Capítulo 8

Bill’s

Maya llevaba un rato despierta mirando el piloto parpadeante del detector de humo, encima de su cabeza, en el techo de la habitación. Entraban los primeros rayos de luz por la rendija de la cortina. Había dormido poco más de cuatro horas tras el suceso en el límite de la ciudad y no había sido un sueño demasiado reparador. Una sensación asfixiante de opresión y de ojos vigilantes se había apoderado de su descanso, tornándolo en pesadillas. Las chocolatinas Cadbury que habían dejado muy amablemente en la mesita de noche, y que Maya se había comido al llegar al hotel de madrugada, tampoco habían ayudado demasiado. Se despertó de un salto y se aseó, incapaz de estar un solo segundo más en la cama.

Diez minutos después estaba en el pasillo de la tercera planta. Se acercó a la puerta de la habitación que le habían asignado a Ted y escuchó sus potentes ronquidos. Mejor, así desayunaría tranquila. Bajó hasta la recepción del hotel, donde se quedó unos segundos dudando entre desayunar allí mismo, o bien dar una vuelta por la zona. A la WCNC-6 le daba igual, ya que la comida la pagaban siempre con unas dietas fijas, independientemente del lugar que se escogiera, así que decidió salir del hotel Swallow.

La ciudad parecía tan tranquila como una morgue, y casi igual de fría, pero era la primera vez que amanecía en aquel lugar, así que fue incapaz de deducir si era algo extraordinario. A Maya le vino la imagen de una nave espacial viajando entre estrellas, tranquila, triste y solitaria. Pero no como la Nostromo, pensó, que en realidad era el bufet libre de un xenomorfo.

Escogió una cafetería al final de la calle con un viejo letrero que decía «Bill’s». La casualidad, en ocasiones tan cáustica como el ácido clorhídrico, había hecho que se hubiera caído el apóstrofe, con lo que en realidad el bar parecía llamarse «facturas» en inglés.

Maya entró en el local. La puerta era de madera pintada de un color entre azul y verde en los bordes, y en el centro un cristal impoluto. De una ventosa colgaba un cartel reversible que decía «abierto» y «cerrado» en cada uno de los lados respectivamente. Un móvil colgado del marco tintineaba cada vez que un cliente entraba. El dueño se peleaba con una tele de poco más de veinte pulgadas incrustada en un antiguo armazón de madera. Los botones sonaban con un fuerte ruido mecánico cada vez que el hombre los apretaba. El aparato parecía tener más de diez años.

—Condenado trasto —masculló—. Voy enseguida —dijo sin girarse hacia Maya cuando entró por la puerta.

La mujer se sentó en uno de los taburetes. Al hacerlo, el llavero con el que le habían dado la llave de su habitación, un cubo enorme, le pinchó en la pierna. Se lo sacó del bolsillo del pantalón y lo dejó encima de la barra.

—Menos mal que Johnson ha vuelto, ¿verdad? —le dijo un hombre con un largo bigote cano y una gorra de las Grandes Ligas de Béisbol, que apuraba unos huevos revueltos y un café casi transparente.

—¿Perdón? —preguntó Maya.

El hombre señaló hacia la camiseta de los Lakers que todavía llevaba puesta. Con todo lo de la noche anterior, se había acostado con la misma ropa con la que llegó a la ciudad. Tampoco tenía mucha alternativa, porque el viaje en un principio se iba a limitar a la inauguración y poco más, volviendo el día siguiente por la mañana. Una punzada en el estómago le dijo que iba a estar algo más de tiempo por aquel lugar.

—Sí, ¿verdad? —contestó Maya, aunque el comentario le había resultado extraño. Sí que era cierto que Johnson había tratado de volver, pero ni siquiera había empezado la temporada. Su positivo en VIH dos años atrás había acabado con su carrera, por mucho que tratara de negarlo.

—No me suena tu cara. ¿Vienes de alguna reserva cheroqui?

Maya sonrió. Debido a su profesión, tenía más que asumido el control al que se sometía a los extranjeros en las ciudades pequeñas, en su caso, además, exhaustivo debido a su tono de piel. Sin embargo, no contestó nada. También había aprendido que el silencio solía ser la mejor opción si no querías que siguieran preguntando.

El dueño del bar dio un grito de victoria. En la pantalla había conseguido fijar la WCNC-6, estación para la que trabajaban Ted y Maya. Las estaciones de televisión alternaban producción propia, que era la que nutrían gente como ellos, con contenidos de la red nacional a la que se afiliaban. La WCNC-6 se había casado con la NBC, cosa que se reflejaba en su logotipo. A esa hora emitía The Today Show, producido por la red nacional; la imagen mostraba a los maestros de ceremonias Tom Brokaw y Jane Pauley. Maya se quedó pensativa mirando la pantalla. Jane Pauley hacía unos pocos años que ya no salía en Today, pero es que Tom Brokaw había dejado el programa hacía más de diez. Los contenidos estaban tan anticuados como el aparato que los mostraba.

—Ya te dije que no te compraras un trasto japonés, Bill —le dijo el hombre de la gorra, que había decidido no esperar más la respuesta de Maya.

—Ya, ya… y yo también te dije que me dejaras un rato en paz y fueras a pedirle perdón a tu hija, viejo gorrón. —Fue bajando la voz progresivamente, de tal forma que solo Maya fue capaz de escucharlo. El hombre le sonrió y Maya le devolvió el gesto—. ¿Qué va a ser, guapa?

Maya pidió un desayuno completo mientras miraba anonadada aquellos dos presentadores que ya no debían de estar allí. —¿Es una reposición? —preguntó.

—¿Reposición? No lo sé, guapa. ¿Importa demasiado? Ahora enseguida acaban estos y empieza el programa ese de cocina.

