A lo largo de 1929, e incluso de algún modo en 1930, pocas personas se percataron de que el mundo estaba a punto de experimentar una de las peores depresiones de la historia. Aun después del dramático hundimiento de la bolsa de valores norteamericana de octubre de 1929 y el fuerte freno a la actividad económica en la última mitad de ese año hubo todavía mucha gente, especialmente en Estados Unidos, dispuesta a creer que estos acontecimientos representaban meramente un hito temporal y moderado de la tasa de expansión, opinión que cobró alguna fuerza en la primera mitad de 1930, cuando la economía de Estados Unidos mostró algunos signos de recuperación. Sin embargo, a mediados de 1932 todas estas ilusiones habían sido destruidas por completo. Después de casi tres años de un declive muy pronunciado y de una severa crisis financiera en Europa y en Norteamérica nadie podía tener duda alguna acerca de la gravedad de la situación. En aquel momento la cuestión candente era cuándo iba a producirse la recuperación. Esto era poco tiempo antes de que esta pregunta fuera contestada.
Puede tenerse una idea de la magnitud de la depresión a partir de los datos del Cuadro 3.1, que muestran la fluctuación del producto interior y de la producción industrial a través de las sucesivas fases del período de entreguerras en la mayor parte de los países europeos. Las cifras son especialmente útiles como indicadores de las grandes dimensiones del cambio, aunque no todas las estimaciones son igualmente fiables. Entre 1929 y 1932-1933, el período de la depresión, podemos observar como la mayoría de los países padecieron declives sustanciales en la actividad productiva e industrial, siendo Bulgaria, Portugal y la URSS las principales excepciones, esta última aislada en buena medida de los estragos del sistema capitalista e impulsada por el primer plan quinquenal. Fuera de Estados Unidos, las disminuciones más graves de la actividad económica se produjeron en Austria, Alemania, Francia, Checoslovaquia y Polonia. Los países escandinavos, los Países Bajos, Gran Bretaña, España, Suiza y Rumanía se vieron menos afectados, al menos en lo que se refiere a la producción industrial, aunque incluso en estos países la caída de la actividad económica no fue en absoluto pequeña. Dinamarca y Grecia son un caso en cierta medida excepcional, pues registran una ligera recesión. Si incluimos la situación financiera y los problemas de endeudamiento, en gran parte resultado del fuerte deterioro en los precios de los bienes de consumo, los países europeos del este (excepto la URSS) probablemente lo tuvieron peor que sus homólogos del oeste, a pesar de que en muchos casos los indicadores de rendimiento físico parezcan contarnos una historia similar.
Otros indicadores de la actividad económica confirman la severidad de la depresión. Los precios de las mercancías, los precios de los valores, las exportaciones y las importaciones cayeron en picado, mientras que el desempleo aumentaba hasta niveles alarmantes. Los precios al por mayor y las cotizaciones de los valores disminuyeron a la mitad o aún más, mientras que el valor del comercio europeo descendía de 58.000 millones de dólares en 1928 a veinte mil ochocientos millones en 1935, y en 1938 todavía no había recuperado más que el 41,5 por 100 de su antiguo nivel más alto. Socialmente quizás el peor aspecto de la depresión fueron los elevados niveles de desempleo experimentados en la mayoría de los países; los que trabajaban obtuvieron alguna compensación en la medida que los precios tendieron a bajar más deprisa que los sueldos y salarios. En este aspecto, Alemania registró una de las peores marcas: entre 1929 y finales de 1930, el paro aumentó más del doble, hasta alcanzar una cifra de cuatro millones y medio; dos años después se acercaba a los seis millones. La peor cifra de Gran Bretaña estuvo algo por encima de los tres millones, que aun siendo mala parece modesta en comparación con el total de Alemania. Para Europa en su conjunto, se ha estimado que el desempleo totalizó quince millones en el peor momento de la depresión, aunque probablemente fuera superior a esa cifra, a causa de una subestimación estadística que disimulaba desempleo y empleo a tiempo parcial. Durante el curso del movimiento a la baja, muchas empresas, bancos e instituciones financieras abandonaron del todo la actividad de los negocios. Sólo en un año, 1931, unas diecisiete mil empresas cerraron en Alemania.
Las escuetas estadísticas no hacen justicia a los dramáticos acontecimientos de la depresión, pero muestran claramente las dimensiones de la catástrofe. En cualquier caso, como ha observado Landes, es difícil proporcionar un análisis coherente de la crisis «que haga justicia al torrente de desastres, que se abatieron uno sobre otro; o proporcionar una descripción que ilumine la confusión de los acontecimientos». Es dudoso, además, que una exposición detallada desastre a desastre de la crisis sirviera a una finalidad útil en un volumen de esta clase, cuando hay preguntas mucho más urgentes que formularse. En particular, por tanto, intentaremos primero determinar los orígenes de la depresión y explicar por qué fue tan larga y tan intensa.
Se ha argumentado que, aparte de su inhabitual severidad, la depresión de 1929-1932 no fue una excepción en la secuencia histórica a largo plazo de la actividad cíclica y de ahí que para explicarla no se requiera más que una teoría general del ciclo. Aunque quizás un poco superado, este punto de vista merece alguna consideración. La depresión se produjo como una secuencia lógica en el tiempo, sobre la base de la historia de los ciclos económicos del pasado, y algunas de sus características se habían reflejado en depresiones anteriores. La guerra no quebró el modelo prebélico de periodicidad de los ciclos económicos. En 1914 la mayoría de los países industriales se estaban acercando a una recesión, pero el estallido de las hostilidades aplazó el resultado de las fuerzas normales y, en efecto, se produjo una continuación deformada o silenciosa del movimiento al alza que con el tiempo alcanzó un máximo en 1919-1920. La reacción llegó en la grave depresión de 1920-1921, que fue seguida, con interrupciones menores, por otro movimiento importante al alza, hasta un máximo a finales de la década. Así, se mantenía el modelo Juglar decimonónico de ciclos de una duración de siete a diez años, y podía esperarse una depresión en 1929-1930. Además, la amplitud de la depresión de 1929-1932 en algunos países no fue mayor que la depresión de la inmediata posguerra, mientras que su duración había sido igualada en crisis del siglo XIX, aunque no simultáneamente con la misma intensidad. Incluso el alcance, casi mundial, de la depresión no fue especialmente único; la depresión de la inmediata posguerra no fue muy diferente en este aspecto, mientras que las recesiones internacionales no fueron desconocidas en el siglo XIX. La cuestión es, por tanto, si podríamos considerarla simplemente como otra contracción en la secuencia de los ciclos económicos o si fue única en sí misma y requiere ser explicada en términos de circunstancias especiales, por ejemplo, por los desajustes del sistema económico derivados de la tensión provocada por la guerra.
En resumidas cuentas, dada la combinación de duración, intensidad y alcance casi mundial, la crisis de 1929-1932 puede considerarse como un caso más bien especial, merecedor de una particular atención. También puede considerarse, si pasamos por alto la recesión menor de 1937-1938, como la gran culminación de la historia de los ciclos comerciales porque, inmediatamente después de la segunda guerra mundial, el ciclo de crecimiento se convirtió en la norma establecida. Esto no significa, sin embargo, que la depresión de 1929 pueda explicarse específicamente en términos de circunstancias únicas. Sería difícil, por ejemplo, argumentar que la primera guerra mundial y sus consecuencias fueran el primer factor causal de la crisis que empezó a finales de los años veinte. Ciertamente, las repercusiones de la guerra originaron desajustes y elementos de inestabilidad en la economía mundial, que por esta razón la hicieron más vulnerable a las tensiones de una u otra clase, pero el punto de inflexión del ciclo no puede atribuirse directamente a la guerra en sí. Efectivamente, aunque la guerra produjo una grave tensión en el mecanismo económico, no perturbó, como hemos observado, el anterior modelo cíclico. Deformó el sistema económico de varias maneras y lo hizo más inestable, mientras que también probablemente haya agravado la amplitud de los movimientos cíclicos subsiguientes, pero hizo poco, si es que hizo algo, para destruir la periodicidad tradicional de la actividad cíclica.
Los orígenes reales de la depresión deben localizarse en Estados Unidos. No quiere decirse que no hubiera debilidades cíclicas en todas partes; en efecto, es completamente posible que varios países europeos hubieran experimentado por lo menos una recesión moderada en los primeros años treinta aunque no se hubieran deteriorado las condiciones en Norteamérica. Pero los acontecimientos en Estados Unidos, junto con la influencia de este país en la economía mundial, determinaron en gran medida el calendario, la gravedad y la duración de la depresión. En resumen, Estados Unidos provocó dos fuertes tensiones en el sistema económico mundial en una época en que éste era más vulnerable y por tanto menos capaz de resistirlas. La sacudida inicial llegó con la reducción del préstamo exterior en 1928-1929 y la segunda con el punto máximo del auge norteamericano en el verano de 1929.
La primera de ellas tuvo serias repercusiones para los países deudores. Puede dudarse poco de que muchos países deudores, en Europa central y oriental y en otras partes, especialmente en América Latina, estaban en una situación financiera precaria en la última mitad de la década de los veinte. Se habían endeudado generosamente y habían acumulado obligaciones masivas que en su mayor proporción no eran autoliquidables. En consecuencia, dependían de importaciones de capital continuas para mantener el equilibrio exterior. Éstas cumplían su cometido a corto plazo, pero inevitablemente agravaban la carga de la deuda y servían para ocultar el desequilibrio básico entre acreedores y deudores. Este proceso no podía continuar indefinidamente y cualquier reacción por parte de los acreedores tendía a arrojar la carga del ajuste sobre los deudores. Desgraciadamente los acreedores reaccionaron quizá con demasiada agudeza al aplicar el freno al préstamo exterior.
