Si el período 1970-1990 fue accidentado para Europa occidental, sus problemas palidecen cuando se los compara con los traumas paralelos experimentados por Europa oriental. Es difícil que incluso los pronósticos más pesimistas se hubieran sentido inclinados a predecir el curso que siguieron los acontecimientos. En los primeros años setenta todo parecía indicar que las impresionantes tasas de crecimiento de los años sesenta continuarían. La Unión Soviética comenzó el período confiadamente, con la esperanza de mantener el dominio comunista dentro y fuera de sus fronteras. Sin embargo, a finales de ese período, el comunismo había languidecido y muerto en Alemania oriental, Polonia, Checoslovaquia, Bulgaria y Hungría, al paso que perdía vigencia en países que habían seguido una línea independiente de Moscú: Rumanía y Yugoslavia. En Europa, fuera de la Unión Soviética, el comunismo sólo se mantenía por los pelos en Albania. Además, la propia supervivencia del comunismo como sistema de gobierno de la Unión Soviética, estaba siendo seriamente cuestionada, con varias repúblicas que pedían su independencia.
Aunque las revoluciones de 1989 en Europa oriental se equipararon a la Revolución Francesa de dos siglos atrás en cuanto a su dramatismo, sería un error considerar simplemente las causas inmediatas. Más bien son sus raíces más profundas las que asimismo demandan consideración, y no es lo menos importante el fracaso de las economías socialistas a la hora de proporcionar unos niveles de vida tolerables a la masa de la población. También es preciso contestar a la pregunta de por qué la Unión Soviética, que entró en la década de los setenta como una reconocida superpotencia, decayó. Y después también está el fracaso de la economía soviética al no responder a la perestroika. Por otra parte, los esfuerzos para introducir reformas económicas y sociales que mantuvieran los sistemas socialistas existentes se mostraron igualmente infructuosos.
En un principio, se pensaba continuar en los años setenta las reformas que habían comenzado a mediados de los años sesenta. Fuera de la Unión Soviética, su ámbito estaba limitado por la denominada doctrina Breznev. Unas reformas demasiado radicales, que siguiesen líneas occidentales y que fuesen contrarias a los intereses políticos, estratégicos y económicos de Moscú, podían activar la intervención militar soviética y la ocupación, como sucedió en Checoslovaquia en 1968, cuando la «primavera de Praga» fue abortada. Así pues, la intención era aumentar la eficiencia de los sistemas de planificación central existentes, como medio para el crecimiento sostenido. Los vínculos comunes que ligaban los diversos planes quinquenales formulados en 1970 incluían la necesidad de delegar más poder a los directores de las fábricas, de aumentar los incentivos para ellos y para su fuerza de trabajo, y de conceder mayor libertad a las empresas para comerciar en mercados extranjeros sin una excesiva interferencia del estado.
Otro ingrediente común era el deseo de elevar los niveles de vida. El plan quinquenal de Alemania oriental, por ejemplo, tenía como «tarea primordial» el aumento del «nivel de vida material y cultural» de la población. Existía una grave escasez de vivienda, que era necesario abordar: en 1975 fueron planificados quinientos mil nuevos apartamentos. Ese año, el dictador de Rumanía, Nicolae Ceaucescu, afirmaba, un tanto falsamente, que sus reformas estaban «creando un nuevo tipo de vida que garantiza al pueblo su bienestar y felicidad» (véase más adelante). En algunos países, el énfasis puesto en el consumismo socialista era más evidente que en otros. Ello reflejaba las etapas cambiantes del desarrollo económico y el nivel de exposición a los niveles de vida más altos de Europa occidental, como sucedía en Alemania oriental, Yugoslavia, Hungría y Checoslovaquia. Durante los años setenta, muchos europeos orientales adquirieron sus primeros televisores, lavadoras, frigoríficos y, en menor medida, coches. Las vacaciones en el extranjero se convirtieron en pauta habitual en varios países. A mediados de la década estaba saliendo al extranjero un número de húngaros treinta y cuatro veces mayor que el de 1960. La demanda de bienes de consumo de alta calidad era tal en Yugoslavia, que se viajaba regularmente para ir de compras a los países occidentales más próximos.
El énfasis en unos mejores niveles de vida no era sorprendente. El éxito en esta decisiva área ofrecía la perspectiva de una estabilidad política y de un aumento de la productividad del trabajo, condición necesaria para seguir creciendo a medida que disminuía el tamaño de la población laboral y se reducía el número de campesinos, agotando la reserva de trabajadores agrícolas que la industria previamente había absorbido. En la Unión Soviética, por ejemplo, en 1971, la proporción de población empleada en la agricultura había disminuido al 26 por 100 y en 1980 estaba situada en el 14 por 100, que hay que comparar con una media occidental del 6 por 100. En Bulgaria y Rumanía, menos desarrolladas, la reducción fue menos acusada.
La emigración a las ciudades proporcionó los medios para una movilidad ascendente de los antiguos campesinos. Pero en los años setenta, cuando se acercaba a su término el éxodo masivo, los nuevos habitantes urbanos esperaban mejorar su calidad de vida. Ello, a su vez, supuso una presión sobre los puestos de trabajo y los alojamientos en las zonas urbanas. A finales de los años setenta, los antiguos trabajadores del campo polacos provocaron incidentes en Gdansk. La causa inmediata era un aumento de los precios de los bienes de alimentación (suspendido de inmediato), pero también existía un sentimiento de frustración ante la falta de bienes de consumo. Tal escasez era endémica en todo el bloque oriental, pero una vez más eran patentes las diferencias; los rumanos, por ejemplo, se encontraban en unas condiciones semejantes a las de los polacos, en tanto que los húngaros tenían menos motivos para quejarse.
Los primeros años setenta contemplaron el deshielo de la guerra fría, a través de la détente (distensión), inaugurando la perspectiva de unos lazos económicos Este-Oeste más estrechos. Las relaciones entre las dos Alemanias mejoraron, elevándose su volumen de comercio a más del doble entre 1974 y 1985, y alcanzando los 16.500 millones de marcos al año. A lo largo del período, aunque el comercio entre ambas Alemanias representaba todavía un pequeño porcentaje del total de las transacciones exteriores de Alemania occidental, para Alemania oriental su vecino había asumido la condición de socio comercial más importante después de la Unión Soviética. La base de la relación económica era el abastecimiento, por parte de Alemania occidental, de grandes cantidades de bienes semiacabados y primeras materias, mientras que Alemania oriental suministraba bienes de consumo, como prendas de vestir, porcelana y motores eléctricos. Alemania occidental, cara a una posible reunificación futura, concedió generosos préstamos y créditos y renunció a la aplicación de los aranceles ordinarios de la Comunidad Europea.
Generalmente se reconocía en Europa oriental que no estaba preparada para la nueva época de alta tecnología. Se consideraba que era esencial un gran volumen de tecnología occidental para salvar el desfase con Occidente. En particular, Hungría, Yugoslavia, Polonia y Rumanía adoptaron una estrategia de crecimiento basada en la importación, que tomó su forma más completa en Polonia. La idea consistía en utilizar la maquinaria y el equipo occidentales para desarrollar unas industrias nacionales más sofisticadas y competitivas. Entonces éstas podrían exportar bienes de mayor calidad a Occidente, corrigiendo el desequilibrio transitorio entre exportaciones e importaciones y proporcionando moneda fuerte para reembolsar los créditos occidentales. Ésta era la teoría, aunque en la práctica las cosas tenían que evolucionar de un modo muy distinto.
Una consecuencia de esta política fue la reducción del volumen de comercio dentro del Comecon, a medida que los sectores más eficientes de la economía de cada país miembro desviaron sus mejores productos hacia Occidente. No obstante, el Comecon siguió desempeñando un papel importante dentro del bloque oriental, como muestra el Cuadro 11.1. En 1971 se acordó el «Programa Complejo», que postulaba una mayor integración regional e introducía proyectos de inversión conjunta, casi todos en la Unión Soviética. Muchos de ellos estaban relacionados con materias primas, como petróleo y mineral de hierro, para las que la contribución de los demás miembros del Comecon, en lo que se refiere a los costes de extracción, debía aumentar. En 1976 estas inversiones en la Unión Soviética ascendieron a mil cuatrocientos millones de rublos.
