Capítulo 6

Atrapados

Las tragedias suelen llegar de una manera abrupta, sin avisar, como la caída de un rayo; en otras ocasiones, los sueños siguen un proceso similar: el de Maya, aquel en el que hacía algo parecido a dirigir una película, iba a convertirse en realidad. Ya no era la operadora de cámara que tenía que viajar con un cretino egocéntrico y maleducado. Ahora estaba tras la cámara, rodando la película de su vida. Y parecía de terror. Tuvo que apartarse el visor para volver a mirar la realidad sin aquel intermediario. No tenía muy claro qué era más real, si lo que registraba la Betacam o la información que le enviaban sus retinas.

Contó veinticinco cadáveres, aunque sospechaba que había perdido la cuenta en un par de ocasiones. Era lo que tenía ver el rictus de sufrimiento en aquellas pálidas caras, cada cual más espeluznante que la anterior: resultaba algo difícil mantener la atención fija en hacer números. El coche ardiendo más allá del límite de la ciudad, con dos sombras dentro calcinándose a fuego lento, tampoco ayudaba. Quizá fueran veintitrés. O veintisiete. Qué más daba dos arriba o dos abajo. Entre el número indeterminado de cuerpos había un par de agentes uniformados.

Toda película de terror tiene muertos.

Volvió a refugiarse tras el visor de la cámara. Observar la escena sin profundidad, con un solo ojo y en un blanco y negro que parpadeaba con un brillo eléctrico, hacía la situación algo más llevadera. El plano fue saltando de un cuerpo a otro: globos oculares peligrosamente salidos de sus cuencas, manos alrededor del cuello en el gesto universal del ahogo y lenguas fuera de unas bocas exageradamente abiertas en el desesperado intento de coger una bocanada de aire. Igualito que la cara de Arnold Schwarzenegger en Desafío Total, cuando rueda por una ladera de Marte y se le rompe la escafandra. La mujer sintió como si le faltara el aliento. El visor sin color y la noche no impidieron que Maya editara mentalmente la escena, coloreando de azul los cadáveres.

«Hay algo raro aquí… más raro si cabe», pensó Maya. Era una intuición, pero estaba segura de que se había basado en algún hecho físico. Sin embargo, era incapaz de racionalizarlo. Miró alrededor, pero no consiguió que la sensación saliera a flote sobre las capas superiores de su consciencia.

Apuntó con la cámara hacia la cuneta derecha de la carretera y descubrió el coche, oxidado y rajado por todas partes, que casi se empotra contra ellos cuando llegaban a la ciudad. Dos policías acompañaban a un chico, con una camiseta de Tron, envuelto en una manta. Tenía una de las miradas más desorientadas que Maya había visto jamás. Miró hacia adelante donde, delante del cartel de bienvenida, había tres cadáveres más. No veía sus rostros, pero no le fue complicado deducir que eran los chicos que iban dentro del coche. —Así que alguien conducía —dijo por lo bajo.

Un potente foco, del tipo que utiliza la policía con la finalidad de indicar al vecindario dónde está el espectáculo, se encendió detrás de Maya. Estaba en lo cierto respecto al color de los cadáveres: la noche se volvió cianótica.

Toda película de terror juega con la luz y la oscuridad.

—¿De dónde ha salido eso? —dijo Maya, sobresaltada por el fogonazo, que le había cogido por sorpresa.

No tuvo tiempo de averiguarlo. La explosión del coche que ardía pilló a todo el mundo desprevenido. Los mirones, que cuchicheaban agolpados detrás de la cinta policial, se agacharon instintivamente con un grito colectivo. La combustión se aceleró. Lo que en el cine hubiera sido objeto de media docena de planos, muchos de ellos repetidos, y una cámara lenta para recrearse en la belleza de las llamas, en la realidad pasó mucho más deprisa. Algo se desprendió de las sombras inmóviles que permanecían atrapadas en el coche, quizá un brazo o una cabeza, o quizá simplemente era el reposacabezas del asiento. Maya empezó a darse cuenta de que, dentro del espanto que estaba viviendo, la escena tenía algo magnético que la atraía. Trató de apartar de un plumazo aquella idea repulsiva de su cabeza.

