EL sueño arrastró a Becky, hundiéndola cada vez más en un horror que observaba desde lejos.
Su madre… gritando, luchando, dando patadas, puñetazos. Su padre… encima de ella en la cocina. Gritándole palabras crueles. Borracho, iracundo.
Becky sólo sabía que tenía que huir, salir de la casa, salir de sus vidas.
Abrió la boca para respirar y pedir ayuda.
—¡Mamá!
Abrió los ojos, pero no vio nada, todo estaba oscuro. ¿Dónde estaba? ¿En la calle?
Echó los brazos hacia delante para no chocar con un árbol o con un edificio.
Alguien la estaba llamando. Alguien con la voz muy dulce.
—¿Mamá?
No, su madre ya no estaba.
Se despertó jadeando, con el corazón latiéndole a toda velocidad. Vio que había un poco de luz, a pesar de ser de noche.
—Becky.
Parpadeó, en la oscuridad reconoció la puerta, un armario, la ventana.
El reloj digital que había en la mesita de noche marcaba la una de la madrugada.
—¿Estás bien, cariño? —murmuró la voz que había oído en su sueño.
Recordó y miró a su alrededor. Compartía la cama con Michaela.
Con la luz de la luna que entraba por la ventana, Becky reconoció a Addie, inclinada sobre ella.
—Estabas soñando —le dijo en voz baja—. ¿Era una pesadilla?
—Sí —Becky quería borrar aquellos recuerdos para siempre, pero siempre volvían.
—Si necesitas hablar…
—Estoy bien —contestó, aunque quería hablar con Addie. Le parecía una mujer agradable. Y quería a Michaela. Eso era muy importante para ella. No le gustaban los padres que no eran buenos con sus hijos.
—Échate a un lado un momento —le pidió Addie, y se sentó en el borde de la cama, encima de la colcha. Entrelazó sus dedos con los de la niña.
A Becky se le llenaron los ojos de lágrimas. Addie estaba haciendo lo que habría hecho su madre después de una pesadilla.
Salvo que Addie no era su madre.
La idea hizo que llorase todavía más. Y Addie se quedó allí, sin soltarle la mano, sin hablar.
Poco a poco, Becky se fue relajando; dejó de llorar.
—Estaba soñando con mi madre —le dijo por fin con la voz quebrada.
Addie esperó, no contestó. A Becky le gustó que no le hiciese preguntas. Se relajó todavía más.
—Mi padre, Jesse, mató a mi madre. La apuñaló con un cuchillo de cocina. Desde entonces… no puedo comer carne —sollozó—. Yo no lo vi, pero estaba allí antes de que… Me escapé. A casa del vecino.
Addie se limitó a apretarle la mano.
—Jesse… —prosiguió la niña—. Agarró un cuchillo. A mamá le encantaba hacer pan. Hacía un montón y lo congelaba. Era un pan muy rico, ¿sabes? Cuando lo hacía, toda la casa olía como si fuese una panadería.
Tomó aire.
—A Jesse le encantaba aquel olor, y a mí también. Luego, mamá sacaba un pan del horno, cortaba un trozo, lo untaba con mantequilla y me lo daba. A mí me encantaba el pico. A mucha gente no le gusta, pero a mí, sí. Estaba crujiente y blando al mismo tiempo. Es la mejor parte del pan.
Becky guardó silencio durante unos segundos, pero Addie siguió sin decir nada.
—Se llamaba Hedy. Significa encantadora y feliz. Busqué su significado el año pasado. Hedy… Está un poco pasado de moda, pero le iba bien a mamá. Tenía una sonrisa muy dulce, ¿sabes? Y siempre estaba contenta.
—Hedy es un nombre muy bonito, cariño, y me alegro de que tu madre fuese una mujer tan buena —comentó Addie. Parecía triste.
—¿Tú sabes hacer pan? —le preguntó Becky.
—Sí. Y a Michaela le encanta con mantequilla y miel.
—Parece rico. ¿Crees que a papá le gusta la miel, aunque sea alérgico a las picaduras de abeja?
—Le encanta la miel.
Becky se preguntó por qué sabía Addie tantas cosas de su padre. Probablemente porque los dos habían crecido en la isla y habían ido juntos a clase.