Estados Unidos y Francia fueron en gran manera responsables del bloqueo inicial del préstamo extranjero, dado que el préstamo total británico se mantuvo completamente bien hasta 1930. El préstamo francés fue, de hecho, el primero en disminuir (1927-1928), aunque en magnitud absoluta fue superado por la reducción norteamericana del año siguiente. Las exportaciones de capital francés habían bajado a la mitad en 1928 y desaparecieron del todo en 1929. Buena parte de este movimiento representó la retirada de los saldos franceses a corto plazo del exterior (especialmente de Gran Bretaña y Alemania) y la importación de oro después de la estabilización legal del franco en junio de 1928. Dado que no se podía persuadir al inversor francés para que colocara sus fondos en el exterior a largo plazo, era inevitable que una gran parte de éstos tuviera que ser repatriada porque, aparte del creciente temor sobre su seguridad, especialmente en el caso de Alemania, los saldos no podían ser atraídos en gran medida por los tipos de interés a corto plazo en Londres, o, después del otoño de 1929, por los de Nueva York. La acción francesa introdujo tensiones en los principales centros de crédito y también en Alemania, pero en su mayor parte dejó ilesos a los deudores de la periferia.
La principal influencia desestabilizadora llegó con el hundimiento del préstamo norteamericano. Esto comenzó en el verano de 1928 y fue activado por el auge interior y la acción de la Reserva Federal para controlarlo mediante el aumento de los tipos de interés, cada uno de ellos produjo el efecto de atraer fondos al mercado interior. Las emisiones norteamericanas de capital sobre cuenta extranjera cayeron más del 50 por 100 entre la primera y la segunda mitad de 1928; hubo entonces una ligera recuperación en la primera mitad de 1929, seguida por otra fuerte caída en la segunda parte de dicho año, dando un total de setecientos noventa millones de dólares en 1929, contra mil doscientos cincuenta millones en 1928 y 1.336 millones en 1927. En conjunto, el flujo exterior de capital (a largo y corto plazo) de los principales acreedores cayó de 2.214 millones de dólares en 1928 a 1.414 millones en 1929, mientras que una caída todavía mayor, a 363 millones, se produciría al año siguiente.
Esta dramática reducción del préstamo ejerció un poderoso impacto deflacionista en la economía mundial. Por supuesto, no afectó simultáneamente a todos los países, pero estuvo lo suficientemente extendida como para socavar la frágil estabilidad de la economía internacional. La situación de los países deudores se deterioró fuertemente entre 1928 y 1929, ya que experimentaron una gran caída en sus entradas de capital neto. Las importaciones de capital neto en Alemania, el mayor prestatario, cayeron de 967 millones de dólares en 1928 a 482 millones en 1929 y a 129 millones en 1930. Otros prestatarios europeos, Hungría, Polonia, Yugoslavia, Finlandia e Italia, sufrieron parecidos fuertes retrocesos en sus entradas de capital. La suspensión del flujo de capital afectó a estos países directamente, llevándoles a disminuir su inversión interior y la actividad económica. También, a su vez, redujeron la demanda europea de importación de productos del exterior de la zona. Sin embargo, fue a través de la balanza de pagos que el impacto se sintió en primer lugar, porque la mayoría de los países deudores dependían de las importaciones de capital para cerrar la brecha de su balanza de pagos. De ahí que una vez que las importaciones de capital descendieron, el único camino para ajustar sus cuentas exteriores fuera echar mano a sus limitadas reservas de oro y divisas para amortiguar el impacto. Cuando éstas estuvieron exhaustas se hicieron necesarias medidas más drásticas, implicando deflación interior y restricciones protectoras.
La sacudida inicial del sistema podría haber sido vencida si no hubiera sido por los acontecimientos adversos que le siguieron. Durante cierto tiempo, los países deudores podían hacer frente a las dificultades temporales utilizando sus reservas y tomando medidas para suavizar la presión sobre sus cuentas exteriores. Pero este proceso de ajuste no podía enfrentarse indefinidamente con una tensión prolongada, subsiguiente a la reducción del préstamo, en una época en que los precios de los productos primarios se estaban arruinando. Tampoco podía hacer frente a presiones adicionales. La segunda sacudida llegó en el verano de 1929, cuando el auge norteamericano se agotó. Las razones del retroceso de la actividad norteamericana son todavía objeto de debate, aunque parece muy probable que fuera en parte una reacción a la febril expansión de los años veinte. Ciertamente, hubo signos de agotamiento temporal de las oportunidades de inversión, especialmente en aquellos sectores, construcción y productos de consumo duradero, que habían producido el movimiento al alza, y esto, junto con una restricción del crecimiento de las rentas y de los gastos de consumo hacia el final de la década, llevó a un deterioro de la confianza en los negocios. Una política monetaria más estricta en esa época puede que también haya contribuido, aunque probablemente los factores monetarios jugaron un papel relativamente menor en la fase inicial del auge. Sin embargo, una vez que el movimiento a la baja estuvo en marcha se agravó y prolongó por la fuerte contracción monetaria iniciada por el Sistema de la Reserva Federal. La rapidez con la que Norteamérica se deslizó hacia la depresión fue favorecida por el completo hundimiento de la confianza en los negocios después de la crisis de la bolsa de valores en octubre de 1929.
La depresión norteamericana de la actividad económica fue acompañada por una reducción adicional del préstamo extranjero y una fuerte contracción de la demanda de importaciones, consecuencia de ello fue una gran reducción del flujo de dólares hacia Europa y el resto del mundo. Dada la influencia preponderante de Norteamérica en la economía mundial, el impacto sobre el resto del mundo iba a ser fuerte. El proceso de agotamiento en la producción primaria de los países deudores se completó cuando los precios de las mercancías descendieron dramáticamente. Estos países se enfrentaron con un grave deterioro de sus balanzas comerciales, ya que los valores de exportación disminuyeron más deprisa que los de importación, mientras que las obligaciones de sus intereses exteriores, que estaban fijados en términos de oro, aumentaron enormemente en proporción a sus ingresos por exportaciones. Los intentos para compensar la deficiencia, dando salida hacia el mercado a existencias de mercancías que era costoso mantener, sólo empeoraron las cosas porque agravaron la caída de los precios. Así, con reservas menguantes e incapacidad para seguirse endeudando, los países deudores de Europa y ultramar se vieron obligados a tomar medidas drásticas para restañar la sangría de fondos. La salida de esta situación se buscó a través de deflación, devaluación, medidas restrictivas e impago de deudas. La deflación inicial se transmitió rápidamente a través de los vínculos fraguados por los tipos de cambio fijos del patrón oro, pero la deflación no podía ser nunca más que un expediente temporal, porque para hacer frente a las obligaciones exteriores habrían sido necesarias dosis políticamente intolerables de deflación. En consecuencia, la solución más fácil era romper los vínculos abandonando el patrón oro. Es lo que hicieron varios países latinoamericanos, Australia y Nueva Zelanda a finales de 1929 y principios de 1930. Inevitablemente, esto supuso una mayor carga para los países que todavía se mantenían vinculados al oro y de aquí que se intensificara la espiral deflacionista, automáticamente o a través de la acción gubernamental deliberada. Los países industriales de Europa recibieron directamente el impacto desde Norteamérica e indirectamente, a través de la periferia, cuando disminuyó la demanda de importaciones industriales, y a su vez, la disminución de la demanda de materias primas y alimentos por parte de las potencias industriales incidió en la periferia. Una vez que comenzó, por tanto, el proceso deflacionista se convirtió en acumulativo y con el tiempo llevó al hundimiento general del patrón oro y a la adopción de políticas restrictivas para proteger las economías nacionales. Estos acontecimientos se contemplan en la sección siguiente.
Aunque el papel de Estados Unidos se considera crucial en el determinante deslizamiento mundial hacia una grave recesión, debiera subrayarse que la secuencia de acontecimientos en ese país amenazaba un punto débil concerniente a la economía internacional. En primer lugar, las fuerzas cíclicas estaban alcanzando su punto máximo en cierto número de países, por ejemplo, Gran Bretaña, Alemania y Polonia, en los últimos años de la década de los veinte, y en algunos casos independientemente de Estados Unidos. Gran Bretaña, por ejemplo, experimentaba un descenso en la demanda de sus exportaciones a los países productores de artículos primarios, más o menos un año antes de que alcanzase el máximo la actividad económica en Estados Unidos. Al propio tiempo, las rentas de los productores primarios en Europa oriental y en otras partes estaban siendo comprimidas, como consecuencia de la debilidad de los precios mundiales de las mercancías, a causa de los problemas de exceso de oferta en algunos casos. En segundo lugar, los desarrollos cíclicos del período deben contemplarse en el panorama de una economía internacional inestable que en parte surge de la herencia dejada por la guerra. Así, la depresión cíclica se produjo en un momento en que muchos países estaban luchando todavía con las distorsiones posbélicas en sus economías, las cuales las habían dejado intrínsecamente inestables. Las tendencias deflacionistas estructurales o sectoriales eran comunes y se reflejaban en problemas de exceso de capacidad, tanto en los países industrializados como en los de producción primaria, y en desequilibrios de las cuentas exteriores, procedentes de las reparaciones y de las deudas de guerra, políticas arancelarias, y distorsiones producidas por el mal planteado proceso de estabilización monetaria, entre otras cosas. La situación se agravó también por la transformación de las relaciones de poder económico debida a la guerra y la falta de un liderazgo económico fuerte e inteligente por parte de las nuevas potencias acreedoras, lo que habría ayudado a estabilizar el sistema económico internacional. Estas fuerzas desequilibradoras no fueron cruciales para la depresión inicial, pero fueron suficientes para asegurar que el sistema explotase una vez que fueran provocadas las sacudidas iniciales, produciendo por esa razón una depresión de gravedad poco frecuente.
