Ann había ido al encuentro de Tábata en el corredor, justo antes de que entrara en la cámara. Tábata le llevaba un cuenco que rebosaba estofado de cerdo en agradecimiento por haber estado cuidando de su baúl, según el acuerdo al que habían llegado las dos.
—Ha empeorado muchísimo —dijo Ann—. Ya ha dejado de vomitar, pero ha empezado con unos temblores por todo el cuerpo. No para de sudar y creo que delira. Cuando el hermano de mi marido empezó así, no duró ni un día más.
—Déjame que hable con ella. —Tábata le dio el cuenco con la cena—. Cómetelo todo si quieres, hoy no hace falta que lo compartamos.
—Gracias, pero no creo que me entre nada.
A pesar de su rechazo inicial, Ann cogió la comida que le ofrecía Tábata y se marchó a cubierta. Tábata pensó que el panorama que Ann dejaba en la cámara no podía ser tan malo como para que su buen apetito disminuyera. Sin embargo, tan pronto como entró tuvo que cuestionarse su propia opinión.
El hedor previo a la muerte inundaba la cámara. A pesar de haber limpiado a conciencia, todos los humores que la enferma evacuó habían dejado un penetrante olor acre, que se había asentado en los listones de madera del suelo. Las otras tres mujeres habían salido también, incapaces de soportar un minuto más allí dentro, así que Tábata estaba a solas con la mujer moribunda.
—Tranquila, pronto acabará todo —dijo Tábata mientras escurría un paño dentro del cubo que habían dejado a los pies del camastro. Le humedeció la frente esperando que el frescor la aliviara un poco—. ¿Cómo te llamas? —La mujer había embarcado ya enferma. Aunque al principio del viaje no estaba tan mal como ahora, ya entonces se pasaba gran parte del día durmiendo, con lo que nadie había encontrado el momento adecuado para preguntárselo.
—Is… Isabela —murmuró.
—Bien, Isabela. No tienes que preocuparte por nada. Dios no se olvida de ti. Está esperando tu llegada.
—Yo… no… no soy una… mujer… piadosa.
Isabela se puso a toser con violencia debido al esfuerzo que le había supuesto articular una frase completa. Tábata le dio de beber y volvió a enjugarle la frente. Isabela conformó algo que recordaba vagamente a una sonrisa.
—¿Quién te ha dicho semejante tontería? ¿Un sacerdote?
Isabela trató de reír por la ocurrencia de Tábata, pero en su lugar tuvo un violento ataque de tos. La ayudó a incorporarse para volverla a tumbar una vez se hubo calmado, aunque su respiración ya no volvió a la normalidad. Se convirtió en algo espasmódico y estertóreo.
—No necesitas que nadie te diga si eres piadosa o no. Tú tienes tu propio camino para llegar a Dios, todos lo tenemos.
Tábata guardó silencio un momento para recordar aquello que había hablado con el gobernador de Barbados. No albergaba ninguna duda al respecto del mensaje de George Fox, que había calado profundamente en ella, pero entendía a la perfección que no sería tan sencillo con la gente a la que trataba de ayudar. Cada uno tenía una forma de entender aquellas palabras de esperanza y era su labor encontrarlo. Esa era la misión que le habían encomendado sus amigos.
—No hagas caso de todo eso que has podido escuchar a lo largo de tu vida. Nadie puede imponerte su camino para llegar a Dios. Tú tienes el tuyo y es igual de válido que lo que te haya podido decir el sacerdote. No lo aceptan, porque si todo el mundo entendiera eso perderían su fuerza y poder.
Isabela la miraba con toda la atención de la que era capaz dadas sus circunstancias. Parecía cautivada por las palabras de aquella desconocida.
—¿Has escuchado alguna vez esa voz que habla en tu interior?
Isabela cerró los ojos. Si no hubiera sido por la respiración arrítmica, Tábata habría pensado que había muerto. Un eternidad más tarde los volvió a abrir. Miró a Tábata y asintió con la cabeza.
—Pues quédate tranquila, porque quiero que sepas que esa voz no eres tú: es Dios mismo. Eso es todo lo que necesitas para partir en paz. Ahora descansa.
Tábata escuchó un murmullo a sus espaldas a través de la puerta entreabierta de la cámara. Cuando se giró para ver de quién provenía, solo fue capaz de ver a un hombre que se alejaba por el corredor. Decía algo mientras se marchaba, aunque la mujer fue incapaz de entender sus palabras.
Isabela murió esa misma noche. Las otras cuatro mujeres habían tratado de evitar por todos los medios estar con ella durante el tránsito, pero las normas del Swallow eran muy claras: nadie podía dormir en cubierta. Tábata estuvo despierta a su lado. Nunca había visto morir a nadie, pero para el lamentable estado en el que Isabela estaba, el fallecimiento fue una bendición. No vio sufrimiento en su rostro, sino más bien una relajación infinita. Un alivio. Tábata rezó a los pies del lecho de muerte, agradeciendo a Dios que le hubiera dado la oportunidad de mostrarle el verdadero camino a la salvación. Sintió un odio profundo por aquellos que habían permitido que pensara que la gloria no estaba en sus manos, que hubieran permitido que muriera con miedo al castigo eterno.
Los días que siguieron hasta la llegada al puerto de Boston pasaron entre dilatados silencios. Ann dejó de aceptar las generosas raciones que el cocinero servía a Tábata sin motivo alguno y empezó a mostrarse distante. Tábata supuso que tenía algo que ver con la muerte de Isabela, porque cada uno gestiona el dolor a su manera y que, aunque acababan de conocer a la difunta, habían compartido las penurias de aquel viaje y de un minúsculo espacio, con lo que le había tocado una pequeña parte del duelo. Aparte de Ann, las otras mujeres se alegraron enormemente por el repentino aumento de espacio.
El día en que llegaron al puerto de Boston, Tábata supo que algo andaba muy mal desde el mismo momento en el que salió a cubierta. Los hacinados pasajeros hacían cola con sus escasas posesiones esperando su turno para abandonar el Swallow; charlaban animadamente por saber que volvían a tener el espacio infinito de la tierra firme, más aún si pensaban que eran aquellas tierras cargadas de promesas y cambios de suerte.
Sin embargo, Tábata, que iba arrastrando su preciado baúl, no compartía esa felicidad; el hombre de la cicatriz con el que había tenido aquel pequeño desencuentro días atrás hablaba con un militar en el muelle. Sus peores presentimientos se confirmaron cuando señaló en dirección a ella.
Ann, un poco más adelante ya a punto de desembarcar, también parecía nerviosa. No hacía más que girar la cabeza alternativamente entre los dos hombres del muelle y Tábata. Tan pronto como Tábata pisó el Nuevo Mundo, dos militares la cogieron de los brazos mientras que un tercero se hacía cargo de su baúl.
—Por orden del señor Bellingham, gobernador de la colonia inglesa portuaria de Massachusetts, queda detenida por transporte de material hereje e intento de herejía.
El Swallow, el puerto, el Nuevo Mundo y todo el océano se derrumbaron bajo sus pies, sabedora de las implicaciones de aquella acusación. El impacto emocional fue tal que ni siquiera fue capaz de oponer resistencia. Sus piernas perdieron toda su firmeza, con lo que los dos militares tuvieron que llevarla a rastras. Solo pudo lanzar una última mirada de súplica hacia Ann, que estaba al lado del alguacil del barco, y de la que pudo leer en sus labios un «lo siento».