Capítulo 11

Caravana

Tábata solo tuvo que soportar siete días más en las tinieblas de aquella celda. El día en que se cumplían cinco semanas desde su encierro, el alguacil abrió la cerradura con un chirrido espantoso.

—¿Vais a matarme? —dijo la mujer, sin que quedara demasiado claro si había miedo o súplica en su tono de voz. Tábata, en el fondo, nunca había creído las palabras de libertad de Ezequiel.

—Más quisiera yo. —El alguacil le dio una patada a la puerta, que se acabó de abrir con un sonoro golpe—. Pero, por lo visto, tienes amigos influyentes. Eres libre.

El cuerpo desnudo y cubierto de mugre de Tábata se fue iluminando progresivamente conforme salía de la celda. Tenía los ojos cerrados; los tuvo así durante horas por miedo a quedarse ciega si los volvía a poner en funcionamiento de golpe. El alguacil la miró de arriba a abajo, con una mezcla de asco y curiosidad, y le tiró un vestido amarillento lleno de agujeros.

—Ponte algo por encima, bruja.

Ezequiel había ido a recogerla a la prisión. Le dijo que podía pasar el resto del día y la noche en casa de una amiga que le debía un favor. Allí podría lavarse y ponerse ropa limpia. Mañana partiría.

—¿Hacia dónde? —preguntó ella, inquieta.

—Este no es tu lugar. Aquí corres peligro entre los puritanos. Se están poniendo en marcha unos asentamientos al sur de aquí. Tu mensaje puede calar hondo en aquellas personas.

—¿Al sur? —repitió Tábata, lenta e incapaz de procesar todo aquel mensaje.

—Sí, en Carolina.

La mujer pasó las siguientes horas tal como había planeado Ezequiel. En la casa de aquella desconocida se dio un buen baño, cenó y se tumbó en una cama blanda; unos lujos que ya consideraba ajenos a su vida, cosas que se habían perdido en el pasado y que jamás regresarían. Sin embargo, allí estaban otra vez. Se sintió renacer. Estaba feliz de nuevo, aunque era una felicidad agridulce, ya que no podía evitar pensar que se iba a acabar en un momento u otro. Se durmió preguntándose qué hacía en aquel lugar, tan lejos de su casa.


***


Al día siguiente, temprano, Ezequiel la estaba esperando en la puerta. Cuando la vio salir, con ropa nueva y limpia, el hombre quedó maravillado; durante unos minutos no dejó de mirarla con una fijación que Tábata no logró descifrar en ese momento. Cuando el hombre hubo vuelto en sí, le dio las gracias a su amiga por la hospitalidad y apartó a Tábata para hablarle entre susurros. La muchacha no hacía más que mirar la caravana, formada por tres pesadas diligencias, que esperaba tras Ezequiel.

—Tábata, mírame, por favor —rogó Ezequiel mientras le cogía la cara—. En esta caravana viajan dos familias: dos matrimonios, tres niñas y un bebé. Son buena gente. Se dirigen hacia el lugar del que te he hablado, unos asentamientos al sur que están ávidos de cambios. Ellos también lo están.

—¿Cambios, qué cambios?

—Los que les vas a ofrecer tú, Tábata. ¿Acaso no recuerdas la razón por la que viniste aquí?

Tábata meditó por unos instantes, aunque su mente seguía lenta y atrofiada por lo sucedido las últimas semanas. Trató de recordar el éxito con el gobernador de Barbados, del que había estado tan orgullosa, pero se le antojó algo de un pasado en el que ella no era la protagonista. Quizá hubiera sido otra mujer distinta y solo lo había soñado. En su lugar, la humillación, el terror, las continuas agresiones del verdugo y la más absoluta de las oscuridades brillaban en su memoria haciendo indistinguible todo el resto.

—Vine a morir a Boston.

—¿De qué hablas? —El hombre la zarandeó. Todos se giraron hacia ellos ante el tono de voz de Ezequiel, que se había elevado notablemente. Trató de serenarse y continuó hablando—. Tú trajiste un mensaje de amor y paz, de renovar algo que se ha podrido aquí. Un mensaje en el que yo creo.

—Ese amor del que hablas arde fácilmente —dijo al recordar la pira de su baúl en la plaza.

—¡No digas tonterías! El mensaje está dentro de ti. El mensaje eres tú. ¿Qué importan unos panfletos?

Tábata miró más allá de él, hacia las familias en la caravana. Buscó los ojos de aquellos hombres y mujeres, pero no fue capaz de leer nada en ellos. Sentía como si un velo pegajoso, dejado caer recientemente sobre ella, le impidiera conectar con la gente de su alrededor.

