¿Qué temían de una niña de dieciséis años venida del Viejo Mundo?
Ezequiel Ernst, La llegada del cuaquerismo al Nuevo Mundo: vida y legado de Tábata Hide
Tábata jamás olvidaría cada una de las diez veces que el verdugo había visitado su celda durante la semana siguiente al desembarco en Boston. En cada ocasión que volvía argumentaba lo mismo ante el alguacil que custodiaba la prisión: no estaba seguro de que no quedaran restos de brujería en su cuerpo.
—La magia negra del Viejo Continente, ya sabes. Nunca se puede estar del todo seguro —le había dicho. El alguacil lo dejaba pasar con una sonrisa de complicidad.
Nadie le había ordenado que violara a la prisionera durante sus registros, pero tampoco se lo habían prohibido expresamente. Además, en el hipotético caso de que lo acusaran de algo, no había ni un solo hombre en todo Boston capaz de hacer de verdugo del verdugo. Tampoco era algo que temiera, porque el hombre estaba completamente seguro de que eso nunca iba a suceder. Al menos cuando a la prisionera se la acusaba de brujería. No había indulgencia para la herejía en la comunidad puritana de Boston.
Tábata se resistió encarnizadamente las primeras ocasiones, aún sabedora de que el corpulento hombre podía levantarla con una sola mano. Al final se dio cuenta de que era un gasto inútil de las escasas energías que le quedaban. Lloró, como no había llorado ante la humillación pública unos días atrás, mientras trataba de evitar esos ojos caídos que ya nunca podría borrar de su memoria. La voz en su cabeza no había vuelto todavía; quizá seguía ofendida por lo que estaban haciendo con su Tábata. O eso trataba de pensar ella para reconfortarse.
En algo que podía haberse entendido como un deje de remordimientos, el verdugo tiraba al suelo de la celda un mendrugo al final de cada visita. A pesar del padecimiento que le provocaba, la hambruna a la que estaba sometida hacía que se viera obligada a darle las gracias mientras se abalanzaba con avidez al trozo de pan incomible. Quizá Tábata hubiera actuado de otra forma si hubiera sabido que el gesto no tenía nada que ver con los remordimientos, sino con el hecho de encontrársela viva para el próximo encuentro.
En su última visita, el verdugo se dio cuenta de que Tábata trataba de evitar mirarle a los ojos por todos los medios. El hombre, ofendido, se enfureció y le dijo:
—¡Bruja, si no quieres verme, no verás a nadie!
Acto seguido salió de la celda y fue a buscar algo en un almacén cercano. Regresó a la prisión cargado con unos tablones que utilizó para cegar la diminuta ventana enrejada en lo alto de la celda, el único lugar por el que entraba algo de luz. Se marchó definitivamente y ella se quedó allí, en la más absoluta de las oscuridades. Al alguacil no pareció importarle demasiado el gesto del verdugo; de hecho, tenía un grado de crueldad con el que disfrutaba enormemente, tanto como para ponerle un mote:
—Hide, Tábata Hide, la pequeña Tábata Hide, oculta en las sombras hasta el fin de sus días —cantaba cada vez que pasaba por delante de la oscura celda.
Tras dos semanas sumida en las tinieblas, tanto físicas como espirituales, ya que la voz de Dios en su cabeza seguía muda, empezó a barajar la posibilidad de golpearse la cabeza una y otra vez contra la pared de piedra hasta morir. Si no hubiera sido porque los cuáqueros detestaban la violencia, incluso la practicada contra uno mismo, habría sido una opción plausible.
Entonces, un día igual a todos los demás, empezó a escuchar una voz distinta. Durante unos segundos pensó que se trataba de Dios, que había vuelto a hablarle, pero la alegría le duró poco. Se trataba de un hombre en el corredor, que no era ni el verdugo ni el carcelero; se dirigía a ella y la llamaba por su nombre.
—Hola, Tábata. Mi nombre es Ezequiel y he venido a charlar un poco contigo, si no te importa, claro está.
Tábata no se movió de la esquina interior en la que se ocultaba. Ni siquiera respondió para darle a entender que lo escuchaba.
—He pensado que quizá tendrías algo de hambre. No sé cómo te tratarán aquí; yo creo que no muy bien, ¿me equivoco? Entiendo que no tengas fuerzas para hablarme. Mira, vamos a hacer una cosa: te voy a dejar esto que he traído y me marcharé para que comas tranquila. Mañana volveré con algo más. Quizá entonces ya tengas fuerzas para charlar un rato.
Tal como acabó de hablar, el hombre pasó un cuenco con una humeante sopa y una jarra con agua entre los barrotes y se marchó. El estómago de Tábata le chillaba que a qué esperaba, que si tenía algún motivo para no abalanzarse sobre ese manjar, pero la prudencia ganó la trifulca. Eso sí, tan pronto como el hombre hubo desaparecido por donde había venido, la mujer saltó sobre el cuenco, cuya ubicación pudo determinar con total precisión gracias a su olfato, que se había desarrollado prodigiosamente en las últimas semanas.