Con la excepción de Rumanía, el Comecon dependía casi por completo de la Unión Soviética para los suministros de petróleo, gas natural y otras materias primas. Afortunadamente, a cambio de la maquinaria y el equipo, la Unión Soviética adoptó una fórmula especial para fijar los precios en el Comecon, los cuales eran muy inferiores a los del mercado mundial. En lo más crítico de la détente, a mediados de los años setenta (véase el Cuadro 11.2), la Unión Soviética continuaba suministrando al Comecon unas cantidades de maquinaria y equipo, además de combustible y primeras materias, mayores que las que proporcionaba Occidente. La Unión Soviética también importaba más máquinas, equipo y bienes de consumo procedentes de los países del Comecon, a pesar de su inferior calidad respecto de los productores occidentales. Aunque no era miembro del Comecon, Yugoslavia se vio obligada por los aranceles de la Comunidad Europea a reexpedir buena parte de sus exportaciones a la organización, aumentando la proporción del 32,3 al 41,9 por 100 durante el período 1973-1978. Pero siguió siendo peligrosamente dependiente de Europa occidental en cuanto a bienes industriales, generando por esa razón dificultades en su balanza de pagos.
Como muestra el Cuadro 11.3, hasta mediados de los años setenta, la mayor parte de los países del Comecon exhibían por lo menos unas respetables tasas de crecimiento industrial, medidas a partir del producto físico neto. En efecto, varias de ellas superaban los objetivos planificados. Las cifras espectacularmente crecientes de Polonia y Rumanía reflejaban su mayor dependencia de grandes dosis de crédito occidental, mientras que las economías menos vinculadas a esta fuente de financiación, Bulgaria, Checoslovaquia, Alemania oriental y Hungría, obtenían unos resultados más modestos. Las realizaciones de la Unión Soviética fueron mediocres, poniendo de manifiesto la ineficiencia y el hecho de que, por razones políticas, se prefería otorgar prioridad al comercio con los países del Comecon, aun cuando se hubieran podido obtener de Occidente unos mejores precios para sus materias primas.
El efecto del aumento de los precios del petróleo impuesto por la OPEP en 1973 no fue tan grande en Europa oriental como en Occidente. En tanto que la Comunidad Europea tenía que importar casi el 60 por 100 de sus necesidades energéticas de terceros países en 1975, el Comecon era autárquico en el suministro de energía. Efectivamente, ese año la organización se podía permitir el lujo de exportar, en términos netos, cien millones de toneladas SCE (Standard Coal Equivalent), lo que representaba un tercio de todo el consumo de Alemania occidental. Su relativamente favorable posición permitió a Europa oriental continuar la transición del carbón al petróleo como combustible principal, sin ningún tipo de vacilación. Yugoslavia fue una excepción. Estando mucho más expuesta a la primera crisis del petróleo, comenzó con retraso a desarrollar sus propios recursos carboníferos e hidroeléctricos, aunque con escasos resultados.
Como exportadores netos de energía, la Unión Soviética, Rumanía y Polonia se beneficiaron, en grado diferente, de la explosión global de los precios mundiales de la energía. La Unión Soviética, el mayor productor y exportador de petróleo del mundo, fue el que más. Registró una mejora de su relación real de intercambio global, en términos netos, que fue, en promedio, de más del 30 por 100 anual en el período 1971-1985. La relación entre los volúmenes de importación y exportación mejoró en la misma medida, sin incurrir en déficits comerciales. Rumanía aumentó su capacidad de refinar petróleo, pero no consiguió limitar las industrias consumidoras del mismo, lo que unido al hecho de que sus reservas petrolíferas estuvieran próximas al agotamiento hizo que ésta fuese una política equivocada. En 1980 la producción de petróleo se redujo a sólo doscientos cincuenta mil barriles diarios, frente a una capacidad diaria de refinación de setecientos mil barriles. La diferencia tuvo que ser importada, exponiendo la economía a los aumentos del precio del crudo y de los productos petrolíferos (véase más adelante). Constituyendo el carbón su principal exportación, Polonia se benefició del aumento de la demanda de esta fuente de energía alternativa.
En 1975 la Unión Soviética, aprovechándose de la mejora de su posición negociadora, emprendió una política de reducción de la brecha existente entre el precio mundial del petróleo y su precio soviético. Inmediatamente, los precios soviéticos vigentes en el área del Comecon aumentaron un 30 por 100. Un cambio importante en el nuevo plan quinquenal (1976-1980) lo constituyó el hecho de permitir variaciones anuales del precio en lugar de mantenerlo durante todo el período, como antes. La consecuencia fue la reducción del desfase temporal que experimentaban los aumentos del precio. Por tanto, los miembros del Comecon se enfrentaron a costes extraordinarios, situación que empeoró después de la segunda crisis del petróleo de 1979. Unos se vieron más afectados que otros. Rumanía, que se convirtió en un importador neto de petróleo aquel mismo año, pagó el precio más alto. Habiendo perdido contratos favorables con Irán después de la caída del sha, Rumanía se vio perjudicada por su hostilidad hacia la Unión Soviética. En 1980 esta última le suministraría solamente 1,4 millones de toneladas de crudo, que le cargó a los precios del mercado mundial. Una estimación sugiere que el coste de la negativa soviética a suministrar cantidades sustanciales de petróleo a Rumanía al precio normal en el Comecon, representó a este país por lo menos mil millones de dólares (Drewnoswki, 1982, p. 117). También Alemania oriental experimentó un fuerte aumento del precio del petróleo soviético que importó, que fue del 17,6 por 100 en 1979. Tal vez la más afectada fue Yugoslavia, que soportó el mayor peso del aumento del precio mundial del petróleo. Las exigencias de la conservación de la energía indujeron no sólo al racionamiento del petróleo, sino también a trasladar la totalidad de su coste sobre el consumidor, alimentando la inflación, que pasó del 20 por 100 a mediados de 1979 al 45 por 100 dos años más tarde.
La situación de la Unión Soviética no era tan favorable como parecía. Después de tres décadas de crecimiento ininterrumpido, la producción de energía redujo su ritmo en la década de los años setenta, alcanzando los seiscientos millones de toneladas en 1980. Con el agotamiento de los pozos más antiguos, los costes de extracción y distribución se elevaron, en tanto que se excavaban nuevos yacimientos en la Siberia occidental. Hasta cierto punto, compensó la explotación del mayor yacimiento de gas del mundo, en la misma ubicación. En 1981 se firmó un acuerdo de quince mil millones de dólares con un consorcio de Alemania occidental y Europa oriental para transportar gas barato a Europa occidental por medio de un gasoducto. Siberia estaba también siendo explotada por sus depósitos de carbón. Pero distaba de ser una localización ideal. Su lejanía exigía la construcción de importantes líneas ferroviarias y de líneas eléctricas especiales de alto voltaje. El clima extremado (causante de que en muchas regiones existan capas de hielo permanente) requería el uso de maquinaria especializada, gran parte de la cual sólo podía obtenerse de fuentes occidentales. Reflejando estas dificultades, los costes marginales de extracción del petróleo se multiplicaron por diez durante el período 1974-1982. Varias industrias clave, como las petroquímicas, se ubicaron en la región para compensar aquellos costes, pero tropezaron con dificultades para reclutar y mantener a los trabajadores, lo que les obligó a pagar salarios un 75 por 100 más altos que el nivel normal soviético.
La combinación de unas primeras materias soviéticas relativamente baratas y de unos mayores créditos occidentales distrajo a sus beneficiarios de la consideración de los problemas económicos subyacentes, lo que los agravó. Aislados de las repercusiones de la primera crisis del petróleo, los estados de Europa oriental, especialmente Polonia y Rumanía, continuaron sus políticas de crecimiento basado en la importación. Sólo con la segunda crisis del petróleo se hizo finalmente evidente que este planteamiento no podía tener éxito. La recesión subsiguiente en Europa occidental redujo la demanda de las importaciones procedentes de Europa oriental y, aumentando los tipos de interés, empeoró el montante de la deuda de los países del Este.
Pero aunque no se hubiera producido la segunda crisis del petróleo, es dudoso que hubiera podido tener éxito la estrategia de crecimiento basado en las importaciones. Por ejemplo, los banqueros occidentales consideraban que aunque Polonia alcanzase su objetivo de una tasa de crecimiento anual del 3 o 4 por 100, no podría reducir su deuda exterior a un volumen razonable hasta mediados de los años noventa. Tal como se vio después, Europa oriental carecía simplemente del personal preparado y de la infraestructura económica adecuada para absorber correctamente la tecnología occidental y, en consecuencia, fabricar productos competitivos. Se malgastó y desperdició un gran volumen de préstamos occidentales. La mayoría de los gobiernos de Europa oriental prefirieron invertir en sectores intensivos en energía. El consumo de energía por unidad del PNB (Producto Nacional Bruto) en el área del Comecon fue aproximadamente del doble que en Occidente. Y lo que es peor, mientras que como consecuencia de la primera crisis del petróleo, Europa occidental reducía sus unidades de consumo, en Europa oriental éstas seguían aumentando. Esta práctica errónea pasó su factura.
