completamente diferente. A causa de los efectos de la recesión, los primeros años de la década presenciaron una presión creciente sobre el gasto público, en una época en la que los ingresos distaban de ser boyantes. No fue aproximadamente hasta mediados de la década, por tanto, cuando los intentos gubernamentales para frenar el gasto comenzaron a tener algún impacto en la proporción del gasto público sobre el PIB, de modo que inicialmente los ingresos fiscales llevaron el peso del proceso de ajuste. Incluso en la última parte de la década, cuando se alcanzó un control más firme sobre el gasto, el aumento de los ingresos fiscales, como consecuencia del movimiento al alza de la actividad económica, fue más importante que la contención del gasto en el restablecimiento de las finanzas públicas. Aun así, la consolidación fiscal distaba de ser completa a finales del período. No menos de trece países de la OCDE se encontraban todavía en situación de déficit, cuatro de los cuales registraban déficits de más del 5 por 100 del PIB, mientras que el tamaño del sector público era en promedio todavía mayor que en el máximo cíclico anterior. En 1990 el gasto gubernamental en proporción al PIB, en el área de la OCDE, superaba, en promedio, en más de tres puntos porcentuales la misma proporción de 1979 (Oxley y Martin, 1991, p. 175).
La experiencia de los años ochenta demuestra la dificultad de modificación de las finanzas públicas. Existe un límite superior para los niveles impositivos, más allá del cual tienen un impacto negativo sobre la actividad; mientras que el gasto, una vez comprometido, es muy difícil de reducir. Muchas de las reducciones de gastos fueron de imagen o de carácter marginal, concentrándose en la inversión pública (las reducciones más perjudiciales en cuanto se refiere al crecimiento futuro), las subvenciones y las nóminas salariales, estas últimas en parte como consecuencia de la moderación salarial y la contención del crecimiento del empleo en el sector público. Además, las perspectivas a largo plazo no son estimulantes, puesto que las presiones para el gasto aumentarán probablemente en el futuro, a causa de las crecientes relaciones de dependencia, del restablecimiento de la inversión pública —especialmente en elementos infraestructurales—, de la demanda de mayores recursos para salud, educación y pensiones, y de la relajación de la restricción de salarios en el sector público. Con el tiempo, como reconoció la OCDE en uno de sus informes (1987), esto puede forzar a los gobiernos a considerar la realización de cambios fundamentales en la forma de financiación de los bienes y servicios colectivos. Alternativamente, las mejoras en la recaudación de ingresos y en la efectividad de la exacción fiscal pueden constituir otra posibilidad. La evasión fiscal es un problema creciente en todas partes, aunque no tanto como en Italia, donde constituye desde hace tiempo un problema de seria magnitud. Se ha estimado que los ingresos fiscales perdidos a causa de la evasión habrían bastado para eliminar la totalidad del déficit presupuestario italiano en 1984 (Sassoon, 1990, p. 119).
A decir verdad, por tanto, no hay mucho campo para una influencia significativa de la política macroeconómica sobre la actividad económica. Tanto la política fiscal como la monetaria fueron rigurosas durante la primera mitad de los años ochenta. A finales de dicha década se produjo cierta relajación en la política monetaria a través de un descenso de los tipos de interés y una expansión de la oferta monetaria, al paso que en algunos países se instrumentaban reducciones fiscales. El hundimiento de la bolsa de valores en octubre de 1987 propició cierta suavización de la política monetaria, pero su oportunidad en el tiempo puede no haber sido la más adecuada desde el punto de vista de la economía real, dada la fortaleza de la recuperación y la situación especulativa de los activos. En el Reino Unido, por ejemplo, una política monetaria hiperexpansiva contribuyó a alimentar un auge de la construcción inmobiliaria y unos gastos de consumo alocados a los que tuvieron que poner término a finales de 1988. Así pues, la relajación tendió a tener una vida corta y el cambio de década presenció un desplazamiento hacia la política rigurosa, cuando volvió a aparecer el temor ante los viejos problemas.
Un problema que se negó a desaparecer en la década de los ochenta fue el del desempleo. De hecho, hasta la mitad de la década, el paro tuvo una tendencia creciente, alcanzando cifras de dos dígitos en varios países. Ni siquiera el crecimiento sostenido de los últimos años ochenta logró tener demasiado impacto sobre los niveles de empleo, a pesar de cierto volumen de creación de empleo neto. Los porcentajes de paro se mantuvieron cerca de las cifras de dos dígitos en algunos de los países más grandes. Sin embargo, hubo considerable divergencia entre las tasas de paro entre países, en contraste con la situación relativa a la inflación y al crecimiento del producto. El paro en Alemania se mantuvo constantemente por debajo del de muchos de sus socios comunitarios, mientras que varios de los países más pequeños, especialmente Austria, Noruega, Suecia y Suiza, registraban resultados todavía mejores, con tasas no muy alejadas de las de los años sesenta. La posición relativa de Estados Unidos también mejoró en la segunda mitad de la década, en tanto que los niveles japoneses fueron completamente excepcionales durante el período. Las diferencias y el contraste con los períodos anteriores se muestran en el Cuadro 10.5.