Tal vez algún día ella también tendría una amiga con la que compartir cosas de la niñez. Iba a cumplir trece años el veintiuno de septiembre, todavía podía encontrar a una amiga para toda la vida si se quedaban a vivir en Firewood Island para siempre.
Era amiga de Michaela. Era cierto que la hija de Addie tenía cinco años menos que ella, pero cuando fuesen mayores sería distinto. La mejor amiga de su madre, a la que ella llamaba tía Claire, era casi nueve años mayor que ella.
—Me gusta Blake. Michaela tiene suerte de tenerlo como primo.
Pasó otro minuto.
—Debí haber hecho algo para evitar que Jesse le hiciese daño a mamá —dijo, y su voz sonó como cuando tenía cinco años—. Debí haberle… golpeado o algo… para que parase. Pero sólo huí.
—Oh, cielo. No pienses eso. Tú no tienes la culpa de lo que hizo Jesse, ¿de acuerdo?
—Eso es lo que me dice siempre mi psicóloga.
—Y tiene toda la razón. Ella sabe de lo que habla. Si tienes que confiar en alguien en todo esto, es en ella.
—Eso dice también mi papá.
—Él nunca te diría nada que no fuese cierto, Becky.
Empezó a sentirse mejor, a tener sueño.
—Gracias, señora… Addie.
—De nada.
Becky bostezó.
—¿Podremos hacer pan pronto?
—En cuanto arreglen mi casa.
—De acuerdo —cerró los ojos—. Hasta mañana, Addie.
—Hasta mañana, cariño.
Becky sonrió. Cariño. Su madre también la llamaba así, y le agarraba la mano cuando tenía pesadillas. Addie se parecía mucho a su madre.
Gracias a Dios, Skip no se parecía en nada a Jesse.
Cuando su hija empezó a respirar profundamente, Addie se levantó de la cama y fue hasta la ventana. Había dejado de llover y la luna brillaba por encima de la colina que había detrás de la casa.
Pensó en cómo, tumbada en el sofá en el que dormía, había sentido que algo iba mal y había ido derecha a la habitación de las niñas. Al principio había pensado que era Michaela la que la llamaba, pero no, era Becky que tenía un mal sueño.
Estaba soñando con el asesinato de su madre. Hedy. Una mujer alegre que había sido el pilar de Becky en una casa llena de sufrimientos.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Afortunadamente, Becky no había presenciado la violenta muerte de Hedy y se había ido a buscar a un vecino.
Pero sí había percibido cuáles eran las intenciones de Jesse.
La idea sacudió a Addie. Por aquel entonces, Becky tenía ocho años, uno más que Michaela en esos momentos.
Con dedos temblorosos, se limpió las lágrimas y se dio la vuelta. Después de besar con cuidado a las dos niñas en la mejilla, salió de la habitación y fue a la cocina. Tomó el teléfono inalámbrico, se sentó en un taburete y, sin pensar en que era más de la una y media de la madrugada, marcó el número de Skip.
—¿Cariño? —contestó él con voz somnolienta.
—Soy Addie.
—¿Y Becky…? —preguntó confundido.
—Ha tenido una pesadilla.
—Vaya.
—Pero ya está dormida otra vez. Oh, Skip. Me ha contado… Lo de su madre. Tengo ganas de vomitar, sólo de pensar en lo que tuvo que sufrir nuestra hija.
—Te escucho —dijo él con voz ronca.
Addie cerró los ojos, contuvo más lágrimas.
—Hemos… Hemos hablado un poco. No le he hecho preguntas. Creo que sólo necesitaba hablar.
—Le estás haciendo mucho bien, Addie. Normalmente, no habla después de las pesadillas.
Le dio un vuelco el corazón. No de alegría, pero sí porque Skip le estaba dando la esperanza de poder hacer por fin algo por su hija mayor. En esa ocasión, no le había fallado a Becky.
—Cuando se ha quedado dormida, Skip, he deseado rogarle que me perdonase. Habría hecho lo que fuese para librarla de esos horribles recuerdos. Quería… —se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas—… Me odio por haberla abandonado.
—Addie, escúchame. Podemos arrepentirnos de lo que hicimos hasta la saciedad, pero eso no ayudará a Becky. No le devolverá a Hedy, ni borrará los recuerdos de esa noche. Tienes que ser fuerte. Y estar ahí cuando te necesite. Eso es lo único que podemos hacer.
