Maya cruzó la puerta principal del hotel Swallow con la sensación de que los gemelos iban a fallarle de un momento a otro, haciendo que se desplomara en cualquier lugar. De repente, la Betacam parecía pesar una tonelada.
—¿Quiere un vaso de agua, señorita? —preguntó el recepcionista al ver el aspecto de la mujer.
Maya asintió y se apoyó en el mostrador. Descargó los aparatos y respiró hondo, tratando de calmar los nervios. No era capaz de focalizar su inquietud en un solo aspecto: el hombre enfundado en el traje protector cayendo de bruces a unas pocas yardas del límite de la ciudad o la carretera de entrada a la ciudad por el norte completamente desierta. Más de doce horas desierta. «¿Dónde coño me he metido?», pensó alarmada.
El recepcionista salió de la trastienda y le dejó un vaso encima del mostrador. Maya lo apuró de un solo trago.
—¿Puedo pedirte otro favor? Necesito hablar por teléfono. No es una llamada local. El teléfono es este —dijo mientras empezaba a rebuscar en sus útiles bolsillos para la delincuencia urbana la tarjeta con el número de la centralita de la WCNC-6.
—No se moleste.
—¿Perdón? —Maya tenía una tolerancia bien alta a las impertinencias, sobre todo trabajando con gente como Ted Kerry, pero aquel no era su mejor día para ponerla a prueba.
—No funciona la línea desde anoche.
—¿Cómo que no funciona?
—Así es. Hay tono, pero todos los teléfonos a los que llamamos parecen estar comunicando.
Maya abrió mucho los ojos. Ni siquiera hablar con el exterior. La inquietud empezó a dejar sitio al pánico. Tuvo que cogerse con fuerza al mostrador.
—¿No puede ser que tengáis un problema en la línea? —suplicó.
—Nosotros no, señorita. Es muy extraño, porque las llamadas locales sí que funcionan. Solo son las que se dirigen hacia fuera de Santa Tábata. Tampoco hemos recibido ninguna del exterior, con lo que suponemos que debe ser de la compañía telefónica, aunque no es algo que importe demasiado, ya que no recibimos demasiadas llamadas de fuera de la ciudad.
—¿Cómo es posible? Sois un hotel. La gente llamará para hacer reservas, ¿no?
—En alguna ocasión en el pasado, pero ya no. Nos nutrimos de clientela local, ya me entiende, parejas y demás. —El chico se puso visiblemente rojo—. De hecho, usted y el caballero son los primeros desde hace un par de años.
—¿Y el resto de negocios?
—Lo mismo, señorita. Se apañan de sobra con la demanda local. ¿Sabe el cartel ese de la entrada, el de «El refugio...»? —Maya asintió—. Pues digamos que refleja muy bien el espíritu de los que vivimos aquí.
«¿Refugio o cárcel?», pensó Maya.
—El caso es que ya llevan rato —continuó el chico—, porque el corte…
—Empezó ayer, ¿no? Poco antes de medianoche —interrumpió Maya.
—Sí, efectivamente. ¿Cómo lo sabe?
—Perdona que te pregunte, pero ¿tú vives aquí en Santa Tábata o te vas fuera cuando acabas la jornada?
—Vivo aquí, señorita, a dos calles, como la mayoría de la gente. Una ciudad preciosa, ¿verdad? Mis antepasados vinieron aquí en la séptima generación, hace más de doscientos años —dijo con orgullo, como quien muestra un árbol genealógico rubricado con múltiples apellidos nobles.
«Pues parece que ya no vas a poder irte aunque quieras», pensó Maya con amargura mientras miraba un cuenco repleto de chocolatinas Cadbury.
—¿Séptima generación?
—¿Perdón? Ah, sí, claro —dijo dándose un golpecito en la cara reprobatorio—, como no es de aquí no lo sabe. Las generaciones las contamos desde Tábata Hide. Ella fue la primera, claro. Mi familia llegó con la séptima. Cuanto más cerca de la primera, más oriundo es el apellido de uno.
—¿Hay alguna familia que lleve aquí desde la época de vuestra fundadora?
—Un par a lo sumo.
La mujer le dio las gracias junto con una pequeña propina (gesto que Ted no se molestó en tener la noche anterior), y se dispuso a subir al ascensor. Necesitaba encerrarse en la habitación y estar un rato en silencio ordenando sus ideas. Descartada la opción de explicar a la WCNC-6 su situación y sin nadie más que la fuera a extrañar en casa, a excepción de unos vecinos que, por otra parte, no encontrarían rara su ausencia, acostumbrados como estaban a sus frecuentes viajes, no tenía muy claro qué hacer a continuación. Cuando estaba poniendo un pie dentro del ascensor sonó el teléfono.
—Perdone, señorita, es para usted.
—¿Para mí?
—Sí.
—¿Ya funciona la línea? ¿Es de la estación?
—Me temo que no. Una llamada local. De la oficina del alcalde.
Maya se acercó desconcertada al mostrador de nuevo. Le dio las gracias al recepcionista y contestó:
—¿Hola? Sí, soy de la WCNC-6. Bien, espero. Hola, señor. Sí, perdón, quería decir Bob. Soy la operadora. Maya me llamo, señor, digo Bob. Ted ahora mismo no se puede poner. Bien, hablo con él y nos acercamos al ayuntamiento. ¿Media hora? Mejor una si no le importa. Gracias. Hasta luego… Bob.
Maya colgó y se quedó plantada meditando. El alcalde quería verlos a los dos cuanto antes. O quizá simplemente quería ver a Ted Kerry y se había visto obligado a invitarla a ella. En cualquier caso, Maya se veía ante la expectativa de tener que despertar a Ted y procurar que estuviera operativo y presentable antes de una hora.
—¿Todo bien, señorita?
—¿El café que hacéis aquí es fuerte?