—Mira, Tábata, es normal que todavía estés atrapada en los recuerdos de las cosas tan terribles que te han hecho desde que llegaste aquí. Tardarás en olvidarlo, no te voy a engañar, pero créeme si te digo que esto es lo que viniste a hacer. Sube a esa caravana y cumple tu misión.

—¿Tú no vienes? —preguntó al caer en la cuenta de que él nunca se había incluido en ese viaje.

—No por ahora. Me reuniré contigo más adelante. Liberarte no ha sido tan fácil como pensaba. Tengo que solucionar unos asuntos antes de viajar al sur, pero te prometo que iré.

La mujer cedió de nuevo y se dejó llevar como una hoja seca arrastrada por el viento. Desde que había llegado al Nuevo Mundo, no había sido capaz de tomar ninguna decisión por iniciativa propia. Todo había sido cosa de los demás, con la escasa voluntad de una simple marioneta. Se preguntó si esa era la supuesta felicidad que ocultaba aquella tierra de esperanza: anularse para dejar que fueran otros los que decidieran por uno mismo.


***


Al principio, el viaje fue silencioso y pastoso. Las más de novecientas millas que separaban Boston del lugar del que Ezequiel les había hablado, en Carolina, eran un trayecto de más de un mes en aquellos sobrecargados carromatos que ofrecían una escasa intimidad: una tela hacía las veces de techo y paredes. Viajaban durante el día en periodos de nueve o diez horas seguidas con algunas paradas menores, y cuando empezaba a anochecer hacían un alto a un lado del camino, encendían una hoguera y descansaban bajo un manto perlado de estrellas.

—Tienes buena mano con los bebés —le dijo Tacey. Tábata se había ofrecido a dormir a su pequeño, que estaba algo inquieto.

Tacey Rutland era la más joven de las dos mujeres que viajaban con Tábata y, a pesar de eso, tenía cinco o seis años más que ella. Las dos trabaron una buena amistad. El bebé, un chico, y una de las niñas eran suyos y de Austin. La otras dos, más mayores, eran las hijas de John y Charlotte, la segunda familia.

—Me refiero por lo joven que eres, aunque depende de cómo lo mires, porque yo a tu edad ya tenía a la mayor.

Tábata sonreía, pero no hablaba mucho. Sin embargo, eso no le impedía estar muy activa en los quehaceres diarios de la caravana: echaba una mano allá donde pensara que podía ser útil sin esperar a que nadie le pidiera nada. Eso le hizo granjearse rápidamente la amistad de las dos familias.

La noche en el ecuador de su viaje, alrededor de la hoguera, aprovechando aquellos habituales silencios que hacen los adultos en una conversación, la hija mayor de Tacey quiso hacer un comentario para que la trataran, de una vez por todas, como a una adulta:

—¿Qué son esas cosas raras que dijiste? —dijo.

Su madre, alarmada, la mandó callar rápidamente:

—¿Por qué dices eso? Aquí nadie dice cosas raras.

—Sí, sí que lo hizo. En Boston enfadó a mucha gente —protestó.

—¡Señorita, ya está bien!

Tábata sonrió por el atrevimiento inocente de la niña.

—No te preocupes, no pasa nada, Tacey —calmó Tábata. El resto de adultos se la quedaron mirando, extrañados por aquella voz a la que no estaban demasiado habituados—. Si a tus padres les parece bien, puedo explicártelo. Verás como no es tan raro.

Tábata les pidió la aprobación con los ojos. Ellos intercambiaron una mirada llena de inquietud. No querían contrariar a Tábata, ya que parecía ser una persona muy importante para Ezequiel, pero por otra parte eran cautelosos por lo que la mujer pudiera decir. Le mostraron media sonrisa, en un gesto de aprobación con ciertas reservas.

—¿Has visto qué noche más bonita?

La niña miró hacia la bóveda celeste forzando mucho el cuello. Estuvo un buen rato así, contemplativa, hasta que empezó a dolerle el cuello.

—Sí, lo es.

—¿Qué te parecería que te vendara los ojos y no te dejara ver ese espectáculo? ¿Te parecerían bonitas en ese caso?

La niña imitó la cara que ponía su padre cuando se ponía meditabundo.

—¿Cómo iba a saberlo si no puedo verlas?

—Yo te lo diría. Yo te explicaría lo bonitas que son.

La niña miró a Tábata fijamente y se rascó la cabeza. Al cabo de un rato contestó:

—No me gusta ese trato. Prefiero verlas por mí misma.

—Muy bien, eres una niña muy lista. Eso mismo opino yo de Dios.

Los padres sonrieron ya más tranquilos. A Tábata se le quitó un peso enorme de encima. Quizá Ezequiel tuviera razón. Quizá ese era su lugar. Quizá tenía una misión.