Que la depresión fuera tan intensa, extendida y de larga duración no es nada sorprendente. Dada la gravedad de la depresión norteamericana y las repercusiones que ésta tuvo en el préstamo exterior y en la demanda de importaciones de Estados Unidos, los efectos multiplicadores tenían que ser grandes. Además, el hecho de que la depresión cíclica se produjera con el telón de fondo de una deflación estructural y un desequilibrio internacional, llevaba a intensificar el proceso. Las políticas gubernamentales equivocadas también ayudaron a agravar la espiral deflacionista. Las restricciones monetarias y fiscales, los aranceles y otras medidas proteccionistas sencillamente empeoraron las cosas. La difusión de la depresión también fue animada por las relaciones económicas completamente cerradas entre las naciones; en particular, las complejas aunque precarias relaciones monetarias y los tipos de cambio fijos del sistema del patrón oro facilitaron la transmisión de las fuerzas que llevaban la recesión de un país a otro.
¿Nos podemos preguntar finalmente qué podía haberse hecho para impedir o mitigar la crisis? Con la ventaja de mirar hacia atrás es fácil argumentar que unas políticas gubernamentales inteligentes aplicadas con rapidez por las principales potencias podían haber facilitado la situación. Pero en las condiciones entonces prevalecientes es difícil concebir que esto se hubiera podido o debido hacer, y todavía es menos probable que la depresión se hubiera podido evitar en su totalidad. Como mínimo se habría requerido que la acción política adecuada se hubiera adoptado unos pocos meses antes del punto máximo de la actividad económica, a causa de los efectos retardados que implicaba. Por supuesto, esto sería suponiendo que los gobiernos tuvieran la previsión, habilidad y aptitud para hacerlo así, lo que está claro que no tenían en aquella época. De hecho, es dudoso que aun hoy sean mejores en la previsión de los puntos críticos del ciclo y en establecer correctamente el calendario de sus acciones políticas. Sin embargo, dejando aparte la cuestión de la pericia, es dudoso que en las condiciones de entonces hubiera sido posible una actuación semejante. En principio, la principal carga del ajuste correspondía a Estados Unidos, porque los otros dos acreedores importantes, Francia y Gran Bretaña, no podían ni tampoco querían estabilizar el sistema. Dos vías de acción se habrían requerido de Estados Unidos: primero, invirtiendo la contracción del préstamo exterior y, segundo, tomando medidas para realimentar el auge. Ninguna de ellas les habría parecido muy lógica a las autoridades norteamericanas en la época en cuestión. A finales de la década de los veinte era completamente evidente que los países deudores se habían endeudado demasiado y que su capacidad de reembolso estaba siendo sometida a fuertes tensiones. Haber mantenido el ritmo de préstamo o haberlo aumentado hubiera empeorado las cosas y, en el mejor de los casos, sólo hubiera aplazado el momento de realizar el ajuste. El error en los años veinte fue que las naciones acreedoras habían sido demasiado generosas con sus fondos: se había permitido que los deudores se endeudasen en exceso y, en consecuencia, ellos no se habían esforzado en ajustar sus economías para desarrollarse con sus medios. Que la crisis se produjese en 1928-1929 como resultado del auge de Estados Unidos fue desafortunado; pero tarde o temprano tenía que producirse, porque era muy poco probable que los acreedores mantuvieran indefinidamente el préstamo a prestatarios insolventes. Las dificultades de los deudores europeos podían haber sido aliviadas por la fragmentación de las reparaciones y una política comercial más generosa por parte de Estados Unidos, pero tales ajustes no habrían resuelto en absoluto el problema fundamental. Pero Estados Unidos, de cualquier modo, no estaba en disposición de mitigar los problemas mundiales, como puso de manifiesto su política comercial más restrictiva en el arancel Hawley-Smoot de 1930.
En cuanto a la segunda vía de acción, probablemente lo último que las autoridades iban a hacer en 1929 era actuar para revitalizar el auge. Después de todo, con el recuerdo del de 1919-1920 y las subsiguientes inflaciones europeas que todavía tenían al alcance de la mano, las autoridades estaban mucho más ocupadas en mantenerlo bajo control, y más particularmente en frenar la excesiva especulación de la bolsa de valores. En cualquier caso, un gasto gubernamental elevado no habría gustado al público norteamericano, a causa de las implicaciones fiscales que habría supuesto. Además, durante la mayor parte de 1929 muchos norteamericanos estaban todavía convencidos de que el país había entrado en un período de prosperidad perpetua y no parecía haber indicios de los calamitosos acontecimientos que pronto iban a llegar. En estas circunstancias, por tanto, es muy poco probable que cualquier gobierno hubiera actuado de modo diferente. No fue hasta la crisis de la bolsa de valores en octubre que los norteamericanos comenzaron a darse cuenta de que los días felices habían pasado, y entonces era demasiado tarde. La actividad económica y la confianza en los negocios desaparecieron tan deprisa, en Norteamérica y en otras partes, que es improbable que cualquier acción política pudiera haber hecho mucho para salvar la situación a corto plazo. Esto no debe interpretarse como una excusa para la inacción por parte del gobierno. Está claro que si se hubiera realizado un esfuerzo coordinado para combatir la depresión en 1929 y a principios de 1930, la duración y la gravedad del movimiento a la baja, y la crisis financiera que lo acompañó, podrían haberse modificado. Efectivamente, un acción decidida por parte de las principales potencias podría incluso haber salvado el patrón oro. Lo que debe subrayarse, por tanto, es que en alguna medida la recesión fue inevitable en 1929-1930; que se convirtiera en una crisis global de tal magnitud puede atribuirse no sólo a la convergencia de una combinación de circunstancias desfavorables, sino también al hecho de que los gobiernos en vez de cooperar para salvar la situación, sólo recurrieron a políticas que empeoraron las cosas en lugar de mejorarlas.
A mediados de 1930 la mayoría de los países estaban sumergidos en la depresión. A pesar de la gravedad de la depresión inicial, la disminución de la actividad a lo largo de 1929 y 1930 se consideraba poco más que una fase ordinaria a la baja en el ciclo económico. En efecto, en la primera mitad de 1930 hubo varios signos, especialmente en Estados Unidos, de que el descenso se estaba estabilizando y de que también había cierta reactivación del préstamo internacional. Pero esto demostraba no ser más que un respiro temporal de las fuerzas depresivas, que pronto se convertirían en arrolladoras y que iban a llegar acompañadas por la crisis financiera y los desórdenes monetarios a una escala nunca antes experimentada en tiempo de paz. Los acontecimientos significaron el final del patrón oro y de los regímenes económicos liberales que habían prevalecido hasta entonces.
A lo largo de la segunda mitad de 1930 y 1931, las condiciones económicas empeoraron continuamente en todas partes. A medida que las rentas iban bajando, los presupuestos nacionales y las cuentas exteriores se fueron desequilibrando y la primera reacción de los gobiernos fue introducir políticas deflacionistas que sólo empeoraron las cosas. Era escasa la ayuda disponible de los países acreedores. Los principales países con superávit, Estados Unidos y Francia, no lograron disponer de fondos suficientes para las naciones deudoras ni a largo ni a corto plazo. Esto no es quizá del todo sorprendente, porque la garantía ofrecida por los prestatarios era extremadamente débil y de ahí que los acreedores fueran reacios a conceder acuerdos adicionales. Francia, en particular, a pesar de sus grandes reservas, no tenía ganas de lanzarse en paracaídas sobre los países deudores, especialmente Alemania, dada la hostilidad francesa hacia este país. En cualquier caso, las propias naciones acreedoras estaban experimentando dificultades financieras y desórdenes monetarios durante 1930-1931.
De este modo, la crisis financiera europea que culminó en el verano de 1931 puede verse como un fracaso general por parte de los países acreedores para proporcionar una financiación complaciente para superar los efectos de la depresión. El subsiguiente hundimiento de la confianza se reflejó en una virtual interrupción del préstamo y en un intento por parte de los acreedores de exigir el reembolso de los préstamos anteriores. Bajo estas presiones, los países deudores fueron obligados a perseguir políticas deflacionistas y/o a repudiar sus obligaciones internacionales, que, estando nominadas en términos de oro, se habían convertido en mucho más onerosas en 1930-1931.
Los antecedentes de la crisis financiera de 1931 pueden, por supuesto, rastrearse hasta los últimos años veinte, cuando el préstamo a ultramar se redujo por primera vez y la liquidez internacional se hizo más escasa. Las presiones financieras sobre los países deudores aumentaron después del auge norteamericano que además redujo el flujo de dólares hacia Europa. A pesar del alivio temporal en los primeros meses de 1930, a mediados de este año las condiciones eran tales que los países deudores podían esperar poca ayuda de las naciones acreedoras. Durante el curso de dicho año los principales acreedores comenzaron a experimentar graves problemas monetarios. Estados Unidos sufrió una ola de quiebras bancarias después de la crisis de la bolsa de valores; no menos de 1.345 bancos se hundieron en 1930 y otros 687 desaparecieron en la primera mitad de 1931, la gran mayoría de ellos vinculados a las peripecias de la agricultura. Esta crisis bancaria, junto con un deterioro adicional de las condiciones económicas, obligaron a Estados Unidos a reducir sus compromisos internacionales aún más, y en 1931 las antiguas salidas de capital se estaban convirtiendo por completo en un movimiento interno. Francia también sufrió alteraciones monetarias en la última mitad de 1930, que debilitaron la confianza y condujeron a demandas crecientes de liquidez. Esto se reflejó en una repatriación de los saldos bancarios comerciales mantenidos en el exterior, especialmente de Alemania y Austria, lo que presionó aún más sobre la ya débil situación financiera de Europa central.
