Capítulo 13

Mound Builders

La caravana se detuvo. No era para menos, dado el espectáculo que acababan de encontrar: el prado se elevaba delante de ellos a zonas, conformando una retícula perfectamente ordenada de montículos que interrumpían la planicie; cada uno de los montículos tendría cientos de pies de altura y, en ocasiones, había una segunda elevación sobre la primera, constituyendo una especie de pirámide escalonada. Entre cada una de las elevaciones había hueco suficiente para que pasaran diez caravanas como la de Boston cómodamente.

Las niñas contenían la emoción a duras penas, imaginándose escalarlas y, a continuación, rodar cuesta abajo. Los adultos contemplaban la escena con una mezcla de respeto y temor. Tábata, por su parte, no tardó en ver algo divino en el lugar; la majestuosidad era, según la cuáquera, razón suficiente como para que el ser humano hubiera sido incapaz de edificar aquello. Los últimos resquicios infantiles de su mente imaginaron la gran mano de Dios levantando el manto verde del suelo, colocando y organizando unas enormes piedras, para finalmente dejar caer de nuevo la hierba por encima.

—¿Os habéis fijado? En lo alto hay algo —dijo uno de los hombres. Todos miraron hacia arriba, pero los montículos eran tan altos que resultaba difícil apreciar nada.

Tábata se apeó, decidida a encaramarse a lo alto de unos de aquellos accidentes. Si había algo de divino en aquel lugar, no quería desaprovechar la oportunidad de sentirlo de primera mano y mezclarse con ello.

—Ve con Tábata —ordenó Tacey a su marido.

Los dos adultos empezaron a remontar el primero de los montículos más fácilmente de lo que habían imaginado desde abajo. La pendiente parecía mayor de lo que realmente era. Daba la sensación de que aquel lugar había sido pensado para la justa medida de los humanos.

—Tenías razón —dijo Tábata una vez llegaron a la cima—. Allí hay algo. —Señaló en dirección al centro del montículo. Las dimensiones eran tales que, aun habiendo llegado arriba, todavía tuvieron que andar unos minutos hasta el centro del accidente.

—Son restos… ¿de una casa? —se preguntó Austin mientras recogía unas piedras labradas del suelo—. Mira, esto parece la pared exterior —dijo siguiendo una línea irregular—, y aquello es lo que vi desde abajo: un muro a medio derruir.

—¡Mira! —exclamó Tábata—. ¡Hay restos encima de todos los montículos, no solo en este!

Desde la posición en la que se encontraban se podía ver el conjunto en su totalidad. Tal como contó Tábata, la retícula estaba formada por ocho montículos a lo ancho y otros ocho a lo largo. Un total de sesenta y cuatro elevaciones. Encima de cada una de ellas, en algunas ocasiones totalmente derruidas y, en otras, en mucho mejor estado, los restos de una edificación.

—¿Te imaginas un día con brumas bajas? —preguntó Austin.

—Sí. Algo mágico —respondió Tábata mientras visualizaba la imagen de Austin, en la que los montículos emergían de entre la neblina sobre un suelo invisible.

Los adultos volvieron al borde del montículo e hicieron señas al resto de la caravana para dar a entender que estaban bien, y que el lugar parecía seguro. Los que se habían quedado abajo se relajaron visiblemente y dijeron algo a las tres niñas, que salieron disparadas hacia las lomas gritando y riendo.

—Quizá podríamos hacer un alto en el camino. Los pequeños están cansados. Y no solo ellos. Igual un cambio de aires nos viene bien durante un día —dijo Austin mientras miraba a las pequeñas rodar por la ladera por la que habían ascendido.

—Me parece una buena idea —respondió Tábata. A ella no le importaba demasiado descansar, pero no quería dejar pasar la oportunidad de investigar el lugar. La certeza de que no habían llegado allí por casualidad empezó a instalarse en su mente.

Tábata observó a Austin mientras descendía en dirección a la caravana. El hombre se había maravillado, de eso no cabía duda, pero ¿solo ella percibía que había algo más detrás de aquellos accidentes? El asombro es el primer escalón para encontrar a Dios, pero es fácil quedarse ahí. Uno tiene que ser valiente y seguir avanzando.

