4. EUROPA ORIENTAL Y LA PERIFERIA EN LOS AÑOS TREINTA

 

 

 

 

Como hemos visto en el capítulo 3, la mayoría de los países de Europa central y periféricos contrastaban significativamente respecto de los del oeste industrial. Los primeros tenían ingresos bajos y eran predominantemente agrarios, con infraestructuras escasas. Las tasas de analfabetismo eran altas y la población crecía a menudo a un ritmo mayor. Como hipótesis de trabajo, podríamos definir a estas periferias empobrecidas como aquellos países que en el siglo XX todavía tenían alrededor de la mitad o más de su población dependiente directamente de la agricultura para su sustento y unos ingresos per cápita del 50 por 100 o menos respecto de los países avanzados de Europa occidental. A partir de dicha definición, estaríamos abarcando buena parte de la Europa del Este (Polonia, Hungría, Rumanía, Yugoslavia y Bulgaria), España, Portugal, Grecia y Turquía en el sur de Europa, junto con los estados bálticos de Estonia, Letonia y Lituania, y, finalmente, Albania. A partir de los indicadores seleccionados en el Cuadro 4.1. podemos hacernos una idea sobre el bajo nivel de desarrollo en la mayoría de los países periféricos. La mayoría de ellos pueden ser clasificados como periféricos tanto desde el punto de vista geográfico como económico. Constituyen las principales excepciones los cuatro países nórdicos —Finlandia, Dinamarca, Noruega y Suecia—, pues aunque geográficamente se sitúan en la periferia, no lo son en términos económicos. De hecho, estos cuatro países disfrutaban de un robusto comportamiento económico durante el período de entreguerras, en contraste con los altibajos en los resultados económicos de muchos países periféricos.

 

 

1. ESTANCAMIENTO EN EUROPA ORIENTAL

 

Aparte de Rusia que, aislada del mundo occidental, en la década de los treinta avanzaba económicamente bajo el estímulo de los planes quinquenales, los países del este europeo tuvieron una actuación más bien accidentada y avanzaron poco por el camino hacia la eliminación de la brecha en los niveles de renta, comparados con el oeste. En efecto, la mayor parte de los niveles de renta per cápita se estancaron en este período. La severidad de la gran depresión casi hundió las débiles economías de esta área y en la lucha por la supervivencia la mayoría de los países se vieron obligados a adoptar políticas fuertemente nacionalistas. Aún más perjudiciales, por falta de una vía de salida alternativa, fueron arrastradas a la esfera económica alemana.

 

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Que la depresión resultara ser una calamidad para Europa oriental no es nada sorprendente. Como se ha advertido antes, aparte de Checoslovaquia, ninguno de los países tenía lo que pudiera llamarse una economía estructuralmente sana. Dependían fuertemente de la agricultura, que comparada con la del oeste estaba mal organizada y era ineficiente: demasiadas pequeñas explotaciones, capital limitado y baja productividad. En tres países (Yugoslavia, Bulgaria y Rumanía), unas tres cuartas partes o más de la población dependían de la agricultura, mientras que en Polonia y Hungría la proporción estaba por encima de la mitad; incluso en Checoslovaquia representaba un tercio, pero este país tenía una base industrial sólida. La agricultura, por tanto, proporcionaba la principal fuente de las exportaciones, representando un tercio o más de todas ellas, mientras que los artículos alimenticios, las materias primas y los semimanufacturados representaban las tres cuartas partes o más de todas las exportaciones. Por el contrario, los bienes acabados representaban más del 70 por 100 de las exportaciones de Checoslovaquia.

La vulnerabilidad de Europa oriental para cambiar la suerte de la agricultura puede apreciarse fácilmente. Durante la crisis económica, los precios de los productos primarios se hundieron, cayendo de la mitad a dos tercios entre 1929 y 1934, y la baja fue parcialmente acentuada en las primeras etapas por el incremento de la producción, a medida que los agricultores trataban de mantener sus rentas a través de un aumento de las ventas. Como consecuencia, las rentas agrarias disminuyeron a más de la mitad en Rumanía, Bulgaria, Polonia y Yugoslavia, y aproximadamente en un tercio en Hungría. Este hundimiento de las rentas estuvo a punto de ser desastroso, dado el ya gran endeudamiento del sector agrícola; la carga de la deuda aumentó proporcionalmente a la renta y el desastre se agravó por el hecho de que los precios agrícolas cayeron más deprisa que los de los productos industriales adquiridos por el campesino. Así, en 1932 muchos campesinos se encontraron al borde de la bancarrota. En Yugoslavia, por ejemplo, más de la tercera parte de todas las economías domésticas rurales estaba seriamente endeudada —había muchas más que eran demasiado pobres, incluso para obtener crédito— y la suma del endeudamiento ascendía al 80 o 90 por 100 de sus rentas netas totales. Muchas granjas se hundieron y las comunidades rurales se vieron sometidas a una fuerte tensión social, aunque después el problema fue aliviado en cierta medida por la ayuda gubernamental en forma de créditos, moratoria de las deudas y otras medidas de asistencia.

La situación era igualmente grave en el frente exportador. Las exportaciones agrícolas fueron golpeadas por la caída de los precios, la fuerte competencia y la creciente autosuficiencia y protección en los antiguos mercados. El volumen de las exportaciones de ganado y cereales cayó en picado, pero el déficit en las rentas fue todavía mayor, a causa de la drástica disminución de los precios. Por ejemplo, en Rumanía el volumen de las exportaciones de cereales disminuyó un 42 por 100 entre 1929 y 1934, pero los ingresos de las exportaciones disminuyeron no menos del 73 por 100, mientras que en Hungría los cambios porcentuales fueron 27 y 60. Para el área en su conjunto, las rentas de la exportación cayeron un 40 por 100 con relación al nivel de antes de la crisis. El hundimiento de los ingresos de la exportación afectó inevitablemente a la capacidad de estos países para importar y produjo un agudo deterioro de sus cuentas exteriores. Entre 1930 y 1933 Hungría pudo comprar, en promedio, de un 15 a un 20 por 100 menos de bienes extranjeros por el valor de cantidades iguales de sus artículos de exportación que en el período 1925-1927.

Servía de poco consuelo, además, que el sector industrial padeciera con menor intensidad la crisis, porque para la mayoría de los países de esta región la industria representaba una proporción pequeña de toda la actividad económica. Aquí la experiencia varió más ampliamente que en el caso de la agricultura, porque en parte dependía de la estructura de cada economía en particular. En los países balcánicos, por ejemplo, la sobreproducción industrial no fue particularmente notable, en parte debido a la relativa insignificancia de este sector, y en cualquier caso porque la reducción del consumo era habitualmente compensada en muchos campos por la restricción de las importaciones. De esta manera, la producción disminuyó sólo moderadamente en Rumanía, gracias a un gran aumento en la producción de petróleo, mientras que Bulgaria experimentó un avance significativo de las manufacturas entre 1929-1932. El contratiempo fue gravísimo en Yugoslavia, pero las consecuencias industriales más serias se produjeron en Checoslovaquia, que tenía el sector industrial más avanzado, y en una menor medida en las economías mixtas agrario-industriales de Hungría y Polonia. Aun así, en todos los países, excepto Checoslovaquia, fue el sector agrario el que determinó la escala y la gravedad de la crisis.

Un problema adicional importante fue, por supuesto, el endeudamiento internacional de la zona. La mayoría de los países (exceptuando de nuevo a Checoslovaquia) se habían apoyado fuertemente en el crédito exterior de una u otra clase en los años veinte. La interrupción del préstamo exterior entre 1928 y 1931 ocasionó graves problemas porque el servicio de las deudas anteriores dependía de la capacidad para obtener nuevos préstamos; incluso a finales de los años veinte la suma de la amortización anual habitualmente superaba a la de los nuevos préstamos. En la época de la crisis financiera europea de 1931, la situación se había hecho desesperada; todas las fuentes externas de financiación habían desaparecido, las rentas y los ingresos de exportación habían caído en picado y a medida que el oro y las reservas de divisas se iban agotando, los países se enfrentaron con la amenaza de un colapso financiero completo. Con la rápida caída de los ingresos de exportación, los pagos de intereses de las antiguas deudas representaban un tercio o más de estos ingresos. Sólo Checoslovaquia, que nunca fue un gran deudor, escapó de la ruina financiera.

Las consecuencias de la crisis en términos de los acontecimientos y de la política posteriores pueden resumirse como sigue: 1) medidas de emergencia para tratar la situación inmediata; 2) ascenso de regímenes dictatoriales o semidictatoriales, inclinados a promover el desarrollo a lo largo de líneas autárquicas; y 3) dominio creciente ejercido por Alemania sobre el futuro económico y político de la zona.

