Tanto política como económicamente el siglo XX ha sido, hasta la fecha, mucho más turbulento que el XIX. Dos guerras mundiales y una gran depresión son suficientes para justificar esta afirmación. Y si las décadas de los cincuenta y sesenta parecen en comparación relativamente estables, acontecimientos más recientes sugieren que esto puede no ser necesariamente el orden natural de las cosas.
El orden liberal y bastante estable de la primera década, aproximadamente, del siglo XX se quebró violentamente por el estallido de la primera guerra mundial. Hasta aquel momento el desarrollo internacional y las relaciones políticas, aunque sujetos a tensiones de naturaleza menor de vez en cuando, nunca habían estado seriamente expuestos a un traumatismo externo de tan violenta magnitud. Desafortunadamente, en la época poca gente se percató de qué guerra tan larga estaba empezando, y aún menos apreciaron qué enorme impacto iba a tener en las relaciones económicas y sociales. Además, hubo un sentimiento general, aceptado fácilmente en los círculos de las clases dirigentes, de que después del período de hostilidades sería posible continuar donde se habían dejado las cosas; en otras palabras, recrear la belle époque de la era eduardiana.
Sin embargo, esto no iba a suceder, aunque durante casi una década los estadistas se afanaron por volver a lo que consideraban como «normalidad». En sí mismo, éste fue uno de los profundos errores de la primera década de la posguerra, puesto que debiera haber estado claro que las operaciones de compensación de la guerra y la posguerra habían roto el anterior equilibrio y habían socavado su resistencia hasta un punto en el que el sistema económico se había hecho vulnerable a traumatismos externos. Además, no era sólo en el campo económico que su fuerza había sido erosionada; tanto política como socialmente Europa se había debilitado y muchos países, en los primeros años de la posguerra, estaban al borde del cataclismo social.
La mayoría pasaba por alto la fragilidad económica y política europea de los años veinte, más por ignorancia que intencionadamente. Intentando resucitar el sistema prebélico, los estadistas creían que estaban proporcionando una solución, y el hecho de que Europa participara en la prosperidad de los últimos años veinte pareció indicar que su opinión no era equivocada. Pero tan pronto como la burbuja de la prosperidad estalló en 1929, la vulnerabilidad de la economía europea se hizo evidente. Los soportes estructurales eran demasiado débiles para resistir sacudidas violentas y así el edificio se vino abajo.
No es sorprendente, por tanto, que los años de 1929 a 1932 vieran una de las peores depresiones de la historia. Ni dado el estado de la ciencia económica en la época, es sorprendente que los gobiernos adoptaran políticas que sólo sirvieron para empeorar la crisis. Además, las políticas adoptadas tendieron a ser de naturaleza protectora, diseñadas para aislar las economías interiores de la influencia de los acontecimientos exteriores. Cuando la recuperación llegó en 1933, debió relativamente poco a consideraciones políticas, aunque después algunos gobiernos intentaron programas más ambiciosos de estimulación. Pero la recuperación, al menos en términos de generación de empleo, fue lenta y desigual, de manera que incluso en 1937 muchos países estaban todavía operando muy por debajo de su capacidad de recursos. La brecha se cerró más tarde por el rearme y el estallido de la guerra.