Toda película de terror juega con lo que parece, lo que es y lo que no es.

—¡Esos cabrones han tenido su merecido! —Ted, que parecía haberse despertado en un avión en medio de fuertes turbulencias, pasó haciendo aspavientos por el lado de Maya. Se había dado cuenta del coche y los tres cadáveres más allá del cartel.

—Ted, solo eran unos críos… —murmuró Maya. Sintió náuseas ante el comentario de su jefe, pero no fue capaz de decirlo en voz alta.

—¿Por qué nadie sale a recoger esos cuerpos? —dijo ignorando a Maya.

La mujer señaló hacia la cinta policial que habían colocado justo detrás del cartel de «Bienvenidos a Santa Tábata».

—No podemos pasar —aclaró sin apartar la vista del visor.

—Eso ya me lo imagino, gracias. Pero ¿por qué? Lo que están haciendo en este pueblucho es una barbaridad, mira toda esa gente muerta, el coche ardiendo y ahora una cinta que ni siquiera ellos se atreven a cruzar. ¿Qué le pasa a esta gente, nadie tiene algo de sentido común aquí?

Parte de «esta gente», en concreto un policía del tamaño de una tanqueta, que había escuchado perfectamente los comentarios despectivos del presentador, le pegó un manotazo en el hombro cuando este se acercó demasiado a la cinta que delimitaba el perímetro. Lo que en otra persona hubiera sido un gesto cariñoso, en el corpulento policía resultó ser un violento empujón que casi tumba a Ted.

—¡Detrás de la cinta! —amenazó.

—¡Increíble! Seguro que no sabes quién soy, ¿verdad? Será imbécil… —Lejos de tratar de intimidar al policía, Ted se alejó sin dejar de blasfemar en un tono que se volvía inaudible por momentos. Maya no pudo evitar sonreír para sus adentros. Cada vez que Ted Kerry se ponía en evidencia era una de las pocas veces al día en las que Maya se alegraba de trabajar con él. Al menos, eso pasaba con cierta asiduidad.

Unas potentes sirenas empezaron a escucharse a lo lejos, a sus espaldas, provenientes de Santa Tábata. No había pasado ni un minuto cuando llegaron. Entraron en escena un coche de bomberos y dos ambulancias, que Maya enmarcó en un bonito plano general. Detuvieron los vehículos con brusquedad y salieron varios bomberos y personal sanitario. Un policía menudo, que al lado de la tanqueta humana parecía una scooter, se acercó a hablar con el jefe de bomberos y uno de los médicos. Discutieron durante varios minutos. El doctor parecía acalorado, pero el policía no hacía más que señalar hacia la línea policial. Finalmente, el jefe de bomberos dio unas órdenes a sus hombres que, sin rebasar el perímetro, apuntaron las mangueras hacia el coche en llamas.

Toda película de terror tiene una situación de crisis.

—¡Más presión! —pidieron. Por más que apuntaban hacia arriba, el agua difícilmente llegaba hasta el vehículo.

—¿Qué se supone que están haciendo? ¡Acercaos más! —gritó Ted.

Maya vio como el médico, lejos de resignarse, estaba evaluando desde la distancia el estado de los cuerpos que yacían por doquier. Parecía estar esperando el más mínimo signo vital para saltarse la prohibición policial y correr a socorrer a alguien.

—¿Lo estás grabando todo? —preguntó Ted Kerry.

«No, estoy haciendo mi sesión diaria de pesas con la Betacam», pensó Maya mientras asentía, solícita.

