Capítulo 7

La hereje

Pista 2: Heretic, en la banda sonora de la novela.


Tremble at the word of the Lord.


(Temblad ante la palabra del Señor.)


George Fox


Tábata fue consciente de un llanto dentro de ella que pugnaba por salir, pero que se topó cara a cara con la fiereza de su orgullo. El resultado fue un temblor de la mandíbula y el labio inferior, que nadie en la muchedumbre que rodeaba a la mujer en la plaza fue capaz de percibir.

«Pero eso será todo. No desfalleceré», pensó, y lo creyó con firmeza, porque sabía que esa voz en su mente no era ella, sino que era Dios mismo. Y si es Dios quien lo dice, que así sea, se dijo a sí misma. La fe de Tábata era de una solidez pétrea, sobre todo si se tenía en cuenta lo que les esperaba a los acusados de herejía.

El verdugo local, un hombre corpulento con los ojos caídos por los extremos, cuyos quehaceres eran bastante más amplios que el mero hecho de ahorcar, decapitar o quemar a la gente en espectaculares piras, había sido asignado para una tarea que le resultaba bastante más gratificante; todo ello sin menospreciar sus otras obligaciones habituales en las que se volcaba con verdadera devoción.

Al gesto del gobernador Bellingham, que ocupaba un lugar privilegiado entre la masa, el verdugo se acercó a Tábata y le arrancó la ropa de un fuerte tirón. La gente aplaudió y gritó ante la desnudez de aquella mujer que se ocultaba en el cuerpo de una niña de dieciséis años. Tábata hacía un esfuerzo ingente para no desmoronarse allí mismo; trató de controlarse, porque sabía que eso no era lo peor que le podía pasar. El verdugo, animado ante el cálido apoyo de su público, decidió ganarse algunos aplausos extra: se acercó a Tábata y la cogió del pelo, haciendo que perdiera el equilibrio y cayera para poder arrastrarla por el suelo empedrado. Aulló de dolor.

—¡Hereje!¡Bruja! —chillaba la gente mientras le tiraban fruta podrida y otros restos de dudoso origen.

—¡Vuélvete por donde has venido, aquí no te queremos!

—¡Blasfema!

El aciago espectáculo se prolongó durante media hora más. Tábata sangraba por las múltiples heridas y arañazos provocados por el hiriente suelo contra su piel. Cuando el gobernador Bellingham percibió que los ánimos se iban apagando, bajó hasta la plaza y se acercó al despojo que era Tábata, yaciendo en el suelo abatida. Dos hombres arrastraban el baúl que la mujer había tratado de guardar con tanto celo durante la travesía en el Swallow.

—¿Estos textos blasfemos son de tu propiedad? —dijo el gobernador mientras abría la tapa y mostraba a la multitud los panfletos escritos por George Fox.

Tábata guardó silencio. Fue incapaz de hablar. La impotencia y el polvo le habían secado boca y garganta.

—¡Responde, bruja! —El gobernador le tiró uno de los libros a la cabeza, provocación a la que Tábata no contestó en absoluto.

—¿Estás sorda? —En esta ocasión fue el verdugo, que volvió a cogerla del pelo para tirar con violencia de su cabeza de tal forma que se viera forzada a mirar al gobernador.

—¡Sí, son míos, todos ellos! Hablan de paz y amor, si es que sabéis qué es eso —escupió la mujer con una voz desgarrada. Seguía sin llorar delante de aquella gente, aunque en ese mismo momento no habría podido aunque hubiese querido.

—¿Habéis escuchado? Dice que nos falta paz y amor —dijo el gobernador en tono burlón a su gente. Una risotada creció entre el público—. Yo creo que ha querido decir otra cosa, ¿verdad?

—¡Hereje! ¡Bruja! ¡Blasfema! —coreó la gente.

El gobernador mostró una sonrisa de oreja a oreja. Mientras blandía su dedo acusador en dirección a Tábata, dijo:

—Efectivamente, gracias por vuestra inestimable ayuda, gente de Boston. La acusada se declara culpable de herejía, blasfemia y brujería. ¡Es una hereje! —gritó el gobernador, que también quería su parte de gloria en aquel ominoso espectáculo.

El público arrancó a aplaudir de nuevo, contentos de tener un gobernador que les entretenía así, aunque la parte pública del proceso estuviera llegando a su fin. Quedaba un cabo suelto antes de encarcelar a aquella bruja.

—¡Quememos su sucia doctrina hereje! —gritó.

El verdugo ya había encendido una hoguera con el baúl y su contenido. El gobernador Bellingham se lamentó de que hubiera pasado la época en la que la acusada era quemada directamente junto con sus posesiones. En su lugar, simplemente la encarcelarían para el resto de sus días, que parecía algo más adecuado para los vientos de cambio que soplaban; aunque no los compartía en absoluto, siempre había que hacer un pequeño esfuerzo por adaptarse a las novedades en lo que respecta al tratamiento que se le daba a las herejías.

Tábata miró con horror el fuego que se alzaba delante de ella. Los panfletos se arrugaron y se volvieron del color del carbón en segundos. Los libros tardaron un poco más en consumirse, pero no tanto como para que Tábata fuera capaz de encajarlo. El amor y la paz resultaron ser un combustible eficaz.

Su voz interior, la voz de Dios, había enmudecido, con lo que Tábata supuso que la ofensa de aquellas gentes tenía que haber sido de unas dimensiones descomunales. Miró furibunda hacia aquel grupo de personas, que junto con el gobernador Bellingham, el verdugo, el alguacil y aquella traidora llamada Ann, tenían la culpa de que Dios hubiera dejado de hablarle dentro de su cabeza.

Cerró los ojos y trató de apagar el sentido del oído. Se sumergió en un vacío cósmico e infinito. Lejos de relajarse, sus músculos se pusieron en tensión. Un temblor empezó a recorrerla desde los pies a la cabeza, aquel temblor que daba nombre a los cuáqueros, y que repetían los miembros de la Sociedad Religiosa de los Amigos en sus celebraciones. Normalmente, el temblor precedía a una revelación divina que había llegado directamente de Dios al Amigo, sin necesidad de ningún sacerdote como intermediario. Esta revelación era compartida en público de una manera espasmódica, sin orden ni concierto, tal como llegaba a la mente. Tábata levantó la cabeza y se dirigió, aún con los ojos cerrados, a la gente que contemplaba el espectáculo.

—¡Solo hay barbarie fuera de mis límites! —gritó a la muchedumbre, que respondió con una sarta de burlas.

El gobernador Bellingham, que había observado con creciente inquietud aquella escena, hizo una señal al verdugo para que se acercara y dejara de preocuparse de que toda aquella paz y amor ardieran con control. Cuando lo tuvo a un palmo, le dijo:

—Todavía hay signos de herejía en el cuerpo de esta mujer. Llévala a prisión y acaba de registrarla a fondo. Nunca se sabe dónde puede ocultar material hereje una bruja.

El verdugo mostró una sonrisa de lobo.