Capítulo 4

La inauguración

Maya apartó la mirada del visor para ver mejor al hombre que estaba frente al objetivo de su cámara. Ted Kerry sostenía a duras penas el micrófono adornado con el cartón de la WCNC-6, debido a un temblor nervioso que se extendía por toda la mano derecha. Blasfemó en voz baja mientras se apretaba la muñeca con la otra mano, en un vano intento de mitigar el tembleque.

—¿Va todo bien? —preguntó Maya, bajando la cámara hasta la altura de la cintura. El tono a barro rojo de su piel, debido a sus antepasados indígenas, adquirió un brillo especial cuando la luz del foco de la cámara cayó sobre ella. A pesar de que aquellos genes habían sido mezclados una y otra vez, aquella luminosidad de la arcilla tierna se resistía a marcharse.

—¿Seguro que estás bien, Ted? —insistió Maya.

Cuando Maya dijo «bien», en realidad quería decir: «Por favor, eres un adulto, ¿quieres dejar de temblar y comportarte como tal?».

—Esos condenados niñatos…

Ted había estado conduciendo la furgoneta. A lo lejos vieron una valla enorme que les daba la bienvenida. Tal como la cruzaron, leyendo aquello de «El refugio de América», un temblor sacudió levemente el suelo bajo los neumáticos. El hombre le restó importancia y decidió seguir la marcha, pero al poco descubrieron horrorizados un herrumbroso coche dando bandazos que se dirigía sin contemplaciones hacia ellos. Se salvaron de la colisión en el último instante, unas décimas de segundo que se dilataron en la percepción temporal de Maya lo suficiente como para descubrir, perpleja, que aquella lata con ruedas no estaba siendo conducida por nadie. Tres chavales en el resto de asientos, probablemente borrachos, pero nadie al volante. La operadora de cámara no pudo evitar pensar en El coche fantástico. «Kitt, atento a la carretera», pensó en el breve instante de tiempo en el que el humor y la tragedia se confunden. Por eso sí que se vieron obligados a parar, ya que el reportero se sintió incapaz de seguir al volante.

—Se me va a notar, no voy a ser capaz de hacer un buen reportaje así —estuvo repitiendo con la cadencia de un mantra, pero sin despegar las manos del volante.

Maya pensó que cuando Ted dijo «buen reportaje», en realidad quería decir: «Cubrir la inauguración de un pequeño museo en un pueblo aún más minúsculo, que no le importaba a nadie, para rellenar el espacio de cultura, el que tenía menos audiencia, dentro de la franja con menos televidentes de la tarde».

La operadora, que sostenía tanto el peso de la cámara como el ego del presentador, se vio obligada a conducir la furgoneta el breve trayecto que quedaba para que Ted pudiera calmarse y hacer su buen reportaje. A pesar de que ya había pasado media hora, el hombre era incapaz de sostener el micrófono sin que pareciera que estuvieran cubriendo un directo en San Francisco en 1906.

—Quizá deberías tomarte una tila —sugirió Maya mientras apagaba la antorcha y la Betacam, segura de que no iban a poder grabar en un buen rato.

Cuando Maya dijo «tila», en realidad quería decir: «Un buen lingotazo de algo que te calme los putos nervios, porque me estás poniendo nerviosa a mí».

El presentador, incapaz de reconocer que estaba indispuesto, respondió arrugando la nariz en un gesto que le hacía mostrar los caninos superiores; le dio el micrófono a Maya sin ni siquiera mirarla y dio media vuelta. La operadora se quedó allí, plantada, cargando con todo (a excepción del ego, que tuvo la deferencia de llevarse detrás), mientras lo observaba alejarse.

—De nada —dijo cuando ya no podía escucharla.

Maya decidió darse un paseo por el hall del museo, un trávelin para tomar perspectiva de la situación. No había asistido demasiada gente a la inauguración, aunque los que lo habían hecho se hacían notar. Las mujeres llevaban vestidos estrafalarios, del tipo de los que se compra la gente de las ciudades pequeñas con dinero, en los que solo hay dos o tres ocasiones al año para poder utilizarlos. Ellos llevaban el traje que probablemente habían usado en la boda de sus hijos, algunos con frac y otros con un pañuelo de color en la solapa de la chaqueta.