—¿No bajas? —gritó Tacey. Tábata negó con la cabeza e hizo unas señas con las manos para explicar que iba a dar una vuelta por el lugar.

La mujer pasó el resto del día subiendo todos y cada uno de los sesenta y cuatro montículos. Efectivamente, tal como habían deducido Austin y ella, lo que había encima de cada uno de ellos eran restos de antiguas construcciones y, en ocasiones, en un estado bastante bueno. En algunas elevaciones lo que había eran viviendas, en otras algo parecido a granjas; Tábata incluso distinguió un silo de grano. Sin embargo, en uno de los montículos había algo diferente a todo lo demás; los restos de piedra conformaban un recinto de planta circular con una zona destacada en el centro. La voz de su mente articuló una palabra: «templo». Pero no un templo como los que estaba acostumbrada a visitar. Ni siquiera estaba segura de que hubiera sido erigido en honor al dios que hablaba en su mente.

Cuando cayó la noche, Tábata estaba sentada en lo alto de una de las laderas. Más abajo, la hoguera del campamento crepitaba. Los pequeños dormían alrededor. Tábata se había mantenido alejada de los demás durante todo el día, ni siquiera se había acercado a cenar. Estaba sumida en sus pensamientos cuando vio a Tacey subir hasta donde estaba ella.

—¿Qué te atenaza? —preguntó Tacey.

Tábata se sobresaltó. En todo el día no había sido consciente de que algo le preocupara pero, efectivamente, en su interior había una inquietud. Quizá sus elucubraciones no habían hecho más que ocultar sus temores. Ordenó sus pensamientos antes de contestar a Tacey:

—Cuando llegamos me di cuenta de que había algo divino aquí. El hombre no podía haber hecho esto solo, o al menos no sin ayuda. No digo que Dios mismo levantara esto. —Sonrió al recordar el pensamiento infantil que había tenido tan solo unas horas atrás. «¿Así de veloz se está marchando mi infancia?», pensó con amargura—. Pero sí que inspirara a otros para que lo hicieran, ¿entiendes?

Tacey asintió.

—El caso es que en lo alto de una de estas cosas hay un templo, pero es diferente al resto de templos, como si estuviera dirigido a otro dios.

—¿Solo porque es un templo diferente a los que conoces crees que es de otro dios?

—Claro que no. Hay más motivos. Ocho por ocho montículos.

Tacey miró a Tábata con gesto de no entender a lo que se refería.

—Ocho, Tacey, ocho. No son siete, ¿entiendes? Todo lo relacionado con Dios, con mi dios, gira alrededor del siete, no del ocho.

—¿Y por qué te preocupa tanto? No todos rezamos al mismo ser, ¿no?

—Ya, pero… el lugar que ha inspirado es de tal grandiosidad que… Tacey, ¿crees que hay distintos dioses?

La mujer guardó silencio durante un buen rato haciendo como que meditaba, pero no contestó a la pregunta de Tábata. En su lugar, dijo:

—No es eso lo que me preocupa, Tábata. Lo que realmente me inquieta es por qué todo está elevado. Es una zona fundamentalmente llana, no parece que hayan venidas de agua, con lo que no tiene ninguna razón práctica. Si fuera para protegerse de atacantes, estaría todo en un único montículo. Incluso habrían levantado una muralla alrededor. La forma de las elevaciones me recuerda a algo, pero no soy capaz de identificarlo.

Tábata sintió una punzada en las entrañas. La última frase de Tacey había activado un resorte en su mente que le había dado la respuesta, tan resplandeciente y luminosa que se maldijo por no haberlo visto antes. Un miedo indefinido comenzó a crecer en su interior.

—No es un dios el que inspiró este lugar —empezó a murmurar Tábata.

—¿Cómo dices? —preguntó Tacey.

—No es él, Tacey, es ella. Los montículos. Son úteros. Sesenta y cuatro enormes monumentos a la gestación. ¿No lo ves? No es un dios el que inspiró este lugar, sino una diosa.