La desafortunada invasión soviética de Afganistán en diciembre de 1979 terminó con el clima suave que había generado la détente. A principios de los ochenta, los economistas occidentales consideraban la montaña de deudas de Europa oriental como un problema de gran importancia. Se temía que el Este no pudiera reembolsar su deuda, ni por supuesto pagar el servicio de la misma. Los gobiernos socialistas soportaron acusaciones de despilfarro de dinero. También a los bancos occidentales se les recriminaba haber prestado elevadas sumas a regímenes totalitarios a los que se juzgaba incapaces de una dirección económica correcta.
De hecho, el total de la deuda de Europa oriental era pequeño si se lo comparaba con la formidable factura de Latinoamérica, doce veces mayor. Sin embargo, el problema de la deuda era grave, y en los años ochenta, en mayor o menor grado, los países del este de Europa iban a verse afectados por lo que se conoció como «el mal polaco». En pocas palabras, éste puede definirse como una incapacidad para salvar el desfase tecnológico con Occidente por medio de las importaciones. El resultado es un empeoramiento de la situación de la balanza de pagos, en la que las exportaciones no logran igualar a las importaciones. La escala de la deuda exterior acumulada opera como un desacelerador y un obstáculo al crecimiento futuro. Como indica el Cuadro 11.4, entonces las importaciones tienen que reducirse para mejorar la situación de la balanza de pagos. A lo largo del período 1979-1989, casi todos los países de Europa oriental tuvieron por lo menos un año de crecimiento negativo (véase el Cuadro 11.3). Alemania oriental venció la tendencia, pero «sólo con un programa de una gran austeridad y con una ayuda económica significativa de Alemania occidental» (Dawisha, 1990, p. 170). Lo mismo hizo la Unión Soviética, pero su crecimiento industrial fue considerablemente inferior a los objetivos que se había fijado (véase más adelante).
En 1980-1981, Polonia estaba en crisis. Un sindicato ilegal, Solidaridad, creció con rapidez, en un principio para proteger los niveles de vida, aunque a la larga asumiría ambiciones políticas. Integrado por trabajadores urbanos y rurales, pronto pudo enorgullecerse de tener diez millones de miembros y se convirtió en una fuerza con la que había que contar. Después de una oleada de huelgas durante el verano de 1980, el gobierno se vio obligado a reconocer a Solidaridad y destituir al dirigente del Partido Comunista desde 1970, Edward Gierek, considerado responsable del fracaso de la estrategia de crecimiento basado en las importaciones.
Pero el legado de la deuda exterior no podía suprimirse tan fácilmente. En 1971 la deuda exterior neta de Polonia era una cifra razonable de mil doscientos millones de dólares, pero en 1979 se había elevado a veinte mil quinientos millones (sin tener en cuenta los préstamos a corto plazo), reflejando la persistente incapacidad de las exportaciones para alcanzar la cifra de importaciones después de 1972. El servicio de la deuda (amortización e intereses) se multiplicó por veinte a lo largo de los años setenta y en 1980 absorbía el 81,8 por 100 de los ingresos procedentes de la exportación. Muchos proyectos de inversión, iniciados a principios de los años setenta, tuvieron que interrumpirse, reduciendo la capacidad de exportación o privando a la población de bienes de consumo. A medida que el crecimiento económico reducía su ritmo, desde mediados de los años setenta (véase el Cuadro 11.3), la demanda de consumo no podía satisfacerse. En marzo de 1979, el ministro de Comercio Interior admitía que éste era el caso de doscientos ochenta productos. Pronto comenzaron a racionarse artículos de consumo esencial.
La inflación se apoderó claramente del sistema e incluso el índice oficial del coste de la vida admitió un aumento del 3 al 8,5 por 100 a lo largo del período 1975-1980. Los agricultores, cansados de que sólo se les ofreciese un dinero sin ningún valor por parte de las agencias estatales de compra, retuvieron los suministros alimentarios. Polonia dejó de pagar regularmente su deuda a finales de 1980. Un año más tarde se hundieron los sectores de importación y exportación, cuando Polonia luchaba en vano por obtener quinientos millones de dólares para cubrir los intereses de su deuda, como consecuencia de un acuerdo de reprogramación de los pagos (abril de 1981). Con una economía inactiva a sus espaldas y el caos reinando en las calles, el Partido Comunista en el poder impuso la ley marcial el 13 de diciembre de 1981, cuando el irónicamente titulado Consejo Militar de Salvación Nacional, presidido por el general polaco, Wojciech Jaruzelski, entró en funciones. Esta alternativa era preferible a la intervención militar soviética, pero aunque Solidaridad estuvo temporalmente sometida, el precio que se tuvo que pagar fue la imposición de sanciones por parte de los países occidentales, bajo la dirección de Estados Unidos. Sanciones que no serían suspendidas hasta 1983, después de que terminase la vigencia de la ley marcial.
La experiencia polaca fue un presagio de lo que iba a acontecer a lo largo de la década. Por entonces, la valerosa sublevación de Solidaridad no suscitó más que un limitado apoyo por parte de los grupos de trabajadores de la Unión Soviética. El hecho de que no lograse difundir el descontento en el bloque oriental se debió en parte a la creencia de que, en general, los niveles de vida habían aumentado en los años setenta. Las importaciones de bienes de consumo occidentales de alta calidad contribuyeron a esta ilusión. También lo hicieron los suministros de cereales occidentales, que ocasionaron un aumento de producción de carne.
Lo cierto es que la productividad agrícola de Europa oriental no había podido estar a la altura de las necesidades de un desarrollo industrial más avanzado (véase el Cuadro 11.5). Aunque hubo algo de mala suerte —por ejemplo, Polonia padeció una serie de insólitos desastres naturales: heladas, nevadas, inundaciones y otros, que dañaron la producción de alimentos—, los errores de la política multiplicaron los problemas. En general, había un número demasiado grande de granjas estatales ineficientes y un número insuficiente de granjas o cooperativas privadas. Una debilidad fundamental fue el fracaso en la mejora de la productividad del trabajo agrícola. En Alemania oriental, a pesar de la fuerte inversión, este factor sólo mejoró un 45 por 100 entre 1970 y 1984, mientras que en Alemania occidental lo hizo en un 98 por 100. A principios de los años setenta, Erich Honecker, secretario general del Partido de Unidad Socialista en el poder, declaró que su país tenía que llegar a ser autosuficiente en artículos alimentarios. En definitiva, este objetivo no iba a alcanzarse. En toda Europa oriental, las tendencias de la producción agrícola eran desastrosas, traduciéndose con frecuencia en déficits alimentarios y en la necesidad del racionamiento, lo que generaba un inevitable descontento. Era como si en toda Europa oriental se hubieran estado moviendo las sillas de sus dirigentes para que éstos se cayeran. No importa el esfuerzo que hicieron, el caso es que no pudieron acostumbrarse al nuevo entorno. Polonia fue un caso clásico. Su consumo de alimentos per cápita disminuyó un 15 por 100 a lo largo de 1981-1983, precisamente en la época en que el régimen de Jaruzelski trataba de obtener legitimidad y apoyo para la reforma económica. La escasez de alimentos incidió negativamente en la productividad del trabajo y socavó los halagos oficiales que trataban de describir una situación mejorada.
La lamentable producción agrícola era un problema común a toda Europa oriental, pero en la Unión Soviética fue, si cabe, más que un talón de Aquiles. Se esperaba alcanzar la autosuficiencia de cereales en 1980. Pero dicho año las importaciones ascendieron a 27,8 millones de toneladas, y se mantendrían a un nivel semejante o superior a lo largo de la década de los ochenta. Su dependencia de las importaciones habría sido aún más costosa de no haber coincidido con un mercado mundial con exceso de oferta. Sea como fuere, las importaciones de cereales representaron más de la quinta parte del total de las importaciones soviéticas, ocasionando un drenaje de las reservas de monedas fuertes. Fue un precio que hubo que pagar en 1980-1981, después de la segunda peor cosecha nacional desde los años sesenta, cuando la escasez de alimentos en las ciudades soviéticas causó varias huelgas no oficiales.
A principios de los años ochenta era evidente que la economía soviética hacía aguas. Los años finales de Leonid Breznev, en el poder desde los primeros setenta hasta 1982, llegaron a calificarse de zastoi (estancamiento) (véase el Cuadro 11.6). Todos los indicadores económicos importantes disminuyeron desde mediados de los años setenta, ocasionando una preocupación creciente entre los dirigentes. Se reconoció que la debilidad económica podía significar la pérdida de la renovada carrera armamentística con Estados Unidos, comenzada en 1980 por el recién elegido presidente norteamericano, el antiguo actor Ronald Reagan, que había denigrado a la Unión Soviética como «el imperio del mal». Dos años más tarde, el dirigente norteamericano consideraba que la Unión Soviética estaba en una «situación desesperada». Uno de sus portavoces llegó a decir que era un «caso desahuciado».