Europa entró en la segunda guerra mundial en un estado relativamente más débil que en 1914, y en consecuencia salió de ella en 1945 en una condición más postrada que en 1918. Ciertamente, en lo referente a la pérdida de vidas, destrucción física y declive de los niveles de vida, la posición de Europa era mucho peor que después de la primera guerra mundial. Por otra parte, tanto durante la guerra como en la fase de reconstrucción de la posguerra de los últimos años cuarenta, se evitaron algunos de los errores y equivocaciones de la anterior experiencia. La inflación se contuvo mucho más fácilmente entre 1939 y 1945, y las violentas inflaciones de los primeros años veinte en general no se repitieron después de la segunda guerra mundial. El mapa de Europa se dividió mucho más clara y esmeradamente (con la excepción de Berlín) que lo había sido después de 1918, aun cuando ello derivó en dos bloques de poder, el Este y el Oeste. Los vencidos no fueron agobiados con exacciones irracionales que habían sido la causa de tanta amargura y disputas en los años veinte. Finalmente, los gobiernos dejaron de mirar hacia atrás, a los felices días de antes de la guerra; esta vez fue la planificación para el futuro lo que ocupó su atención. Esta línea de pensamiento se reflejó en el compromiso de mantener el pleno empleo y todo lo que esto supone en términos de crecimiento y estabilidad. En un plano más amplio, también halló expresión positiva en la disponibilidad para cooperar internacionalmente en la reconstrucción venidera, y el generoso programa de ayuda norteamericano de los últimos años cuarenta fue una manifestación concreta del nuevo enfoque.
Así, en los primeros cincuenta, Europa se había recuperado suficientemente para estar en situación de mirar confiadamente hacia el futuro. Durante las dos décadas siguientes sus resultados en cuanto a progreso económico fueron mejores que cualesquiera otros anteriores, y esto es cierto tanto para el oeste como para el este de Europa. Este último adelantó muchísimo con un régimen planificado, mientras que las democracias occidentales consiguieron sus éxitos con un sistema de empresa mixta con grados diversos de libertad de mercado. Sin embargo, en ambos casos el estado desempeñó un papel mucho más importante que hasta entonces y ningún sistema se vio libre de problemas. El mecanismo de la planificación en Europa oriental funcionó menos suavemente de lo que sus proponentes anticiparon, con el resultado de que tuvo que modificarse con el tiempo. El sistema de mercado del oeste, de modo semejante, también dejó de registrar resultados correctos en ocasiones, así que los gobiernos se vieron forzados a interferir en medida creciente. El mayor problema fue intentar alcanzar una serie de objetivos —pleno empleo, estabilidad de precios, crecimiento y estabilidad, y equilibrio externo— simultáneamente. En la práctica se demostró que era imposible, dadas las armas políticas a disposición de los gobiernos.
A pesar de que parecían ser objetivos incompatibles hubo poco motivo para una alarma seria a lo largo del período. Es cierto que hubo fallos menores del pleno empleo; todavía se produjeron fluctuaciones, pero fueron muy moderadas y tomaron la forma de ciclos de crecimiento; algunos países experimentaron problemas de balanza de pagos, mientras que los precios subieron continuamente aunque a tasas anuales moderadas. Pero tales fallos pudieron ser asumidos por un sistema económico que estaba creciendo rápidamente. En los últimos años sesenta pareció que Europa había entrado en una fase de prosperidad perpetua, semejante a la que los norteamericanos habían imaginado en los años veinte. No pasó mucho tiempo antes de que la ilusión saltara en pedazos. En 1974 la tendencia del crecimiento se había invertido, el ciclo de los negocios había reaparecido y la mayoría de los gobiernos occidentales estaban experimentando la inflación a una tasa más alta que en cualquier momento del último medio siglo. Desde entonces y a lo largo de la década de los noventa, el crecimiento ha sido menos vigoroso y los gobiernos han afrontado una difícil lucha para estabilizar sus economías frente a un contexto de demandas competitivas. A partir del colapso del bloque soviético y de los esfuerzos más enérgicos para forjar una Europa unida, se está desplegando un nuevo capítulo en la historia de Europa en el cambio de milenio.
Los capítulos que siguen examinan el desarrollo de Europa desde 1914, a lo largo de las líneas que hemos indicado. Están diseñados para mostrar las principales tendencias de aquel desarrollo y las fuerzas que lo han determinado. Dado que el estudio está pensado fundamentalmente como una visión panorámica introductoria, será necesario tratarlo en agregados bastante amplios. Los lectores que deseen informarse más en áreas o temas específicos deben remitirse a la bibliografía que facilitamos al final del libro.