Maya subió a toda velocidad a la tercera planta del hotel Swallow para despertar a Ted. Sus ronquidos se seguían escuchando desde el otro extremo del pasillo. Aminoró el paso y respiró hondo. Se acercó a la habitación y gritó desde fuera:
—¡Ted, por favor, despierta! ¡Es importante!
El ritmo de los resuellos no se alteró ni un ápice. Trató de llamar con los nudillos, pero se dio cuenta de que la puerta estaba abierta. Entró despacio. Un penetrante olor a alcohol impregnaba el dormitorio. Siguió un minúsculo hilo de luz que entraba por las tupidas cortinas y vio un reguero de botellitas, de las que se sirven los huéspedes del minibar, esparcidas por el suelo alrededor de la cama. El hombre, al que algo le había llegado de la presencia de Maya a través del sueño, se revolvió incómodo sobre un lío de sábanas; su cabeza acabó bajo la escasa luz que entraba del exterior, cosa que recordó a Maya a la progresiva aparición del cráneo de Marlon Brando de entre las tinieblas al final de Apocalypse Now, pero en este caso, Ted en calzoncillos resultó ser la parodia del Coronel Kurtz. La mujer sopesó la cantidad de alcohol que había bebido, y concluyó rápidamente que iba a ser imposible ponerlo en marcha antes de un par de horas.
—Mierda… —masculló Maya. La reemplazable operadora de cámara, tal como la había llamado aquel hombre que yacía encima de la cama carente de toda dignidad, tuvo que enfrentarse a la tesitura de tratar de espabilar a su jefe y dejar pasar aquello que fueran a hacer en el límite de la ciudad, o saltarse todos los protocolos de la cadena y tomar la iniciativa.
«Recuerda tu papel: eres una técnico. Cuando vayas en una unidad móvil a cubrir una noticia, las directrices las da el presentador. ¿Queda claro?», le habían dicho en su entrevista de trabajo. El responsable de recursos humanos era de la nueva hornada, aquella que había cambiado la americana y la corbata por una camisa sin botones, pero que en el fondo seguían los mismos principios de sus antecesores varios siglos atrás, esos primeros técnicos en recursos humanos que utilizaban los látigos contra las espaldas desnudas de los esclavos en los campos de algodón.
Maya volvió a mirar a ese hombre que se llamaba a sí mismo periodista. Se dio cuenta de que estaba apretando los puños con fuerza. Bajó la mirada hacia los dedos de las manos, que ya estaban lívidos. Dio media vuelta y se marchó, no cargada de valor, pero si con la energía que da el combustible del odio. La Betacam ya estaba en la furgoneta, así que no tuvo ni que pasar por su habitación. Bajó a toda velocidad y se puso en marcha. La calle donde estaba el Swallow daba perpendicularmente a una gran avenida con una zona verde peatonal en el centro. Esta, a su vez, moría en una plaza circular y, a continuación, seguía por la carretera que llevaba a las afueras de la ciudad por el norte, donde presenciaron el horror de la noche anterior. Condujo siguiendo esa ruta.
Cuando hubo llegado, la vista de todo el operativo que se había montado en el límite de la ciudad resultaba imponente, mucho mayor que el que había visto horas atrás. Los cadáveres estaban parcialmente tapados con mantas. Maya supuso que a alguien se le había ocurrido lanzarlas de alguna forma desde dentro del perímetro. Algunos habían sido cubiertos con mejor atino, pero en otros todavía se podía ver un pie que salía de debajo de la tela, o parte de la cabeza que seguía congelada en el mismo rictus de ahogo de la noche anterior.
Trató de distraerse admirando el fabuloso entorno que rodeaba a la ciudad y que la noche anterior no había sido capaz de percibir en la oscuridad: Santa Tábata estaba en el interior de una olla delimitada por ocho montañas. Daba cierta sensación de aislamiento; los extraños sucesos que allí estaban acaeciendo no ayudaban a disipar esa sensación.