La creciente demanda de liquidez en 1930 y 1931, por parte de los acreedores extranjeros, en una época en que las instituciones financieras europeas estaban sobrecargadas en sus compromisos con las industrias deprimidas, llevó a una serie de quiebras bancarias en toda Europa. En muchos países europeos, una cuarta parte o más de los pasivos bancarios eran propiedad de extranjeros y este complejo entrelazado de saldos sólo sirvió para propagar la difusión de la crisis. Los intentos para hacer frente a las demandas de liquidez condujeron a la realización forzosa de activos y a políticas monetarias deflacionistas, y esto debilitó la estructura de las instituciones financieras y redujo todavía más la confianza exterior. La fase final de la crisis europea se agotó en el verano de 1931. Empezó en mayo con la crisis del Credit Anstalt austríaco, que representaba más de los dos tercios de los depósitos totales del sistema bancario austríaco. La falta de liquidez de este banco creó el pánico en los círculos bancarios europeos. En cuestión de semanas la crisis bancaria se había extendido a Alemania y a Europa oriental, y en julio el sistema bancario alemán estaba a punto de hundirse. La crisis aumentó enormemente la demanda de liquidez y gran parte de la tensión se transmitió entonces a Londres, como una de las pocas plazas todavía preparadas para proporcionar soluciones. La salida de fondos de Gran Bretaña alcanzó proporciones de pánico en julio y agosto, cuando unos doscientos millones de libras salieron del país. El ritmo rápido de retirada de Londres fue ocasionado en gran medida por la crisis financiera europea; pero la situación se agravó indudablemente por la pérdida de confianza en la capacidad británica para mantener la solvencia a la luz de la situación de deterioro de su balanza de pagos y de su desfavorable situación de liquidez a corto plazo. La situación de Gran Bretaña se hizo más difícil a causa de sus fuertes compromisos financieros en Europa —con los activos congelados por la crisis—, de la política débil y pasiva del Banco de Inglaterra y de la inestabilidad política en 1931. Los intentos de Nueva York y París para acudir en su socorro fueron demasiado pequeños y llegaron demasiado tarde. En aquellas circunstancias, podían haber pensado en hacer algo más, pero dejaron en libertad la paridad de la libra esterlina y el 21 de septiembre de 1931 Gran Bretaña abandonó oficialmente el patrón oro.
Retrospectivamente, el pánico financiero de 1931 puede considerarse como una crisis típica de confianza, que tuvo causas profundamente arraigadas. La contracción del préstamo exterior y el impacto de la depresión pusieron en movimiento la cadena causal que repercutió sobre los países deudores. Pero se agravó a causa de la difusión de la propiedad extranjera de los depósitos de los bancos nacionales, un gran volumen de saldos líquidos y movibles, y el mal uso de estos fondos por los países receptores. Una vez que se hundió la confianza en las instituciones monetarias de los países deudores, la demanda de liquidez aumentó fuertemente y la única perspectiva de salvación descansó en una operación de salvamento coordinada por los países acreedores. Cuando esto no se pudo materializar, la desintegración del sistema monetario internacional era un resultado inevitable.
El pánico financiero de 1931 dejó su marca en la economía mundial de muchas maneras. Cualquier perspectiva de un temprano final de la depresión —había habido de nuevo algunos signos de mejora en los primeros meses de 1931— se destruyó por completo porque la crisis sacudió incluso a los países más fuertes. A medida que el pánico se extendía de un país a otro, se tomaron apresuradamente medidas de defensa económica nacional y éstas se tradujeron inevitablemente en un daño adicional a la actividad económica y a las relaciones económicas internacionales. De esta manera, la producción, ya a un bajo nivel en la mayoría de los países en el verano de 1931, descendió más durante el curso de los doce meses siguientes. La producción, en la mayoría de los casos, alcanzó su punto más bajo en el verano y otoño de 1932, a niveles situados entre un 20 y un 55 por 100 de sus máximos anteriores. Los países de producción primaria, tanto en Europa oriental como en otras partes, no sufrieron tanto la disminución de la producción, pero se vieron afectados con mayor severidad por la caída de los precios de los productos primarios, cuyo efecto fue reducir las rentas hasta un 50 por 100 o más. Probablemente, el sector más afectado de la economía mundial fue el del comercio internacional. Tanto el volumen como el valor del comercio, ya seriamente reducidos antes de la crisis financiera, disminuyeron todavía más a medida que los países recurrían a medidas restrictivas para aislar sus economías nacionales del impacto de la depresión. En el tercer trimestre de 1932, el valor del comercio mundial fue menos del 35 por 100 del correspondiente al mismo trimestre de 1929; esta disminución fue compensada con una caída de los precios medios de un 50 por 100 y una reducción de un 25 por 100 en la cantidad de bienes comerciados. La disminución no se distribuyó uniformemente; los países de producción primaria corrieron con la peor parte, porque los precios de las mercancías cayeron más intensamente que los de los productos industriales que ellos importaban. Así, en el punto bajo del tercer trimestre de 1932, el comercio de los países europeos cayó por primera vez al 40 por 100 del nivel de referencia de 1929, mientras que en el resto del mundo había caído a un 30 por 100.
Tal vez más grave que el hundimiento de la actividad económica fue la desorganización y destrucción parcial de la delicada maquinaria de la economía internacional y de la cooperación financiera. En efecto, la depresión y la crisis financiera destruyeron más o menos el antiguo mecanismo económico internacional. La mayoría de los países, con el tiempo, abandonaron el patrón oro y devaluaron sus monedas. Entonces, para proteger las economías nacionales de las influencias exteriores se empleó una batería de restricciones proteccionistas, incluyendo aranceles, cuotas de importación, controles de cambio y mecanismos especiales para suprimir las fluctuaciones de los cambios. Esto anunciaba el final del sistema prebélico de comercio y pagos multilaterales y la libre circulación de mercancías, capital y trabajo a través de las fronteras nacionales. En su lugar, las políticas económicas nacionalistas y las monedas manipuladas se convirtieron en el orden del día. El toque final al sistema anterior llegó con el fracaso de la Conferencia Económica Mundial en 1933, que efectivamente «señaló el final de cualquier intento general de acción internacional en el campo económico durante el período de entreguerras».
La manifestación más notable del declive del viejo orden fue el abandono general del patrón oro. Varios países ya lo habían abandonado antes de septiembre de 1931, cuando Gran Bretaña rompió sus vínculos con el patrón oro. Casi simultáneamente con la acción de Gran Bretaña, muchos países abandonaron el patrón y devaluaron sus monedas. A finales de 1932 más de la mitad de los países del mundo había abandonado formalmente el oro y la mayoría de los restantes lo mantenía o mantenía algo parecido sólo en virtud de rígidos controles de cambio. Cuando en 1933 Estados Unidos rompió con el patrón, sólo un puñado de países, Francia, Suiza, Países Bajos, Bélgica, Italia y Polonia, continuaron adhiriéndose a él y estos países formaron un bloque oro para la liquidación de saldos entre ellos.
Los beneficios que produjo el abandono general del patrón oro fueron diversos. Es cierto que la adhesión al sistema de tipos de cambio fijos había ayudado a propagar la difusión de la depresión, porque para los países enfrentados con problemas de la balanza de pagos significó un recurso a medidas deflacionistas que sencillamente agravaron la depresión. Así, para cada país en particular, la desvinculación del patrón oro y la depreciación de la moneda lo alivió de las presiones deflacionistas y proporcionó un impulso a las exportaciones. Por otra parte, una vez que muchos países adoptaron la misma línea de acción, los beneficios anteriormente cosechados por los primeros que lo hicieron desaparecieron pronto. Los países del bloque oro se encontraron en una situación comercial injusta, sencillamente porque mantuvieron los antiguos valores de cambio fijos en una época en que la mayoría de las demás monedas se había depreciado. Un segundo posible beneficio surgió del hecho de que algunos países vieron reducida la carga de la deuda exterior en la medida en que su deuda se mantenía en monedas que se habían depreciado. A la inversa, por supuesto, los países que continuaron depreciando sus propias monedas por debajo del nivel de las monedas en las que estaban nominadas sus deudas, se encontraron con que la carga exterior de su deuda era mayor que antes.
En otras palabras, los países considerados individualmente, según el calendario de su desvinculación del patrón oro, de la extensión de la consiguiente depreciación monetaria y de la estructura de su carga de la deuda, continuaron beneficiándose. Algunos también consiguieron un estímulo para sus exportaciones. Es más que discutible que la situación económica en 1932 hubiera sido mejor o peor si el patrón oro no hubiese sido ampliamente abandonado. Es probable que el comercio hubiera continuado disminuyendo durante ese año y la inversión hubiera permanecido paralizada, aunque hubiese sido posible mantener el patrón, porque las tendencias ya eran firmes en las operaciones antes de la crisis y de hecho estaban entre las causas de esa crisis. Además, hay poca evidencia de que los países adoptaran políticas deflacionistas en cualquier momento, una vez que se liberaron de la camisa de fuerza del patrón oro. Por otra parte, también es claro que la extendida inestabilidad de los cambios que se desarrolló durante 1932, después del abandono general del oro, complicó en gran manera la situación económica. Los tipos de cambio fluctuantes, agravados por los movimientos de capital especulativos y no económicos, la perspectiva de depreciación competitiva de las monedas y las medidas restrictivas de defensa motivadas por la amenaza, junto con renovadas presiones deflacionistas, crisis bancarias y controles de cambio rígidos para proteger las monedas más débiles, crearon una situación profundamente inestable. Estas incertidumbres fueron no sólo un serio impedimento para la recuperación económica, sino que supusieron una amenaza constante de deterioro ulterior. Mientras que los países que ya estaban fuera del oro experimentaron un alivio temporal de su situación interior, se enfrentaron con una caída acelerada de los precios oro y una reducción adicional del comercio internacional. Además, los esfuerzos para mantener los valores exteriores de sus monedas fueron amenazados por huidas de capital, a medida que la confianza en la seguridad de los diversos centros financieros crecía o menguaba. Así, el alivio producido por el abandono del patrón oro, tanto para cada país en particular como para el mundo en su conjunto, fue mínimo y de duración limitada. Los precios no aumentaron y el comercio continuó disminuyendo, mientras que la inestabilidad de los cambios y los diversos controles impusieron nuevos obstáculos a los movimientos de capital y a la recuperación del comercio.