Inicialmente, el problema de los primeros años treinta no era tanto de recuperación como de salvación económica; se requerían medidas drásticas para sostener las economías tambaleantes y éstas estuvieron pronto disponibles: no sólo incluían políticas fuertemente deflacionistas, sino también una batería de restricciones típica de las economías en estado de sitio, que fueron diseñadas principalmente para tratar las cuentas exteriores. Entre ellas hubo cierres temporales de instituciones bancarias, control de cambios riguroso, limitación de los pagos por deuda y aranceles, cuotas y prohibiciones de importación. Así, por ejemplo, a principios de 1933 la importación de casi todos los productos acabados fue prohibida en Hungría, excepto con un permiso especial. Al mismo tiempo, se hicieron intentos para estimular las exportaciones por medio de subsidios, facilidades de cambio especiales y ventajosas en favor de los exportadores, a menudo en lugar de la devaluación, y un uso extenso de los acuerdos bilaterales de pagos en las relaciones comerciales exteriores, dado que la grave escasez de divisas hacía imposibles los métodos anteriores de comercio exterior. Los acuerdos bilaterales de pagos proliferaron en los años treinta (por medio de los cuales el volumen del comercio exterior se basaba en el cambio recíproco de productos de un valor aproximadamente igual, cuando era posible, restringiendo el uso de divisas para el pago de los saldos cuando aparecían pasivos, especialmente con los países ajenos a tales acuerdos), y a finales de la década una de las cuatro quintas partes del comercio de la mayoría de los países orientales estaba organizada a través de acuerdos bilaterales de pagos.

Si el comercio bilateral y el trueque ofrecían algún alivio a los problemas externos de estos países, también brindaban a Alemania una oportunidad para aumentar su influencia económica, y subsiguientemente política, en esta área. En septiembre de 1934, el doctor Schacht había lanzado un plan pensado para regular el comercio y los pagos de Alemania y para importar de los países que no demandaban pagos en divisas. Esto se orientaba muy claramente a reforzar las relaciones económicas con un área fuertemente dependiente de la exportación de productos primarios y de la importación de bienes acabados, especialmente bienes de producción, y que todavía se estaba enfrentando con graves dificultades económicas. Al principio sólo Hungría se mostró realmente comprensiva con la nueva política económica exterior de Alemania, pero con el tiempo otros países cayeron en la tentación y firmaron acuerdos comerciales con Alemania. Ofreciendo un mercado preparado para los productos primarios a cambio de importaciones de equipo, Alemania fue ejerciendo un dominio creciente sobre el comercio y el desarrollo de Europa oriental. En 1937 el comercio total alemán ascendía a sólo el 40 por 100 del valor de 1929, pero con Europa suroriental (Bulgaria, Rumanía, Yugoslavia y Hungría) había alcanzado el nivel máximo anterior; estos cuatro países representaban un 10 por 100 del comercio de Alemania, contra un 4 por 100 en 1929. Su dependencia de Alemania como salida para sus exportaciones aumentó con rapidez; las exportaciones a Alemania, en porcentaje del total entre 1933 y 1939, aumentaron del 36 al 71 por 100 en el caso de Bulgaria, del 11 al 52 por 100 para Hungría, del 17 al 43 por 100 para Rumanía y del 14 al 46 por 100 para Yugoslavia.

Aunque la penetración económica de Alemania en el área no fue completamente explotadora, puesto que proporcionó a los países orientales un mercado para sus mercancías y al mismo tiempo les permitió asegurar las importaciones del capital de equipo que les era muy necesario, el saldo ventajoso fue del lado de Alemania. En primer lugar, Alemania pudo dictar los precios que debían pagarse por los productos primarios de la zona y al mismo tiempo acumuló grandes superávits de importación con los países que no equilibraban las exportaciones alemanas. Los atrasos acumulados en la oferta alemana de bienes en realidad significaron que Alemania estaba financiando sin intereses parte de su rearme a costa de sus proveedores del Este. Y aunque los países orientales se aseguraron algún capital de equipo por parte de Alemania, fue demasiado poco y llegó demasiado tarde para hacer mucho en el camino de transformación de la estructura de sus economías. Finalmente, la penetración económica preparó el camino para la definitiva conquista militar y política de los vecinos orientales de Alemania.

Todavía existe cierta controversia sobre cómo se dividían los beneficios del sistema. La creencia popular afirma que Alemania explotó la región a su favor, para acceder a los alimentos y las materias primas en condiciones favorables y, de esta forma, acumuló grandes superávits de importación con dichos países, cuyos saldos en marcos sólo podían utilizarse para comprar bienes alemanes. Indirectamente, por lo tanto, podría argumentarse que Alemania se estaba rearmando a costa de las naciones más débiles. Al mismo tiempo, Alemania fue acusada de verter grandes cantidades de productos no solicitados como aspirinas y relojes de cuco en el este de Europa. Los informes contemporáneos sostienen que Yugoslavia recibió de Alemania aspirinas suficientes para una década, mientras que en Rumania todavía fue mayor, con un suministro de aspirinas capaz de aliviar los dolores de cabeza durante 500 años.

Apócrifa o no, existía un haber contable en la relación. Debe recordarse que estos países contaban con pocas salidas seguras para sus productos, y la evidencia sugiere que recibieron más que bienes efímeros a cambio. Adquirieron buena parte de su maquinaria y suministro de armas de Alemania, así como una gran variedad de bienes de consumo. Por otra parte, el poder monopolístico de Alemania no fue de ninguna manera tan explotador como algunos escritores contemporáneos lo caracterizaron. Las compras alemanas ayudaron a incrementar los precios de exportación y los ingresos de dichos países y, por lo general, pagaban por encima de los precios mundiales, mientras que Alemania no obtuvo excesivas ventajas para mover a su favor las condiciones de intercambio. El incremento de la dependencia de una economía más fuerte posiblemente ralentizó la diversificación estructural y la reintegración en la economía mundial, pero tales observaciones son más bien académicas, dadas las condiciones del momento y los planes a largo plazo para la región de Alemania.

Por otro lado, las relaciones comerciales con Alemania podían ser impredecibles, y los grandes saldos no correspondidos, aunque reducidos con el tiempo, dejaban a los países altamente vulnerables a las presiones políticas y económicas cuando, como sucedió en la década siguiente, las condiciones del mercado se deterioraron. La decisión alemana de rechazar la compra de la cosecha de ciruela en Yugoslavia en septiembre de 1939, a pesar de haber negociado previamente un contrato garantizado, ilustra este hecho. Sin embargo, el incidente tuvo un final feliz. Sin dejarse intimidar por la inversión, las ciruelas se convirtieron en brandy, los bosnios se emborracharon y, de esta forma, pudieron utilizar algunas de las aspirinas alemanas enviadas masivamente a Yugoslavia dentro de los acuerdos de compensación. Mucho más seria, sin duda, fue la utilización por parte de Alemania de sus relaciones comerciales con el sudeste de Europa para infiltrar agentes nazis y difundir propaganda política. Los agentes políticos fueron ampliamente utilizados, bajo el amparo aparente del disfraz comercial, en toda la región. En un caso concreto, los alemanes crearon una compañía de soja en Rumanía empleando no menos de 3.000 agentes comerciales para difundir el evangelio nazi, mientras que en Bulgaria, expertos militares alemanes controlaban el ejército. De hecho, los agentes ‘comerciales’ nazis eran abundantes sobre el terreno en el sureste de Europa a finales de la década, y dichos países sólo se dieron cuenta demasiado tarde cuando la dependencia económica se convirtió en el simple preludio de control político.

En otro terreno, Alemania tuvo menos éxito en el frente económico en la conquista de territorios, aunque los factores económicos no estuvieron del todo ausentes en el dominio final de Polonia, Austria y Checoslovaquia. La finalidad de la penetración económica por medio de la compra de productos agrícolas y materias primas con superávit fue mucho menor en el caso de los dos últimos países, dadas sus estructuras económicas más avanzadas, mientras que Polonia consiguió hacerlo sin ayuda económica alemana. Por tanto, Hitler adoptaba métodos alternativos que incluían presión abierta y chantaje militar, bloqueo económico, prohibición a los turistas alemanes de visitar estos países, limitaciones al comercio exterior y conquista de los mercados proporcionados por estos países. Esta política culminó en el aplastamiento de Austria y Checoslovaquia y su anexión en 1938-1939, a las que siguió Polonia poco después. De esta manera, al estallar la guerra, el dominio económico y político de Alemania sobre Europa central y oriental era casi completo porque todos los estados del área habían sucumbido ante su ofensiva, aunque las ambiciones alemanas sobre el área en su conjunto sólo se realizaron por completo durante el curso de la guerra.

El dominio de Alemania sobre Europa oriental no es particularmente sorprendente, dadas sus enormes ambiciones militares y la debilidad de los estados implicados. El hecho de que la crisis económica originara dictaduras o cuasi dictaduras en estos países no era necesariamente un obstáculo a estas ambiciones, porque los nuevos regímenes tendieron a estar más favorablemente dispuestos hacia los intereses alemanes y más receptivos ante las presiones que sus oponentes democráticos de los años veinte. Además, a pesar de los esfuerzos para promover la industrialización, sus economías se mantenían débiles y estructuralmente defectuosas.