Tal como habían comentado en el bar, se había marcado el perímetro con vallas que rodeaban la ciudad por completo. La mujer miró a un lado y a otro, comprobando que las barreras se extendían de una manera más o menos circular alrededor del núcleo urbano. Además, estaban los policías armados con fusiles apostados cada cien yardas. Un segundo perímetro más interior controlaba a los curiosos, que eran mucho más numerosos que la noche anterior; también estaban más nerviosos.
—¿Cuándo podremos salir? ¡Algunos trabajamos fuera! —gritaba un hombre dentro del grupo.
—¡Esto es un secuestro! —clamaron otros apoyados por un público que les aplaudía.
Un policía empezó a hacer señas a Maya, que trataba de acercar la furgoneta lo máximo posible.
—Soy de la prensa. —Maya siempre había querido utilizar esa frase para saltarse un control policial; el sanctasantórum, abracadabra y conjuro místico del periodismo, que podía con cualquier ley o limitación mundana. La otra opción era ser la pareja Tango y Cash, que su mera presencia les eximía de dar explicaciones, pero Maya pensó que todavía le quedaba mucho para llegar a ese nivel de chulería. El policía dudó por unos instantes. Maya sabía que iba a tener que ceder un poco, pero al final se saldría con la suya.
—Bien. Avance un poco más, pero pare ahí delante, en la cuneta.
La mujer se dio por satisfecha. Arrimó la furgoneta a un lado de la carretera y sacó la Betacam. El jefe de policía, al que Maya había visto hablando la noche anterior con el alcalde Johnston, se acercó a ella antes de que pusiera la cámara en marcha.
—¿La WCNC-6 solo manda a una operadora de cámara? —dijo desde detrás de unas gafas de sol espejadas.
—Mi jefe se encuentra algo indispuesto hoy —titubeó la mujer.
El hombre chasqueó la lengua mientras admiraba la belleza del operativo que había montado.
—Señorita, en otra ocasión estaría ahí detrás —dijo señalando en dirección al perímetro interior, donde los curiosos vociferaban—, pero por algún motivo que escapo a entender, a Bob no le importa. Y si a Bob no le importa, a mí tampoco me importa; pero que no me importe no significa que no me podáis irritar tú y tu indispuesto jefe, ¿queda claro?
—Claro, jefe —contestó Maya con los dientes muy apretados.
—Jefe Kurtzman —corrigió.
—Claro, jefe Kurtzman. —Maya dudó entre continuar con la conversación o dejarla ahí y salir corriendo en dirección contraria. El cabrón de su jefe estaba durmiendo la mona de una resaca monumental para encajar lo de la noche anterior, así que aquello pasaba por ella. Buscó el valor en cada célula de su cuerpo para no dejar pasar la oportunidad—. ¿Le irritaría mucho si le pregunto qué van a hacer esta mañana, jefe Kurtzman?
El hombre se quedó en silencio, meditando durante un par de segundos si ofenderse o no. Una sonrisa alivió la tensión que se había formado entre ellos dos.
—¿Los que vais con la cámara soléis hacer ese tipo de preguntas? Ya, ya, no me lo digas. Tu compañero, indispuesto. No te van a pagar por hacer su trabajo, pero como quieras. Sí, no veo inconveniente a decírtelo. Viene un especialista de la división de amenazas biológicas. ¿A que no te podías imaginar que en una ciudad como esta tuviéramos de eso? Pues así es. Vamos a comprobar qué diablos han echado ahí fuera que nos impide salir. Mira, ahí viene.
Una furgoneta roja pasó por su lado. Llevaba en el lateral una hornacina dentro de la que estaba enmarcado el símbolo de peligro biológico. El policía que había parado a Maya le indicó que detuviera el vehículo un poco más adelante de la furgoneta de la WCNC-6. La puerta roja se abrió y salió una figura embutida en un traje amarillo con un casco completamente cerrado, como el que utilizan los médicos en La amenaza de Andrómeda, aunque el cliché se había repetido en infinidad de películas sobre enfermedades contagiosas asesinas. El conductor, que había salido tan pronto como el motor se quedó mudo, dio la vuelta por delante del vehículo y le ayudó a incorporarse, ya que tenía dificultades para mantenerse erguido. La realidad era algo menos glamurosa que la ficción.