Lo cierto es que no hubo un descuido de las obligaciones soviéticas en el campo armamentístico. En efecto, los expertos occidentales sospechaban que de un 10 a un 15 por 100 del PNB se dedicaba al sector industrial militar. Pero no bastaba con un gran volumen de gasto. También había una dimensión tecnológica. Dondequiera que las armas soviéticas se enfrentaban a las norteamericanas (como en los conflictos sirio-israelíes), se ponían de manifiesto las insuficiencias de las primeras. En 1987 Mijail Gorbachov lamentaba que «el [rasgo] más preocupante es que hemos empezado a quedarnos atrás en el desarrollo científico-técnico». Otra manifestación de esto estaba en el campo de los microordenadores. En 1987 sólo había alrededor de unos doscientos mil en toda la Unión Soviética, frente a más de 25 millones en Estados Unidos, los cuales eran mucho más sofisticados. Las obligaciones militares contribuyeron a reducir la producción, al desviar recursos de alta calidad (absorbiendo una tercera parte de la producción de maquinaria en los años setenta).
El enorme esfuerzo dedicado a la fabricación de armamento, convencional y nuclear, contribuye a explicar por qué la proporción de los servicios cayó, de hecho, del 29,5 al 20,3 por 100 en 1950-1980, lo contrario de lo que cabía esperar de un país con un nivel industrial avanzado. Una vez más, aunque la inversión en la industria aumentase del 58 al 72 por 100 en 1970-1980, no se la utilizaba de un modo eficaz. Por ejemplo, una nueva técnica del alto horno desarrollada en la Unión Soviética era utilizada sólo por el 11 por 100 de su industria siderúrgica, frente al 75 por 100 en el caso de Japón. Tampoco había una inversión de reposición que fuera suficiente, con el resultado de que hasta el 40 por 100 de la capacidad disponible de máquinas-herramientas estaba asignado a la reparación del equipo. Buena parte de la inversión soviética se concentraba en energía y agricultura, descuidando los sistemas de vivienda y transporte y sembrando las semillas de futuros conflictos. Finalmente, la dirección y la organización dejaban mucho que desear. Ni a los directivos ni a los trabajadores se los veía suficientemente motivados. Un documento gubernamental fechado en 1983, del que se tuvo conocimiento a través de una filtración, el informe Novosibirsk, criticaba duramente a la fuerza de trabajo. La productividad del trabajador soviético era demasiado baja, había perdido disciplina y motivación, estando a menudo implicado en «hurto, relaciones turbias a costa del Estado, desarrollo de negocios ilícitos, sobornos y remuneraciones oficiales independientes de los resultados del trabajo» (Aage, 1984, p. 19). Aquí se producía un primer reconocimiento de la aparición en toda Europa oriental de la «economía sumergida», que iba a ser cada vez más significativa a medida que disminuían los niveles de vida.
Se cae poco en la cuenta de que uno de los predecesores inmediatos de Gorbachov como secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, Yuri Andropov (1982-1984), inició el proceso de reforma. Él comenzó a considerar los problemas que se observaban, de disciplina laboral, baja producción agrícola y escasa difusión científica en la industria. Pero el denominado «efecto Andropov» no fue más que una onda que desapareció rápidamente, con la ayuda de unos inviernos excepcionalmente suaves, que redujeron la presión sobre el rechinante sistema ferroviario y contuvieron la demanda de combustible. Andropov confesó que «sintió la necesidad de ser muy prudente al tratar una economía de una tal escala y complejidad» como la de la Unión Soviética, y en el análisis final sólo estuvo jugando con el sistema. Se necesitaban unas iniciativas de reforma mucho más enérgicas.
Las acometió Gorbachov. Asumiendo el poder en marzo de 1985, le apasionó la necesidad de poner remedio a las dolencias de la economía. Su política de uskorenie (aceleración) se centró de un modo parecido en los síntomas de desaceleración: ineficiencia, productos de baja calidad y atraso tecnológico. Gorbachov apareció como un soplo de aire fresco en comparación con sus predecesores inmediatos. Comparativamente joven (no había luchado en la segunda guerra mundial), vigoroso y abierto, estaba dispuesto incluso a ir por las calles y entablar diálogo con los ciudadanos corrientes. Estas características, combinadas con su oratoria optimista e idealista, tenían reminiscencias del presidente Kennedy. Los eslóganes de Gorbachov, enunciados dondequiera que encontraba críticas, fueron la perestroika (reestructuración) y la glasnost (transparencia). Al final, Gorbachov no consiguió reanimar la economía, aunque su revisionismo desató las fuerzas que derribaron el comunismo en toda Europa oriental.
Gorbachov lanzó una serie de campañas orientadas a la revitalización de la debilitada economía soviética. El duodécimo plan quinquenal trataba de aumentar la proporción de la inversión para la modernización y reequipamiento de las fábricas existentes, del 38,5 al 50,5 por 100 a lo largo del período 1986-1990. El concepto subyacente era la noción de que un reequipamiento intensivo de esa magnitud aumentaría el nivel medio de la tecnología, traduciéndose en una mayor eficiencia y calidad. El éxito liberaría a la Unión Soviética de su dependencia de la importación de bienes manufacturados y proporcionaría una base sólida para el crecimiento del descuidado sector de bienes de consumo, a finales del siglo. La correspondiente campaña presenció la creación de una nueva agencia independiente, Gospriemka, en 1986, encargada de velar para que se alcanzasen de forma efectiva unos nuevos estándares de calidad. El objetivo era que el 95 por 100 de las máquinas soviéticas fuera compatible con los mejores estándares mundiales en 1991-1993.
Una serie adicional de medidas acometió el tema del «factor humano». La glasnost se dirigió inicialmente contra los funcionarios oficiales corruptos e ineficientes, desde el Politburó hasta los directores de fábrica. Reuniéndose con los trabajadores en visitas a las fábricas, Gorbachov se encontró con un vehemente resentimiento hacia los burócratas y sus privilegios especiales: tiendas con artículos no disponibles para la población en general, dachas, hospitales, limusinas con carriles reservados en las autopistas. Mientras que Stalin utilizó el terror para alcanzar sus fines, Gorbachov trataba de que los funcionarios fuesen más responsables y se sometiesen a la crítica pública. Y lo más importante, ya no conservarían su situación de por vida. En febrero de 1986, una nueva generación de tecnócratas especialistas había sustituido a los ministros estatales al frente de industrias clave como la del petróleo, las petroquímicas, la del hierro y el acero, y la del transporte. Para coordinar la planificación se creó un cierto número de superministerios, fusionando ministerios de menor ámbito. También se puso en marcha una campaña antialcohólica, que recordaba la época de la Ley Seca norteamericana. El vodka era uno de los pocos artículos con una oferta abundante, pero el aumento de su consumo favorecía el absentismo laboral y la baja productividad industrial. Se redujo la producción de alcohol, los precios aumentaron hasta niveles prohibitivos, se redujo el número de puestos de venta y se restringió el tiempo de apertura de los mismos, se elevó la edad mínima para acceder a la bebida y se impusieron multas por embriaguez. Finalmente, hubo un intento para controlar la creciente economía sumergida. Esta campaña intentaba erradicar la especulación, la malversación, el soborno y la utilización de las ayudas estatales en provecho privado.
En ninguna de estas áreas tuvo éxito. Pronto aparecieron graves estrangulamientos en la fabricación de maquinaria y en 1989 la producción se encontraba lejos de los objetivos. Inicialmente, el excesivo celo de la Gospriemka en el cumplimiento de su misión se tradujo en el rechazo de productos por valor de unos seis mil millones de rublos en 1987. Esto decía mucho de la pésima calidad de los productos manufacturados soviéticos. Pero también es cierto que había un nivel de rechazo que no podía soportarse. Por consiguiente, la Gospriemka tuvo que ceder y una vez más la cantidad, el dios de las economías de planificación central, dirigió el cotarro. La campaña antialcohólica se convirtió en una víctima de su propio éxito. La restricción de horas de apertura y de la cantidad de alcohol oficialmente disponible sólo creó colas, lo cual aumentó el tiempo perdido por los trabajadores adictos. Esa política estimuló una inmensa industria de destilación ilegal, aumentando las dimensiones del mercado negro. Lo que el gobierno no sabía reconocer era el atractivo del vodka como medio para que la población escapase de la triste realidad del comunismo. Las bebidas suaves, alternativa oficialmente preferida, no aparecieron cuando los momentos eran tan críticos. Gorbachov, ridiculizado por los bebedores como «el secretario del agua mineral», perdió una parte de su popularidad inicial.