No se habían visto niveles tan altos de desempleo desde los años treinta. Como entonces, algunas de las características del problema del paro eran familiares: las grandes diferencias regionales, el aumento sostenido del número de parados a largo plazo y la incidencia desproporcionada del desempleo entre ciertos grupos: los trabajadores jóvenes y adultos, los no cualificados y los minusválidos. Sin embargo, una diferencia importante con respecto al período anterior consistía en que los cambios en el nivel de actividad económica parecían tener un menor impacto sobre la reducción del número de parados.
De hecho, lo más notable es lo limitado que ha sido el impacto del crecimiento sobre el empleo a largo plazo, incluso si nos remontamos a la década de los sesenta. Entre 1960 y 1973, el crecimiento del PIB en la Comunidad Europea fue, en promedio, del 4,8 por 100 anual, mientras que el empleo sólo aumentó un 0,2-0,3 por 100 anual. Una tasa de crecimiento del 2,4 por 100 en los años 1973-1979 no tuvo prácticamente ningún efecto sobre el empleo, mientras que en los años siguientes hasta 1986, el crecimiento del empleo fue negativo o irrelevante. Así, para todo el período 1973-1987, unas tres cuartas partes del aumento de la fuerza de trabajo se tradujeron en un mayor volumen de paro, puesto que el crecimiento neto del número de personas empleadas fue insignificante. En contraste, Estados Unidos, Japón y algunos de los países europeos más pequeños, consiguieron generar un volumen sustancial de nuevo empleo, con el resultado de que sus tasas de desempleo no fueron mucho más altas que en los primeros años setenta.
Por tanto, parece que el crecimiento de la cifra de desocupados ha sido una característica peculiar de los principales países europeos. Las estimaciones sugieren que se requiere una tasa de crecimiento situada alrededor del 2-2,5 por 100 anual para que el empleo responda positivamente (Comisión de la Comunidad Europea, 1989, p. 119). Así pues, en el supuesto de que se mantuvieran tasas de crecimiento del orden de un 3 por 100 anual, como se experimentó en los últimos años ochenta, y de que el crecimiento de la fuerza de trabajo fuera del 0,4 por 100 anual, los niveles de desempleo continuarían siendo altos, alrededor del 6 por 100, hasta mediados de los años noventa, a menos que la proporción entre empleo y crecimiento mejorara. En otras palabras, para volver a los anteriores niveles bajos de desempleo de los años de la posguerra harían falta unas tasas de crecimiento económico mucho más altas que las que se han experimentado a lo largo de estos últimos años. Los intentos de explicación del enigma del paro han tomado varias formas. Entre ellas está la versión keynesiana de la demanda agregada, el efecto salarios reales neoclásico, la influencia de la rigidez estructural en el mercado laboral y el impacto de la histéresis. También hay que tener en cuenta los cambios a largo plazo en el crecimiento de la oferta de trabajo. Ningún factor puede explicar por sí solo la persistencia del desempleo o las diferencias entre países.
Un nivel más alto de la demanda agregada o del producto habría mitigado, sin duda, la situación del desempleo, haciendo posible una mayor creación de empleo si las autoridades hubieran estado dispuestas a proporcionar un estímulo fiscal significativo a sus economías. Dado el compromiso frente a la inflación y los déficits presupuestarios, esta línea de acción no se consideró nunca con seriedad. Además, si, como se sospechaba, los estímulos a la demanda iban a incidir probablemente en mayor medida sobre los precios que sobre el producto y el empleo, entonces no traía mucha cuenta actuar de aquel modo. Efectivamente, si la relación entre el crecimiento del producto y el del empleo en los años sesenta y primeros setenta tenía que seguirse manteniendo, entonces el aumento de la tasa de crecimiento no habría tenido un impacto relevante sobre el paro. Sin embargo, habría que tener también presente que en una época en que el crecimiento económico era bastante lento, el crecimiento de la fuerza de trabajo estaba realmente aumentando su ritmo. A causa de los factores demográficos que condujeron a un aumento de la proporción de población en edad laboral, junto con un aumento de la participación femenina, la fuerza de trabajo activa estaba creciendo con mayor rapidez en los años setenta y ochenta que en los años anteriores. Como muestran los datos del Cuadro 10.6, en esos años estaba creciendo a una tasa del 0,6-0,8 por 100 anual, cuando en los años sesenta era sólo del 0,2 por 100. Como el crecimiento del empleo, aparte de los últimos años ochenta, se mantuvo bastante constante, a niveles muy bajos (0,2 por 100), era inevitable que la mayor parte del aumento de la fuerza de trabajo se tradujese en desempleo. Y si la relación entre crecimiento del producto y empleo de los años sesenta se hubiera mantenido a finales de los ochenta, la situación del paro habría sido mucho peor de lo que fue.