—Por fin tenemos ocasión de probarlo —le dijo, a lo que contestó levantando el pulgar de la mano derecha, incapaz de decir nada tras la ventana de plástico sellada que ocultaba su cara.
—Jefe Kurtzman —dijo Maya cuando el agente empezaba a moverse hacia los recién llegados—, hay una cosa que me intriga.
—¿Y bien? —El hombre se detuvo, pero ni siquiera se molestó en girarse.
Maya recordó la enorme pieza de carne que la presentadora amateur estaba metiendo en el horno.
—Está claro que desde anoche no podemos salir, pero…
El policía se giró hacia ella, a punto de estallar por estar haciéndole perder un tiempo tan valioso.
—¿Cómo es que no está entrando nadie en la ciudad? Ni en todo el rato de anoche ni en este he visto llegar un solo coche por esta carretera. ¿Cómo es posible?
El jefe Kurtzman palideció por la revelación. No hizo falta que se quitara las gafas espejadas para saber que las pupilas se le habían dilatado mucho. Por lo visto, nadie había caído en un detalle tan obvio. No contestó nada en absoluto.
Dio media vuelta y continuó su camino hacia el especialista, que se dirigía con un caminar pesado hacia las vallas delimitadoras. Varios agentes se acercaron y empezaron a hacer señas al personal sanitario de una de las ambulancias. En un momento se formó un pequeño grupo dispar que discutía sobre la mejor manera de operar. El que iba a ser el protagonista fue incapaz de opinar absolutamente nada, y lo único que hacía era mirar a unos y otros al mismo tiempo que asentía debajo del casco.
En los pocos segundos en los que Maya tardó en poner en marcha la Betacam, el jefe Kurtzman hizo una llamada por el walkie mientras lanzaba una mirada fugaz hacia ella. Subió la cámara y, apuntando hacia el grupo, puso en marcha la máquina. El jefe de policía se giró dándole la espalda. «Genial, Maya», pensó, «no llevas ni un día aquí y ya estás haciendo amigos».
El grupo llegó a algún tipo de acuerdo, porque se apartaron todos para dejar vía libre al hombre del traje. Dos de los policías armados con fusiles apartaron sendas vallas para que, al menos él, pudiera cruzar el límite de la ciudad. Maya dirigió la cámara hacia él y ajustó el zoom al máximo.
Dio un primer paso cargado de duda fuera del perímetro. Esperó unos segundos antes de dar el segundo. Un creciente ánimo se apoderó de él, porque cada vez andaba más rápidamente. La forma de caminar, la cadencia, todo le recordó a Maya al paseo de Armstrong por la superficie lunar. El hombre se giró hacia sus compañeros con los pulgares en alto. Parecía sonreír debajo del casco.
No se había vuelto a girar todavía cuando empezó a trastabillar. Una fuerza invisible lo dejó momentáneamente congelado en una postura extraña para, a continuación, llevarse las manos enfundadas en los guantes protectores al cuello. Se dio la vuelta desesperadamente. Los compañeros que aguardaban dentro del perímetro empezaron a gritar y a hacerle señas indicándole que volviera rápidamente, pero se había alejado demasiado. Cuando apenas le quedaban unos pocos pasos para llegar dentro del perímetro seguro, se desplomó de bruces. Todos gritaban alarmados y estiraban los brazos en un intento desesperado de alcanzarle. No tuvieron éxito. Estaba demasiado lejos.
El traje les ahorró a todos el color azulado de la piel, los globos oculares casi salidos de sus cuencas y la lengua exageradamente fuera de la cavidad bucal. Los quince minutos que siguieron fueron un caos de gente corriendo en todas direcciones, agentes llamando por el walkie, frentes perladas de sudor y gritos de los curiosos, que debían pensar que así ayudaban en algo. El jefe de policía le dio una patada a una de las vallas, tumbándola.
Nadie se atrevió a volver a cruzar el perímetro otra vez.