Los demás estados de Europa oriental contemplaron los acontecimientos en la Unión Soviética como observadores interesados o simpatizantes, o bien se decidieron a no desviarse de la senda que habían elegido. En esta última categoría se encontraban Alemania oriental y Rumanía. Para el régimen de Honecker, cualquier sugerencia sobre las «fuerzas del mercado» era una herejía. La estructura industrial tenía que determinarse de antemano. Nada accidental podía permitirse en este punto. El gobierno germanooriental también quería ver cómo se desarrollaba la propia perestroika. Esta visión desde fuera reflejaba la opinión oficial de que no había nada fundamentalmente equivocado en la economía. El régimen de Honecker ya estaba desarrollando un programa de austeridad y una campaña para mejorar la productividad del trabajo. Nuevas asociaciones —Kombinates— combinaban investigación y desarrollo con producción bajo el mismo techo, en un esfuerzo por reducir el tiempo necesario para la introducción de nueva tecnología en los procesos manufactureros. Hubo unos ciento treinta Kombinates a nivel nacional, con una media de 25.000 trabajadores cada uno. Producían componentes de un producto determinado y operaban como un monopolio. También se introdujo un número limitado de empresas privadas y colectivas en el sector de servicios, en un esfuerzo por saciar la demanda de consumo. Se reconoció que la perestroika traía consigo unas implicaciones políticas peligrosas, por la vía de su concepto gemelo, la glasnost. Cuando un ministro habló en favor de la glasnost ¡fue enviado a una clínica mental!
En Rumanía, la vía de Ceaucescu hacia el modernismo conllevaba métodos estalinistas, que eran anatema para Gorbachov. En marzo de 1988, el cada vez más despreciado dictador comenzó la «sistemización». Pensada para conseguir la urbanización en el año 2000, la política supuso la destrucción de la mitad de los trece mil pueblos del país. Su brutalidad quedó ejemplificada por la destrucción de un racimo de pueblos situados alrededor de Bucarest con sólo 48 horas de preaviso. La actitud de Ceaucescu ante la perestroika estuvo también determinada por su previo anuncio, en diciembre de 1982, de que Rumanía tendría pagada la totalidad de su deuda exterior en 1990. Este objetivo implicó una reducción drástica de la importación de alimentos occidentales, con el resultado de que desde 1983 se instauró un racionamiento general. El régimen autoritario se mostró totalmente insensible ante las exigencias más básicas de la población. En consecuencia, los niveles de vida eran los más bajos de Europa, si se exceptúa Albania, el país más pobre del continente. La extensa familia de Ceaucescu controlaba todas las posiciones clave: sus hermanos supervisaban las fuerzas armadas, el contraespionaje y la agricultura, el hermano de su esposa Elena dirigía los sindicatos y su hijo era el jefe de la Joven Liga Comunista. Todos ellos disfrutaban de un lujoso estilo de vida que era una reminiscencia del de los emperadores romanos más decadentes. En Rumanía, la única concesión a la empresa privada era la existencia tolerada del mercado negro, especialmente porque beneficiaba a los funcionarios gubernamentales corruptos.
Bulgaria y Checoslovaquia eran menos abiertamente hostiles a la perestroika, pero en la práctica sólo perseguían reformas superficiales. En julio de 1987, los dirigentes búlgaros anunciaron reformas políticas y económicas radicales, que aparentemente eran mucho más profundas que las del modelo soviético a imitar. Sólo después se vio que detrás de la retórica había poca sustancia, simplemente un deseo de mantenerse en buenas relaciones con Moscú. La economía checa siguió dominada por la industria pesada, empleando el sector privado oficial sólo al 0,6 por 100 de la población trabajadora; y ello en 1988. También Hungría se planteaba sólo reformas menores, a pesar de padecer la tasa de crecimiento más baja de Europa oriental cuando Gorbachov llegó al poder y no habiendo conseguido librarse de su deuda exterior, que en 1989 era la más alta, tanto per cápita como en relación al PNB. En Yugoslavia, la glasnost dio paso a una nueva fase, simbolizada por un creciente debate público sobre el futuro del país. En cuanto a Polonia, el gobierno de Jaruzelski simpatizó con las reformas soviéticas, en especial porque Solidaridad seguía siendo una fuerza poderosa. En 1987 llegó a celebrarse un referéndum sobre las reformas políticas y económicas propuestas. Aun así, el dictador militar continuó en el poder con un programa modificado, a pesar de no haber ganado con el respaldo suficiente.
A finales de los ochenta, la «economía de la escasez» se había convertido en la norma para Europa oriental, sembrando las semillas de la revolución. La escasez de los ingresos era endémica en toda la región. En 1988 la Unión Soviética admitía que su presupuesto interno había sido deficitario desde 1976. En 1985 el déficit representaba un 2,5 por 100 del PIB, y en 1987 casi el 8,5 por 100. Con posterioridad, Gorbachov admitía: «Hemos perdido el control sobre la situación financiera... Éste fue nuestro error más grave en los años de la perestroika».
Gorbachov llamaba al déficit «la peor herencia del pasado», pero en muchos aspectos las actuaciones de su régimen sólo sirvieron para empeorar el déficit de ingresos. Y lo que es más importante, no consiguió invertir la tendencia decreciente del crecimiento económico. La campaña antialcohólica (véase más arriba), un objetivo propio si es que hubo alguno, privó al estado de una cifra estimada en seis mil doscientos millones de rublos por el impuesto sobre el volumen de ventas en 1985-1986, agravando el déficit presupuestario. Aunque se redujo un tanto el gasto militar a medida que mejoraban las relaciones con Occidente, el sector de la defensa continuó absorbiendo enormes sumas imposibles de cuantificar por el hecho de que sólo una pequeña proporción era revelada en cifras públicas. Se cree que la ocupación de Afganistán costó cinco mil millones anuales de rublos. Este «Vietnam» soviético no fue finalmente abandonado hasta 1988, cuando comenzaron a retirarse las tropas de ocupación. Si se buscan factores mitigadores, Gorbachov fue indudablemente desafortunado al tener que cargar con las consecuencias financieras de dos desastres importantes. Primero, el 26 de abril de 1986, el peor accidente nuclear registrado en el mundo, que se produjo en el complejo energético nuclear de Chernobil, en Ucrania. El número oficial de muertos fue de 31, pero la cifra real sería con toda seguridad mucho mayor. Una nube radioactiva, que con el tiempo llegaría a afectar hasta al noroeste de Europa, contaminó las tierras de labor circundantes. La pérdida de cuatro millones de kilovatios de electricidad obligó a realizar cortes de energía en el invierno de 1986-1987. Segundo, Armenia sufrió un terremoto el 7 de diciembre de 1988, requiriendo un programa de ayuda de emergencia.
El esfuerzo para mantener equilibradas las cuentas externas soviéticas se manifestó de varias maneras. Las exportaciones, especialmente de combustibles y materias primas, a los países no socialistas aumentaron, mientras se reducían las importaciones. Las exportaciones de oro también aumentaron sustancialmente. Pero varias fuerzas conspiraban para hacer fracasar el objetivo. El coste de las campañas que incluían las importaciones de maquinaria, el aumento de los costes de extracción del petróleo, la caída de los precios mundiales del petróleo (el valor de las ventas de petróleo en el mercado de exportación disminuyó de treinta mil novecientos a veinte mil setecientos millones de rublos en 1984-1988) y las malas cosechas de cereales en 1988 y 1989 mermaron las reservas de monedas fuertes.
Otro precio que hubo que pagar fue el creciente descontento entre la población. La importación de bienes de consumo se redujo en 1986-1989 (afectando al ingreso por el impuesto sobre las ventas), a causa de la necesidad de máquinas-herramientas occidentales para el servicio de la industria pesada. A medida que aumentaba el volumen del déficit presupuestario, las máquinas impresoras de dinero trabajaban horas extras. Sólo el control de los precios de los artículos básicos en las tiendas estatales contuvo la inflación, pero los demás precios comenzaron a aumentar. Gorbachov esperaba algún alivio por parte de las cooperativas y granjas privadas, pero éstas se hallaban tan aferradas a las regulaciones que no lograban aumentar la oferta y la variedad de artículos disponibles. En junio de 1989 sólo había 133.000 cooperativas en toda la Unión Soviética, frente a noventa millones en China. Por otra parte, la iniciativa privada en el sector agrícola no pasaba de ser un experimento de laboratorio, con sólo veinte mil unidades existentes en abril de 1989. Ambos sectores respondieron a las largas colas incrementando sus precios, lo que los desacreditó (algunas granjas cayeron víctimas de pirómanos). La televisión soviética, que ya no era el vehículo propagandístico de antes, emitió entrevistas con mujeres enojadas con Gorbachov en las colas que tenían que hacer. Movidos por el doble temor de una futura caída del valor del rublo y de la ausencia de artículos que comprar, los ciudadanos recurrieron al acaparamiento. El pánico de los compradores hizo que los almacenes soviéticos, en varias ocasiones, quedasen sin existencias de artículos básicos como leche, embutidos, carne y sal. Un efecto adicional de la falta de bienes fue el aumento de los ahorros: la tasa de crecimiento de los activos financieros de las economías domésticas aumentó sustancialmente desde mediados de los años ochenta, alcanzando el 14,9 por 100 en 1989.