La depresión, indudablemente, reforzó los sentimientos nacionalistas en Europa oriental y originó una creciente injerencia del estado en los asuntos económicos. El impulso hacia el étatisme tomó formas diferentes, pero básicamente el objetivo común era mejorar los resultados económicos de los países en cuestión. De acuerdo con esto, se realizaron intentos para promover las exportaciones y la industria, en un esfuerzo por crear un cambio en la estructura de las economías, para ir abandonando la base agrícola predominante. Aparte de medidas específicas de protección, subsidios y otras semejantes, esta política implicó un aumento del sector público de la actividad económica. El primer ejemplo en este sentido fue Polonia. Aquí el foco de atención se concentró en la industrialización de la zona industrial del centro, dentro del triángulo limitado por Varsovia, Cracovia y Lwow. Como resultado de la constante adquisición de empresas, el estado polaco poseía unas cien empresas industriales a finales de la década de los treinta, que incluían todas las fábricas de armamento, el 80 por 100 de la industria química, el 40 por 100 de la industria del hierro, el 50 por 100 de otras industrias metálicas y el 20 por 100 de las refinerías de petróleo. El estado también poseía la mayoría de las acciones de unas cincuenta compañías. El papel director del estado no fue tan importante en otros países, aunque ciertamente aumentó en este período. En Hungría representaba sólo un 5 por 100 de las inversiones industriales a finales de los años treinta. Un rasgo notable de algunos países orientales fueron los experimentos hechos en la planificación del desarrollo económico a medio plazo. Hungría, por ejemplo, lanzó un plan quinquenal a principios de 1938, que incluía un gran programa para desarrollar las industrias de armamento y formar un ejército moderno.

Pensándolo bien, los esfuerzos realizados para promover el desarrollo industrial no tuvieron un éxito absoluto. Es cierto que la industria demostró ser el sector más dinámico en los años treinta y en muchos casos la participación de este sector aumentó en importancia, aunque las más de las veces lo hizo más bien de un modo marginal. Además, la expansión industrial fue probablemente más rápida, en promedio, en Europa oriental que en la occidental, aunque el país más industrializado, Checoslovaquia, apenas compensó las pérdidas experimentadas durante la depresión, en parte a causa del cierre de los mercados occidentales a sus productos industriales. Pero el avance en el frente industrial no fue espectacular, si se recuerda lo pequeño que era el sector industrial en las economías de Europa oriental. Más concretamente, sin embargo, ciertos aspectos del modelo de desarrollo fueron motivo de preocupación. Por una parte, la política estatal tendió a promover inversiones improductivas y antieconómicas. En segundo lugar, los recursos financieros del estado eran limitados; no podía reemplazar el papel del capitalista extranjero cuando los préstamos de ultramar se interrumpieron a principios de los años treinta, y la política de «nostrificación» diseñada para desanimar la entrada de fondos y propiedades extranjeros no sirvió de ayuda. En tercer lugar, los esfuerzos para movilizar los recursos interiores fueron anulados frecuentemente por las políticas monetarias y fiscales restrictivas, incluyendo una mayor presión fiscal. En cuarto lugar, la dirección de la inversión no conducía especialmente a promover un desarrollo rápido. Con frecuencia se canalizó hacia los textiles, las industrias alimentarias y las eléctricas, donde el potencial de crecimiento era bajo, y hacia las industrias comparativamente carentes de una base científica moderna, como las químicas, las eléctricas, las telecomunicaciones y la industria del motor. Una de las deficiencias más evidentes en la estrategia inversionista lo demuestra el fracaso de Europa oriental en pasar de la era del ferrocarril a la del automóvil. El vehículo de motor no sustituyó a los ferrocarriles como factor de crecimiento en el período de entreguerras. Un índice de motorización basado en el número de automóviles en circulación en relación al territorio y población, en 1938 da valores situados entre 0,3 y 0,5 para Polonia, Hungría, Yugoslavia y Rumanía, frente a 5,7 para Europa en su conjunto. De hecho, la infraestructura de Europa oriental estuvo probablemente más atrasada, comparada con la del oeste, de lo que lo había estado en 1913.

Aparte de su estructura industrial más bien desequilibrada, Europa oriental también conservó su tradicional estructura dual, es decir, muchas empresas ineficientes de pequeña dimensión compitiendo con unas pocas empresas modernas de gran tamaño. Durante el período de entreguerras, la pequeña empresa era más viable que nunca, en parte a causa de la debilidad de las grandes empresas, la abundante oferta de trabajo y el predominio de las actividades industriales en que las pequeñas empresas tienden a desarrollarse. Además, la gran empresa no logró progresar mucho en los métodos de producción y dirección, los cuales constituían un rasgo de estas empresas en el oeste. Los métodos modernos de producción en masa avanzaron poco y en su mayor parte las empresas más grandes continuaron siendo poco más que «almacenes generales» que proporcionaban una multiplicidad de productos en pequeñas series a mercados limitados, dentro de un rígido marco proteccionista.

En este período también la agricultura actuó como un obstáculo para el progreso económico. Antes de la guerra, aunque todavía muy por debajo de los patrones occidentales, el sector agrícola había realizado progresos significativos, en parte como resultado de la difusión gradual de la agricultura capitalista; de ahí que representara cierto estímulo para la economía en general. Durante los años de entreguerras este sector perdió su papel dinámico y, por tanto, no pudo realizar su anterior función de acumulación de capital. A lo largo de la década de los veinte, la agricultura luchó por recuperar sus pérdidas del período bélico, sólo para recibir otro golpe demoledor en 1929-1932. En los años treinta, la recuperación fue lenta, aunque la producción consiguió sobrepasar los niveles de 1913 a finales de la década. Aun así, continuó siendo un sector extremadamente débil: no hubo una transformación radical de la estructura y métodos de la agricultura, en parte a causa de la escasez de capital y la existencia de demasiadas unidades agrícolas pequeñas. Aun en países donde las grandes propiedades todavía eran importantes, por ejemplo, Polonia y Hungría, las pequeñas explotaciones todavía predominaban, mientras que en Yugoslavia más del 75 por 100 y en Bulgaria más del 60 por 100 de las explotaciones tenían menos de cinco hectáreas de tamaño. En Polonia, el 47 por 100 de las explotaciones agrícolas estaban compuestas por franjas estrechas. Los campesinos propietarios de explotaciones de pequeña dimensión, a menudo sobrecargados de deudas, no estaban en situación de cultivar la tierra provechosa y económicamente, y carecían del capital y del incentivo para cambiar a unidades de producción mayores y más eficientes. En consecuencia, las nuevas técnicas, la mecanización y el uso de fertilizantes progresaron relativamente poco, y la productividad se estancó. En algunos casos los niveles de productividad de los cultivos mejoraron un poco con respecto a los de antes de 1914 y en la mayoría de los casos estuvieron muy por debajo de los de Europa occidental. Las tasas elevadas de crecimiento de la población en algunos países también ejercieron presión sobre la tierra y ayudaron a empujar hacia abajo a los niveles de productividad.

La baja productividad, la escasez de capital, las rentas bajas y la sobrepoblación agraria formaron un círculo vicioso que sólo podía romperse mediante cambios radicales en las condiciones del mercado. Pero la perspectiva de que esto ocurriera era escasa, porque la sobrepoblación, las rentas bajas y un sector industrial débil significaban un mercado interior limitado. Además, los antiguos mercados para la exportación de productos agrarios desaparecieron a causa de la protección y el reducido consumo de cereales en el oeste; de ahí el atractivo de los vínculos comerciales con Alemania. En los años treinta, las exportaciones agrícolas de la mayoría de los países orientales estaban todavía de un 20 a un 25 por 100 por debajo de los niveles de antes de la guerra. Las perspectivas del mercado eran algo mejores para algunas verduras, frutas y carnes y pescados, y algunos países adoptaron explotaciones de mercado intensivas para afrontar las nuevas demandas, como por ejemplo gallinas y frutas en Hungría, tabaco y productos de huerta en Bulgaria, semillas de aceite en Rumanía, junto con un desplazamiento más general hacia las explotaciones ganaderas. Pero tales cambios fueron insuficientes para compensar los reveses en los cereales y no produjeron una transformación radical de la estructura de la agricultura. Con todo, a pesar de su consustancial atraso, la agricultura siguió siendo, excepto en Checoslovaquia, el factor individual más importante para determinar la situación económica de los países orientales hasta la segunda guerra mundial.

