EL pueblo de Burnt Bend no había cambiado demasiado desde que Skip era niño.
Aparcó la camioneta cerca de la ferretería en la que había trabajado con dieciséis años y apagó el motor. Se preguntó qué estaría haciendo su madre, que estaba en su tienda, justo en la esquina. Y qué haría si entraba allí con Becky.
Miró a su hija y se dijo que sería mejor esperar un poco. Antes, tenía que arreglar las cosas con Addie. Su madre tendría que esperar. Lo último que quería era que lo agobiase su familia.
—¿Lista para ir a comprar un buzón?
Por el bien de Becky, quería que les dejasen el periódico en casa todos los días. Todavía le sorprendía que a su hija le gustase tanto leerlo.
—¿Y una casa para pájaros?
—También —accedió él mientras bajaban de la camioneta.
—Mira. Ahí están la señora Malloy y Michaela.
Skip miró al otro lado de la calle. Addie y su hija estaban en la acera, delante de la biblioteca, mirándolos.
Levantó una mano para saludarlas.
Addie puso a su hija detrás de ella y ambas entraron en el edificio.
Skip se guardó las llaves en el bolsillo. ¿Se acordaría Addie de los paseos que habían dado por la isla en su vieja camioneta? ¿Cómo se había acurrucado allí contra él, cómo había reído a su oído?
—Michaela —llamó Becky.
La niña la saludó con la mano antes de entrar en la biblioteca.
—Voy a acercarme a saludarla.
Antes de que Skip pudiese impedirlo, Becky había cruzado la carretera y estaba entrando en la biblioteca.
Él la siguió, suspirando, y se dijo que los cuatro años que había pasado la niña en hogares de acogida habían hecho que fuese muy independiente.
La biblioteca seguía igual que la recordaba, salvo que él ya no tenía dieciocho años, tenía treinta y tres. Y padre de una niña de casi trece años.
Vio a Addie arrodillada en la zona infantil, con Becky y Michaela. Con un montón de libros en el suelo.
Levantó la mirada al verlo acercarse.
—Skip.
No iba a montarle una escena con las niñas delante, pero había pronunciado su nombre con acritud.
—Addie —la saludó él. Por primera vez, se dio cuenta de que iba vestida con ropa deportiva, y parecía de la misma edad que Becky.
—Eh, papá —dijo su hija sonriendo—. Michaela ya sabe leer libros. ¿No es genial?
—Es estupendo, cielo.
Addie murmuró algo al oído de su hija y se puso en pie.
—Estaremos bien, señora Malloy —le aseguró Becky.
Addie lo miró con sus ojos azules y le hizo una señal para que la siguiese hasta la zona de ficción. Donde las niñas no pudiesen oírlos.
—¿Has venido a buscar algún libro? —le preguntó.
—Mi hija quería saludar a la tuya —explicó él.
—Ah.
—Mira, Addie…
—No, mira tú, Skip. Sé que vamos a vernos por aquí. A excepción de la gente rica que se ha instalado por la costa, la isla no ha cambiado demasiado. Es un lugar pequeño, la gente habla. ¿Me entiendes?
—Y tú no quieres que hablen de nosotros.
—Ya te he dicho…
—Ya lo sé. Que no hay nada entre nosotros.
—No.
Sus ojos lo cautivaron. Ya lo habían cautivado mucho tiempo atrás, hasta que su padre lo había sacado de ellos de una patada.
—Addie, ¿por qué no acabamos con las hostilidades? Lo que pasó hace trece años… No podemos volver atrás.
Ella lo miró con dureza y Skip se maldijo, no estaba diciendo lo adecuado.
—Mira —añadió—, lo que quiero decir es que si pudiese retroceder, lo cambiaría todo. Tú eras lo más…
—Perdona, pero mi hija ya ha escogido un cuento —dijo pasando por su lado para ir con Michaela y Becky.
Varios minutos después las niñas se despidieron y las Malloy se marcharon.
—¿Papá? —susurró Becky—. ¿Qué pasa?
Él fingió que leía los títulos de los libros de las estanterías.
—Nada.
—Claro que sí. Pasa algo entre la señora Malloy y tú, estoy segura —dijo mirándolo con recelo—. La conoces, ¿verdad? De cuando vivías aquí. ¿Ibais juntos a clase o algo así?
—La conozco desde que éramos niños, pero preferiría no hablar de ello ahora, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—¿Has elegido ya una novela?
Becky levantó la mano, tenía en ella Verano en vaqueros, y Skip rió. Le encantaban las sagas juveniles.
—Y me llevo éste también.
Era un libro acerca de cómo construir casas para pájaros en un día.
—Así podremos tener crías todos los años —añadió sonriendo de un modo encantador.
—Está bien.
Él eligió una novela sin tan siquiera leer el título ni el autor y se dirigieron hacia el mostrador.
—Necesitamos hacernos la tarjeta de la biblioteca —le dijo a la bibliotecaria, que era la misma que en su época.