—Quiere que le haga pan.
—¿Sí?
Por el tono de su voz, Addie se lo imaginó sonriendo.
—Le voy a enseñar a hacerlo. Quiero que pueda hacer algo con las manos cuando el dolor sea demasiado fuerte.
—Sólo una madre pensaría en algo así. Vas a hacerlo muy bien, Addie.
—Hacer pan no es nada comparado con estar ahí todos los días.
—¿Y crees que yo voy a poder estar ahí para ella todos los días? Dentro de un mes se convertirá en una adolescente. Y eso le creará problemas de los que nunca me enteraré, o que no entenderé.
—Es cierto.
—Hoy puedes estar orgullosa de ti misma. Has estado con ella esta noche. Hace menos de dos semanas que estás en su vida y ya está recurriendo a ti para cosas con las que conmigo todavía no ha contado, después de diez meses.
—No estoy intentando quitártela, Skip.
—Bien —de pronto, parecía enfadado—. Porque si crees que he venido a utilizarla de anzuelo, te equivocas. Maldita sea, Addie. ¿No lo entiendes? Quiero que formes parte de su vida. Si por mí fuese… —suspiró.
—¿Qué?
—Nos casaríamos. Como debíamos haber hecho hace muchos años.
A Addie se le paró la respiración. ¿Le estaba pidiendo que se casase con él? Se frotó la frente. ¿Por qué lo hacía en ese momento? Ya no se conocían. Sus vidas eran diferentes. Sí, iban a trabajar en el mismo instituto, pero sus vidas iban por caminos diferentes.
—Addie, ¿me has oído?
—Sí —se tragó el miedo—. No funcionaría, Skip. Somos casi dos extraños.
—Nos conocemos desde la escuela primaria.
—¿Y qué pasa con los últimos trece años?
¿Por qué le preguntaba eso? No iba a casarse con él. Ni con él, ni con nadie.
—¿Qué pasa con esos años? —inquirió él—. Son historia. Y no lo son —volvió a suspirar—. Yo nunca he dejado de pensar en ti.
Addie sacudió la cabeza, recordó todas las mujeres con las que había salido.
—No vuelvas con ésas.
—Las otras no eran como tú, Addie. Ninguna era como tú.
—Ya no nos queremos. Si es que alguna vez nos quisimos.
—Yo te quería.
Se lo dijo con tanta convicción, que a Addie se le hizo un nudo en el pecho.
—Pero ya no me quieres —respondió—. Buenas noches, Skip.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Es demasiado tarde para esta conversación.
—¿Estás segura? —insistió él.
Lo cierto era que no estaba segura de nada.
—Son las dos de la mañana. Tengo que dormir.
—Cásate conmigo, Addie.
Ella se sintió dolida. Skip no podía ser tan cruel.
—Ya vale. Tenemos dos niñas en las que pensar. No quiero decepcionar a Michaela, ni a Becky, casándome con alguien a quien no quiero.
«¡Mentirosa!», se dijo a sí misma, «lo quieres desde que tenías trece años». La edad de Becky.
—Está bien. No sé en qué estaba pensando. Buenas noches, Addie.
Y colgó.
Addie se maldijo. Miró el teléfono, no había querido que la conversación terminase así. Volvió a llamar.
—Tengo que ir a Seattle mañana —dijo sin más preámbulos—, a comprarme otra furgoneta. ¿Quieres venir conmigo? Kat o mi madre pueden cuidar de las niñas.
Él no respondió inmediatamente, y a Addie se le subió el nudo del pecho a la garganta.
—Me gustaría que volviésemos a ser amigos, Skip —añadió—. Tal vez podamos empezar por ahí.
—Está bien. ¿A qué hora quieres salir?
La tensión que tenía en el estómago desapareció.
—Después del desayuno. Cuando se lo diga a las niñas.
—Estaré allí a las ocho. Por cierto, Addie, siempre has tenido mi amistad.
Y volvió a colgar.
Addie se quedó sentada, escuchando los sonidos de la noche antes de levantarse del taburete y apagar la luz.