La circulación del capital, tanto a largo como a corto plazo, se vio perjudicada en una primera etapa de la depresión, pero a mediados de 1932 el pánico financiero llevó a una casi paralización completa de los movimientos de capital e hizo mucho para restringir el servicio de la deuda existente. Los problemas derivados del exceso de endeudamiento obligaron a muchos países a anular deudas, suspender el pago de intereses de las mismas o imponer rígidos controles de cambio, en un esfuerzo por conseguir la estabilidad monetaria y salvaguardar las cuentas exteriores. La disminución continuada del comercio internacional fue la principal responsable de esto y de la congelación de las deudas a corto plazo, porque el volumen de endeudamiento a corto plazo adecuado para financiar el comercio a su volumen de 1929 se hizo innecesario, pero difícil de cancelar cuando el comercio cayó a los niveles de 1932. La interrupción de los movimientos de capital, la congelación de deudas a corto plazo y de activos y el uso de controles de cambio no se limitaron sólo a los países europeos. A mediados de 1932 se produjo una moratoria del servicio exterior de la deuda pública en 17 países y de la deuda privada en otros siete. Muchos otros países, especialmente entre los productores agrícolas, enfrentados con una carga aplastante de pagos de la deuda exterior, a medida que los valores de exportación se hundían y sus monedas se depreciaban por debajo de aquellas en las que se mantenían las deudas, se vieron obligados a adoptar medidas de emergencia para tratar el problema, o por una severa deflación interior o por restricciones sobre el comercio y los pagos, o por ambas a la vez.
En virtud de las restricciones crecientes sobre el comercio y los flujos de capital existía el peligro evidente de que la maquinaria del comercio internacional se hiciera pedazos tanto como el sistema monetario internacional. El recurso creciente a las políticas restrictivas había sido evidente, por supuesto, antes del pánico financiero, pero después de septiembre de 1931 el empleo de tales medidas se hizo mucho más extenso y estricto. Es difícil resumir en pocas palabras la multiplicidad y variedad de las restricciones promulgadas para tratar la crisis de 1931. La mayoría de los países, como ya se ha indicado, con el tiempo abandonaron el patrón oro, poco después de que lo hiciera Gran Bretaña, y devaluaron; a finales de 1932, 35 países ya se habían desvinculado del oro y 27, incluyendo nueve todavía nominalmente con patrón oro, estaban practicando oficialmente el control de cambios, mientras que otros todavía estaban practicando controles no oficiales o prohibiciones de importación equivalentes al control de cambios. Los aumentos generales de los aranceles se habían impuesto en 23 países, mientras que los derechos aduaneros habían sido aumentados sobre artículos singulares o grupos de mercancías en cincuenta países. Las cuotas de importación, prohibiciones, sistemas de licencias y otras restricciones cuantitativas habían sido aplicadas en 32 países. Los monopolios de importación, especialmente para los cereales, existían en doce países; regulaciones sobre la molienda y la mezcla, en otros 16. Se pagaban premios a la exportación en nueve, mientras que los derechos de exportación o las prohibiciones habían sido impuestos en 17.
Por tanto, en el verano de 1932 la situación económica en Europa y el resto del mundo presentaba un aspecto muy grave. Es verdad que el reciente pánico había cedido, pero la economía internacional estaba exhausta después de tres años de depresión y crisis. La actividad económica estaba casi en todas partes muy decaída, el capital y el trabajo estaban seriamente subempleados, la inversión era irrelevante y el comercio internacional había recibido un golpe muy serio. La economía internacional y el sistema financiero habían sido gravemente debilitados y en algunas partes destruidos en su forma original, y en la época se expresaban temores de que pudiera producirse un hundimiento general o una crisis total del mecanismo económico. Con todo, al cabo de unos pocos meses, a pesar de que la depresión continuaba, había señales de que el punto de inflexión estaba al alcance de la mano. La confianza empezó a revivir, aunque lentamente, y durante el otoño de 1932 la economía de Estados Unidos mostraba signos de vida. Aunque se demostró que esto era un falso amanecer —una última ola de quiebras bancarias en 1932-1933 ahogó las primeras señales de recuperación—, la corriente subterránea de optimismo cauteloso continuó y pronto fue recompensada, al llegar el nuevo año, cuando fue evidente que se había doblado la esquina y la mayoría de los países ya habían visto el punto más bajo de la actividad económica.
Aunque los principios de la recuperación pueden detectarse en algunos países a finales de 1932, no fue hasta el año siguiente que aquélla se afianzó. Aun entonces el proceso no era en absoluto rápido y difundido. Algunos países, especialmente Francia y Checoslovaquia, continuaron experimentando retrocesos en la actividad económica, mientras que en Estados Unidos el ritmo de la recuperación fue lento y vacilante. Pero durante los dos o tres años siguientes la recuperación cobró velocidad, de manera que a mediados de la década de los años treinta casi todos los países estaban registrando por lo menos ganancias modestas en la actividad, por encima de los niveles alcanzados en el punto bajo de la depresión. La recuperación se interrumpió temporalmente en 1937-1938, cuando varios países experimentaron una recesión suave después de la cual se reanudó una vez más, en gran medida bajo la influencia del rearme para la segunda guerra mundial.
A pesar de varios años de crecimiento, al final de la década la recuperación de la depresión era sólo parcialmente completa. La mayoría de los países todavía tenían niveles de desempleo muy altos, mientras que el sector agrario actuaba como un obstáculo en los países de Europa oriental. Algunos de los países más industrializados, Francia, Austria y Checoslovaquia, por ejemplo, no lograron recuperar sus niveles de actividad anteriores a la depresión, mientras que incluso Estados Unidos apenas alcanzó su punto máximo anterior de 1929 (véase el Cuadro 3.1 p. 104). Uno de los países más afortunados fue Alemania; virtualmente erradicó el desempleo y logró avances sustanciales de la producción, a fuerza de políticas que eran inaceptables para la mayoría de los demás países. Suecia también registró una actuación impresionante, en gran medida gracias al fuerte crecimiento de las exportaciones y a la continua adaptación estructural, apoyados por políticas gubernamentales sensatas, mientras que Finlandia era otro beneficiario de las exportaciones. Los logros de Gran Bretaña fueron también muy impresionantes, aunque todavía tenía un gran volumen de desempleados a finales de la década. Sin embargo, la presencia de un elevado paro no significa necesariamente una recuperación fracasada, porque, al menos en el caso de Gran Bretaña, gran parte del desempleo a finales de la década de los años treinta era de carácter más estructural que cíclico. Las realizaciones más espectaculares fueron indudablemente las de la Unión Soviética, donde el producto industrial aumentó bajo los planes quinquenales. Los costes sociales de esta industrialización forzada fueron sin embargo más terribles que los experimentados en la Alemania nazi.
Así como el grado de recuperación varió de un país a otro, así también lo hicieron las fuerzas que la promovían. En efecto, la diversidad de factores implicados dificulta la generalización sobre las fuerzas desencadenantes, aunque es posible hacer algunas observaciones de carácter general. Lo primero que puede decirse es que la recuperación no debió virtualmente nada a la acción internacional. Los intentos internacionales para proporcionar una solución fueron raros y no tuvieron éxito. Aunque la Sociedad de Naciones había desempeñado un papel útil y constructivo en los años veinte, su impacto en la década siguiente fue irrelevante. Produjo muchos informes valiosos, pero en cuanto la política estuvo implicada no tuvo ningún efecto inmediato. Hubo intentos de cooperación internacional para solucionar la situación monetaria y comercial que se había producido después del fracaso de la Conferencia Mundial de Londres en 1933, y esfuerzos sólo esporádicos y débiles se hicieron a finales de los años treinta, principalmente por parte de Estados Unidos, para suavizar las restricciones al comercio. En efecto, la mayor parte de las restricciones al comercio y a los movimientos de capital tendieron a aumentar más que a disminuir. En consecuencia, el préstamo internacional nunca se recuperó del todo, los volúmenes de comercio se mantuvieron por debajo de sus antiguos niveles máximos y la proporción del comercio sobre la renta nacional, por tanto, descendió. No es sorprendente que las exportaciones no jugaran en su mayoría un papel significativo en el proceso de recuperación, aunque hubo excepciones importantes, por ejemplo, Finlandia y Suecia. La mayoría de los países, por supuesto, experimentaron una recuperación de las exportaciones desde los bajos niveles alcanzados en la depresión, y la devaluación frecuentemente proporcionó un estímulo temporal a las exportaciones, pero lo que ocurrió más a menudo fue que los niveles de exportación de antes de la depresión se mostraron inalcanzables.
Un factor común a todos los países fue el aumento de la participación del gobierno en la economía. Dada la gravedad de la depresión, era casi inevitable que ocurriera esto. De nuevo los métodos utilizados variaron mucho, así como su impacto, que generalmente no fue muy significativo. Como hemos visto, los primeros años treinta se caracterizaron por una ola de devaluaciones monetarias, seguida por la imposición de severas restricciones sobre comercio, pagos y movimientos de capital. Éstas fueron ante todo medidas defensivas diseñadas para aislar las economías nacionales de las influencias exteriores desfavorables. En algunos países, especialmente Alemania y en Europa oriental, la «planificación» del comercio exterior vino a ser más ampliamente aceptada como una función normal del estado, y las armas originariamente forjadas como defensa de emergencia de los precios, de la producción o de la moneda, no fueron desechadas, sino que tendieron a ser puestas en servicio como elementos permanentes de regulación comercial, encajados en programas de desarrollo económico nacional.