—Vaya, vaya —comentó ella—. Skip Dalton. He oído que has vuelto a la ciudad.
—Sí, señora Brookley —y antes de que le dijese algo desagradable, le presentó a su hija—. Ésta es Becky, mi hija.
—¿Qué curso vas a empezar en septiembre, Becky?
—Séptimo.
—¿Se te dan bien las matemáticas? —le preguntó la mujer mientras les hacía las tarjetas.
—Sí.
—En ese caso no tendrás problemas con la señora Malloy. Será tu profesora.
Tres minutos más tarde volvían a salir a la luz del sol.
—Vamos a ver qué buzones tienen en la ferretería —sugirió Skip empezando a cruzar la calle.
—Papá —comenzó Becky—, quiero saber qué pasa entre la señora Malloy y tú. He visto cómo te miraba.
—¿Cómo me miraba?
—Como si quisiera arrancarte la cabeza de un mordisco.
—Es una larga historia, cielo. Te prometo que te la contaré algún día.
—¿Por qué no hoy?
—Porque antes tengo que aclarar algunas cosas con ella, ¿de acuerdo?
Cruzaron la calle y anduvieron por la acera.
—¿Era tu novia en el instituto?
—Eres persistente, ¿verdad? Ya te lo contaré cuando llegue el momento.
—Le gusta correr.
—Ya lo he visto.
—Va a correr tres veces a la semana con sus hermanas. ¿Sabías que tiene dos hermanas que viven aquí? Michaela tiene mucha suerte de tener tías.
—¿Michaela te ha contado todo eso?
—Sí. Y más cosas.
—¿Como qué?
Becky rió.
—No te lo contaré hasta que tú no me cuentes lo tuyo.
—Ya te he dicho…
—Que me lo contarás cuando llegue el momento.
—Chica lista, vamos a comprar ese buzón.
—¿Y la casa para pájaros? —preguntó Becky mientras abría la puerta de la ferretería.
—Marchando una casa para pájaros también.
Cualquier cosa con tal de cambiar de tema de conversación. Aquella niña era demasiado perspicaz. Y él todavía no estaba preparado para desvelar aquella parte de su pasado.
Le corría el sudor por las costillas, la espalda y entre los pechos. Aquel día era ella quien marcaba el paso a sus hermanas. Después del encuentro con Skip, Addie necesitaba desahogarse, superar los recuerdos.
Claro, por eso se había casado con un hombre que se parecía a él, con el pelo moreno y los ojos color miel.
Había tomado tantas, tantas decisiones equivocadas.
Bajó el ritmo y respiró por la boca.
Al principio habían sido Addie y su hermana mediana, Kat, las que habían decidido ir a correr para olvidar las penas y deshacerse del estrés. Kat había perdido a su marido en un accidente de barco y ella seguía teniendo pesadillas acerca del bebé que había abandonado, y los problemas con Dempsey.
Luego había vuelto su hermana mayor, Lee, y se había unido a ellas.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Lee poniéndose a su lado—. ¿Por qué vas tan rápido?
—Nada.
—¿Es por Skip Dalton? —preguntó Kat desde detrás.
—¿Qué pasa con él? —quiso saber Lee.
—Kat piensa que es porque se ha mudado a vivir enfrente de mí, pero a mí eso no me preocupa.
—¿Lo has visto hoy? —inquirió Lee—. ¿Es por eso por lo que estás disgustada?
—No estoy disgustada.
Ya no.
No desde que habían empezado a correr. En la biblioteca había pensado que Skip la había seguido, pero Michaela le había explicado después que Becky le había dicho que habían ido a saludarlas y a hacerse el carné.
Becky era una muchacha educada y amable. Y a Michaela le caía bien. Y eso la asustaba, ya que no quería pasar más tiempo del necesario con Skip.
Bajo sus pies el suelo era esponjoso, el camino fácil de seguir. Olía a pino, a musgo y al agua de lago. Había recorrido aquel camino con Skip cuando tenía dieciséis años, y durante los siguientes siete meses, hasta que habían hecho el amor en la parte de atrás de su camioneta. Bajo la luna de agosto.
—¿Addie? —la llamó Lee, haciéndola volver al presente—. Cuéntanoslo, llevas así más de una semana.
—Está bien —dijo ella deteniéndose de golpe—. Lo que me pasa es que tengo miedo.
—¿De Skip?
—Sí, de Skip.
Kat, la más cariñosa de todas, la abrazó.
—¿Y por qué ibas a tenerle miedo?
Lee puso los ojos en blanco.
—Tiene miedo de sí misma.
Addie asintió.
—Vive al otro lado de la carretera. No sólo voy a verlo en el instituto, sino también cuando esté en casa. Becky le ha dicho a Michaela que van a poner una casa para pájaros.
—¿Y qué hay de malo en ello? —quiso saber Kat.
—Que quiere decir que van a quedarse.