Es evidente, pues, que las fuerzas del lado de la oferta de trabajo no relacionadas con el estado de la actividad económica habrían presionado considerablemente sobre el mercado de trabajo cualquiera que fuese la tasa de crecimiento. Sin embargo, esto no quiere decir que hayamos resuelto del todo la paradoja del elevado desempleo en los principales países de la Comunidad Europea. El hecho es que el paro fue mucho mayor que en muchos de los países más pequeños y que en Japón y Estados Unidos. Además, el crecimiento de la fuerza de trabajo fue incluso más rápido en estos últimos países, aunque sólo en el caso de los más pequeños fue alto en comparación con el de los años sesenta (OCDE, 1991).
En esencia, pues, lo que tenemos que explicar es por qué los mayores países europeos registraron un volumen de empleo inferior al de los demás países. Tratando de clarificar las diferencias, se ha recurrido con frecuencia a consideraciones del lado de la oferta. En términos muy generales, aquí el argumento principal sostiene que los mercados de trabajo europeos, por una u otra razón, funcionan de manera menos eficiente que los de otras partes. Ello podría deberse a una mayor resistencia del salario real, a la rigidez estructural del mercado laboral y al efecto de histéresis (retraso en la reacción frente a un acontecimiento pasado). La consecuencia consistiría en un aumento de la tasa de paro no aceleradora de la inflación (NAIRU, non-accelerating inflation rate of unemployment), lo que dificultaría la reducción del empleo sin agravar la inflación.
Todos estos puntos poseen cierta entidad. Los salarios han sido menos sensibles a las variaciones del desempleo, de la productividad y, en menor medida, de los precios en algunos de los principales países europeos, que en Estados Unidos y Japón. En Europa, Alemania, Austria y Suiza han exhibido un modelo salarial más flexible que la mayoría de los demás países (Coe, 1985, pp. 117-119; OCDE, 1987, pp. 132-134). Esto sería coherente con sus mejores resultados en la cuestión del paro. El corolario sería que en otros países el trabajo era demasiado caro, aumentando los salarios más deprisa que la productividad y llevando a una brecha de los salarios reales que dañó la contratación laboral. Esta brecha apareció ciertamente en los principales países durante los años setenta y primeros ochenta, pero después desapareció, a medida que se iban moderando los salarios reales y recuperando los beneficios. Esto parece implicar que los excesivos salarios reales no fueron una fuerza potente para restringir el crecimiento del empleo después de los primeros años ochenta. Sin embargo, las estimaciones de la NAIRU se mantuvieron altas durante gran parte de la década, lo que parece indicar que otros factores, aparte de la rigidez de los salarios reales, pueden haber sido un obstáculo para la creación de empleo. Por cierto, el hecho de que las NAIRU tendieran a ser menores que las tasas efectivas de paro a mediados de los años ochenta, sugiere que puede haberse perdido algún tiempo a causa de la modesta expansión fiscal.
Los factores estructurales pueden explicar en parte la creciente rigidez del mercado laboral europeo, que reduce su flexibilidad y eficiencia en la asignación del trabajo entre usos competitivos. Dicha rigidez incluiría los impedimentos que reducen la movilidad del trabajo entre empresas, industrias, regiones y ocupaciones, y en la entrada y salida del paro, de lo que se derivaría un aumento de la proporción entre paro y puestos de trabajo vacantes (curva de Beveridge). Esto, a su vez, justificaría las diferencias regionales en el desempleo y la desproporcionada incidencia del paro entre los diferentes grupos de trabajadores.