Tales políticas han sido consideradas como reaccionarias y restrictivas, y en muchos aspectos lo fueron, porque fueron instrumentadas sin considerar demasiado sus efectos sobre los demás países. A medida que aumentaron las restricciones, el comercio se desvió más y más por canales bilaterales, y de ahí que la finalidad de la expansión del comercio exterior se viera limitada. En último término, las políticas fueron contraproducentes, porque los beneficios inicialmente derivados de la devaluación y los controles restrictivos o lo que fuere desaparecieron pronto, apenas otros países adoptaron procedimientos semejantes. Por supuesto, es fácil ser crítico con los acontecimientos pasados; hay que recordar que, aunque muchas medidas políticas fueron restrictivas y reaccionarias, en la época en cuestión los gobiernos no tenían mucho donde escoger, sino salvaguardar el lado exterior de la balanza como preludio para la introducción de las medidas de recuperación interior. Lo que puede ser ampliamente criticado es la resistencia de los gobiernos a suavizar tales restricciones una vez que la recuperación estuvo en marcha y los de algún modo limitados y débiles esfuerzos hechos para estimular la recuperación en primer lugar. Es verdad que muchos países adoptaron una política de dinero barato, pero después de esto la acción política constructiva fue limitada e inadecuada. La atención se concentró en reforzar y proteger a los productores establecidos y a las industrias de los productos más importantes que estaban en declive, mientras que las medidas fiscales expansionistas brillaron por su ausencia. El temor a la inflación (por sorprendente que pueda parecer) y la adhesión al otrora honorable principio del equilibrio presupuestario, junto con una ignorancia general sobre el papel del gasto estatal en una depresión, inhibieron a los gobiernos de perseguir una política de financiación con déficit para estimular la recuperación. Por supuesto, hubo algunas notables excepciones, por ejemplo, Estados Unidos y Suecia, aunque incluso en estos dos casos las políticas seguidas dejaron bastante que desear.
Dado el estrecho alcance de las políticas gubernamentales en la década de los años treinta, no es sorprendente encontrarse con que su impacto en términos de recuperación a menudo fue muy limitado. Con la excepción de Alemania, en menor medida Suecia y posiblemente uno o dos países europeos orientales que intentaron forzar la industrialización por medio de medidas de planificación autárquicas, las políticas económicas nacionales contribuyeron muy poco a la recuperación de la depresión. Incluso en Suecia, con su política presupuestaria ilustrada, el impacto tardó demasiado en impulsar el cambio inicial al alza, mientras que en Francia y Bélgica, ambos países adheridos al patrón oro hasta 1936, la política gubernamental fue positivamente perjudicial. Lo mismo es aplicable a los restantes países del bloque oro. Se puede ir más allá y argumentar que en la mayoría de los países la recuperación tuvo lugar a pesar de las medidas de política interior que, si no eran de hecho perjudiciales, fueron demasiado pocas y se adoptaron demasiado tarde para tener mucho que ver con el esfuerzo de recuperación. De nuevo hay excepciones a la regla; no debe subestimarse del todo el impacto que tuvo el dinero barato en el estímulo a la inversión en la construcción residencial, digamos en Gran Bretaña y Suecia, aunque generalmente tiende a exagerarse la influencia favorable.
En general, por tanto, fueron las fuerzas reales más que las medidas políticas los instrumentos que produjeron la recuperación. Y en gran medida la recuperación se basó en el mercado interior más que en los de exportación. El caso excepcional, en este último aspecto, fue Gran Bretaña, donde la demanda de productos de las industrias más nuevas y el renacimiento de la actividad constructora proporcionaron importantes estímulos. En parte, este proceso reflejó una transformación estructural que muchos países europeos estaban experimentando en mayor o menor grado durante los años de entreguerras y que no se había completado en absoluto al final del período. Svennilson ha subrayado el grave problema de la transformación estructural en Europa, que en los países industrializados se caracterizó por un desplazamiento de recursos de las viejas industrias a las líneas más nuevas de desarrollo, mientras que en el Este fue en gran medida una cuestión de realizar la transición de estructuras predominantemente agrarias a economías basadas más sólidamente en la actividad manufacturera.
A pesar de los rasgos comunes antes destacados, la naturaleza diversa del proceso de recuperación y las fuerzas responsables dentro del mismo sólo pueden apreciarse apropiadamente examinando más de cerca la experiencia de los países o las regiones en particular. En el resto de este capítulo, por tanto, nos proponemos examinar la historia de cinco países industrializados, Gran Bretaña, Francia, Suecia, Alemania y Austria, los cuales tenían un tercio o más de su población activa empleado en la industria al final de los años treinta, y después dirigir la atención a los problemas de Europa oriental, donde la fuerza de trabajo activa estaba ocupada predominantemente en la agricultura. La sección final ofrece una comparación entre el Este y el Oeste en vísperas de la segunda guerra mundial.
Los cinco países seleccionados para ser tratados en esta sección muestran todos ellos características diferentes: Gran Bretaña experimentó un crecimiento completamente vigoroso basado ampliamente en el mercado interior, con una política gubernamental que contribuyó muy poco a la recuperación; Francia tuvo una recuperación fracasada, en gran parte a causa de medidas políticas equivocadas; Suecia avanzó constantemente bajo la influencia de las exportaciones, un auge de la construcción y las políticas gubernamentales ilustradas; Alemania consiguió un gran éxito, pero éste tuvo un precio, tanto política como socialmente; mientras que Austria tuvo una recuperación muy accidentada, a causa de fuerzas y políticas en conflicto. El único rasgo común a todos, al menos hacia el final del período, fue la influencia creciente del rearme en el mantenimiento de la recuperación, que mostraba señales de debilidad en 1937-1938.
La política de recuperación interior de Gran Bretaña fue notablemente ortodoxa. La crisis económica no había originado ningún gran programa de obras públicas ni produjo ningún aumento notable de la interferencia estatal en el sistema económico o en el control del mismo. La mayoría de los gobiernos se limitó a proporcionar lo que creyó condiciones favorables para la recuperación de la empresa privada. Por tanto, se depositó confianza en medidas indirectas tales como dinero barato, protección y otros controles del comercio, y los planes de reconstrucción industrial se orientaron a apoyar las viejas industrias de productos básicos. La política exterior fue tal vez más notable por su desvinculación del liberalismo tradicional que por su efecto sobre la recuperación, dado que los beneficios iniciales procedentes de la devaluación, los aranceles, etc., se redujeron gradualmente a medida que otros países hacían lo mismo.
En general, la política gubernamental tuvo sólo una influencia marginal en la recuperación económica de Gran Bretaña. Los beneficios de la devaluación fueron débiles y duraron poco, mientras que el impacto de la protección arancelaria y de las medidas de ayuda industrial fue de poca importancia. El estímulo del dinero barato fue algo mayor, pero no fue ciertamente el principal agente de la recuperación. El dinero barato probablemente dio un mayor impulso al mercado de la construcción que a la inversión industrial, aunque no puede considerarse como el principal factor causal, responsable del auge de la construcción de los años treinta. Se dieron varios estímulos importantes a la construcción, incluyendo la disminución de costes, y el aumento de las rentas reales, en parte como resultado de la evolución favorable de la relación real de intercambio, y un cambio de los gustos del consumidor. Tampoco la política fiscal hizo ninguna contribución notable a la recuperación. Aquí, la acción gubernamental fue extremadamente ortodoxa, diferenciándose poco de la practicada en los años veinte. Se evitó la financiación con déficit, el presupuesto no aumentó materialmente, y el componente más decisivo desde el punto de vista de la estabilización, el gasto en capital, fue recortado sustancialmente. En resumen, por tanto, la política fiscal fue en el mejor de los casos neutral, aunque el impacto psicológico favorable de los presupuestos equilibrados, en una época todavía condicionada por las finanzas ortodoxas, no debe pasarse por alto. Aparte de un pequeño aumento del gasto público entre 1929 y 1931, el gasto gubernamental (tanto a nivel central como a nivel local) permaneció notablemente estable hasta finales de la década de los treinta, cuando empezó a tener efecto el rearme, y prácticamente todos los años las cuentas del gobierno central mostraron un superávit.
A pesar de la relativa ineficacia de la política gubernamental, la recuperación en Gran Bretaña fue más pronunciada y sostenida que en muchos otros países. Aparte de las exportaciones, la mayoría de los índices de la actividad económica tuvieron un fuerte aumento después de 1932, y a lo largo de la década en su conjunto la tasa de crecimiento de Gran Bretaña resistió favorablemente la comparación con la de otros países industriales. Es verdad que el desempleo era todavía un problema a finales de los años treinta, pero en gran medida esto era una cuestión estructural más que cíclica. El mercado interior proporcionó la principal base para la recuperación; actuaron fuerzas reales importantes, es decir, una demanda efectiva creciente que llevó a un fuerte crecimiento de la construcción y de las industrias de consumo duradero. Estos sectores fueron ciertamente importantes para la recuperación, aunque no debe exagerarse su papel. Con el tiempo se apoyó más ampliamente en las exportaciones y algunas de las industrias de productos básicos experimentaron una reanimación, especialmente a finales de la década de los treinta, cuando el rearme adquirió importancia.
Si la política británica tuvo una influencia limitada en el esfuerzo de recuperación, la política económica de Francia estuvo cerca del desastre y ello explica en gran medida por qué la economía francesa se estancó en este período. Inicialmente Francia estaba en buena situación, dado que el crecimiento había sido vigoroso en la década de los veinte, la crisis de la actividad económica llegó más tarde y fue menos severa que en algunos países, y la balanza de pagos era sólida. Sin embargo, las grandes existencias de oro acumuladas en los últimos años de la década de los veinte y primeros de la de los treinta permitieron a Francia seguir una política independiente. Así, incluso cuando las políticas defensivas de otros países comenzaron a afectar negativamente a la economía, Francia se encontraba en una posición lo suficientemente fuerte como para mantener el patrón oro, y su temor a las consecuencias inflacionistas significó que era improbable que lo abandonase de buena gana. Esta línea de acción tuvo consecuencias desafortunadas, porque para mantener los costes y precios franceses de acuerdo con los niveles mundiales (dada la devaluación general de las monedas) fue necesario recurrir a una fuerte deflación. Entre 1931 y 1936 se siguieron implacablemente políticas deflacionistas; los salarios monetarios se redujeron en más del 12 por 100, los precios cayeron y los gastos gubernamentales experimentaron una fuerte reducción. Al mismo tiempo, se impusieron diversas restricciones al comercio para proteger las cuentas exteriores. Estas políticas provocaron el efecto contrario al que se deseaba, ya que hasta 1936 la producción y el empleo continuaban disminuyendo.