Maya se sintió fuera de lugar con sus vaqueros tres tallas más grandes y la camiseta de los Lakers, que ocultaban un cuerpo atlético que le permitía cargar todo el día con el equipo de grabación. Aferró con fuerza la cámara, porque era lo único que le daba algo de seguridad en aquel entorno: era la herramienta con la que compartía su visión del mundo, con la que creaba; o eso se empeñaba en repetirse una y otra vez, con el sueño de creerse una directora de cine, cuando la mayoría de las veces lo único que hacía era registrar aquellos reportajes del valiente Ted Kerry. Sin embargo, esa visión era algo innato para ella. Donde los demás veían gente ella veía actores, donde había conversaciones ella veía alternancia de planos y contraplanos, donde se lucía superioridad ella veía contrapicados.

—Perdón —se disculpó un hombre que casi la tira al suelo. La mujer vio sobrevolar por encima de ella una copa en stop motion con la misma cadencia que los monstruos de Harryhausen en Furia de Titanes. En un reflejo impropio de una persona que apestaba a alcohol, zafó el vaso antes de que se derramara por encima de la camiseta de los Lakers. Lanzó una mirada furtiva a un grupo de amigos tras él, que empezaron a reírse a carcajadas tras presenciar la escena. El ganador de la medalla de oro en la disciplina de «coger al vuelo copas voladoras», en los Juegos Olímpicos para Ebrios, volvió a disculparse y dio media vuelta para darse un baño de masas con su agradecido público.

—¿Alguien mira por dónde va en este lugar? —dijo Maya por lo bajo mientras retomaba la compostura. También tuvo que esperarse un poco a decirlo, por aquello de si la oían.

Cuando Maya dijo «lugar», en realidad quería decir: «Pueblo, pueblucho, aldea, lugar de mierda perdido en medio de ningún sitio».

La mujer volvió a colocarse todo el material electrónico que llevaba encima y continuó andando. Pesaba bastante, aunque dio gracias porque la cadena hubiera comprado finalmente las nuevas cámaras que tenían la unidad de cinta integrada. A la misma situación, unos años antes, hubiera tenido que añadirle un maletín externo para los casetes, unido a la cámara por un cable.

Maya estuvo escuchando al vuelo algunas de las conversaciones que se producían a su alrededor, en algo que etiquetó mentalmente como «registro de ruido ambiente». Le llamó mucho la atención que varias de ellas giraban alrededor del aspecto del edificio, y no eran halagadoras en absoluto:

—¿Creéis que se adapta al gusto de esta ciudad?

—Es… curioso, ¿verdad?

—Extraño, diría yo. O diferente, pero bueno, no vamos a quedarnos con lo de siempre, ¿no?

No fue difícil identificar a los políticos o a los empresarios locales, si es que había tal diferencia, ya que estaban rodeados por un círculo de individuos con ansias simbióticas, que respondían con unas exageradas carcajadas a sus comentarios jocosos. Uno de ellos hacia aspavientos señalando distintos lugares del edificio.

—¿A que te han adjudicado la contrata? —dijo Maya por lo bajo.

Cuando Maya dijo «contrata», en realidad quería decir: «Favor que luego había que devolver por un módico porcentaje del montante total».

—Una obra excepcional, como nunca se ha hecho en este lugar. El museo que esta gran ciudad se merece sin un atisbo de duda. —Maya, que se había acercado al grupo para escucharlos mejor, chasqueó la lengua. Tenía buen olfato para esas cosas, pero obviamente se había equivocado. El hombre no hablaba como un constructor, sino como un político. El constructor debía de ser uno de los que estaba a su lado, el que no hacía más que asentir con la cabeza; entre ellos había cierta familiaridad, como de viejos amigos del colegio.

Se alejó del corro, con la certeza de que el hombre podía estar toda la noche hablando sin decir nada en absoluto. Cuando pasó por delante de un expositor, aprovechó para coger un folleto que se guardó en uno de los múltiples bolsillos de los pantalones raperos, habitualmente usados para guardar los botes de spray. Seguía llevando aquella ropa tanto por nostalgia como para guardar un bote azul eléctrico, con el que firmaba en los muros con el nombre de su alter ego rapero para liberar la tensión, cosa que sucedía en demasiadas ocasiones trabajando con un cretino como Ted Kerry. Ahora lo empezaba a necesitar urgentemente.