Tumbada en el sofá, debajo del edredón, oyó cómo empezaba a llover de nuevo, el repiqueteo de las gotas en el tejado era reconfortante… igual que las últimas palabras de Skip, que le habían reconfortado el corazón.
A las siete de la mañana siguiente, Addie explicó sus planes de comprar una camioneta nueva a Kat mientras desayunaban.
—Skip va a venir conmigo —añadió—. Voy a pedirle a mamá que cuide de las niñas.
—Pueden quedarse aquí. Esta tarde voy a llevar a Blake a la piscina, y le gustará tener compañía.
—¿Estás segura?
—Claro. Sólo tengo un huésped y se marcha antes de la hora de comer. Así que tómate todo el tiempo que necesites. Si necesitas el día de mañana también, quédate, pero no compres la primera furgoneta que veas.
La idea de pasar la noche en Seattle con Skip hizo que Addie se ruborizase, temblase.
—No pienso…
—Ése es el problema, hermanita, que piensas demasiado. Tal vez sea lo que necesitáis, pasar una noche juntos.
—Kat, por favor. ¿Ayer despotricabas de él y hoy quieres que estemos juntos?
—He cambiado de idea. Tenéis una hija en común. Tal vez sea hora de que habléis de ello con sinceridad. Y sin interrupciones —dejó la taza de café en la mesa—. Y tal vez necesitéis ver qué queda entre vosotros.
—Por el momento, tal vez podamos ser amigos.
—Por el momento. Ya me lo dirás mañana, después de haber pasado una noche a solas con él.
—Kat —la reprendió Addie—. No voy a Seattle para acostarme con él.
—¿Quién ha hablado de acostarse? Aunque… muchos temas importantes se han tratado entre sábanas.
—¿Qué te pasa?
—A mí no me pasa nada, pero tú estás muy rara desde que Skip ha vuelto. Y luego está lo de Becky… Estás loca por ella.
—¿Tanto se nota? —murmuró Addie.
—Sí. Sigues todos sus movimientos con la mirada.
—Me muero sólo de pensar todas las cosas que me he perdido.
—¿Y no crees que Skip se siente igual? ¿No crees que se siente culpable? ¿Nunca le has preguntado por qué buscó a Becky?
—La verdad es que no —susurró Addie. No sabía la verdadera razón—. He estado… —«demasiado concentrada en mi propio dolor», pensó—. Sólo quiero tener a Becky en mi vida.
Kat alargó una mano y la puso encima de la de su hermana.
—Ya lo sé. Por eso necesitas tomarte una noche libre. Hablar con él para saber lo que pensáis y lo que queréis para la niña. Ahora, ve a depilarte las cejas, péinate y prepárate. Skip llegará antes de que te des cuenta.
Cuando Skip llegó, Michaela casi ni le dio un beso de despedida a su madre.
—Eh —la llamó ésta, sintiéndose un poco abandonada—. No te vayas tan pronto, señorita. Haz exactamente lo que te diga la tía Kat, ¿de acuerdo? No hagas tonterías.
—De acuerdo, mamá.
Addie acarició el pelo de Michaela y miró a Becky. No quedaban vestigios de su sueño, ni de la charla que habían tenido la noche anterior, en los ojos de la niña.
—Adiós, papá —la oyó decir sonriendo, y desapareció por las escaleras para jugar con los otros dos niños.
Addie rió al verlas tan contentas. Kat les había prometido que las llevaría a la piscina, que harían galletas, irían a la biblioteca y cenarían pizza.
—Nunca pensé que me sentiría como un segundo plato —comentó Skip.
Kat rió.
—Pues ve acostumbrándote. Por cierto, me alegro de verte, Skip.
—Yo también.
Addie observó cómo se daban la mano. Aquello tenía buena pinta.
Skip la miró.
—¿Estás lista?
Por un momento, le costó marcharse, miró hacia la cocina, que estaba vacía. Desde que Michaela había nacido, Addie no se había separado de ella más que unas horas, y siempre había estado a cinco minutos de donde la niña se encontrase.
—Marchaos —les dijo Kat empujándolos hacia la puerta—. Tengo que preparar el desayuno para mis huéspedes. Llamadme luego —les guiñó el ojo y cerró la puerta.