No es difícil ver por qué fracasó la política francesa en reanimar la economía. El mantenimiento del patrón oro en una época de devaluación general significaba que el peso del ajuste se echaba sobre la economía interior. Esto suponía elevados tipos de interés que hicieron poco por restaurar la confianza en los negocios. En segundo lugar, las medidas restrictivas y las fuertes reducciones del gasto gubernamental sólo sirvieron para agravar la depresión. En tercer lugar, los esfuerzos realizados para reducir costes y precios fueron en parte contraproducentes, porque las reducciones de salarios disminuyeron la demanda efectiva a corto plazo hasta que los precios se hubieron ajustado. Además, las expectativas de que costes y precios debían bajar más, unidas a tipos de interés altos, indujeron a los hombres de negocios a aplazar las inversiones.
Las consecuencias adversas del conjunto de medidas deflacionistas fueron parcialmente responsables de la arrolladora victoria de la coalición de izquierdas en 1936. Entre junio de 1936 y marzo de 1937, el nuevo gobierno Blum introdujo lo que puede describirse como un experimento New Deal en miniatura. Era un programa de expansión que invertía las políticas seguidas en la primera mitad de los años treinta. Suponía el abandono del patrón oro y la devaluación del franco, un programa moderado de obras públicas, aumento de los salarios monetarios y una reducción de las horas de trabajo. Durante un tiempo, la economía francesa experimentó un estímulo temporal, pero el aumento de la escasez de trabajo, el mantenimiento de la desconfianza ante el franco y la continuación de la recesión internacional (1937-1938) llevaron a un nuevo estancamiento en la última mitad de 1937. Seguidamente, las políticas de Blum se modificaron, pero para invertir la tendencia de la actividad económica hubo que esperar al rápido aumento de los gastos militares en 1938-1939.
La experiencia francesa demuestra claramente lo desastrosa que puede ser una política gubernamental. Incluso a finales de los años treinta, la producción estaba todavía por debajo de los niveles anteriores a la depresión y el desempleo se había reducido sólo mediante la manipulación artificial de las horas de trabajo. En vista del hecho de que la economía francesa estaba en una posición relativamente fuerte al principio de la depresión, podía haberse esperado una recuperación razonablemente firme en los años treinta. La ausencia de cualquier reanimación notable puede atribuirse principalmente a la severa política deflacionista de la primera mitad de la década, cuyos efectos no podían soslayarse con facilidad.
Suecia ofrece un agudo contraste con los dos países considerados hasta ahora, no sólo en relación con la fuerza de su recuperación, sino también en lo que se refiere a las políticas ilustradas que se adoptaron. Suecia evitó los errores de muchos otros países, ya que no recurrió a medidas extremas de protección ni siguió la vía deflacionista de los países del bloque oro. Aún mejor, el gobierno intentó estructurar por etapas su gasto público, a fin de compensar las fluctuaciones de la actividad económica. El país tuvo también la suerte de haber experimentado un fuerte crecimiento y un rápido cambio estructural en los años veinte, con abundancia de potencial disponible, y también se benefició del hecho de que la depresión le sobrevino más tarde y fue más débil que en algunos países.
Es verdad que inicialmente Suecia, como muchos países, impuso algunas medidas deflacionistas, por ejemplo, reducciones salariales; pero el gasto público continuó aumentando a lo largo de los años de la depresión, y en 1932-1933 casi una cuarta parte de los parados habían conseguido un trabajo a través de programas de ayuda. Mientras tanto, las tendencias deflacionistas se habían invertido. Durante 1931-1932, la corona fue devaluada y se adoptó la política de dinero barato. Al año siguiente se anunció que la política presupuestaria iba a utilizarse como instrumento importante de recuperación. El discurso del ministro de Hacienda de enero de 1933 es notable, no sólo por su abierta declaración de una política presupuestaria heterodoxa, sino también porque reconocía formalmente la responsabilidad del estado en promover la recuperación. De acuerdo con esto, se instrumentó un amplio programa de obras públicas y el déficit presupuestario resultante debía financiarse mediante préstamos amortizables a lo largo de un período de cuatro años. En 1934-1935, la proporción del gasto presupuestario así afrontado, cuando las obras públicas absorbieron de un 15 a un 20 por 100 del total, aumentó a una cuarta parte, contra una vigésima en los cuatro años fiscales comprendidos entre 1928-1929 y 1931-1932. Después de 1935, cuando la recuperación estaba bien encarrilada, el gasto en obras públicas se redujo fuertemente y fueron amortizados los préstamos concertados previamente.
En contraste con la mayoría de los demás países, la política económica sueca en los años treinta fue impresionante y ejemplar, pero debe reflexionarse antes de exagerar su contribución a la recuperación. La devaluación monetaria ciertamente dio un impulso inicial a las exportaciones, que mostraron un crecimiento vigoroso a mediados de 1933, aunque con el tiempo el estímulo principal procedió de la demanda exterior de materiales industriales suecos, a medida que la recuperación industrial tenía lugar en otras partes, y más adelante a causa del rearme. El dinero barato también proporcionó un impulso al mercado de la construcción y a la inversión industrial, que avanzó después de 1933. El programa de obras públicas, sin embargo, acompañó al proceso de recuperación, más que estimularlo inicialmente, porque en realidad no estuvo en marcha hasta 1934, cuando la actividad económica ya estaba avanzando con firmeza. Además, hubo poderosas fuerzas reales o autónomas que actuaron como en Gran Bretaña, especialmente la construcción, los bienes de consumo duraderos, las nuevas industrias y las exportaciones, cuya recuperación debió relativamente poco a la acción política. De este modo, aunque las medidas políticas fueron ciertamente favorables a la economía sueca, es probable que los principales agentes de la recuperación estuvieran en otra parte. Y debe advertirse que aunque Suecia registró unos logros impresionantes en este período, la recuperación no fue en absoluto completa, puesto que en 1937 el desempleo todavía ascendía al 11,6 por 100. Sin embargo, tales hechos no deben permitirnos restarle importancia a la política sueca; Suecia fue el primer país en conocer y utilizar una política fiscal anticíclica, y en los últimos años treinta se hicieron preparativos para continuar con el procedimiento en cualquier depresión futura.
La economía alemana tuvo dos características únicas en los años treinta: la fuerza de su recuperación y el grado de intervención del estado en los asuntos económicos. Aunque Alemania padeció la depresión más que la mayoría, también llevó a cabo una de las recuperaciones más sólidas después de 1932. La producción aumentó en más de una tercera parte entre 1929 y 1939, mientras que el paro era eliminado, siendo reducido progresivamente de un máximo del 44 por 100 en 1932 al 14,1 por 100 en 1934 y a menos del 1 por 100 en 1938. Pocas naciones podían competir con esta marca y probablemente pocas querían hacerlo del mismo modo, dado el alto precio político y social impuesto por el proceso. Después de la toma nazi del poder en 1933, la economía fue regularmente transformada en un prototipo de control rígido y se convirtió, en la última parte del período, en una economía dominada por los motivos bélicos.
Aunque el grado de intervención estatal en los asuntos económicos fue con el tiempo más extenso que en cualquier otro país fuera de Rusia, el sistema de producción, distribución y consumo que construyeron los nazis se resiste a ser clasificado en cualquiera de las categorías habituales de sistemas económicos. No era capitalismo, ni socialismo, ni comunismo, en el sentido tradicional de estas palabras; el sistema nazi era más bien una combinación de algunas de las características del capitalismo y una economía muy planificada. Se impuso un mecanismo de planificación integral, que no era de ningún modo muy eficiente, a una economía en la que la propiedad privada no era expropiada, en la que la distribución de la renta nacional se mantuvo sin cambios sustanciales y en la que los empresarios privados conservaron algunas de las prerrogativas y responsabilidades del capitalismo tradicional. Además, mediante un vasto control sobre el comercio y los pagos, la economía alemana llegó a ejercer una influencia considerable sobre las economías de Europa central y suroriental.
Inicialmente, sin embargo, la economía del Tercer Reich estaba orientada hacia la paz, ya que la política económica nazi concentró su ataque en el problema del desempleo. Las políticas deflacionistas de los gobiernos anteriores (de Brüning y Von Papen) habían hecho más para agravar que para aliviar la crisis, aunque a mediados de 1932 se había instituido un programa moderado de obras públicas. Inmediatamente después de asumir el poder, los nazis ampliaron la política de ayuda, inaugurando un programa masivo de obras públicas que implicaba un gasto de unos seis mil millones de marcos. Los efectos de este gasto en la creación de empleo pusieron en marcha pronto la recuperación y absorbieron un notable volumen de desempleo, aunque antes de que se hubiera gastado del todo aquella suma se alteraron dramáticamente las bases de la política económica. A partir de noviembre de 1934 se dio prioridad al rearme y a los preparativos para la guerra y en una fecha tan temprana como en 1936 el gasto militar empezaba a dominar ciertos sectores de la economía, aunque en realidad la gran concentración, en tiempos de paz, en el sector de la defensa no tuvo lugar hasta 1937-1938. El cambio en la política originó un gran aumento del gasto gubernamental, una planificación económica selectiva y una extensa regulación de muchos sectores de la economía, incluyendo salarios y precios, comercio exterior y cambios, y los mercados monetarios y de capitales. También supuso impuestos más altos, depreciación selectiva del marco y controles diseñados para desplazar recursos de las industrias de bienes de consumo a las de bienes de producción.