En Polonia sucedió algo parecido. Había demasiado dinero en relación a la cantidad de bienes disponibles, lo que llevó al racionamiento y a las colas masivas, sobre la base de servir al primero que llegaba. A modo de ejemplo: una familia tenía que hacer una cola de quince días, en turnos, para conseguir una lavadora. La situación de la vivienda era todavía más absurda. Nadie podía apuntarse en la lista de espera de la Asociación Cooperativa de la Vivienda hasta la edad de 18 años. Pero, en 1987, en la lista de espera figuraban algunas personas desde hacía 57 años, lo cual significaba que, dada una esperanza de vida de 67 años, los solicitantes podían llevar ocho años muertos cuando les concediesen la vivienda en cuestión. Para algunos, la respuesta a la escasez era el mercado negro. Traficando con dólares norteamericanos, proporcionaban al apurado régimen de Jaruzelski los medios de reducir la montaña de dinero en circulación, en particular a causa de la rápida depreciación del valor del zloty (unidad monetaria polaca).
Hay que destacar que los déficits presupuestarios y la inflación eran síntomas de los esfuerzos para reformar las economías planificadas centralmente. Una vez que se puso en marcha este proceso se hizo mucho más difícil dirigir los flujos monetarios, de modo que los ingresos gubernamentales cubriesen los gastos. Imprimir dinero para financiar el déficit era la línea de menor resistencia, pero no era una panacea, ya que conllevaba la inflación. El gobierno más abierto de la Unión Soviética admitió un déficit presupuestario. Ya no se engañó más al público, tranquilizándole con estadísticas que no correspondían a la realidad. Como destacaba el responsable de la oficina estadística soviética, Goskomstat, ya no habrían más esfuerzos «para intentar salvar el “honor del uniforme”, afirmando que a pesar de las deficiencias ocasionales, que están siendo superadas, la situación en el conjunto y en general no es mala». En otras partes, el orgullo socialista impuso que las cifras fuesen maquilladas para ocultar la verdadera imagen. Hasta 1989-1990, después de las revoluciones que habían barrido a la vieja guardia (véase más adelante), no estuvieron disponibles las cifras revisadas; revelando, por ejemplo, que el déficit fiscal de Bulgaria representaba una décima parte del producto físico neto en 1988, y que el déficit presupuestario de Hungría fue de 55.000 millones de forints (unidad monetaria húngara) en 1989, mientras que la deuda interior de Alemania oriental se situaba en ciento treinta mil millones de marcos, casi la mitad de la renta nacional.
La economía de la escasez quedaba ejemplificada en Rumanía por la energía. El compendio del despilfarro y la ineficiencia estaba en la planta de aluminio de Slatina, que consumía tanta electricidad como todo el sector de consumo. Las tarifas del gas y de la electricidad aumentaron para reducir la demanda y se introdujeron restricciones al consumo. A la economía doméstica media sólo se le permitió consumir electricidad para alimentar una bombilla por habitación, de dos a tres horas diarias. También se produjo una escasez de bombillas y de equipo eléctrico de alumbrado. Empeoraban la situación los fallos periódicos de la red nacional. En cuanto al gas, los apartamentos sólo podían calentarse a temperaturas muy bajas. La falta de electricidad significaba que alrededor de una cuarta parte de las tierras de labor que había que regar quedaba descuidada, lo cual contribuía a la escasez de alimentos (véase más arriba).
En Alemania oriental se daba otra variante de la economía de la escasez: la del trabajo. En diciembre de 1979, Honecker aludía a «la nueva situación» creada por la jubilación de un gran porcentaje de la fuerza de trabajo. No había suficientes trabajadores extranjeros que quisieran y pudieran cubrir la brecha. La escasez empeoró a causa de la tendencia de las economías planificadas centralmente a retener trabajadores cuando se acercaba el final del período en el que debía alcanzarse un determinado objetivo y a utilizar maquinaria y equipo anticuados. En 1989 un sorprendente 17 por 100 de empleados de los sectores manufacturero y energético (doscientos ochenta mil trabajadores) dedicaba su tiempo a la reparación de maquinaria. La escasez de trabajo produjo un espejismo estadístico: como no existía una reserva de trabajo, parecía que la productividad del trabajo en Alemania oriental estaba dejando atrás a la productividad del trabajo en Alemania occidental. El orgullo y la propaganda llevaron al régimen de Honecker a insistir en que todo iba bien. Lo que no podía ocultar era el hecho de que al otro lado del Muro de Berlín, los alemanes occidentales disfrutaban de un estilo de vida mucho más atractivo, que contribuían a fantasear los elegantes programas de televisión que se podían ver en Alemania oriental.
En 1989 la economía de Europa oriental se encontraba en un cenagal, hundiéndose cada vez más en un cúmulo de dificultades, a pesar de los paliativos que se intentaban. El grave declive de los niveles de vida y el creciente nacionalismo representaron el toque de difuntos para el estado comunista de partido único. Ya no era posible eludir el hecho de que las economías socialistas no podían competir con la tecnología o con el consumismo occidentales. Pero como la mayor parte de los países de Europa oriental habían emprendido algún tipo de reforma del mercado, se ponía de manifiesto una contradicción inevitable. El hecho consistía, simplemente, en que no era posible sobreponer una economía de libre mercado a una economía planificada centralmente. La coexistencia de ambos sistemas significaba que la economía de mercado se vería continuamente frenada y sería ineficaz. Los controles estatales, por ejemplo, imponían que no todos los precios reflejasen la escasez (excepto en el mercado negro). Las restricciones asfixiantes aseguraban que no surgiría ninguna clase empresarial en ciernes. El ejército de burócratas entrometidos que había creado la planificación central era naturalmente hostil al nacimiento de la empresa privada, que se veía como una amenaza para sus puestos. En última instancia, sólo la revolución política podía resolver la contradicción.
La Unión Soviética mostraba todas estas deficiencias y más. La Ley de Empresa de 1988 tenía la intención de trasladar gradualmente la elaboración y toma de decisiones desde el centro a las propias empresas. Las órdenes estatales tenían que disminuir en una proporción del producto cada año (aunque habían de seguir representando, con mucho, la mayor parte). Los directivos podían disponer de cualquier excedente de producción que lograsen por encima de los objetivos fijados, al mejor precio que pudieran negociar. La teoría era que los beneficios previstos sustituirían a las subvenciones estatales, aligerando de este modo el déficit presupuestario.
La medida inmadura estaba condenada al fracaso. Es evidente que no consiguió promover un cambio hacia el sistema de mercado ni reducir el papel de los planificadores y de los ministerios. Sin mayoristas a los que vender los excedentes, la mayoría de los directivos prefirió tratar con los ministros, como antes. Éstos, a su vez, aceptaron complacidos, en particular porque el tema justificaba la continuación de su existencia. La Ley de Empresa empeoró la situación de muchas maneras. Libres para seleccionar la combinación de productos, los directivos aumentaron la proporción de bienes caros, excluyendo los más baratos. Elegidos por la fuerza de trabajo, los directivos respondieron con facilidad a las demandas de mayores salarios, incrementando por ello la demanda global. Sólo con retraso, en junio de 1990, Gorbachov actuó, suprimiendo el derecho de los trabajadores a elegir sus directivos.
Estos ejemplos podrían multiplicarse. Baste decir que en 1989, la perestroika había fracasado en el intento de producir una reestructuración fundamental de la economía soviética. En contraste, la glasnost había arraigado mucho más profundamente. Aun cuando Gorbachov no se había arriesgado a someterse a la elección popular, la democratización a niveles más bajos y la introducción de un parlamento en junio de 1989, lo hicieron parecer cada vez más conservador en comparación con los reformadores más radicales, como Boris Yeltsin. La glasnost, con su crítica abierta al pasado soviético, tuvo otra consecuencia no deseada por Gorbachov: estimuló a los tres estados bálticos, Estonia, Letonia y Lituania, incorporados por Stalin a la Unión Soviética en 1940, a conseguir su independencia. No eran los únicos escenarios problemáticos. En 1988 estalló el conflicto interétnico entre las repúblicas de Azerbaiyán y Armenia, a causa de la disputa del enclave de Nagorno-Karabaj. El mismo año, los georgianos pidieron su independencia. También se produjeron agitaciones nacionalistas en Rusia, Ucrania, Bielorrusia y Moldavia.