El progreso logrado en la industria durante la década de los treinta fue insuficiente para compensar el estancamiento de la agricultura y el crecimiento de la población, con el resultado de que las rentas per cápita permanecieron invariables de 1929 a 1938, y en el caso de Checoslovaquia incluso disminuyeron ligeramente. A lo largo del período de entreguerras en su conjunto (1913-1938), el incremento de la renta per cápita fue muy modesto, menos del 1 por 100 en muchos casos, y mucho menor que en los años anteriores a 1914. La agricultura se estancó durante la mayor parte del período, mientras que en el frente industrial sólo se realizaban pequeñas ganancias. El progreso de este último no produjo ningún cambio significativo en la estructura de las economías orientales. A finales de los años treinta, de un 75 a un 80 por 100 de la población activa de los países balcánicos (Rumanía, Bulgaria y Yugoslavia) vivía todavía de la tierra, proporción muy semejante a la de 1910. Hubo un desplazamiento de la agricultura en Hungría y Polonia, aunque modesto, disminuyendo las proporciones de la población ocupada en este sector del 72 al 65 por 100 y del 56 al 51 por 100, respectivamente, a lo largo de los años 1920 a 1940. En términos de generación de renta nacional, el desplazamiento de la agricultura hacia la industria fue un poco más pronunciado, pero en los países balcánicos la proporción de la renta producida por la industria se mantuvo por debajo de una cuarta parte y sólo en Checoslovaquia sobrepasó la mitad.

En resumen, por tanto, hasta 1939 Europa oriental siguió siendo una región atrasada y basada predominantemente en la agricultura, y para todos los indicadores concebibles era menos productiva, menos culta y menos saludable que Europa occidental o incluso que Europa occidental-central (Austria y Checoslovaquia). Potencialmente, era una región rica habitada por una gente pobre, en la que la desigualdad era la característica central y cuyo desarrollo había sido impedido por las vicisitudes de la guerra y el clima económico desfavorable que la siguió. La depresión y sus consecuencias impidieron finalmente cualquier desarrollo sustancial posterior. El aparente dinamismo, al cambiar el siglo, casi se agotó en la década de los treinta y no hubo cambios radicales en la estructura económica de la zona que propiciaran un crecimiento económico rápido. Con la excepción de Checoslovaquia, los países de Europa oriental siguieron siendo proveedores de alimentos y materias primas y compradores de bienes industriales. Política, económica y socialmente eran atrasados y débiles, en lucha con sus tensiones internas y sus contradicciones, y con pocas perspectivas, a medida que se acercaba la guerra, de resolver sus problemas fundamentales.

 

 

2. A LO LARGO DE LA PERIFERIA EUROPEA EN LOS AÑOS DE ENTREGUERRAS

 

Pasamos ahora a los demás países de la periferia europea, en su mayoría sociedades muy atrasadas y pobres, que languidecieron rezagadas respecto de los países industriales del Oeste y, a veces, de los países del Este de Europa. Aquí se incluiría a Grecia, Turquía y Albania, España y Portugal, y los tres países bálticos (Estonia, Letonia y Lituania). Su comportamiento económico entre las dos guerras fue ambivalente.

Comencemos con Albania, el país más pequeño y pobre de Europa, con poderosos enemigos y pocos amigos. Antes de la guerra, había avanzado muy poco en el camino del desarrollo moderno y su población —mayoritariamente analfabeta— arañaba de la tierra una vida precaria. El país fue ocupado y repartido durante la primera guerra mundial, y sólo gracias a la intervención fortuita de Gran Bretaña y Estados Unidos se las arregló para conservar su recientemente ganada independencia tras el conflicto. Incluso entonces, los acuerdos de posguerra dejaron al 44 por 100 de los albaneses fuera del nuevo estado, la mayoría de ellos en Grecia y Yugoslavia.

La estabilidad política resultó ilusoria en los años inmediatamente posteriores a la guerra, debido a los clanes y las disputas tribales. En 1922, el poderoso líder de la tribu Mati, Ahmed Zogolli (más conocido posteriormente como el rey Zog), se convirtió en primer ministro a finales de aquel año, e instauró el orden y la estabilidad en el país. A partir de 1928, se proclamó monarca de los albaneses, y gobernó Albania con poderes casi ilimitados hasta que el país fue invadido por los italianos en 1939.

Sin embargo, intentó reformar y modernizar el país. Creó un Banco Nacional e introdujo una moneda nacional, promulgó nuevos códigos civil, penal y comercial, y probó de reducir la fuerza de la tradición y las costumbres tribales. Además, se prepararon medidas para una reforma agraria y políticas educativas para reducir la alta tasa de analfabetismo. Las reformas obtuvieron resultados contradictorios, y poco hicieron para arrastrar a Albania hacia el siglo XX. El país siguió siendo una sociedad primitiva basada en la tierra, con técnicas invariadas desde la época medieval. De todos los estados balcánicos, Albania fue el que menos cambió estructuralmente. Fracasó al intentar incorporarse a las etapas iniciales de la industrialización y mostraba pocos signos de progreso y modernización sostenidos. Los datos estadísticos de Albania son irregulares, pero los disponibles sugieren que no se produjo prácticamente ninguna mejora en el nivel de vida durante los años de entreguerras. Cuando se tiene en cuenta el aumento del 25 por 100 de la población, entonces al final del período probablemente el ingreso per cápita había caído, por lo que los albaneses estaban peor que en el momento de su liberación. Comparados con sus vecinos balcánicos, Albania era de hecho muy pobre.

Turquía emergió de las ruinas del Imperio otomano tras los acuerdos de paz de la posguerra. Por lo tanto, era un país predominantemente no europeo y musulmán, con sólo con un punto de apoyo en Europa. Sin embargo, en vista de su historia pasada en Europa y de sus actuales aspiraciones, parece oportuno comentar de forma concisa su historia.

A pesar de ser un país muy atrasado, Turquía contaba con más cosas a su favor que Albania. Antes de 1914 el Imperio otomano se hallaba en un estado de decadencia terminal, a pesar de algunos signos de modernización y progresos, y de la aparición de un pequeño sector manufacturero. El interludio de la guerra y de las prolongadas negociaciones de paz causaron contratiempos, pero la integridad del país fue salvada por Mustafá Kemal (conocido popularmente como Atatürk), que derrotó a los griegos en la campaña de Asia Menor y obtuvo mejores condiciones de paz de las esperadas. En octubre de 1923, estableció la República turca bajo su propia presidencia y se mantuvo en el poder hasta su muerte en 1938.

Heredó un país cuya economía se encontraba en un estado lamentable tras diez años de guerra casi continua. Los recursos se habían agotado, y quedaba un legado de inflación, moneda débil, déficits presupuestarios y comerciales y la pérdida de muchos trabajadores productivos y calificados, tales como armenios, griegos y de otras nacionalidades no deseadas, que habían abandonado el país. Sin embargo, una década más tarde, resaltaba la significativa transformación. Al igual que el rey Zog de Albania, aunque con mayor eficacia, Atatürk instauró la reforma y la modernización del país mediante la promulgación de reformas civiles y económicas, entre ellas la reforma religiosa, medidas educativas y la modernización de las infraestructuras básicas. La industria se mantuvo en gran parte en manos privadas, pero con la prestación de diversos incentivos financieros e iniciativas estatales. Durante la década de 1930, hubo una tendencia hacia un planteamiento más intervencionista del Estado, como sucedió en muchos otros países durante el período. Las razones para el cambio de estrategia no son difíciles de discernir. Turquía se vio gravemente afectada por la gran depresión y, sobre todo, por la fuerte caída de los precios de los productos básicos. El deseo de una mayor autosuficiencia en la industria y también motivos de defensa impulsaron un cambio de dirección. Asimismo, los ejemplos de planificación y control estatal de la Unión Soviética y la Alemania nazi tuvieron algo de influencia y, de hecho, los primeros enviaron una delegación a Turquía para asesorarles sobre el desarrollo industrial con el apoyo de un préstamo. Un motivo más para la intervención fue la supuesta escasez de empresas autóctonas con el capital necesario para llevar a cabo el desarrollo industrial a gran escala.

Los principios y objetivos de la nueva política se consagraron en el primer Plan Quinquenal puesto en marcha a principios de 1934. Éste fue revisado en 1936 por el segundo Plan Quinquenal y después se redujo a cuatro años en 1938. El principal objetivo incrementaba el énfasis en el uso de materias primas domésticas y en la fabricación de productos para reducir la dependencia del país respecto de la importación de productos manufacturados. Las áreas preferentes para desarrollar eran textil, cerámica, productos químicos, hierro y acero, papel y celulosa, minería de azufre y cobre, vidrio, cemento y la industria de esponjas. Las operaciones de defensa también incrementaron su importancia a finales de los años treinta, cuando el gasto presupuestario dedicado al sector militar aumentó en un 44 por 100. El propio Estado controlaba directamente una amplia gama de actividades, especialmente en áreas clave como infraestructuras, transportes y servicios postales y de telecomunicaciones.

Los resultados del ejercicio resultan impresionantes. El crecimiento industrial fue rápido en los treinta, probablemente sólo superado por Japón, la Unión Soviética y Grecia, y se lograron la mayoría de los principales objetivos. Aunque la empresa privada todavía representaba la mitad, o más, de la producción industrial y la inversión, el desarrollo moderno a gran escala se llevó a cabo por el Estado. Sin embargo, el ejercicio de planificación no se libró de imperfecciones. Existía una clara falta de coherencia en la estructura de planificación, y ciertamente nunca fue tan detallada o extensa como la de la Unión Soviética. A pesar de que expansión industrial fue impresionante, tendía a ser de alto coste e ineficiente, utilizaba mano de obra barata sin formación y con una productividad estancada, por lo que los costes unitarios resultaban elevados. Los costes eran altos como consecuencia de una combinación de factores: la falta de mano de obra cualificada, las dificultades en la organización de una fuerza de trabajo industrial moderna, los bajos sueldos y salarios que alentaban la corrupción y la gestión ineficiente, los caros medios de transporte y la mala planificación y ubicación de las plantas. Por otra parte, el impulso de la expansión industrial se produjo a expensas del sector agrario, gravado fuertemente para proporcionar recursos a la industria y, en el proceso, la agricultura era descuidada y privada de inversión.