La rigidez creciente de los mercados laborales europeos fue una consecuencia de dos factores importantes: las regulaciones administrativas y el modelo de negociación colectiva y determinación de salarios. Durante los últimos años sesenta y los setenta, diferentes disposiciones legales contribuyeron a impedir el funcionamiento microeconómico de los mercados laborales. Estas disposiciones comprendían una legislación sobre salario mínimo y protección del empleo, así como la provisión de generosos sistemas de beneficios sociales; parte de esta normativa sería parcialmente liberalizada en la década siguiente. En segundo lugar, las prácticas laborales restrictivas y los métodos ineficientes de utilización del trabajo se han perpetuado a través de unos sistemas de negociación insatisfactorios, que han dificultado la movilidad interior y exterior del trabajo y reforzado las regulaciones protectoras del empleo.
Es significativo que los resultados en el mercado laboral hayan sido consecuentemente más pobres en países como el Reino Unido, Francia, Bélgica e Italia, donde ni los sistemas de negociación colectiva han estado sujetos a las restricciones directas de la negociación descentralizada al nivel de la empresa, que en mercados laborales competitivos como Estados Unidos y Japón, ni se han visto influidos por un reconocimiento de responsabilidad nacional, como sucede en los procedimientos de negociación propios de los países nórdicos, Austria y Alemania, que son más coordinados y centralizados. En lugar de ello,
la fijación de los salarios y de las condiciones de empleo ha funcionado típicamente a través de una multiplicidad de niveles superpuestos y rivales, resquebrajando la solidaridad de los empleadores y estimulando espirales inflacionistas de negociación en torno a diferencias salariales largamente establecidas; y donde el marco legal para la negociación ha sido insuficientemente instrumentado en términos de derechos y obligaciones de las partes en los acuerdos colectivos (OCDE, 1987, p. 41).
Tales sistemas de negociación fragmentados reducen la flexibilidad de los mercados laborales, en términos de la capacidad de asignación de recursos del mecanismo de precios, a través, por ejemplo, de un estrechamiento de las diferencias de remuneración entre regiones, ocupaciones, trabajadores cualificados o no cualificados; y por medio de pactos restrictivos que limitan la elección y protegen a quienes ya están empleados. También pueden afectar al nivel de cualificación en la medida en que las diferencias salariales favorecen al trabajador no cualificado, especialmente en Gran Bretaña. Efectivamente, lo que sucede es que los mercados laborales se convierten en mercados segmentados principalmente entre quienes ya tienen trabajo, es decir, aquellos que se benefician de unos mayores salarios y de una mayor seguridad en el puesto de trabajo en virtud de restricciones de la competencia en el mercado laboral, y quienes están en el paro, los cuales se ven excluidos de una participación efectiva en el mercado laboral y que, en último término, soportan el coste del sistema.
Esta combinación de fuerzas establece el modelo según el cual el paro puede autoalimentarse a través de un proceso conocido como histéresis. Lo que puede comenzar como un problema de demanda a corto plazo se transforma en un fenómeno de oferta a largo plazo, a medida que el grupo de parados se convierte progresivamente en un grupo marginado del mercado de trabajo, por la vía de la desmoralización, la pérdida de cualificación, la incapacidad derivada de la edad y la falta de formación. Por tanto, los integrantes de este gueto dejan de constituir una fuerza competitiva efectiva en el mercado laboral y de ahí que se reduzca su influencia en la determinación de los salarios. Ello, a su vez, refuerza la rigidez y prácticas restrictivas por parte de los que sí están ocupados, los cuales pretenden salvaguardar la situación de la mayoría aun a costa de un mayor paro, causado por jubilación anticipada, trabajo a tiempo parcial, menor contratación de trabajadores jóvenes u otras soluciones por el estilo. De esta manera, un desempleo elevado puede crear las condiciones de su propia perpetuación (Lawrence y Schultz, 1987, p. 45).
En su detallado estudio cross-section de los modelos de desempleo en diecinueve países de la OCDE a lo largo de las tres últimas décadas, Layard et al. (1991) argumentan que mientras que a corto plazo la demanda es un poderoso determinante del desempleo, a largo plazo es el lado de la oferta el que domina. Su modelo, orientado a la oferta, toma como punto de partida la reciente crisis de oferta del sistema, trazando las relaciones entre precios, salarios y desempleo en el marco de diferentes escenarios institucionales. Una vez que se altera el equilibrio y aumenta el desempleo, es difícil volver al statu quo, a causa de la inflexibilidad de los mercados laborales y de las restricciones institucionales. Estas imperfecciones distorsionan el funcionamiento eficiente del mercado de trabajo y, por tanto, impiden que el desempleo, o el nivel de ocupación, se determinen por medio de procesos de asignación óptima. Se ha visto que los obstáculos más importantes para los mercados laborales eficientes son el sistema de determinación de los salarios y las provisiones de asistencia al paro, los cuales contribuyen a endurecer la resistencia del salario real y las prácticas restrictivas en épocas de dificultad, con efectos negativos sobre el empleo.