Las consecuencias económicas del creciente nacionalismo fueron profundas. Los estados bálticos, mejor aprovisionados que muchas otras regiones, atrajeron población no residente en busca de suministros. Las autoridades bálticas respondieron prohibiendo la venta de una serie de productos seleccionados a los forasteros. Este fenómeno se extendió pronto por toda la Unión Soviética. Después de que Moscú insistiese en que sólo los residentes podían comprar sus productos, ocho regiones circundantes tomaron represalias, prohibiendo las entregas de leche a la capital soviética. El bloqueo azerí de Armenia impidió la entrada y salida de bienes. Los planificadores centrales se habían vanagloriado de que no necesitaban duplicar los suministros. Pero el conflicto aislaba una fábrica de tractores de Vladimir de su única fuente de aprovisionamiento de neumáticos, con el resultado de que se servían a las áreas rurales muchas máquinas sin neumáticos. En otro caso, como la mayor parte del papel para cigarrillos se fabricaba en Armenia, se produjo una escasez de ámbito nacional.
En el pasado, los huelguistas eran encarcelados o enviados a instituciones mentales. La glasnost cambió todo esto y la huelga se convirtió en un arma en conflictos étnicos y laborales. Los trabajadores de la industria pesada no fueron a la huelga por unos mayores salarios, sino por una mayor cantidad de bienes de consumo en los que gastar su dinero. Durante el mes de julio de 1989, más de medio millón de trabajadores, en Siberia y Ucrania, se manifestaron por la insuficiencia de suministros alimentarios y otros, como el jabón. Como estas regiones eran vitales para la economía, el gobierno se vio obligado a importar más, aumentando su problema de deuda. La primera huelga masiva de mineros tuvo lugar un mes después de la sesión inaugural del Congreso de Diputados del Pueblo y fue inspirada por sus críticas contra el gobierno, que no tenían precedentes.
Karl Marx había dicho que el capitalismo explotaría. En este caso fue el comunismo el que explotó. Los problemas internos de la Unión Soviética no la situaban, aunque lo hubiera deseado, en la posición de evitar que los demás países del este de Europa renunciasen al comunismo. El deseo de Gorbachov de reducir el enorme arsenal de armas nucleares por medio de la détente con Occidente ponía de manifiesto su reconocimiento de que su asistencia tecnológica y financiera era vital. En comparación, los vínculos económicos de la Unión Soviética en el seno del Comecon se veían cada vez más como una carga. Desde 1986, las exportaciones de la Unión Soviética a los demás miembros del Comecon cayeron en picado, reflejando un desplazamiento del comercio hacia Occidente y la disminución de los precios del petróleo. Fue tal el cambio que, en 1989, Hungría y Checoslovaquia habían acumulado superávits comerciales con la Unión Soviética del orden de mil millones de rublos transferibles. Celoso de la Comunidad Europea, en julio de 1988 Gorbachov intentó, sin conseguirlo, transformar el Comecon en un auténtico mercado común. Aunque Hungría y Polonia apoyaban la idea, Bulgaria y Checoslovaquia se mostraron indiferentes, Alemania oriental tenía reservas y Rumanía se opuso categóricamente. Una división parecida se puso de manifiesto en relación con la propuesta de introducción de una moneda convertible, condición necesaria para un mercado común. En enero de 1989, el Comecon celebró su cuadragésimo aniversario, pero en aquel entonces se le consideraba cada vez más como una fuerza agotada. En 1989 comenzó a disminuir notablemente el comercio intra-Comecon, disminución que se aceleró en 1990, cuando su volumen se redujo a una quinta parte.
Los acontecimientos se iban a precipitar, a medida que el comunismo era barrido de Europa oriental, de un modo parecido a la caída de las fichas del dominó. Las comunicaciones instantáneas vía televisión y radio facilitaron el proceso, al difundirse rápidamente las noticias de una revolución, las cuales provocaban otra. La razón subyacente era la frustración y el resentimiento reprimidos de las poblaciones ante el fracaso de sus gobiernos para proporcionarles unos niveles de vida decentes. Lo más importante fue la benevolente actitud de la Unión Soviética ante el cambio. En marzo de 1989, Gorbachov aprobó el nuevo sistema multipartido húngaro y aceptó la mesa redonda de negociaciones entre Solidaridad y el gobierno polaco, que dieron lugar a elecciones libres en las que el Partido Comunista fue rotundamente derrotado. Cada vez más, los portavoces soviéticos sugerían que la doctrina Breznev había dejado de ser sacrosanta. En una observación que se hizo famosa, uno de ellos dijo que ahora era «la doctrina Sinatra» la que regía, permitiendo a los demás países que «lo hicieran a su manera». El propio Gorbachov lo reafirmó en los discursos de junio y julio de 1989, cuando dijo que cada estado tenía el derecho de construir el socialismo de la manera que más le conviniera.
El nuevo estilo se manifestó pronto en Alemania oriental. Hungría era uno de los pocos lugares donde se permitía a la población viajar al extranjero. Ahora que allí se había hundido el comunismo, se convirtió en un imán para los alemanes orientales que buscaban una nueva vida en Occidente. La televisión de Alemania occidental informó de que Hungría había abierto su frontera con Austria, que se convirtió en una vía de escape hacia Alemania occidental. Centenares, y después miles, de personas trataron de asegurarse la libertad. El 7 de octubre de 1989, Alemania oriental celebraba su cuadragésimo aniversario, y Gorbachov y Honecker estaban juntos en el desfile conmemorativo. Una manifestación próxima lanzó el grito de «¡Gorby, ayúdanos!». Pronto surgieron protestas masivas en las principales ciudades. Honecker se vio obligado a renunciar el 18 de octubre de 1989, pero no fue suficiente. Siguieron nuevas manifestaciones y siguió aumentando la población que abandonaba el país cuando Checoslovaquia abrió su frontera el 3 de noviembre. Aceptando la derrota, el Politburó en el poder renunció al mismo y el opositor Nuevo Foro fue legalizado. Ahora el éxodo se elevaba a doscientas mil personas, el 1 por 100 de la población. El 9 de noviembre se produjo lo impensable: Alemania oriental abrió sus fronteras, incluyendo el Muro de Berlín, cuyo desmantelamiento comenzó a cargo de jubilosos ciudadanos que hacían añicos su odiada estructura de hormigón.
Al día siguiente, el dirigente más antiguo de Europa oriental, Todor Zhivkov, fue arrojado del poder en Bulgaria por sus compañeros de partido. Sus esfuerzos equivocados para «bulgarianizar» la comunidad musulmana del país provocaron un éxodo en masa hacia Turquía y perjudicaron seriamente la economía. La atención se desplazó entonces a Checoslovaquia, donde las manifestaciones en Praga se extendieron rápidamente y llevaron a la dimisión del gobierno a primeros de diciembre. Finalmente, el odiado Nicolae Ceaucescu fue apartado del poder en Rumanía. A él y a su extensa familia, que estaban dispuestos a dejar que la población viviese en un contexto propio de la época bárbara, mientras ellos nadaban en la abundancia, se les consideraba cada vez más como un anacronismo. Las fuerzas armadas se negaron a actuar contra los manifestantes y Ceaucescu y su esposa trataron de huir. Capturados, después de un juicio sumarísimo que era una reminiscencia de la Revolución Francesa, fueron ejecutados el día de Navidad.
Yugoslavia, el primer régimen comunista establecido fuera de la Unión Soviética después de la segunda guerra mundial, parecía destinada a sobrevivir a las convulsiones. En realidad, la cuestión balcánica, que había permanecido prácticamente tranquila desde 1918, iba a levantar de nuevo su repugnante cabeza. Los esfuerzos orientados a las sucesivas reformas económicas ya habían fracasado por las diferencias entre las repúblicas de Croacia, Eslovenia y Serbia, sobre el modo de instrumentarlas. Políticamente, sólo Serbia quería conservar la federación; las demás repúblicas querían un acuerdo más flexible o la independencia total. Cada vez más parecía que sólo la guerra civil podía resolver la situación.