—Supongo que no —murmuró Maya mientras comprobaba que el pronóstico del hombre se cumplía a rajatabla. Tom y Jane se despidieron para dejar paso a un programa de producción propia. Una mujer regordeta, en una cocina que parecía la de su casa, pelaba todo tipo de verduras al lado de una cazuela humeante. El cámara no sabía hacia dónde enfocar y, cuando se acercaba demasiado a la olla, el objetivo se empañaba dejando la imagen tras una cortina gris durante unos segundos. La mujer le hacía señas mientras le hablaba directamente, como si fuera su hijo o su marido.

—La segunda taza va por cuenta de la casa, para que te animes a volver a esta bonita ciudad. —El dueño le había puesto delante un potente plato con un humeante café. Después de sopesar su casi transparente tono, dedujo que con toda seguridad iba a recurrir al ofrecimiento—. El chocolate a la taza es mejor, te lo aseguro —continuó el hombre, que parecía haber leído la mente a Maya—. En cualquier pueblo con orígenes cuáqueros, el chocolate siempre es bueno.

«Por lo visto todavía no saben lo de anoche. Raro en un pueblo tan pequeño. ¿Todavía estará el perímetro montado?», pensó Maya, y entonces recordó que se había guardado en uno de los bolsillos del pantalón un folleto de la exposición. Como el hombre había captado que Maya no gustaba de palique mientras comía, y se había alejado al otro extremo de la barra, la mujer sacó el papel y lo desenvolvió para leerlo mientras daba buena cuenta al desayuno.

Debajo de una bonita panorámica de Santa Tábata había un breve párrafo que daba unas breves pinceladas sobre la ciudad. El folleto mostraba algunas fotografías del edificio entre las que se intercalaban unos textos; hacían referencia a la importancia de haber construido finalmente un lugar donde rendir homenaje a la patrona de la ciudad. Al pie de página, en un recuadro amarillo bajo el título de «curiosidad», explicaba:


Una confusión habitual con el nombre de la ciudad es respecto a la etiqueta «santa». Tábata Hide, patrona y fundadora de la ciudad, no fue canonizada nunca. Formaba parte de la Sociedad Religiosa de los Amigos, comúnmente conocidos como cuáqueros. Los cuáqueros sufrieron la ira de los anglicanos, ya que defendían que Dios está dentro de cada uno, y que todos pueden comunicarse con Él sin necesidad de intermediarios, lo que volvía totalmente innecesaria la jerarquía religiosa. Así pues, los miembros de la Sociedad Religiosa de los Amigos se llamaban a ellos mismos «santos» por esta creencia.


La contraportada del folleto estaba ocupada en su totalidad por la ilustración en blanco y negro que había visto, enorme, en el propio museo. A sus pies, la misma frase que ya empezaba a convertirse en un mantra: «Tábata Hide, que tu coraje sea los cimientos de esta gran ciudad».

Le dio la vuelta rápidamente, dejando la bonita panorámica encima de la barra. La dureza y cansancio de aquella mirada incomodaba a Maya. Dio un largo sorbo a su insípido café y trató de ordenar sus pensamientos sobre la noche anterior.

Lo más probable era que ya se hubiera aclarado todo, que hubieran quitado el perímetro policial y que solo tuviera que lidiar con la terrible perspectiva de despertar a Ted y marcharse por fin de ese lugar. Mientras lo pensaba se le volvió a colar aquella extraña sensación que no había sido capaz de racionalizar mientras grababa el coche ardiendo. Había algo extraño, pero no quería salir a la luz. A pesar de ello, su mera existencia era suficiente como para que Maya se sintiera muy inquieta.

—No os lo vais a creer. —Un hombre interrumpió el hilo de pensamientos de Maya. Había irrumpido en el bar a voz de grito.

—Buenos días —saludó el dueño del bar con su perenne sonrisa—. Aquí nos creemos muchas cosas. Cuenta, cuenta.

—Espero que sea tan jugoso como lo del nuevo amigo de Berta, aquel al que pillaron in fraganti, juntitos en el coche de su padre. Esa sí que fue buena —rio el hombre de la gorra con una sonrisa pícara.

—Callad, viejos, esto es importante —ordenó el recién llegado, que ya estaba a la altura de la barra. Se quedó mirando a Maya por unos instantes, pero decidió ignorarla y continuar con su relato—. La ciudad está cerrada.

Se hizo el silencio en el bar. Maya, que sabía perfectamente a qué se refería, sintió como se le erizaba el vello.

—¿Cómo que cerrada? ¿Qué dices? —preguntó perplejo el dueño del bar.

—El tío de la policía de amenazas biológicas va hacia allí ahora mismo. Van a hacer un experimento —siguió el hombre, ignorando la pregunta.

—¿Policía de amenazas biológicas? ¿Tenemos de eso? —preguntó el hombre de la gorra con cierta desgana. No parecía demasiado preocupado.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué significa que la ciudad está cerrada? —insistió el dueño del bar.

—¡Ya te lo he dicho! El jefe Kurtzman ha cerrado la ciudad. Algo pasó anoche, pero no me he podido enterar. Primero pusieron una cinta de esas amarillas, de las que ponen cuando hay un fiambre en la calle para que nadie se acerque, rodeando la ciudad. Pero ahora han puesto vallas. Por todas partes. Y hay un poli cada cien yardas. Están armados. Nadie sale de la ciudad.

Maya dejó encima de la mesa la cantidad total de la dieta que le iban a pagar por el desayuno sin esperar a pedir la cuenta; la cifra era muy superior a lo que probablemente le iba a costar. Dio las gracias y se marchó a toda prisa. En la tele, una buena pieza de carne entraba en el horno.

La imagen hizo que Maya descubriera lo que la inquietaba desde la noche anterior.