Los datos agregados de Turquía siguen siendo precarios, pero la mayoría de las estimaciones sugieren que se produjo un progreso sólido en todos los sectores durante los años de entreguerras. La renta per cápita se incrementó en un 7,3 por 100 anual entre 1923 y 1930 y un 4 por 100 entre 1930 y 1939, mientras que la producción industrial aumentó de un 8,6 al 11,1 por 100 al año, respectivamente. Las cifras son impresionantes, pero debe tenerse en cuenta que se partía de un suelo muy bajo. Si tomamos los años inmediatamente anteriores a la guerra como base, entonces es posible que los salarios e ingresos reales per cápita no progresasen mucho más allá de ese punto de referencia. Por otra parte, incluso con el arranque de la expansión de entreguerras y los brotes del desarrollo moderno, Turquía seguía estando sumida, al final del período, en el atraso. Estructuralmente, no se había producido ningún cambio drástico. La mayoría de la población todavía vivía de la tierra, es decir un medio de vida pobre con prácticas agrarias anticuadas, culturalmente atrasados y asolados por la pobreza. Un autor ha distinguido entre dos Turquías: «La del avión y la del carro de bueyes. La última representa la actual Turquía, mientras que la primera corresponde a sus potencialidades» (Hershlag, 1954, 337). Las instituciones del país podían haberle lavado la cara, pero los nuevos progresos industriales eran poco más que islas del capitalismo en un mar de primitivismo, mientras que la sociedad permanecía en un entorno de pobreza extrema.

El archienemigo de Turquía, Grecia, presentaba un panorama más prometedor y, de hecho, fue la estrella del período de entreguerras con un avance en ingresos per cápita más alto que cualquier otro país. Sin embargo, a primera vista uno no parecía tan evidente. Aunque cultural y económicamente se hallaba, antes de 1914, un poco más avanzada que el Imperio otomano, su perfil de desarrollo antes de la primera guerra mundial no daba demasiados motivos para el optimismo. El desarrollo industrial y la comunicaciones modernas se encontraban aún limitadas, la agricultura era tremendamente anticuada e ineficiente (tanto es así que un tercio del grano consumido, junto con otros alimentos, debía ser importado), mientras que las finanzas estatales se hallaban en tal caos a finales del siglo XIX, que las potencias occidentales declararon su quiebra e instituyeron un control internacional hasta 1913.

Por supuesto, la guerra y sus secuelas no mejoraron las cosas. Condujeron a fuertes presiones inflacionarias y a otros problemas de deuda. Políticamente, el país se partió en dos por el conflicto, y el posterior acuerdo de paz, aunque favorable a Grecia, la llevó, en última instancia, a la desastrosa guerra de Asia Menor con Turquía. Sin embargo, surgió un importante beneficio de una Grecia unida con la mayoría de sus ciudadanos bajo un mismo techo y, por decirlo así, duplicando el tamaño del país, tanto en población como en territorio. En el proceso, absorbió a un gran contingente de griegos procedentes de Turquía, demostrándose, muchos de ellos, beneficiosos para la economía. Al final, Grecia contaba con una identidad nacional bastante cohesionada, aunque sus ambiciones iniciales de una Gran Grecia no se cumplieran plenamente.

En muchos sentidos, la década de los años veinte fue una época difícil, por la tarea de asimilar a una gran población inmigrante, la necesidad de controlar la inflación y estabilizar la moneda y, también, de afrontar los problemas de la deuda pública y las medidas para instituir una reforma agraria. Sorprendentemente y a pesar de estas dificultades, Grecia consiguió una de las tasas de crecimiento más rápidas de Europa, especialmente en la industria con un incremento del 7,2 por 100 anual entre 1921 y 1927, aunque el crecimiento de la economía en su conjunto fue más lento debido a la importante preponderancia de la agricultura. Los beneficios en el sector industrial pueden atribuirse a varios factores, incluyendo el estímulo a corto plazo proporcionado por la inflación y la depreciación de la moneda, la fuerte protección arancelaria, la política de incentivos para estimular la industria y la fuerte caída de los salarios reales después de 1921 (los niveles salariales se habían hundido por el aumento de la mano de obra debido a la inmigración).

Justo cuando Grecia había asegurado su base económica y financiera y un entorno político más estable, estalló la crisis económica mundial y alteró la situación. El principal impacto se lo llevó el sector financiero y no la economía real, pues Grecia era uno de los pocos países que habían registrado una evolución positiva de la producción a lo largo de la depresión. De nuevo, la principal dificultad demostró ser la deuda, ya que Grecia dependía mucho de la financiación extranjera para satisfacer sus necesidades presupuestarias y su cuenta de balanza de pagos. El país poseía una de las mayores deudas externas per cápita en Europa oriental, y los pagos de la deuda absorbían alrededor de un tercio de los ingresos de exportación en los años 1928-1930. Los ingresos presupuestarios disminuyeron y se produjo una gran caída de los ingresos de exportación junto con un déficit en la cuenta de capital. Afortunadamente, Grecia evitó tomar medidas deflacionarias extremas, tan comunes en otros muchos países del momento. En cambio, devaluó la moneda, impuso un control de cambios y suspendió el pago de la deuda externa.

Estas operaciones de política exterior resultaron beneficiosas para Grecia. A través de una de las mayores devaluaciones de moneda (60 por 100 a finales de 1933), se aseguró una ventaja competitiva en los mercados de exportación, mientras que la moratoria del pago de la deuda resultó un alivio inmediato para la balanza de pagos. En adelante, la economía se volvió más introvertida y más dirigida por el estado, aunque no debido a una planificación sistemática como en algunos países vecinos. Los elevados aranceles, las restricciones cuantitativas al comercio y el uso de acuerdos de compensación bilaterales se utilizaron ampliamente y la política se dirigió hacia el logro de una mayor autosuficiencia a partir del uso de los recursos nacionales siempre que fuera posible.

La estrategia pareció dar sus frutos, a juzgar por la trayectoria de crecimiento. Grecia logró una «recuperación espectacular», con una de las mayores tasas de crecimiento de Europa. La depreciación de la moneda, las restricciones al comercio y una caída de los salarios reales constituyeron las fuerzas principales en juego. Los volúmenes de importación se redujeron drásticamente y, a finales de la década, no superaban los de finales de los años veinte, mientras que las exportaciones se duplicaron entre 1928 y 1938. Una gran parte de los intercambios griegos se llevaron a cabo bajo el régimen de compensación bilateral, convirtiéndose en el principal socio comercial de Alemania. De hecho, al final de la década, la Sociedad de Naciones incluso clasificó a Grecia como parte del bloque económico alemán.

A pesar del crecimiento impresionante y de la tendencia visible hacia una mayor autosuficiencia, la estructura de la economía no había cambiado significativamente. En el año 1938, los cuatro principales sectores (textil, químico, alimentario y curtidos) representaban cerca de tres cuartas partes de su producción industrial; respecto del sector exterior, el tabaco seguía siendo casi la mitad de todas las exportaciones, mientras que un puñado de productos básicos (tabaco, pasas de Corinto, pasas de Esmirna, aceite de oliva, vino y pieles) sumaban el 70 por 100 de las exportaciones totales. De hecho, la composición estructural de la agricultura pudo haber cambiado un poco más, con la producción de tabaco, trigo y algodón aumentando significativamente, mientras que la de pasas de Corinto se mantuvo estable. La producción de trigo fue una de las grandes historias de éxito de las políticas gubernamentales para una mayor autosuficiencia cerealista; la producción se triplicó en la década de los años treinta, tras haberse mantenido bastante estable en la década anterior.

Aunque las estimaciones sobre el rendimiento y la producción industrial varían, todas apuntan hacia un significativo incremento durante los años de entreguerras, mientras que el ingreso per cápita aumentó en más de tres cuartas partes entre 1913 y 1938. A pesar de este registro impresionante, es dudoso que la economía contase con bases firmes. De hecho, el gobernador del Banco de Grecia admitió en 1936 que la expansión de la industria se había edificado sobre la arena y dependía en gran medida de la fuerte protección y de la depreciación del dracma. La industria manufacturera se consideraba poco sofisticada, por la proliferación de muchos pequeños, ineficientes y costosos productores. El empleo en la artesanía sobrepasaba al de las modernas fábricas. La estructura relativamente estática de la economía y la estructura del comercio exterior seguían reflejando el subdesarrollo económico. El comercio de exportación estaba dominado por un puñado de productos básicos (principalmente agrarios), mientras que la producción industrial se concentraba en una gama limitada de productos que abastecía principalmente al mercado interno y no era competitiva en los mercados internacionales. La agricultura también se hallaba atrasada con métodos y equipos terriblemente ineficientes. La productividad del trabajo agrícola representaba sólo la quinta parte de la de Inglaterra y Gales. En cuanto a las infraestructuras, con la excepción de Turquía y Albania, eran las peores de Europa. En general, por lo tanto, la economía griega alcanzó probablemente en 1939 los límites de su desarrollo como régimen de alta protección e inalteradas funciones de producción. En otras palabras, la economía se encontraba cerca de su techo bajo las técnicas existentes, y existían pocos indicios de una transformación radical que provocase un cambio hacia el exterior de la curva de oferta.

