Capítulo 14

La reunión

Pista 3: The 80’s, en la banda sonora de la novela.


Maya miró con incomodidad por enésima vez el cuadro que el alcalde tenía a sus espaldas. Era la misma ilustración de Tábata Hide que había visto, mucho más grande, en el museo. Trató de apartar la mirada de ese rostro casi ubicuo en aquella ciudad. Parte de la incomodidad le venía porque le recordaba al de una madre mirando con reprobación a su hijo después de haber hecho una buena. No esa madre en concreto, si es que aquella mujer lo había sido, sino cualquiera; la idea misma de una madre reprendiendo una actitud. Lo peor de todo era que, al mismo tiempo, resultaba muy difícil evitarla: la dureza de aquellos ojos tenía algo magnético.

El alcalde Johnston, que percibió el nerviosismo de Maya, sacó un pequeño estuche de madera del cajón de su escritorio y lo abrió delante de sus invitados. Eran puros. Maya declinó el ofrecimiento educadamente. Ted Kerry puso una mueca, pensando que le iban a ofrecer un segundo café, algo más cargado que el que se había tomado deprisa y corriendo en el bar del hotel, después de que Maya lo pusiera en pie exhibiendo una buena dosis de paciencia; la necesitó para aguantar la sarta de improperios del presentador.

—No son cubanos, ¿eh? Jamás se me ocurriría. Ya tuvimos bastante hace más de veinte años con los jodidos R6 del cabronazo de Fidel, ¿no creen?

El jefe Kurtzman, que estaba sentado al lado del alcalde, le rio la gracia. Entonces, se quedó mirando a Ted.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Kurtzman—. Tiene mal aspecto. —El jefe de policía lo escrutaba tras las gafas espejadas que no se quitaba nunca.

—Solo ha sido una mala noche —dijo con un hilo de voz. Su rostro estaba cetrino y le costaba fijar la mirada en un punto concreto. Además, entrecerraba los ojos constantemente, protegiéndose de la luz del despacho—. Estoy algo indispuesto.

—Está bien —dijo el alcalde sin mucha seguridad—, sigamos entonces. Están al tanto de todo lo que pasó anoche. Además, el jefe Kurtzman me ha informado de que esta mañana ha estado presente cuando nuestro experto en biológicas ha tenido el percance —dijo señalando a Maya. Ted levantó las cejas, pero no dijo nada—. No tenemos ni la más remota idea de qué es lo que está pasando, pero lo único que sabemos es que nadie puede salir de Santa Tábata.

Bob hizo una pausa teatral. De momento no había dicho más que obviedades, pero como buen político, el mensaje principal siempre estaba adornado y enmarcado por unos elaborados preliminares. Maya sintió un súbito deseo de joderle el teatro. Sin pensárselo dos veces, le cortó diciendo:

—¿No tienen ninguna teoría?

Bob puso una mueca de desagrado. Las gafas espejadas del jefe Kurtzman se giraron hacia ella.

—¿De verdad no se le ocurre? —dijo el jefe de policía.

—¿Perdón?

—Esta mañana, usted me dijo algo muy interesante.

Ted empezó a masajearse las sienes. Hacía un par de minutos que había decidido alejarse mentalmente hacia algún lugar muy lejano.

—¿Lo de que nadie venía hacia la ciudad?

—Efectivamente. ¿No le da que pensar?

Maya puso a trabajar a su cerebro a toda velocidad. Empezó a atar cabos con las pistas que le habían dejado.

—¿Piensan que ha habido un ataque afuera?

—Bingo —alabó el alcalde.

—¿Pero cómo? ¿Quién? —El nerviosismo de Maya resultaba patente.

—Esto es extraoficial. —El alcalde bajó la voz hasta la intensidad adecuada para las confidencias—. A mí me parece una respuesta de los rusos a la Iniciativa de Defensa Estratégica; ha hecho temblar a esos sucios comunistas.

Ted Kerry, presentador de la WCNC-6, periodista y por ende, en teoría, con cierto bagaje sobre la política de su país, apretó fuertemente los labios dejando como resultado una delgada línea de ignorancia.

El alcalde titubeó al ver la cara del presentador. —Me refiero a la «Guerra de las Galaxias», Ted.

Maya tuvo que reprimirse para decirle que no se refería a Vader, Luke y Leia; hubiera sido demasiado cruel hasta para él. La operadora se puso a indagar en sus recuerdos. La iniciativa había sido de Reagan; la idea era diseñar unos misiles muy avanzados que serían guiados desde el espacio para neutralizar las cabezas nucleares soviéticas en una eventual Tercera Guerra Mundial, pero el proyecto debía de tener al menos diez años. De hecho, ahora ni siquiera se llamaba así, porque Clinton le había cambiado el nombre hacía poco. Además, nunca se había llevado a cabo del todo y, con la caída del Telón de Acero, aquello ya no tenía ningún sentido. ¿Por qué aquella obsesión con el pasado? Entonces, Maya recordó la programación del Bill’s.

—Bob —empezó a decir Maya—, de eso hace algo de tiempo.

—¿Y qué importa? —replicó Bob—. Hoy, ayer, ¿qué más da? La realidad es que el odio que nos tienen esos comunistas no se va a apagar de un día para otro.