Una política relacionada con el rearme condujo inevitablemente a un aumento de la importancia del gasto público frente al gasto privado y al consumo. Entre 1933 y 1939, el gobierno del Reich pretendió haber gastado unos noventa mil millones de marcos en la preparación de la guerra, lo que era equivalente a la renta de un año, en términos de 1938. Los expertos modernos tienden a disminuir la cifra, pero sigue siendo grande. El gasto militar en proporción a la renta nacional subió del 3 por 100 en 1933 al 23 por 100 en 1939, gran parte de cuyo aumento se produjo en los dos últimos años, cuando representó más de una tercera parte del gasto gubernamental total (debe advertirse que la participación británica fue casi tan alta en 1939, siguiendo una campaña de armamento masivo en dicho año). La influencia del estado fue mayor que esto, por supuesto, dado que estas cifras se refieren específicamente al gasto militar. En 1938 el sector público representó el 57 por 100 de la inversión bruta en Alemania, frente al 35,2 por 100 en 1929, mientras que el gasto total del estado en proporción a la renta nacional aumentó del 11 por 100 a más de la mitad entre 1929 y finales de los años treinta. Efectivamente, por tanto, el gobierno se había convertido, en la última fecha, en el mayor inversor y consumidor de la economía alemana.
La gran expansión del tamaño de la máquina militar y del sector público no hubiera sido posible sin amplios controles sobre el gasto privado, diseñados para desplazar los recursos de este sector. Para hacerlo, el gobierno mantuvo un estricto control sobre la inversión privada, especialmente en las industrias de bienes de consumo. La demanda efectiva de bienes de consumo fue frenada por medio de controles de salarios y precios, aumento de impuestos y ahorro forzoso. Los salarios monetarios permanecieron más o menos estables después de 1933, a niveles inferiores a los de 1929, y dado el moderado aumento de los precios, los salarios reales cayeron, por tanto, un poco. De esta manera, el consumidor en general no pudo beneficiarse de la renta nacional agregada; la renta per cápita del trabajador medio en 1938 no era mayor que en 1929, mientras que el consumo privado, en proporción de la renta nacional, cayó del 72 al 54 por 100 entre 1929 y 1939. Los principales beneficiarios fueron quienes ahora estaban trabajando y que habían estado antes desocupados y el sector de negocios, que disfrutaba de los pedidos de carácter militar. Gran parte del aumento del gasto público se financió mediante el aumento de la presión fiscal y el endeudamiento, aunque este último raramente representó más de una cuarta parte de los ingresos totales del gobierno.
La red de controles se completaba con extensas regulaciones sobre el comercio, los pagos y los cambios. El principal objetivo de éstas era restringir las importaciones no esenciales y donde era posible estimular las exportaciones y asegurar los beneficios de una relación de intercambio favorable. Los resultados en términos de exportaciones fueron decepcionantes, a pesar de que con el tiempo un 60 por 100 de las exportaciones de Alemania recibieron un subsidio en una u otra forma. La política de importación tuvo más éxito, representando las primeras materias esenciales una proporción creciente del total de las importaciones. Al mismo tiempo, el comercio exterior de Alemania se dirigía de modo creciente hacia aquellos países con los que había concluido convenios bilaterales de pagos, con lo que se evitaba la necesidad de desprenderse de moneda extranjera para el pago de las importaciones de estos países. En 1938 se habían negociado unos cuarenta convenios bilaterales de pagos, cubriendo un 80 por 100 de las importaciones de Alemania. Esto implicaba un notable cambio en la dirección geográfica del comercio de Alemania, de Europa occidental hacia Europa suroriental y los países de ultramar, especialmente Latinoamérica, que estaban bien dispuestos con respecto a Alemania. Con el tiempo, como veremos, la influencia económica alemana sobre Europa oriental se hizo muy fuerte y preparó el terreno para el subsiguiente control político. En resumen, el coste neto de las importaciones alemanas (incluyendo subsidios por diferencias de calidad en las materias primas) probablemente aumentó, como consecuencia de su política de comercio regulado.
Cualesquiera que hayan sido los costes sociales del sistema alemán, y fueron sustanciales, apenas puede dudarse que tuvo éxito en cuanto a la recuperación de la depresión. Alemania fue el único país que eliminó el paro y su marca en el producto agregado fue impresionante. Es muy probable que algún grado de recuperación hubiera tenido lugar sin una intervención gubernamental tan extensiva, pero no habría sido tan fuerte ni tan sostenido. Por otra parte, debe advertirse que la creciente participación del estado en la economía fue motivada, especialmente después de 1934, en gran medida por consideraciones políticas más que por los dictados de la teoría moderna del ciclo económico. Tampoco hay que atribuir a la acción política todos los méritos en materia de recuperación. En la época en que tuvo lugar la primera gran inyección de gasto, a través del programa de ayuda de 1933-1934, la recuperación de la actividad económica ya había empezado, aunque el proceso se aceleró notablemente como resultado del nuevo gasto. También actuaron algunas fuerzas reales, ampliamente al margen del dominio gubernamental. En particular, la «motorización» de la economía alemana, es decir, la difusión del uso de vehículos de motor, y el programa de construcción de carreteras, fueron muy importantes en este período y desempeñaron una parte significativa en el mantenimiento, si no en la iniciación, del movimiento al alza en la economía alemana. Sin embargo, en la medida en que Hitler dio su bendición y estímulo activo, uno puede sentirse inclinado a argumentar que representaron otra arma de la influencia del estado.
El último caso que considerar es más bien una historia triste. Austria lo pasó mal en la década de los años veinte y un poco mejor en la de los treinta, de modo que en 1938 su producto interior no era mayor que el de 1913. Durante los años veinte el país había tenido muchos problemas, incluyendo el agotamiento de la guerra y la tarea de la reconstrucción, deficiencias estructurales en la economía, la pérdida de áreas industriales en Checoslovaquia, la pérdida de grandes ventas en un mercado libre para sus productos y un asalto de la hiperinflación. Antes de que tuviera tiempo de recuperarse del todo, Austria se sumergió en la depresión; esto fue acompañado por el hundimiento del Credit Anstalt y la crisis financiera del verano de 1931, que dejó al país casi tan abatido como lo había estado después de la guerra. La subsiguiente huida de capital de Austria y el consiguiente drenaje de sus reservas de divisas obligaron al gobierno a tomar medidas drásticas en la última mitad de 1931. Ello supuso la adopción del control de cambios, de importaciones, de otros controles del comercio y de un conjunto de medidas deflacionistas. La devaluación fue descartada por temor a sus consecuencias inflacionistas, todavía era muy fuerte el recuerdo de la gran inflación de los primeros años de la década de los veinte. Pero tales políticas iban a agravar la depresión. En julio de 1932, la producción industrial estuvo un 43 por 100 por debajo del nivel de 1929 y el paro en la región fue de una cuarta parte. También hubo un gran déficit comercial a causa del hundimiento de las exportaciones y un continuo nivel alto de las importaciones, debido al cambio sobrevalorado. El capital extranjero ya no estaba disponible para cubrir los déficits, y en el verano de 1932 tuvo que suspenderse la transferencia de deudas exteriores.
La situación económica de Austria era, por tanto, extremadamente seria en 1932. El sistema monetario se había desintegrado a consecuencia de la ola de quiebras bancarias, el gobierno tenía un grave problema fiscal a causa del hundimiento de la recaudación de impuestos y la situación de las divisas era grave, mientras que la entrada en los mercados tradicionales había sido cerrada por la protección. Aunque hubo signos evidentes de una mejoría de la actividad económica en 1933, la recuperación fue débil y vacilante y el gobierno no pudo desarrollar una política expansionista, aunque hubiera deseado hacerlo, a causa de presiones financieras. La política fiscal y monetaria, por tanto, se mantuvo deflacionista y los elevados tipos de interés que la acompañaron desalentaron la inversión en los negocios. Sin embargo, la devaluación de facto proporcionó algún alivio a través del uso de convenios bilaterales de pagos privados, por el que algunos exportadores podían vender sus divisas directamente a importadores a un tipo negociado, mientras que en 1933 se tomaron medidas financieras de reconstrucción para apoyar el sistema bancario y las finanzas públicas con la ayuda de un préstamo exterior. Además, la devaluación del dólar suavizó el problema presupuestario, reduciendo el endeudamiento con ultramar. Esto hizo posible la instrumentación de un moderado programa de obras públicas, pero en 1936 la inversión pública tuvo que reducirse fuertemente, a causa de dificultades financieras, y sólo se reanimó de nuevo cuando recibieron atención los gastos de rearme.
Por tanto, Austria tuvo un escaso margen de maniobra en la década de los treinta, a causa de sus graves problemas financieros y monetarios. Nunca le fue posible al gobierno llevar adelante un amplio programa de gasto estatal para estimular la economía y las fuerzas reales distaron de ser sólidas. En consecuencia, la recuperación fue débil y errática, y era determinada en gran medida por las irregularidades de la demanda de exportación, el impacto del limitado programa de obras públicas y, más tarde, por el rearme. Incluso en 1937-1938, el volumen de producción era apenas el mismo que en 1929, aunque las exportaciones mejoraron ligeramente. El desempleo continuaba alto, cerca del 17 por 100. Dada la débil situación de Austria, no es sorprendente que sucumbiera ante el dominio político y económico de Alemania.
1. ¿Cómo contribuyó Estados Unidos a la depresión en los primeros años treinta?
2. ¿Por qué la depresión en Europa fue tan severa y profunda?
3. ¿Por qué la mayoría de países los abandonaron el patrón oro en los primeros años treinta?
4. Compare y contraste la recuperación de Alemania y Gran Bretaña.
5. Explique por qué la recuperación económica fue tan diversa en Europa.