Los países ibéricos (España y Portugal) diferían de los otros países periféricos europeos retrasados, ya que no fueron seriamente dañados por el conflicto vivido entre 1914 y 1918. España se mantuvo neutral y Portugal no se unió a la causa aliada hasta marzo de 1916, con un papel bastante menor. Tampoco experimentaron cambios territoriales o de población como consecuencia de los acuerdos de paz de la posguerra. Aparentemente, por lo tanto, deberían haber estado en una posición más fuerte para desarrollar sus economías sin las secuelas de la guerra. Por otro lado, tenían mucho en común con el resto de países más atrasados de Europa. La agricultura constituía el pilar de sus economías (resulta innecesario añadir que extremadamente atrasada respecto de los estándares occidentales), mientras que el analfabetismo era alto, especialmente en Portugal. Según la mayoría de los indicadores de desarrollo, podrían ser clasificados como países muy atrasados, con niveles de ingresos per cápita inferiores a la mitad de los del occidente industrializado.

De potencia mundial con un futuro brillante, España pasó a perder el rumbo desde el siglo XVII en adelante, y a pesar de algunos signos de desarrollo moderno durante la segunda mitad del siglo XIX, en 1914, el país era abrumadoramente agrario y atrasado. Sin embargo, como país neutral, España sacó ventaja de la dislocación de los países beligerantes durante la Gran Guerra. Las exportaciones fueron estimuladas, al igual que la sustitución de las importaciones. Una amplia gama de actividades industriales tomaron impulso, como el hierro y el acero, la metalurgia y la ingeniería, el carbón, la construcción naval y los aparatos eléctricos. Estos beneficios se reflejaron en las cuentas exteriores españolas: antes de la guerra, la balanza comercial estaba de forma permanente en rojo, pero entre 1915 y 1919 se registró un superávit considerable. La agricultura también se benefició cuando el abastecimiento de productos alimenticios de otros proveedores tradicionales se redujo. Sin embargo, existía también un lado negativo. No todos los sectores florecieron: la construcción y los servicios languidecieron, mientras que algunos de los avances durante la guerra podrían ser clasificados como propios de invernadero, atrofiados o marchitos en cuanto las condiciones volvieron a la normalidad y los suministros extranjeros se reanudaron. De hecho, el giro fue súbito y España sufrió mucho durante la recesión internacional de 1921-1922.

La otra cosa lamentable es que las empresas españolas no capitalizaron la bonanza bélica. Tanto la industria como la agricultura obtuvieron considerables beneficios durante el conflicto, sin embargo, poco reinvirtieron para modernizar las arcaicas estructuras industriales y agrícolas españolas, y dotarse de una plataforma firme para el desarrollo futuro. En su lugar, muchos de los logros en tiempos de guerra fueron dilapidados por sus receptores en ostentación, inmuebles y finanzas. Por otra parte, la inmediata posguerra dejó España con muchos de los mismos problemas que afectaron a otros países: el aumento del déficit presupuestario, la inflación, la inestabilidad monetaria, el aumento del desempleo, una cadena de quiebras bancarias y la inestabilidad política y social, incluyendo una oleada de huelgas. No era un cóctel demasiado agradable para un país a quien le había ido tan bien quedar fuera de la guerra.

La profundización de la crisis económica y financiera fue demasiado para los débiles partidos y administraciones de la monarquía de la Restauración. El ejército, con el general Miguel Primo de Rivera a la cabeza, lanzó un golpe de estado en septiembre de 1923, preludio de una dictadura que duró hasta enero de 1930. Cuando Primo de Rivera fue expulsado del poder, un Directorio Civil se hizo cargo hasta la irrupción de la Segunda República en abril de 1931.

Los principales objetivos de la administración de Primo fueron restablecer el orden y la estabilidad y estimular la economía, mientras que al mismo tiempo preservaba las instituciones establecidas y los valores tradicionales. No era un régimen de tipo fascista basado en la movilización de las masas, sino uno de terratenientes y pequeña burguesía, centrado en políticas conservadoras.

Existen opiniones diversas sobre los logros económicos del nuevo régimen, pero los últimos datos sugieren una actuación bastante favorable, con un ingreso per cápita que aumentaba en un 22 por 100 entre 1921 y 1929 y una producción industrial que se expandía un 5 por 100 anual. Los factores que favorecieron la expansión incluían un fuerte auge inmobiliario y un desarrollo urbano considerable, sobre todo en las principales ciudades, un programa ambicioso de infraestructuras (carreteras, ferrocarriles, embalses y suministro eléctrico), un cierto grado de convergencia tecnológica en diversas industrias, una modernización de la agricultura y ventajas comerciales que surgían de la protección del mercado interno y de una moneda flotante. España, como Turquía, no retornó al patrón oro, sino que conservó una moneda flotante, lo que significó que la economía no se viese limitada por la camisa de fuerza de un sobrestimado régimen cambiario fijo, como fue el caso en algunos países durante la segunda mitad de los años veinte.

De hecho, se ha argumentado que el tipo de cambio flotante aisló a España de los peores estragos de la depresión de los años treinta. Sin embargo, ésta es sólo una parte de la historia. En realidad, la producción industrial y las exportaciones cayeron fuertemente, pero esto fue compensado por la estabilidad de la agricultura, como resultado de las buenas cosechas y la resistencia del sector servicios. En cualquier caso, la ventaja monetaria fue de corta duración. Tras 1931 desapareció, cuando muchos países abandonaron el patrón oro y devaluaron, mientras que España impuso el control de cambios en mayo de 1931 y se ató efectivamente a los países con tipos de cambio sobrestimados.

La recuperación de la depresión apenas se había iniciado cuando quedó frenada abruptamente por la prolongada guerra civil (de julio de 1936 hasta abril de 1939), con la subsecuente emergencia del régimen de Franco. El conflicto destruyó la economía española provisional y efectivamente. Aún no se ha realizado un análisis económico completo del impacto de la guerra civil, pero sin duda fue catastrófico. Se produjeron graves daños en el patrimonio, los activos e infraestructuras físicos y considerables pérdidas humanas. El sector más afectado fue probablemente la agricultura, con la significativa reducción de la cabaña ganadera, el destrozo de la mayoría de la maquinaria agrícola, los daños a la propia tierra que se tradujo en una caída del 30 por 100 de la superficie cultivada y la escasez de alimentos. En general, la producción agrícola disminuyó en un 21 por 100 entre 1935 y 1939, la producción industrial en un 30, y el PIB per cápita en alrededor de una cuarta parte. De hecho, a finales de la década, el ingreso per cápita español era probablemente un poco inferior al de 1913, por lo que todos los logros alcanzados en la década de los años veinte se habían efectivamente perdido. No fue hasta 1950 que se recuperaron los niveles de producción de 1929. Éste fue uno de los peores rendimientos de toda la periferia y contrasta desfavorablemente con su vecino ibérico, Portugal.

La economía y la sociedad portuguesas estaban más atrasadas que las españolas antes de 1931, sin embargo, hacia el final del período de entreguerras su posición era relativamente más fuerte. La mayoría de la población era analfabeta y dependía de la tierra para ganarse la vida. El sistema de propiedad de la tierra se consideraba uno de los peores de Europa, por la proliferación de muchas pequeñas granjas, ineficientes y de muy baja productividad, y con muchos trabajadores sin tierra. Las exportaciones consistían principalmente en materias primeras y la industria era más escasa que en España, consistente principalmente en textiles. El progreso económico del siglo XIX fue más lento que el español, dificultado por la inquebrantable naturaleza del sector agrario y el bajo nivel de formación de capital humano.

La posguerra fue devastadora, a pesar de la ausencia de daños materiales. Posicionarse al lado de los Aliados, costó muy caro al país, en forma de una gran deuda pública, incluyendo la deuda de guerra con Gran Bretaña. Portugal también había sufrido una de las mayores inflaciones de Europa —a excepción de los países hiperinflacionarios—, debido al gran aumento de la circulación monetaria durante el conflicto, de modo que el escudo se depreció en un 31 por 100 de su valor antes de la guerra en 1920 y luego un 3,3 por 100 más en 1923. Como consecuencia, se produjo una gran caída del nivel de vida; hacia 1921 el ingreso real per cápita era inferior al 60 por 100 de antes de la guerra, y en 1925 aún bajó un 25 por 100 más, y no fue hasta 1928 que superó el nivel previo al conflicto. Esto dio lugar a oleadas de huelgas y conflictos laborales entre 1919 y 1925, puesto que la disminución de los ingresos gubernamentales significaba que éste contaba con pocas posibilidades para aliviar la situación. Hacia 1923, el gasto público se situaba en sólo la mitad del nivel anterior a la guerra.