La respuesta del alcalde era tan imprecisa que no le dio ni la más mínima pista a Maya sobre la época en la que creía que vivía. Sin embargo, entre sus palabras y el suceso de la televisión en el Bill’s, en el ambiente flotaba un evidente aire de desconexión con el mundo actual.

—En el caso de que eso fuera cierto, ¿por qué no nos ha afectado? —cuestionó Maya.

El jefe Kurtzman sonrió de oreja a oreja. —Señorita, es normal que usted no lo entienda porque no es de aquí. —Aunque no le veía los ojos, la operadora supo que estaba mirando su tono de piel. Maya puso una mueca, pero no se permitió ofenderse de lo acostumbrada que estaba a ese tipo de comentarios, especialmente en ciudades tan cerradas de mente como esa—. Los que contamos con muchas generaciones a nuestras espaldas asentadas en esta gran ciudad —continuó—, lo vemos claramente. Nuestra señora y fundadora, Santa Tábata, nos protege de cualquier mal del exterior. —El hombre se giró con respeto hacia el cuadro tras él. Maya creyó ver como le hacía una sutil reverencia.

—Gracias, Kurtzman. —El alcalde Bob tomó el testigo—. La cuestión es que estamos atrapados. No es un problema tan grave, ya que tenemos el orgullo de decir que Santa Tábata es autosuficiente y no necesita nada del exterior, y que nuestra tasa de desempleo es una de las menores del estado. Sí, prácticamente todo el mundo trabaja en la ciudad. Esto simplifica las cosas.

—¿Quiere decir que no van a hacer nada? —saltó Maya.

—Nada más lejos de la realidad, señorita. Haremos, claro que sí, pero no es una cuestión de vida o muerte. Como decía, estamos orgullosos de ser un refugio.

—¿Y qué hay de nosotros, de los que no somos de aquí?

El alcalde volvió a abrir el estuche con los puros y se encendió uno.

—¿Seguro que no quieren? Bien, así me gusta, trabajadores sanos y responsables. Exactamente como los que quiero a mi lado. —Maya intuyó que el largo rodeo estaba llegando a su fin. Ya empezaba a vislumbrar el verdadero objeto de aquella reunión—. Ustedes trabajan para la WCNC-6, afiliada en exclusiva para la NBC. Nosotros no tenemos estación propia, y huelga decir que la televisión es fundamental para trasladar a la ciudadanía lo que se hace dentro de las ciudades. En concreto en crisis como esta. ¿Cómo sabrán que el jefe Kurtzman, mi oficina o incluso yo mismo nos hemos preocupado si no hay una unidad de televisión cubriendo nuestro esfuerzo?

—¿Y cómo vamos a enviar la cinta a la WCNC-6 si no podemos salir? —preguntó Maya.

—Eso es un problema menor —contestó Bob—. Ustedes graben y ya resolveremos esa eventualidad en el futuro. Siempre podemos emitir a nivel local, ¿no cree? No me importa demasiado que lo vean fuera de Santa Tábata. No pienso hacer carrera para gobernador del estado —dijo y soltó una sonora carcajada—. Este es mi lugar.

Bob volvió a hacer una de sus pausas teatrales y se los quedó mirando. Ya tenía preparada la caña y solo le faltaba dejar caer el anzuelo.

—Ni qué decir que el amor, con amor se paga. ¿Me entienden? Ser el equipo de televisión en exclusiva para la oficina de un alcalde tiene sus ventajas, ¿verdad?

Ted pareció espabilarse de repente en su asiento. Solo era un cretino con los que consideraba inferiores, pero se comportaba como un verdadero lameculos cuando trataba con el poder. Maya, por el contrario, le sostuvo la mirada desafiante. La escena tomó el cariz de un western. Ella ahora era Clint Eastwood en Por un puñado de dólares. El jefe Kurtzman y el alcalde Robert, «Llámame Bob», Johnston la flanqueaban, encerrándola en el centro de un encuadre en el que ellos estaban de espaldas: un triángulo perfecto, tan clásico como cualquier obra del Renacimiento. A continuación, un juego de planos y contraplanos con rostros chulescos. Una pausa que anticipaba lo que iba a pasar. El rostro de Maya, oculto por su sombrero, se iba descubriendo poco a poco, al igual que el cigarro que, en lugar de fumar, mordía. Los malos trataron de desenfundar y…

—Eso está hecho, Bob. —Ted se cargó el clímax. De repente, parecía un hombre distinto, despierto y dispuesto. O finalmente le había hecho efecto la cafeína, o es que la promesa de poder y privilegios tenía un efecto más potente en él. En cualquier caso, había mordido de lleno el anzuelo.

—¡Maravilloso! —exclamó el alcalde, aliviando la tensión—. Si les parece, cuando consideremos que es interesante que filmen algo que vayamos a hacer en la oficina, les avisaremos. Están alojados en el Swallow, ¿me equivoco? Perfecto entonces.

Bob se levantó dando por acabada la reunión. Ya había conseguido lo que quería. Les dio la mano con efusividad, y les invitó a un cóctel con las personalidades de Santa Tábata que tendría lugar al día siguiente. Por lo visto, el hecho de estar atrapados no les quitaba las ganas de realizar ese tipo de eventos.

Ninguno de los tres hombres había esperado la respuesta de Maya; supuso que daban por sentado que iba a seguir el dictado de Ted. «Mala idea, sobre todo teniendo en cuenta quién lleva la cámara», pensó Maya.