Las variaciones de los niveles de paro entre países pueden atribuirse, por tanto, al menos en parte, a diferencias en las estructuras de negociación y en los escenarios institucionales. La economía se adapta mejor a la crisis exterior donde los sistemas de asistencia desalientan el paro de larga duración (asistencia de corta duración) y donde la afiliación sindical es baja, el mercado laboral es competitivo y existe un alto grado de negociación en la empresa, como en Estados Unidos, Canadá, Suiza y Japón. A la inversa, el mercado laboral muy sindicado también puede funcionar satisfactoriamente, siempre que la negociación sea coordinada y centralizada (un número relativamente pequeño de acuerdos con amplia cobertura) y los planes de compensación en caso de paro sean restrictivos, y preferiblemente donde haya una política del mercado laboral activa. Los países escandinavos, Alemania y Austria entrarían en esta categoría. El peor marco es aquel en el que los procedimientos de negociación están mal coordinados, fragmentados y descentralizados, y donde las prestaciones asistenciales son generosas. Ello genera unas condiciones que estimulan el paro involuntario y la rigidez estructural en el mercado de trabajo, nada propicias para reducir el desempleo. Varios países europeos entran en esta categoría, incluyendo Gran Bretaña, Francia, Italia, España y, en menor medida, los Países Bajos.
Por lo tanto, parecería que existe una conexión entre las características del mercado laboral y los niveles de desempleo (véase el Cuadro 10.5), lo bastante fuerte como para sugerir que los factores del lado de la oferta fueron importantes en la determinación de las variaciones del empleo a través de los países. En los principales países europeos, el mercado laboral tendió a funcionar menos eficientemente que en otras partes. Haberler, citando a Marris (Haberler, 1986, pp. 67-68), subraya los obstáculos estructurales básicos en los diferentes mercados laborales europeos, que los hicieron menos flexibles que el mercado de trabajo norteamericano y, por tanto, generadores de empleo más débiles. Por lo mismo, Europa experimentó un desempleo más elevado, mientras que al mismo tiempo el campo para la acción política macroeconómica efectiva para tratar el problema fue más limitado.
Puede ser, como algunos autores han sugerido, que la reducción del ritmo de crecimiento en Europa desde mediados de los años setenta, no fuera un signo de problemas económicos muy arraigados, sino simplemente una vuelta inevitable a unas tasas de crecimiento más sostenibles, después del agotamiento o agotamiento parcial de muchos de los factores favorables que habían alimentado el auge de la posguerra. Algunos de éstos habían dejado atrás claramente su punto máximo; por ejemplo, los efectos de haber alcanzado el nivel de otros países más adelantados, los beneficios de la liberalización del comercio y de la reasignación de la fuerza de trabajo, la difusión de nuevas tecnologías y la relación real de intercambio favorable. En este caso, por tanto, podría haberse esperado una cierta reducción del ritmo de crecimiento en alguna etapa, al margen de la influencia de crisis fortuitas y políticas gubernamentales. No obstante, también debiera tenerse presente que la crisis de oferta socavó severamente la base intensiva en energía del crecimiento de la posguerra, mientras que la lentitud e ineptitud con las que los gobiernos se ajustaron a la crisis de oferta contribuyeron a agravar la desaceleración de la actividad económica.
Sin embargo, a pesar de estos acontecimientos, también surgieron algunos signos preocupantes de que los países europeos estaban perdiendo su anterior dinamismo y experimentando tal vez un leve ataque de la esclerosis que aparece con el aumento de la edad. Los signos pueden verse en la creciente rigidez estructural y en la respuesta a las nuevas tecnologías.
El aspecto estructural ha sido bastante aireado en los últimos años. La OCDE publicó un volumen importante sobre este mismo asunto en 1987, Structural Adjustment and Economic Performance, argumentando que una vuelta al crecimiento sostenido a largo plazo dependía en gran medida de reformas de sus fundamentos microeconómicos, a fin de rejuvenecer la eficiencia con la que operan los sistemas económicos. Afirmaba que
la experiencia ha demostrado repetidas veces que las expansiones no pueden mantenerse, y el coste de las recesiones subsiguientes es muy alto, cuando los componentes estructurales de las economías funcionan mal (1987, p. 49).
El informe hacía hincapié prácticamente en todos los aspectos concebibles, por el lado de la oferta, de la economía, incluyendo educación y formación profesional, investigación, mercados de trabajo y relaciones industriales, mercados financieros, agricultura, ajuste industrial, comercio, políticas sociales y sector público.