Una nueva explosión retumbó en los tímpanos de los presentes. El agua de las mangueras era incapaz de llegar desde esa distancia. El fuego en el coche se aceleró violentamente. A la velocidad que iba, en unos minutos no quedaría casi nada que pudiera alimentarlo. Sin embargo, la gente se puso muy nerviosa. Muchos empezaron a increpar a la policía, que instintivamente se replegó. Había miedo en las miradas, que buscaban a alguien que guiara sus pasos. Maya descubrió a ese alguien por el rabillo del ojo; empezó a hablar con unos y otros, calmando a su gente, dando órdenes y aparentando que tenía la situación bajo control.

Toda película de terror tiene una figura que dirige en las situaciones de pánico.

—¿Pero qué diablos está pasando aquí? —preguntó Ted. El hombre vio cómo Maya, sin apartarse la mirilla del ojo, señaló en dirección al recién llegado.

El presentador resopló y se alejó de ella en la dirección que le indicaba. Cuando estaba ya casi al lado del alcalde, que habían visto unos minutos atrás en la fallida inauguración del museo, le hizo gestos a Maya para que se acercara a grabar. La operadora de cámara suspiró y se acercó a Ted, que ya le estaba pidiendo el micrófono.

—Buenas noches, señor alcalde. Soy Ted Kerry. —Las expertas habilidades del alcalde en el manejo de las expresiones faciales no fueron suficientes para ocultar el hecho de que no le sonaba, ni remotamente, el nombre del presentador—. De la WCNC-6, señor —aclaró Ted, visiblemente molesto.

—¿En algún programa de la red estatal?

—No en realidad… en la producción propia de la estación, señor.

Maya, que ya había empezado a grabar la improvisada entrevista, tuvo que ocultar una sonrisa mirando hacia otro lado. Hoy era su día de suerte: la inevitable tendencia al ridículo del presentador se había desarrollado mucho en las últimas horas.

—Ah, sí, claro. —Carraspeó—. Llámame Bob, por favor.

—Bien, señor, quiero decir… Bob. ¿Qué está sucediendo esta noche aquí?

—Es un poco pronto para poder hacer ningún comunicado oficial, Ted. Como bien sabes, estábamos disfrutando de una agradable velada en la inauguración del fabuloso museo dedicado a nuestra patrona, Tábata Hide, cuando me he visto forzado a dirigir esta crisis.

—¿Por qué han muerto esas personas? ¿Por qué no podemos acercarnos a socorrer a nadie? —preguntó señalando hacia el perímetro policial.

Robert «Llámame Bob» Johnston dirigió hacia Maya un índice autoritario y, a continuación, señaló el suelo. De repente ya no parecía tan amigable. La operadora dudó por un instante, pero Ted le confirmó la orden con la mirada. Mejor algún dato confidencial entre bambalinas que un silencio frente a la cámara, debió pensar el presentador.

—Mira, Ted, esto es confidencial, pero sois la única cadena que ha respondido a nuestra nota de prensa para cubrir lo del museo, y eso es algo que os agradecemos. En otras circunstancias, no abriría la boca hasta que estuviera cien por cien seguro, pero os digo esto por la molestia que os habéis tomado. ¿Queda claro?

Ambos asintieron. El alcalde miró de nuevo hacia la cinta policial y volvió a dirigirse a Maya y Ted:

—Lo único que sabemos es que la gente ha empezado a caer desplomada al cruzar determinado punto. No hace falta ser un experto para ver, incluso desde la distancia, que muestran signos de ahogo. Algo les ha asfixiado.

—¿Y por qué no los recogemos? ¿Por qué esa cinta? —insistió Ted.

Maya puso los ojos en blanco.

—¿No resulta evidente? —dijo el alcalde, algo incrédulo por el comentario del presentador—. Esa cinta marca el punto del que os hablaba. Todos han muerto al cruzar ese umbral. —Volvió a levantar el dedo índice, que parecía estar muy acostumbrado a blandir. Esta vez lo usó para señalar el cartel de «Bienvenidos a Santa Tábata», del cual solo veían la parte posterior. Los dos trabajadores de la WCNC-6 miraron en la dirección que señalaba el alcalde.

—La gente ha muerto al abandonar el límite de la ciudad —sentenció.

Toda película de terror tiene una regla inquebrantable.