El otro problema principal fue la extrema inestabilidad política de Portugal durante el período. Los gobiernos, en coalición o de partido único, iban y venían con una frecuencia impúdica. Entre enero de 1919 y mayo de 1926 hubo no menos de 28 administraciones diferentes y casi la mitad de los gabinetes fueron presididos por militares. Como los ministros pasaban en rápida sucesión, muchos disponían de poca experiencia y ello favoreció administraciones débiles e incompetentes, mientras que la fragmentación política se veía agravada por la multiplicidad de partidos. Con el tiempo, sin embargo, los conservadores y las fuerzas armadas se impusieron en el poder tras mucha violencia política, asesinatos y rebeliones. En mayo de 1926, surgió la figura de Antonio de Oliveira Salazar (profesor de economía en la Universidad de Coímbra), que se convirtió en ministro de finanzas en 1928 y dictador efectivo de Portugal a principios de los años treinta.

De hecho, las condiciones económicas y sociales habían comenzado a mejorar antes del golpe político. Desde los primeros años veinte, los niveles de vida habían mejorado poco a poco, la deuda pública se estaba reduciendo y la inflación y la depreciación de la moneda se hallaban bajo control. Durante la posterior crisis internacional, a Portugal le fue razonablemente bien, siendo uno de los pocos países que registró movimientos positivos tanto en rendimiento como en producción industrial. La evolución posterior de la actividad económica fue errática, sin embargo, las estimaciones más recientes sugieren que el país registró un aumento del 21 por 100 en la producción real per cápita durante el ciclo 1929-1939, a pesar del fuerte aumento de la población.

No resulta inmediatamente obvio por qué Portugal tuvo tan buen comportamiento durante este período, sobre todo tras la resaca de la guerra civil española. Algunos autores lanzan una explicación en términos del generalizado atraso económico del país y sus posibilidades de ponerse al día, junto con su relativamente baja exposición al comercio internacional. Sin embargo, la producción industrial era aún limitada, y gran parte de las pequeñas unidades de producción servían a los mercados locales o regionales y resultaban no competitivas a nivel internacional. El sector agrario fue probablemente menos vulnerable que otros, pues no dependía demasiado de los productos cerealistas. Hubo algunas buenas cosechas en los años treinta, y la asistencia del gobierno a través de los planes de apoyo a los precios y créditos fueron útiles para el sector. El comercio exterior, aunque centrado en productos primarios, se centraba en productos menos sensibles a los precios —como vino, fruta y pescado— y contó con la especial relación comercial con Gran Bretaña. Portugal abandonó el patrón oro poco después que lo hiciera Gran Bretaña en septiembre de 1931, y se convirtió en un miembro de la zona de la libra, por lo que no se vio limitado por un tipo de cambio sobrestimado. El aumento de la confianza en su moneda alentó la repatriación de capitales y, junto con el crecimiento de los ingresos procedentes del turismo, provocó un superávit en la balanza de pagos en los años treinta y la acumulación de oro y reservas de divisas extranjeras.

El Estado también asumió un papel más intervencionista en la economía durante estos años. El régimen de Salazar no era excesivamente duro, como era el caso de Alemania y la Rusia soviética. Más benigno y de perfil bajo aunque nacionalista, su objetivo era fortalecer Portugal desde dentro. Sus principales objetivos eran mantener la estabilidad financiera y una moneda sólida, fomentar la industrialización mediante la sustitución de la importaciones y mejorar las infraestructuras del país, para lo que necesitaba aumentar la regulación de la actividad económica a través de los controles impuestos por la burocracia de una estructura corporativista. Algunos autores han visto la estatal estructura corporativista estructura como una influencia negativa, que reprimía las empresas y las fuerzas competitivas y retardaba la modernización y la mejora tecnológica, mientras se ocupaba bien poco de la ineficiente estructura agraria. Sin embargo, no debe adoptarse un punto de vista demasiado negativo respecto de esta nueva estrategia. Se dieron algunos estímulos a la industria a través de la sustitución de importaciones y de ayudas gubernamentales, mientras que se promovió el desarrollo de infraestructuras mediante el gasto público, aunque a finales de los treinta se tendió más hacia las necesidades de defensa. La prudencia fiscal y la solidez de la moneda mejoraron la confianza, mientras que la política monetaria se relajó en los años treinta, con una masa monetaria en constante aumento y la caída de las tasas de interés.

Aunque las estimaciones varían, parece que el desempeño económico general de Portugal fue mejor que el de España durante la posguerra (1913-1938), invirtiéndose de forma efectiva sus posiciones anteriores en términos de niveles absolutos de producto per cápita. Pero, hacia el final del período, ambos países seguían lamentablemente atrasados y ambos habían fracasado a la hora de transformar sus sectores agrarios. En el mediano plazo, existían pocas posibilidades que alguno de ellos avanzase hacia un crecimiento sostenido y una transformación estructural, pues las bases de su modernización todavía debían ponerse a punto. En cualquier caso, la guerra volvió a interferir para complicar la situación.

Los países nórdicos (Dinamarca, Finlandia, Noruega y Suecia) habían demostrado ser una de las áreas de mayor crecimiento en el período de entreguerras, especialmente en la década de los treinta. El crecimiento anual del PIB de 1919 a 1939 fue del 2,7 por 100 en Dinamarca, el 3 en Noruega, el 3, en Suecia y el 5,3 en Finlandia. En los años treinta, Finlandia registró un notable 7 por 100 anual y pasó de ser un pobre país agrícola a un estado industrializado relativamente moderno. Se vivió una moderada depresión, de hecho una de las más suaves de Europa, con un PIB per cápita decreciente un 5,2 por 100 en los países nórdicos, con Dinamarca como la más superficial (los siguientes mejores comportamientos serían el Reino Unido, Suiza e Italia).

La relativa suavidad de la depresión y la fuerte recuperación pueden atribuirse al pronto abandono del patrón oro y a la adopción de una políticas monetarias más inflacionarias como consecuencia. Las políticas arancelarias y comerciales también ayudaron, mientras que las fiscales eran bastante neutrales, a pesar de los tan cacareados pronunciamientos presupuestarios anticíclicos suecos. De hecho, las investigaciones más recientes sugieren que resulta difícil rastrear una acción presupuestaria deficitaria persistente durante la década de los treinta en cualquiera de los países nórdicos. Estos países también contaron con la ayuda de las significativas transformaciones estructurales llevadas a cabo durante el período, lo que implicó un cambio de actividades con bajos márgenes a otras con mayor margen. Ciertamente, el desempleo se mantuvo alto durante los años treinta, pero ello se debió principalmente al rápido crecimiento de la oferta laboral, al control de la emigración en Estados Unidos y a los recortes de mano de obra que acompañó a la depresión.

En general, el rendimiento de los países nórdicos se nos aparece aún más notable, cuando —a excepción de Finlandia— se recuerda su indigesta actuación durante la década anterior, como resultado de la deflación paripolitik. Los países escandinavos sufrieron una gravísima recesión en 1920-1922, y su lucha para volver al patrón oro con una paridad anterior a la guerra dejó a sus economías en el limbo por casi una década. Finlandia evitó este legado al abstenerse de defender el valor de preguerra de su moneda.

Los tres estados bálticos (Estonia, Letonia y Lituania) también se comportaron muy bien, teniendo en cuenta su accidentada historia. Gran parte de su cultura y su desarrollo en el pasado había estado influido por países más grandes (Suecia, Alemania, Polonia y Rusia). Rusia adquirió estas provincias en el siglo XVIII, bajo cuyo dominio permanecieron hasta adquirir su independencia tras la primera guerra mundial.

Aunque todavía bastante retrasadas respecto de los estándares occidentales, se hallaban mucho más desarrolladas, tanto cultural como económicamente, que el Imperio ruso o cualquier otro país de la periferia. También contaban con un fuerte sentido de su identidad nacional en comparación con los países eslavos y, en muchos aspectos, su marco de referencia se hallaba más próximo a los escandinavos y Finlandia. Las instalaciones educativas y de infraestructura también eran mejores, y antes de 1914, se habían llevado a cabo algunos desarrollos industriales valiosos, especialmente en Estonia y Letonia, aunque muy dependientes del mercado ruso. La estructura demográfica también fue bastante favorable. Los grupos minoritarios representaban una proporción relativamente pequeña de la población, mientras que el crecimiento demográfico no era excesivo. Los niveles de alfabetización también eran elevados en comparación con el resto de países periféricos. Otro factor a su favor era la ratio más favorable hombre/tierra que en muchos otros países, por lo que la población agraria excedente no era excesiva. La agricultura era más eficiente que en la mayoría de países periféricos de bajos ingresos.