Lo más notable, quizás, era la extensión del problema: «La serie de áreas en las que es necesaria una reforma de la política es grande» (OCDE, 1987, p. 49). Algunos candidatos evidentes eran, por supuesto, la agricultura, el mercado laboral, las políticas sociales y las políticas de ajuste industrial, donde la reforma estructural o la supresión de subvenciones ineficientes o de frenos se necesitaban con urgencia. En otros casos, por ejemplo educación y formación profesional, lo que hacía falta era más bien una reforma de la estructura y del modelo de la formación especializada, a fin de atender las exigencias de las nuevas tecnologías transferibles. También se consideraba importante el aumento de las fuerzas de la competencia, en el comercio y en la producción, y aquí hay que señalar que la Comunidad Europea no siempre actúa de acuerdo con las intenciones que declara. Si cabe, puede ser una fuente de rigidez estructural y de obstáculos reguladores por derecho propio.
A lo largo de la década de los ochenta, los gobiernos tendieron a favorecer una mayor liberalización de los mercados y un cierto grado de reforma estructural. Esto se reflejó en las medidas tomadas para liberalizar los mercados financieros y del transporte, en reformas del mercado laboral, modificaciones de la legislación sobre el salario mínimo, introducción de mayor rigor en los pagos de transferencia y privatización de empresas estatales. El alcance de las reformas varió de un país a otro, pero en pocos casos se tradujeron en contribuciones significativas al funcionamiento más eficiente de los mercados. Los gobiernos intentaron también estabilizar sus finanzas presupuestarias y reducir el tamaño del sector público, aunque con resultados un tanto limitados y más bien mediocres (véase anteriormente). Ello coincidía con la creciente convicción, muy extendida entre los economistas y los responsables de la política, de que el gasto gubernamental, los impuestos, los déficits y la deuda podían perjudicar el crecimiento económico. Desgraciadamente, apenas existe acuerdo sobre la naturaleza, la dimensión y el alcance de las relaciones entre todas esas variables.
No obstante, es probable que estuviera en cierto modo justificada la preocupación creciente por el tamaño del sector público. Éste fue creciendo implacablemente a lo largo de las tres últimas décadas, de manera que a mediados de los años ochenta los desembolsos gubernamentales eran, en promedio, superiores al 50 por 100 del PIB, frente al 32 por 100 en 1960, lo cual creaba problemas de financiación, erosionando incentivos, distorsionando el proceso de elección y reduciendo la eficiencia de los recursos. Además, puesto que una gran parte del ingreso presupuestario —el 40 por 100 o más— consistía en un tipo de ingreso que revertía de nuevo al contribuyente original, sobre todo a través de subvenciones y transferencias, desde un punto de vista cínico podía pensarse que su principal función era mantener ocupado a un ejército de burócratas. Aparte de ello, había razón para creer que los costes de los programas de financiación en el margen podían ser absolutamente excesivos para altos niveles de gasto e imposición, «de modo que los costes de aumentar el tamaño del sector público, así como las ganancias de reducirlo, son significativamente mayores que el coste económico medio del gasto del sector público» (OCDE, 1987, p. 47).
Desgraciadamente, en el caso del gasto del sector público, como en el de los temas estructurales, es muy fácil señalar anomalías, distorsiones, frenos y obstáculos, pero es muy difícil cuantificar su significación. Además, muchas de las materias relevantes desatan reacciones de carácter emocional, ideológico o sectorial, lo que se traduce en una lógica analítica difícil de asumir. Pero tarde o temprano, la mayoría de los países tienen que enfrentarse con algunas decisiones difíciles en estas cuestiones, especialmente respecto al tamaño, la estructura y la financiación del sector público (véase anteriormente).