Una cosa es derribar un régimen de la noche a la mañana, y otra completamente distinta reestructurar y revitalizar una economía. Los nuevos regímenes se enfrentaban con una serie de problemas comunes: primero, la necesidad de convertir la moneda, lo que conlleva alguna o algunas tensiones en los precios, a fin de ajustarse a los precios del mercado mundial; segundo, la abolición de la planificación central; y por último, la privatización de las empresas estatales y la creación de infraestructuras legales y financieras para estimular la industria privada. También había problemas que eran propios de un país en particular, siendo el más obvio la reunificación alemana en el caso de Alemania oriental, donde los antiguos titulares de la propiedad confiscada por el estado en el período 1949-1989 tenían derecho a una compensación. No se podía hacer nada con un edificio comercial hasta que no se les localizase. En ocasiones aparecían múltiples propietarios. Los promotores tenían que compensarles antes de seguir adelante. En Rumanía, el nuevo régimen dio una prudente marcha atrás a las bárbaras disposiciones de Ceaucescu: los productos alimentarios destinados a la exportación fueron orientados de nuevo al mercado de consumo interior, se puso fin a la «sistematización», se suspendieron grandes y onerosos proyectos de construcción, se suavizaron las restricciones interiores del consumo de gas y electricidad, y se reorientó la energía para calefacción, de la industria a los sectores municipales y privados. El resultado de este planteamiento a favor del consumo, como era de prever, fue una fuerte presión sobre la balanza de pagos; las importaciones procedentes del área de moneda convertible aumentaron un 54,3 por 100 en los tres primeros trimestres de 1990.
Como ningún país había saltado todavía por encima del enorme abismo que separa el comunismo del capitalismo, no había acuerdo sobre la correcta sucesión de las medidas necesarias. El peligro de una devaluación excesiva, como la practicada por Polonia en enero de 1990, estaba en que provocó una inflación de costes. Por otra parte, podía argumentarse que un cambio semejante estimularía a muchas empresas a exportar. En 1990 las exportaciones polacas aumentaron un 15 por 100 en volumen, mientras que el resto de las de Europa oriental (excluyendo las de Yugoslavia) se reducían en un 10 por 100. Hungría y Rumanía prefirieron un planteamiento más gradual, pero esto suponía la continuidad de una base política estable.
Los signos eran que los nuevos regímenes lo tendrían difícil para crear un orden a partir del caos que habían heredado, en particular porque las condiciones exteriores no eran siempre favorables. La recesión económica mundial, el hundimiento del comercio del Comecon y la crisis, breve pero intensa, del precio del petróleo ocasionada por la invasión iraquí de Kuwait, todos estos factores representaban obstáculos adicionales a lo largo de una larga carrera. Gorbachov había hablado en cierta ocasión de una «casa común europea» y muchos gobiernos de Europa oriental abrigaban la esperanza de que las dos mitades de Europa pudieran converger y convertirse en una gran familia feliz bajo el paraguas de la Comunidad Europea.
Esta ambición sólo podía ser un sueño lejano, siendo la tarea inmediata la modernización de la economía. Como en los años setenta, la ayuda occidental era absolutamente necesaria. El nuevo régimen rumano la solicitó al Fondo Monetario Internacional, obteniendo créditos por más de mil millones de dólares. La Unión Soviética, que no era miembro del Fondo y que ahora era considerada como una prestataria de riesgo por parte de los bancos occidentales implicados, a causa de su situación política incierta y de lo que aquéllos consideraban un gasto despilfarrador, sólo pudo obtener 17.000 millones de dólares en nuevos créditos en 1990, todos ellos con el respaldo de los gobiernos occidentales.
La rueda había dado la vuelta completa, pero, a diferencia de los años setenta, Occidente no estaba dispuesto a prestar sin que se le permitiera influir en los países prestatarios. No había ningún otro Plan Marshall en perspectiva. En 1990 el grupo de los veinticuatro (G24) países más industrializados acordó respaldar las reformas en Europa oriental, permitiendo un mayor acceso a sus mercados, asistencia técnica y apoyo financiero limitado. El mismo año, el G24 y las instituciones financieras internacionales afrontaron los urgentes problemas de las balanzas de pagos de Hungría y Polonia con nuevos créditos. Los pagos de este último país fueron renegociados, a fin de dar más tiempo para que sus reformas pudieran obtener mejores resultados. La Comunidad Europea también inició negociaciones con Checoslovaquia, Hungría y Polonia, con vistas a crear un sistema industrial de libre comercio.
Aunque Occidente también trataba de alentar las reformas soviéticas, un estudio detenido sugería que la economía soviética estaba tan mal gestionada que por grande que fuese la ayuda no se evitaría su despilfarro. En diciembre de 1990, el Houston Four Report recomendó que la asistencia se limitase a tres áreas: alimentación, ayuda técnica y proyectos seleccionados (especialmente energía). Por aquel entonces, la cuestión primordial era el tiempo que podía sobrevivir Gorbachov. El respaldo público a su persona había disminuido al 20 por 100 en julio de 1990 (desde un elevado 90 por 100 en sus primeros tiempos). La reanimación económica que él había prometido parecía ahora un sueño imposible y se le echaba la culpa de haber llevado a la Unión Soviética al borde del colapso económico. Hasta la agencia estadística oficial soviética admitía que el PNB había disminuido un 2 por 100 en 1990, la primera caída desde 1945. Teniendo en cuenta la inflación, el descenso era probablemente del orden de un 8 a 10 por 100. En 1990 los parlamentos de la totalidad de las quince repúblicas habían aprobado resoluciones que pedían su propia soberanía. Algunas ciudades importantes comenzaron a tomar la iniciativa en la reforma del mercado, sin tener en cuenta al centro. Mermada su autoridad, Gorbachov propuso cambiar el nombre del país, sustituyéndolo por el de Unión de Repúblicas Soviéticas Soberanas. Los cínicos sugirieron que sería mejor el de Unión de Menos y Menos Repúblicas. Pronto el Goliat del comunismo iba a ser derribado de su pedestal por las piedras nacionalistas procedentes de todas las direcciones, junto con las innumerables estatuas del otrora reverenciado Lenin.
La dramática transformación de los países de Europa oriental, de estados comunistas a democracias en ciernes, a lo largo del período que estamos examinando, provenía del fracaso para igualar los niveles de crecimiento alcanzados en los años sesenta. Los amplios créditos occidentales y, en la mayoría de los países, el aislamiento de los peores efectos de las crisis del petróleo, proporcionaron los medios para eludir el tenerse que enfrentar con problemas económicos y políticos fundamentales en los años setenta. Pero en la década siguiente las circunstancias menos favorables obligaron a los gobiernos socialistas a introducir reformas limitadas, que invariablemente prometían mucho pero daban poco. La única reforma que podía haber sido relevante —la introducción de una verdadera economía de libre mercado— fue evitada de modo consciente, en esencia porque hubiera puesto al comunismo cabeza abajo. Todavía en abril de 1990 se lamentaba Gorbachov: «Dicen: “Tengamos libre empresa y demos luz verde a todas las formas de propiedad privada” [...] Pero yo no puedo aceptar tales ideas [...] Son ideas imposibles». El resultado de introducir solamente unas pocas empresas privadas de riesgo en el cenagal de una economía con planificación central era inevitablemente que sus brotes no lograran arraigar.
Los regímenes comunistas de la Europa del Este, en general, continuaron estructurando sus economías en favor del sector A (industrias pesadas, de la construcción y de defensa) en detrimento del sector B (industrias ligeras y de consumo). La perestroika, dondequiera que apareció, sólo trató de introducir algunos cambios superficiales en el sistema existente; fracasando por completo en su transformación. Lo que había sostenido el crecimiento en los años sesenta —grandes dosis de inversión de capital, trabajo y primeras materias— ya no estaba disponible en la medida requerida. Al haberse convertido estos factores en escasos, los planificadores intentaron incrementar la productividad por medio de las importaciones de tecnología occidental, pero se desaprovechó la oportunidad. A finales de los años ochenta, los manifestantes no pedían precisamente la libertad política, sino también una reforma completa del mercado. Las revoluciones de 1989 proporcionaron la plataforma para las reformas en la línea occidental, pero también aportaron la perspectiva de un desempleo elevado.
1. ¿Qué importancia tuvieron los setenta en el colapso final de las economías dirigidas de Europa del Este?
2. ¿Por qué la economía soviética se vuelve relativamente atrasada?
3. ¿Tuvo la perestroika más que un efecto marginal en el desarrollo económico de las economías del bloque soviético?
4. ¿Cuáles fueron los inmediatos factores económicos de fondo en las revoluciones políticas de 1989?
5. ¿Por qué Europa del Este quedó por detrás del Oeste en progreso tecnológico?