Sin embargo, las consecuencias de la posguerra no fueron coser y cantar. Los países bálticos quedaron aislados del gran mercado ruso para sus productos industriales y se vivían muchos problemas internos apremiantes, como la inestabilidad política y la necesidad de establecer regímenes parlamentarios viables, la solución de los problemas monetarios y financieros, el restablecimiento de la vida nacional tras ser vasallos del Imperio ruso y la necesidad de profundizar la reforma agraria.

Es notable cómo las recientemente independientes naciones bálticas lidiaron convenientemente con las tareas a que se enfrentaron durante la posguerra. Letonia, por ejemplo, fue uno de los primeros países de Europa en estabilizar su moneda, convirtiéndose en un modelo a seguir. La reforma agraria progresó de forma constante en los tres países durante los años veinte. Se establecieron nuevos regímenes parlamentarios, a pesar de que la inestabilidad política nunca se alejó de la superficie. La producción industrial se recuperó de los reveses de 1914-1918, cuando las empresas debieron adaptarse a la pérdida del mercado ruso. La agricultura también respondió a las nuevas oportunidades para avanzar hacia un modelo más intensivo de productos de alto valor como el tocino, la mantequilla, los huevos y los productos cárnicos para abastecer los mercados extranjeros. Estonia y Letonia fueron especialmente avanzados en este sentido, y el proceso se vio facilitado por la expansión del movimiento cooperativo.

Al final del período de entreguerras, los países bálticos se hallaban en una posición más sólida que muchos de los otros países periféricos. Una de las principales razones fue su capacidad para evitar quedar atrapados en la agricultura tradicional de baja productividad. La inferior ratio hombre/tierra, las reformas agrarias más eficientes y las políticas gubernamentales progresistas respecto del sector agrario contribuyeron a dicha transformación. La agricultura se hizo notablemente más eficiente, y no actuó como un lastre para la economía, como en muchos otros países de la periferia. En la cuestión de la reforma agraria, los países bálticos fueron más creativos que muchos de sus vecinos. Se abordó la viabilidad y la escasez de tierras mediante la creación de explotaciones medianas (más de un 90 por 100 se enmarcaban en esta categoría en 1930) en lugar de una excesiva fragmentación, aunque se dejó a algunos campesinos sin tierra. Los gobiernos de estos países también alentaron activamente la agricultura orientada a la exportación, junto con la promoción de las cooperativas, que fueron factores importantes en el éxito en la exportación de productos cárnicos y lácteos y en el aumento constante de la productividad agrícola.

Aunque el sector industrial era aún pequeño, se produjeron algunos avances importantes, especialmente en Estonia y Letonia, tanto más sorprendente dados los contratiempos ocasionados por la guerra. Se realizó un gran esfuerzo para encontrar mercados sustitutos en Gran Bretaña y Alemania —ante la pérdida de la salida hacia Rusia— y el comercio con ambos países acabó representando la mitad, o más, del total. Los importantes avances en educación y formación y en la provisión de infraestructuras esenciales también contribuyeron al éxito de la industria.

Aunque las cifras sobre ingresos totales para los Estados bálticos no son muy amplias, las disponibles sugieren que los niveles de ingresos per cápita fueron superiores a los de Europa oriental a finales de la etapa estudiada, y que se había producido un avance constante durante todo el período de entreguerras. Más importante aún, los países bálticos estaban mejor adaptados estructuralmente para un crecimiento sostenido, contando con un clima internacional más favorable que la mayoría de los otros países europeos de la periferia.

 

 

3. EUROPA EN VÍSPERAS DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

 

Para Europa en su conjunto, el período de entreguerras fue de crecimiento accidentado, crisis, tensión política y, por último, de amenaza de guerra. Se hizo algún progreso económico durante este período, pero de manera muy irregular y mucho menos vigorosa que antes de 1914. No sólo el progreso fue interrumpido severamente por la depresión de 1929-1932, sino que la mayoría de los países se enfrentaron con importantes problemas estructurales a lo largo del período, a medida que las nuevas técnicas, los cambios en los gustos y en los patrones de demanda creaban dificultades a los productores establecidos. La recuperación después de la recesión fue lenta y desigual e incluso a finales de los años treinta muchas economías continuaban operando por debajo de su plena capacidad.

De manera general, aquellos países que abandonaron el patrón oro y devaluaron sustancialmente sus monedas —especialmente los de la zona de la libra esterlina—, experimentaron la mayor recuperación mientras que aquellos países que se aferraron al oro hasta mediados de los años treinta o mantuvieron artificialmente sus tasas de cambio mediante controles de algún tipo, lo tuvieron peor.

De 1914 a 1939 el papel de Europa en la economía mundial disminuyó continuamente. La guerra no sólo debilitó seriamente la economía europea, sino que proporcionó oportunidades para que los países de fuera de Europa, especialmente Estados Unidos y Japón, reforzaran su potencia económica y los sucesivos acontecimientos no hicieron mucho por restablecer el equilibrio. Europa occidental en particular ya no fue lo suficientemente fuerte para continuar dictando el modelo de desarrollo mundial, como más o menos lo había hecho en el siglo XIX. Estados Unidos asumía ahora este papel y con fatales consecuencias en la depresión. Políticamente Europa también se había debilitado; había perdido su cohesión decimonónica; en Europa central y oriental una multiplicidad de estados autónomos, pero débiles y conflictivos, había surgido de las ruinas de los imperios austrohúngaro, germánico y de los Romanov, mientras que las enconadas tensiones políticas y las democracias débiles dejaron al Oeste en una situación de desunión. Finalmente, ni el Oeste ni el Este eran capaces de resistir solos los planes del nuevo régimen alemán, mientras que después de 1945 los países orientales se convirtieron en la presa de una nueva potencia mundial, la Unión Soviética.

En la propia Europa, el equilibrio de poder económico no cambió significativamente en este período. Los centros industriales más ricos siguieron firmemente en el Oeste, y a medida que uno se desplazaba hacia el sur y el este, la fuerza de la renta y las curvas de nivel industriales disminuían sin cesar. En vísperas de la segunda guerra mundial, unas dos terceras partes de la producción industrial de Europa eran obtenidas por el Reino Unido, Alemania y Francia, y la participación de los dos primeros países en la producción industrial era más del doble de la proporción de su población sobre la total de Europa. También hubo varios países industriales pequeños y avanzados, por ejemplo los Países Bajos, Bélgica y Suiza, con una participación proporcionalmente mayor en producción que en población, pero su contribución al total europeo se mantuvo pequeña. Yendo hacia la Europa central, se encontraban dos países relativamente avanzados, Austria y Checoslovaquia, con unas proporciones de industria y población aproximadamente iguales; entonces, desplazándose hacia el este, se alcanzaba Hungría, con una brecha del 60 por 100 entre las proporciones de industria y población, y después Polonia y los países balcánicos, donde la discrepancia era todavía mayor.

La historia de los niveles de renta era semejante. Aunque muchas de las estimaciones sobre renta nacional contienen sin duda márgenes de error y tienen que ser continuamente revisadas, nos proporcionan una base para realizar amplias comparaciones entre países y regiones. Las rentas nacionales per cápita más altas del período se registraron en Gran Bretaña, Bélgica, Dinamarca, Alemania, Suecia, Francia y los Países Bajos, y las más bajas en los Balcanes y Polonia, ocupando Europa central (Austria y Checoslovaquia) una posición intermedia. El promedio de renta per cápita de los siete países occidentales (en dólares norteamericanos de 1960) era de 1.046 dólares en 1938, es decir casi tres veces mayor que la media de los cuatro países más pobres (Polonia, Bulgaria, Rumanía y Yugoslavia) de 368 dólares. Austria y Checoslovaquia estaban de alguna manera mejor situadas que sus vecinos del este, a pesar de que su renta nacional per cápita sólo representaba la mitad de la del oeste. Aunque tales comparaciones no pueden proporcionar una guía precisa del nivel de vida en cada uno de los países, dan una idea aproximada de la disparidad de los niveles de renta entre el Oeste y el Este, disparidad que era probablemente tan grande como lo había sido en 1913. En otras palabras, Europa oriental no sólo se mantuvo desesperadamente pobre comparada con la occidental, sino que también el hecho de que las rentas estuvieran probablemente más desigualmente distribuidas en la antigua zona puede haber significado que mucha gente se encontraba viviendo en una situación cercana al nivel de subsistencia. Una situación similar encontraríamos en el sur de Europa (España, Portugal, Italia y Grecia). Este contraste entre pobreza y riqueza entre países y regiones ha dado lugar al término Tercer Mundo Europeo.

 

 

PREGUNTAS PARA DEBATIR

 

1. Explique el sólido comportamiento económico de los países nórdicos durante el período de entreguerras.

2. Comente los problemas económicos de Polonia en los años treinta.

3. ¿Cómo superaron la gran depresión los países balcánicos?

4. ¿Cómo adaptaron sus economías los países balcánicos durante el período de entreguerras?

5. ¿Por qué la mayoría de países periféricos europeos se mantuvieron en la pobreza?