La otra área que pudo ser causa de cierta preocupación es la posición competitiva de Europa dentro del campo de la alta tecnología. Existe alguna evidencia, reconocidamente fragmentaria, de que en los años setenta y ochenta el progreso técnico y la innovación decrecieron algo, muy especialmente en los más antiguos sectores intensivos en energía, afectados negativamente por las crisis del petróleo. Esto sería coherente con la disminución de la eficacia de la investigación y del gasto en desarrollo en tales sectores, especialmente en términos de crecimiento de la productividad, aunque la investigación agregada y el gasto en desarrollo en proporción al producto se mantuvieron muy bien. Por tanto, esto puede representar simplemente una interrupción mientras las economías se desplazan de un entorno tecnológico a otro, por ejemplo de sectores intensivos en energía a tecnología de información y sistemas electrónicos. Sin embargo, es bastante más preocupante la posibilidad de que algunos de los principales países europeos puedan haber estado perdiendo terreno en la carrera de la alta tecnología. Los datos del Cuadro 10.7, relativos a la proporción que representan los productos intensivos en tecnología en las exportaciones, sugieren que Europa puede haber estado perdiendo posiciones frente a los competidores más dinámicos del Extremo Oriente. Este punto puede ampliarse en referencia al comercio mundial de productos electrónicos, en el que Japón y los cuatro «pequeños tigres» (Hong Kong, Taiwan, Singapur y Corea del Sur) van a dominar la escena, con grandes saldos comerciales positivos, frente a los déficits crecientes de los países de la Comunidad Europea. Ésta es una tendencia preocupante, dado que los campos de la alta tecnología, en los que se da una intensa cualificación, constituyen una de las pocas ventajas comparativas que les quedan a los países de rentas elevadas en los mercados mundiales.
Según la OCDE (1987, p. 214), los países europeos han tendido a quedar rezagados en la especialización internacional, puesto que han aumentado su ventaja competitiva en los sectores de actividad con un bajo nivel de investigación y desarrollo, mientras que han perdido terreno en los sectores con un nivel de investigación y desarrollo medio y alto; especialmente en estos últimos, en los que su posición empeoró rápidamente después de los años setenta. Esto podría atribuirse sobre todo al «ajuste tecnológico más lento y menos acertado» que el de otros países competidores, con el resultado de que la proporción representada por Europa en el comercio mundial de manufacturas ha disminuido desde mediados de los años setenta, mientras que la proporción que corresponde a Estados Unidos y Japón ha permanecido relativamente constante, y la de los países que no son miembros de la OCDE ha aumentado. El progreso tecnológico en Europa se ha visto impedido por la rigidez estructural y los obstáculos en los mercados de factores y de productos. Éstos cubren una extensa área, que incluye fragmentación de los mercados, competencia insuficiente —en especial en sectores regulados por los gobiernos—, adaptación lenta del tejido industrial y su correspondiente infraestructura, estrangulamientos en la formación profesional, imperfecciones de los mercados de capitales, distorsiones fiscales y de los precios que impiden la asignación eficiente de los recursos y la difusión tecnológica, y la grave rigidez del mercado de trabajo. Se han considerado estas últimas como uno de los mayores obstáculos para el progreso, habiéndose extendido la OCDE (1987, p. 258) sobre ellas en términos enérgicos:
Reduciendo la movilidad de los puestos de trabajo, las rigideces del mercado laboral impiden el desarrollo tecnológico y su difusión. Retrasando la innovación organizativa, reducen el ritmo del proceso de aplicación de nuevas tecnologías, y distorsionando los movimientos de los precios relativos de los factores sitúan el proceso en la dirección incorrecta, poniendo un énfasis excesivo en las estrategias de defensa para controlar los costes por medio de la sustitución de trabajo por capital. Al hacer esto, probablemente obstaculizan un círculo virtuoso de progreso técnico, un crecimiento cualitativamente equilibrado de la inversión, aumentando el stock de capital humano y la creación neta de puestos de trabajo, bien se trate de nuevos puestos o de la plena operatividad de puestos ya existentes. Incluso pueden contribuir a crear un círculo vicioso en el que el atraso tecnológico, la inversión concentrada en la racionalización, la depreciación del stock de capital humano y una disminución neta de las oportunidades de trabajo, se refuercen mutuamente.
A finales de la década, las organizaciones oficiales manifestaban un cauteloso optimismo sobre el futuro del sistema económico occidental, que suponía que se había alcanzado una cierta estabilidad, por lo cual podía continuar el crecimiento sólido. Sin embargo, el equilibrio puede haber sido más aparente que real, posiblemente no más vigoroso que el que se tenía la sensación de lograr a finales de los años veinte. Es verdad que se estuvo progresando regularmente durante los años ochenta en lo que se refiere al control de la inflación, la estabilización de los tipos de cambio y, en menor medida, en la consolidación de las cuentas del presupuesto. También hubo un mayor grado de convergencia en temas económicos entre las economías europeas. Sin embargo, no está nada claro que se hubieran resuelto todos los problemas y que las economías estuviesen inmunizadas frente al impacto de las perturbaciones. En otras palabras, no existía apenas ningún motivo para suponer que los países europeos se hallasen en una situación lo bastante firme como para volver al elevado crecimiento y al pleno empleo de los años de la posguerra.
