Los nervios estaban a flor de piel cuando se cumplían cuarenta días desde su partida de Boston. Hasta el bebé parecía estar más irritable de lo que venía siendo habitual. Los montículos habían resultado una bocanada de aire fresco para todos, pero ya hacía tiempo que los habían dejado atrás. Las niñas preguntaban por la llegada, pero los adultos no sabían qué contestar. Se miraban unos a otros y encogían los hombros. Ezequiel no había sido muy preciso en cuanto a la ubicación de los asentamientos, y la duda empezaba a hacer mella en ellos.
Aquella noche estaban todos en silencio alrededor de la hoguera, mirando con pena las danzarinas llamas. El bebé se había dormido al fin y las niñas empezaban a dar cabezadas. Cuando finalmente cayeron, comenzó la discusión:
—¿Puede que nos hayamos desviado del camino? —preguntó Tacey.
—No lo creo —replicó Austin—. En teoría ya hemos llegado a Carolina. El problema es que…
—¡El problema es que no sabemos adónde vamos! —estalló Charlotte.
Los labios de Tacey se volvieron una fina línea, visiblemente molesta porque la otra mujer hubiera sido tan cortante con su marido. Austin continuó, haciendo caso omiso a Charlotte:
—El problema es que el territorio de Carolina es muy grande. Ezequiel no nos dijo exactamente dónde íbamos a encontrar a las otras familias.
—¡Oh, vamos! ¡Ni siquiera se acercó! —La cara de Charlotte se puso de un rojo mucho más intenso del que le provocaban los reflejos de las llamas.
—Charlotte, basta ya —ordenó Tacey.
—¿Por qué, Tacey? Charlotte tiene razón —dijo John, su marido—. ¿Sabemos adónde vamos? Nos hemos puesto en manos de un hombre que ni siquiera se ha dignado a venir con nosotros.
—Yo confío en Ezequiel —dijo Tacey con firmeza.
—Perfecto, Tacey, tú confías en Ezequiel. Eso lo arregla todo con lo que respecta a tu familia. Eso es asunto tuyo y de Austin, si opina como tú. Pero el problema es que ni John ni yo lo tenemos tan claro.
—Un poco tarde, ¿no crees? —retó Austin.
Charlotte bufó desesperada, se levantó y desapareció tras la tela de su carromato. John fue tras ella. Los que quedaron en la hoguera pudieron escuchar su llanto tamizado desde el interior. Tábata, que hasta el momento se había mantenido al margen, dijo tímidamente:
—Ezequiel me sacó de la prisión. Era una desconocida y creo que le ha supuesto unos problemas, pero a pesar de eso lo hizo. Yo también confío en él.
—Lo sé, pequeña —contestó Tacey, y se acercó a darle un beso en la sien.
Y haces bien confiando en él, Tábata.
—¿Qué? ¿Quién ha dicho eso? —Tábata se enderezó y todo su cuerpo se puso en alerta.
—¿Qué ocurre, Tábata? —preguntó alarmada Tacey.
—¿Quién ha dicho eso? —Tábata había saltado para ponerse de pie y empezó a mirar alrededor. Charlotte seguía llorando en el carromato acompañada de John; los niños estaban durmiendo y Tacey y Austin estaban ahí con ella, con lo que no podían haber sido ellos tampoco.
—Tábata, nadie ha dicho nada. —Tacey no pretendió que su voz sonara condescendiente y, a pesar de eso, lo hizo.
Estáis en el lugar correcto, Tábata.
—¡Ahora, otra vez! ¿No lo habéis oído? —Tábata ya no estaba nerviosa, sino histérica. Dio media vuelta y se dirigió hacia la zona boscosa que quedaba detrás de los carromatos, ya que tuvo la sensación de que la voz provenía de aquel lugar.
—¡Pequeña! ¿Dónde vas? —gritó Tacey—. Rápido, amor, ve con ella. —Antes de que Tacey hubiera acabado la frase, Austin ya había cogido uno de los troncos más alargados, improvisando una antorcha, y corría tras ella.
Tábata se había adentrado entre la maleza. La tensión que le recorría el cuerpo, acumulándose en sus articulaciones y haciendo que las sienes le palpitaran con fiereza, hizo que no se diera cuenta de que no había luna aquella noche y que la oscuridad, una vez abandonado el hogar del campamento, era asfixiante. A pesar de eso, continuó a ciegas por aquel bosque invisible, pero que se hacía sentir en cada chasquido a sus pies, en cada rama que le arañaba la cara y en cada gruñido de la noche. Austin gritaba tras ella, aunque se le antojaba un sonido lejano y extraño.
Me alegra que por fin estés aquí, Tábata.
Tábata se detuvo, petrificada. La voz era especialmente intensa en aquel punto del bosque. La llamada de Austin sonaba cada vez más lejana; le había perdido el rastro, aunque eso ya no le importaba a Tábata. Saber qué era aquella voz que le hablaba directamente, que la llamaba por su nombre, era todo lo que le importaba en ese momento. El tiempo que estuvo así, quieta, fue el suficiente como para que sus pupilas se adaptaran a aquella oscuridad. En el preciso instante en el que todo, aunque gris y difuso, empezaba a tomar forma a su alrededor, se dio cuenta de que estaba sobre un lecho de flores. Se agachó para acariciarlas. Tábata no era una gran experta en la flora, pero entre el tacto de aquellas hojas apenas dentadas y las formas difusas que luchaban contra la oscuridad de la noche, supo con total certeza que se trataba de violetas. Una cama de violetas como nunca había visto antes. Se puso derecha y alzó la mirada. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral al darse cuenta de que las violetas ascendían verticalmente frente a ella. Tábata se acercó, intrigada, para descubrir tras ellas una pared rocosa, cubierta por completo de aquellas flores, a excepción de una zona ovalada central, más oscura que la noche que la abrazaba. El óvalo libre del centro resultó ser la entrada a una cueva. A pesar de la oscuridad, a Tábata le vino a la memoria algo muy familiar.
La vagina con la que traéis la vida al mundo, solo que esta trae sueños, Tábata.
Allí la voz resultaba ensordecedora. Tábata se acercó a tocar con sus propias manos aquel pubis de violetas, con una entrada que se perdía en las entrañas de la tierra, cuando perdió el equilibrio. Las flores bajo sus pies ocultaban una pequeña ladera que durante el día se hubiera podido salvar sin problemas, pero que, a pesar de su escasa pendiente, por la noche resultaba peligrosa. Tábata rodó durante un tiempo que se le antojó eterno para finalmente golpearse con algo sólido. La oscuridad dio paso a una negrura absoluta.