Capítulo 16

Tawba

—¿Sabes dónde puedo tomarme un café bien fuerte? —preguntó Ted en el asiento de copiloto mientras se masajeaba las sienes.

Maya suspiró y accionó la llave de arranque de la furgoneta. Estaban en uno de los callejones contiguos al ayuntamiento. Aceleró lentamente para incorporarse a la calle principal.

—¿No deberíamos hablar de lo que ha dicho el alcalde? —sugirió Maya mientras tomaba un cruce hacia la derecha.

—¿Estás de broma? Por supuesto que vamos a hacer lo que nos pide.

Un incómodo silencio siguió al comentario del presentador. Maya frenó con suavidad ante dos ancianos que cruzaban la calle delante de ellos. La mujer se preguntó si sabrían que estaban atrapados.

—¿Por qué, Ted? —insistió Maya, acelerando de nuevo. Tomó el siguiente desvío de una manera intuitiva y se sorprendió de ser capaz de reconocer las calles tan rápidamente, teniendo en cuenta el poco tiempo que llevaba en Santa Tábata.

—Vamos a ver, se nota que no sabes tratar con esta gente. Los políticos siempre buscan lo mismo: la foto dándole la mano a la víctima sonriente, la respuesta inteligente a la pregunta que casualmente le hace alguien, el vídeo en el que se quita la chaqueta para sacar la primera piedra del desprendimiento que ha bloqueado la salida del túnel… ya sabes, ¿no? Nosotros somos la gente que registra esos momentos. Él nos necesita. No hay más que hablar.

—Pero…

—Olvídate. Vinimos a cubrir la inauguración de un museo de mierda que, al final, ni ocurrió. Veamos si, al menos, podemos sacar una buena tajada del asunto.

Maya detuvo el vehículo frente a la puerta del hotel Swallow. El trayecto era muy corto; en realidad, cualquier trayecto era ridículamente corto en aquella ciudad, pero Ted se había mostrado inflexible en cuanto al punto de ir andando hasta el ayuntamiento.

—¿Y qué hacemos mientras, Ted? ¿Esperar a que ese tío requiera de nuestros servicios?

—Tú no lo sé. Por lo que a mí respecta, poner la tele y darle otro homenaje al minibar por cortesía de la estación.

—Te vas a hartar a ver reposiciones, Ted. Algo raro pasa…

—¡Me importa una mierda! —cortó el hombre—. ¡Miraré el techo! Por lo que has dicho, te recuerdo que aquí yo soy tu jefe. Ni se te ocurra desobedecerme, ¿queda claro?

Si Maya hubiera sido capaz de pensar en cuatro dimensiones, tal como reprochaba Doc Brown a Marty McFly en Regreso al Futuro 2, habría dibujado una línea temporal alternativa en la que la operadora cogía al presentador de la WCNC-6 del pelo y le estampaba la cara de cobarde prepotente contra la luna de la furgoneta, una y otra vez, hasta que se le fuese amoratando el rostro, le empezara a sangrar la nariz y, tal vez, le saltaran un par de dientes. En su lugar dijo:

—Claro, jefe.

Ted se bajó de la furgoneta con un portazo que sonó a sentencia judicial en firme. Maya hizo un esfuerzo ingente para controlarse hasta que aquel desgraciado desapareció tras la puerta del hotel, donde con casi toda seguridad seguía desahogándose con el chico de recepción. Cuando lo perdió de vista no pudo resistirlo más y arrancó a llorar. Fue un llanto explosivo y cargado de rabia. Golpeó una y otra vez el volante mientras gritaba llena de ira dentro de aquellas campanas insonorizadas que eran el interior de la furgoneta y su mente. Pasaron casi quince minutos antes de que pudiera calmarse.

Se sentía anulada y absorbida por aquel hombre. Su opinión nunca se tenía en cuenta y así no iban a cambiar las cosas. Aunque con ciertos remordimientos, recordó la felicidad que sintió la noche anterior cuando estaba filmando aquel suceso que parecía una película de terror. Se había sentido poderosa, creadora, con una visión que iba a dejar huella y a través de la cual la conocerían. Sin embargo, todo lo ocurrido durante la mañana había evaporado aquel sueño. ¿Eso le esperaba a ella? ¿Ahí acababa su viaje? ¿Tanto sufrimiento para nada?

Se apeó de la furgoneta. El bote de spray azul eléctrico que siempre llevaba en uno de los bolsillos de sus pantalones raperos tintineó al bajar. Pegó un vistazo alrededor con una necesidad imperiosa; aquel bote le quemaba en la pierna. Vio el callejón que había entre el hotel y el siguiente edificio y se dirigió hacia allá. Se aseguró de que nadie la viera entrar y buscó la mejor parte del muro, una que estuviera lo suficientemente limpia para que su pieza luciera. Sacó el bote y empezó a trabajar con la precisión de un Terminator: fría, segura, rotunda y rápida. Había repetido aquella pieza miles de veces, con lo que el proceso estaba grabado a fuego en su memoria; cada trazo, cada arco, cada detalle y cada brillo surgían en un orden perfectamente calculado e invariable.

Cuando hubo terminado, se echó un poco atrás y admiró su pieza. Con una tipografía expresionista que recordaba al cartel de Metrópolis, se podía leer el alter ego de Maya: «Tawba». Y era más que eso. Su firma, la demostración de que había existido en ese lugar y en ese momento preciso. Un acto autorreferencial que compartían los miembros de la subcultura rapera. En el caso de Maya, además, tenía un significado más profundo. Su firma era parte de la palabra «catawba», tribu indígena a la que habían pertenecido sus antepasados, y que Maya todavía atestiguaba con el tono de su piel. Dedicó un último vistazo a la pieza, pensando que era una bonita manera de honrar a su familia, y no solo por el nombre; si los padres de sus padres pensaban que, una vez muertos, algo quedaba de ellos en el mundo, ella también dejaría algo, aunque solo fuera aquel nombre en aquella pared.