—Pero eso ya lo sabías, Addie —comentó Lee—. Lo supiste cuando aceptó el trabajo de entrenador.
Sus dos hermanas la observaron.
—Todavía sientes algo por él —dijo Lee por fin.
—De eso nada.
—Oh, Addie.
Ella retrocedió y levantó las manos.
—No empecéis. Lo he superado, ¿de acuerdo? No he pensado en él durante años —empezó a correr de nuevo.
Torció una curva, la curva en la que él le había dicho que la amaba, que nunca la dejaría, que se harían viejos juntos. Y corrió todavía más deprisa, escapando de algo que creía enterrado desde hacía trece años…
Lee tenía razón.
Addie llamó a Michaela desde la puerta de atrás. No obtuvo respuesta. Se preocupó. ¿Dónde estaba?
Corrió a la parte delantera de la casa. Y se detuvo al oír los golpes de un martillo. ¿Es que todavía no habían terminado la obra?
Entonces vio adónde había ido su hija. A ver la casa para pájaros.
La que Becky le había descrito la noche anterior por teléfono. Ya habían intercambiado los números.
Cruzó la carretera y pasó al lado del buzón en el que ponía DALTON, un apellido fuerte para un hombre testarudo.
Siempre había hecho lo que había querido, lo que había estimado necesario para su profesión. Muchos años atrás había adorado su apellido, lo había escrito cientos de veces en los cuadernos del instituto.
Qué estupidez. Había sido una niña estúpida, con un montón de sueños tontos y vanas esperanzas.
En ese momento era una mujer independiente, pragmática y con sentido común.
Mientras avanzaba por el camino de grava oyó risas. Las niñas estaban intentando dar volteretas por el césped mientras Skip leía las instrucciones de la casa para pájaros.
Addie lo observó. La escena casi le hacía daño. Ver a Skip como padre de familia, con dos niñas, trabajando en el jardín, arreglando cosas. Sólo faltaba un perro tumbado bajo el sol y moviendo la cola. Y una mujer…
Se negó a preguntarse quién sería la madre de Becky…
—¡Mamá! —gritó Michaela corriendo hacia ella—. ¡Becky y yo sabemos hacer volteretas! —la agarró de la mano—. ¡Ven a verlo!
Skip se volvió a mirarla al oír gritar a la niña. Ella se quedó donde estaba.
—Es hora de irse a casa, cielo. Tenemos que ir a ver las abejas.
Michaela negó con la cabeza.
—P… P… Pero yo quiero que… quedarme.
—No pasa nada, señora Malloy —dijo Becky acercándose—. Mick puede quedarse con nosotros hasta que vuelva. ¿Verdad, papá?
—Por supuesto —contestó él.
—Por f… f… favor, mamá. Quiero quedarme con ellos. Quiero hacer m… m… más volteretas. B… B… Becky me está enseñando.
—Michaela —Addie se arrodilló en el césped, delante de ella—. Puedes volver otro día, ¿de acuerdo?
La niña hizo un puchero, sacudió la cabeza. Los ojos empezaron a llenársele de lágrimas.
—P… P… Por favor, mamá —susurró, abrazándola—. Becky es mi amiga.
¿Cómo iba a negarse?
—Estará bien con nosotros —dijo Skip acercándose—. Cuenta con ello.
—No cuento con nada —replicó ella, que todavía se acordaba de cuando le había hecho aquella misma promesa trece años atrás.
—Ya entiendo —Skip había atado cabos.
—Por favor, mamá —le suplicó Michaela.
—Está bien.
Las niñas echaron a correr juntas.
—No le pasará nada. Estarán aquí conmigo —dijo Skip.
—De todos modos, me sentiré mejor dejándote mi número de teléfono.
—Está bien —Skip sacó un cuaderno y un lapicero de su bolsillo.
—Gracias —le dijo ella cuando lo hubo anotado—. No tardaré.
—Addie —la llamó él—. Está bien que las niñas se entiendan, ¿no crees?
—Eso no significa que nosotros tengamos que ser amigos —contestó ella sin dejar de andar—. No te imagines cosas que no son.
—No, no lo hago. Es sólo que me gustaría…
Ella se detuvo, lo miró a los ojos.
—¿El qué? ¿Que fuésemos amigos? ¿Que el pasado no existiese y que yo no te odiase por lo que me dijiste e hiciste?
Se dio cuenta de que había hablado más de la cuenta.
—Addie. Picadura de abeja.
«Picadura de abeja». Aquél había sido su código secreto de adolescentes, cuando ella se peleaba con su padre y se quejaba de que fuese tan estricto. Aquellas palabras siempre la habían ayudado a ver las cosas de manera objetiva. Las picaduras de abeja eran mucho peor que una discusión con su padre.
Miró a Skip y lo entendió. Tenerlo como vecino, o que sus hijas se cayesen bien no era tan malo.
Se mordió el labio inferior y se dio la vuelta.