Addie se quedó al lado de Skip en la entrada. La tormenta había desaparecido. El cielo estaba azul y la temperatura era agradable. Pero ninguna de las dos cosas llamó su atención. Había hecho lo que le había dicho su hermana, se había arreglado las cejas y el pelo y se había puesto una de las faldas veraniegas de Kat.
«Lo hago por mí», se dijo. «No por él». Salvo que su corazón opinó lo contrario cuando Skip la miró con deseo.
—Te has cortado el pelo —comentó ella.
—Ayer —respondió Skip—, cuando vine a la ciudad para hablar con Cheryl Mosley de las metas anuales para el departamento de ciencias.
—¿Qué tal fue? —Addie no quería imaginárselo trabajando con una de sus ex novias.
—Creo que Cheryl preferiría dar clase en otra parte, pero no va a poder ser.
—¿No?
—No —sonrió—. Entonces, ¿te gusta mi corte de pelo?
Sin pensarlo, Addie le metió los dedos en la coronilla, donde brillaba el sol. Por un momentos, sus miradas se cruzaron.
—Addie.
—Yo… —le falló la voz. «Siempre me encantó tu pelo… Tu olor… Haces que me lata muy deprisa el corazón», pensó.
Y vio que él tenía tantas ganas de besarla como ella a él.
—Tenemos que irnos si queremos llegar al ferry —dijo Skip poniéndole una mano en la espalda para guiarla hasta su coche.
Fueron hasta el puerto en silencio. Allí, se pusieron a la cola para embarcar, también sin hablar. Con el rabillo del ojo, Addie vio que tenía la mandíbula apretada.
Se había puesto un par de vaqueros desgastados y unos mocasines de piel sin calcetines. Addie pensó que una vez lo había visto completamente desnudo, y sintió calor en el vientre.
—No has dicho ni una palabra en diez minutos —le dijo.
—Quiero besarte, Addie. Nunca había deseado tanto besar a una mujer.
—Oh —ella sintió todavía más calor. Se pasó la lengua por los labios—. Yo también. Quiero besarte.
—Lo sé —dijo él toscamente, sin ninguna petulancia.
Volvió la cabeza y la recorrió con la mirada.
—Estás preciosa —le dijo—. Más guapa de lo que recordaba.
—Gracias. No suelo tener ocasiones para ponerme guapa.
¿Por qué había dicho eso? Skip iba a pensar que no tenía vida. Pero era la verdad, ¿cuánto hacía que no se había vestido para gustar a un hombre? ¿Cuándo había sido la última vez que un hombre la había mirado con deseo? Hacía nueve años, había sido Dempsey, y la verdad era que el deseo le había durado sólo diez minutos.
—En ese caso… Te invitaré a cenar todas las semanas para que tengas una excusa para ponerte guapa.
La fila de vehículos empezó a avanzar.
—No es necesario —contestó Addie.
—De todos modos, me gustaría hacerlo —entró en el ferry con el coche, lo aparcó y apagó el motor. Alargó la mano y tomó las chaquetas—. ¿Quieres que vayamos a la cubierta de arriba para que nos dé un poco el aire?
Sí, eso era precisamente lo que quería Addie. Así que cuando el ferry hubo zarpado, subieron las escaleras y salieron a la cubierta superior. El sol brillaba, el viento era caliente y el agua parecía salpicada de diamantes. Un poco más adelante, dos gaviotas flotaban entre las olas, y una pequeña bandada volaba cerca del barco.
Addie se agarró a la barandilla y rió.
—Esto es precioso. ¿Siempre subes aquí cuando vas en ferry?
—Depende del tiempo.
—Creo que podría volverme adicta.
Desde detrás, Skip la abrazó por la cintura.
—Yo también —murmuró.
Y Addie supo que no estaba hablando de pasear en ferry.
De repente, tuvo que admitir lo que llevaba años negando.
Quería a Skip Dalton.
Y no tenía nada que ver con el olor del mar, ni con las gaviotas, ni con las olas o con la manera en que el viento le apartaba el pelo de la frente. Temblaba con sólo oír su voz, se le aceleraba el pulso al verlo, se le entrecortaba la respiración cuando la tocaba.
Se apoyó en su pecho, sintió su abrazo y, por primera vez desde que tenía diecisiete años, volvió a sentirse feliz.