De todas formas, puede ser poco realista esperar una continuación de los resultados del pasado, puesto que el largo auge de 1948-1973 puede considerarse como algo anormal. Las elevadas tasas de crecimiento de aquel período no se correspondían en absoluto con los valores de la tendencia a largo plazo, y es difícil concebir una repetición de tantos factores favorables convergiendo en el tiempo y en el espacio en el próximo futuro. Una vez más, el bajo nivel de paro no es un fenómeno permanente a través del tiempo, ni lo es tampoco la ausencia de depresiones. La historia sugiere que ninguno de ellos forma parte del orden natural de las cosas.
Una hipótesis alternativa podría sugerir que no es posible recobrar un crecimiento alto y sostenido y una baja tasa de paro hasta que haya tenido lugar un ajuste completo de las crisis de oferta del pasado. Esto será cierto en tanto que los problemas surgidos de estas crisis, como la inflación, la determinación de salarios, la rigidez estructural y los problemas presupuestarios, no se hayan resuelto por completo. A primera vista, el progreso del período parece bastante sólido, pero con todo hay razones para sospechar que en el fondo no es así. Es significativo, por ejemplo, que las presiones inflacionistas comenzasen pronto a reafirmarse una vez que la actividad se recuperó, mientras que la rigidez del mercado laboral y otros problemas estructurales seguían prevaleciendo. También los problemas presupuestarios distaban de estar resueltos. La consolidación era, en el mejor de los casos, parcial, y dada la inflexibilidad de los gastos y los compromisos previstos a largo plazo, está claro que podían agravarse mucho más en el futuro. Este factor, por sí solo, actuaría como una fuerza considerable sobre el uso de los instrumentos fiscales como medios para aumentar el crecimiento y el empleo. En cualquier caso, se suscitan bastantes dudas a la hora de pensar hasta qué punto las políticas fiscales expansionistas del tipo tradicionalmente contemplado por los gobiernos pueden asegurar un aumento permanente y viable del empleo, dadas la rigidez estructural y la debilidad de las fuerzas del crecimiento real que ahora parecen prevalecer en las economías occidentales. En efecto, dichas políticas pueden incluso exacerbar los problemas existentes, haciendo al propio tiempo poco para restablecer el vigor competitivo de los países en cuestión. La dirección de las economías modernas está volviéndose, de hecho, más compleja que nunca.
Otra posibilidad es que Europa se está volviendo más esclerótica y, por tanto, menos adaptable a circunstancias cambiantes. Existe ciertamente alguna evidencia de rigidez estructural creciente y de pérdida de dinamismo tecnológico, que está debilitando la competitividad internacional europea, como ya hemos comentado. La Comisión Europea reconocía la necesidad de una mayor flexibilidad en su Annual Economic Report for 1988-1989:
El potencial del crecimiento no inflacionario puede reforzarse, haciendo incluso más adaptables las economías europeas. Una mayor flexibilidad de los mercados y su positivo efecto sobre el comportamiento y la iniciativa de los empresarios es, en sí mismo, una fuente de progreso.
Aunque, irónicamente, la propia Comunidad Europea había contribuido claramente al problema tanto como su plétora de regulaciones y directivas de las actividades de los agentes económicos, circunscribiendo su libertad de operación y reduciendo las posibilidades de una mayor flexibilidad y adaptación al cambio.
Finalmente, es indudable que Europa occidental depende y se ve cada vez más afectada por lo que sucede en un reducido número de economías clave, es decir, las de Estados Unidos, Japón y Alemania. El principio «sigo a mi líder» ha sido demasiado evidente en los últimos años, especialmente con respecto a los movimientos de los tipos de cambio clave y la respuesta a los déficits americanos. Estos países continuarán marcando el estándar en el futuro.
Los primeros años noventa empezaron en parte ensombrecidos por los inquietantes problemas subyacentes. Los elementos eran parecidos, aunque tal vez no tan acusados: una o dos perturbaciones, por ejemplo, el hundimiento de Europa oriental, la perspectiva de la reunificación alemana y el conflicto Irak-Kuwait, el aumento de la inflación y una tendencia hacia la recesión, además de una actitud escarmentada en la política, por añadidura. Puede disculparse una sensación de que se trata de algo ya visto
1. ¿Cómo abordaron los gobiernos la inflación en los ochenta?
2. ¿Por qué el desempleo fue tan alto y persistente en los ochenta y primeros noventa?
3. ¿Por qué los déficits presupuestarios se convirtieron en un problema desde mitad de los setenta?
4. ¿Hasta qué punto sufrió Europa de rigidez estructural en los ochenta?
5. Explique qué fuerzas facilitaron la recuperación en los ochenta.