Al día siguiente, Ezequiel volvió a visitarla con otro apetitoso cuenco. Y después otro, y otro más. Día tras día, el hombre le llevaba la comida que no le daban en prisión y que, poco a poco, hizo que Tábata fuera recuperando las fuerzas. Es más, la voz en su cabeza volvió a hablarle, cosa que la mujer recibió con un enorme júbilo. Dios estaba ahí, de nuevo, tejiendo su hilo de pensamientos, que otra vez volvía a ser optimista. Su voz interior le decía que todo iba a mejorar, que todo se arreglaría y que saldría de allí para poder llevar un mensaje crucial a las gentes de aquel lado del océano; aquel que recordaba que Dios estaba dentro de todos y cada uno de los seres humanos, y que se manifestaba con aquella voz que erróneamente se identificaba con la mente y los pensamientos.
Durante siete días la mujer no dijo ni una sola palabra a su benefactor. Siempre esperaba a que el hombre se marchara para comer. Un nuevo sentido de desconfianza, que había empezado a desarrollar desde el momento en que pisó Boston, le decía que cuando el hombre consiguiera lo que quería de ella dejaría de traerle comida, con lo que procuró alargar la situación tanto como pudo. Al final, un día le dijo:
—Espera, no te vayas.
Cuando Tábata decidió dirigirle la palabra llevaba cuatro semanas encerrada en aquella celda, tres de las cuales las había pasado en la oscuridad, sin visos de un juicio o, mejor, una ejecución. Podía haber aguantado un tiempo más viendo hasta cuándo aquel hombre se hartaría de llevarle comida, pero unos remordimientos, probablemente provocados por la bobalicona felicidad de tener la tripa llena, hicieron que Tábata se decidiera a hablarle. El ánimo refundado por volver a escuchar a Dios terminó por bajarle las defensas.
—Vaya, pensaba que nunca oiría tu voz —dijo el hombre que, sorprendido, volvió a sentarse en el suelo.
—¿Qué quieres? —cortó tajante Tábata.
Ezequiel dedicó unos segundos a ordenar sus pensamientos antes de hablar.
—Te vi en la plaza. Me fijé en los libros que traías en tu baúl.
A Tábata se le hizo un nudo en el estómago al recordar sus preciosas palabras impresas que habían ardido frente a los gritos de alegría de la gente.
—¿También crees que soy una bruja?
—No, en absoluto.
El hombre sonó sincero o, al menos, así se lo pareció a Tábata, que medía con cautela cada una de las palabras de Ezequiel.
—¿Cómo se te ocurrió hacer semejante locura? Quiero decir, tú, ¡una cuáquera, aquí en Boston!
La confianza de Tábata retrocedió unos pasos.
—¿Quién eres?
—Perdón por mi falta de modales. —El hombre sonrió y se relajó. Se había dado cuenta al instante de la desconfianza de la mujer—. Verás, mi nombre es Ezequiel Ernst. Me dedico a describir las cosas que suceden en mi época.
—¿Inventas historias?
—No, para nada. Describo lo que ocurre, la verdadera historia de las cosas. O, al menos, eso intento. Procuro que sea lo más fiel a lo que sucede. Algo que pueda hacer que la gente del mañana viaje a esta época cuando me lea.
—Me has llamado cuáquera. Sabes de nosotros. ¿Acaso no he sido la primera en llegar?
—Sí, que yo sepa, pero el mensaje llegó antes que tú. Han venido muchas personas desde Inglaterra hablando de un tal George Fox y su habilidad para enfurecer a un montón de gente a la que no le gusta oír verdades como puños.
Tábata sonrió en la oscuridad por aquel manifiesto apoyo al cuaquerismo. Su falta de estímulo visual estaba haciendo que prestara una atención inusitada a los demás, en especial a sus voces. Detectaba cada cambio de tono, cada modulación en la voz de aquel hombre; su instinto hacía el resto, diciéndole que aquellas palabras eran dignas de confianza.
—Sin embargo —continuó Ezequiel—, aunque el mensaje haya llegado antes, tú eres la primera mensajera.
—¿Por eso estás aquí?
—En parte. Creo que puedo ayudarte. Me encantaría seguirte y contar tu historia. ¿Te imaginas? La primera cuáquera del Nuevo Mundo, narrada por Ezequiel Ernst. Sería un honor para mí.
El orgullo que, dada su lamentable situación, había bajado muchos escalones en su lista de prioridades, hizo que olvidara gran parte de la frase a excepción de una muy concreta. Preguntó:
—¿Has dicho que puedes ayudarme?
—Sí, creo que puedo sacarte de aquí.