Maya se topó con la ilustración gigantesca en blanco y negro del rostro de una mujer en la pared del fondo. Se trataba de la reproducción de un dibujo hecho a lápiz o carboncillo. La cara estaba surcada por unas profundas arrugas que se arremolinaban alrededor de unos labios tensos. No obstante, no parecía una mujer vieja. Más que anciana parecía cansada. Muy cansada, aunque esto no le quitaba un ápice de dureza al rostro. Como si le acabaran de recordar algo que prefería olvidar. El pie de la imagen rezaba: «Tábata Hide, que tu coraje sea los cimientos de esta gran ciudad».

La mujer silbó impresionada. La reproducción, su tamaño y la frase, en conjunto, resultaban apabullantes. Dio media vuelta, aunque seguía sintiendo la dureza de aquel rostro en su nuca. Trató de distraerse deambulando por el lugar, pero la mayoría de espacios eran inaccesibles, delimitados por la cinta de color rojo que el alcalde debía de cortar en primer lugar.

La Betacam empezaba a pesar demasiado, así que se acercó a la barra del bar donde estaba Ted apurando los últimos tragos de una infusión humeante. Todavía no había desaparecido el temblor de su mano. Maya se sentó en un taburete a su lado y vio una buena cantidad de agua derramada sobre el platito en el que le habían servido la taza.

—¿Te imaginas que hubiera muerto en este pueblucho?

—Vamos, Ted, no ha sido para tanto. Nos pegamos un buen susto, pero no ha pasado nada. No te lo tomes tan a pecho —dijo Maya con una ligera tartamudez nerviosa.

Ted volvió a arrugar la nariz, enseñándole los colmillos, y le dio un último sorbo a su infusión.

—¿Tú qué vas a entender? Es mi imagen, ¿sabes? Los millones de personas que me ven.

Maya trató de ocultar una mueca mientras hacía un cálculo mental de la gente real que veía sus reportajes.

—Soy un icono —continuó, ignorando la mirada de la operadora—. Uno más en la familia, ¿te enteras? Entro en sus hogares en directo. Yo estoy ahí, plantado, delante de la abuelita sentada en el sofá. Seguro que en más de una ocasión me ha confundido con su nieto.

—Pero si lo grabamos todo —dijo mientras subía la Betacam a la barra, dándole unas palmaditas a la tapa donde metía las cintas.

—¡Un falso directo! ¿Qué más da? Además, ¿tú qué vas a saber? Si tú te largas, o te estampas contra un coche de desgraciados, alguien vendrá a reemplazarte. Lo mío sería una pérdida de verdad.

—Cierto —cedió Maya agachando la cabeza.

Cuando Maya dijo «cierto», en realidad quería decir: «Hijo de puta».

Buscó en su interior, pero no encontró la fuerza necesaria para reventarle la taza en la cabeza allí mismo. Además, era muy probable que la despidieran y que viniera alguien a reemplazarla, como bien había dicho Ted, y eso era un lujo que no podía permitirse. Se contentó con imaginarse que lo hacía mientras estaba en uno de sus supuestos directos. Una taza de loza llena de una relajante tila hirviendo estrellándose contra su cabeza en horario de máxima audiencia. El miembro de más en la familia, abrasándose en directo y sangrando por una brecha en la cabeza, delante de la anciana que lo confundía con su nieto.

Un súbito cambio en el ruido de las conversaciones del museo hizo que Maya se girara. Ted Kerry ni siquiera se había dado cuenta por lo atareado que estaba lamiéndose las heridas.

—¿Qué pasa ahora? —dijo Maya.

Las animadas charlas se habían transformado en un creciente murmullo de preocupación. El político que había estado vendiendo las bondades del museo pedía calma con las manos. Una joven asesora a su lado, que acababa de decirle algo al oído, trataba de ocultar sin demasiado éxito su cara de preocupación.

Maya se levantó como activada por un resorte. Sin esperar a Ted, que tardó todavía unos segundos en reaccionar, encendió instintivamente la Betacam y se ubicó en el lugar ideal para encerrar al hombre en un plano medio. En su cabeza empezó a sonar el himno que precedía al discurso.

—Perdón, permítanme unos segundos —dijo mientras los murmullos se iban apagando progresivamente—. Siento comunicarles que vamos a tener que posponer la inauguración de este gran museo. Ha ocurrido un imprevisto que requiere de mi atención. Por favor, diviértanse. Tómense una copa por mí. Ojalá pudiera acompañarlos, pero es totalmente imposible. Buenas noches y gracias por asistir.

Maya, que había grabado las declaraciones, ya estaba en la puerta del museo con las llaves de la furgoneta en la mano cuando el alcalde todavía no había acabado de despedirse.