Los siguientes días de Tábata fueron una sucesión de sueños febriles, dolorosos periodos de vigilia y un sudor pegajoso que no estaba provocado por la temperatura exterior, sino por un frío que se había instalado en su interior. El único calor que sentía provenía de su muslo derecho: una quemazón que se extendía hacia abajo hasta el pie, y también en dirección contraria, casi llegando al abdomen.
En un momento indeterminado, Tábata abrió los ojos y vio el rostro de una mujer que no era ni Tacey ni Charlotte; tenía un aire tierno, como el de las personas que ocultan sus preocupaciones siendo bondadosas con los demás. Le enfrió la frente con un paño húmedo y, al instante, Tábata recordó haberle hecho lo mismo a Isabela poco antes de su muerte cuando estaba llegando a Boston. ¿Eso le esperaba a ella? ¿Ahí acababa su viaje? ¿Tanto sufrimiento para nada?
—Mi… mi muslo —trató de balbucear mientras se señalaba el lugar de la pierna que le ardía como la caldera del mismísimo Infierno. Además, se dio cuenta de que subía un olor nauseabundo del mismo.
—Lo sé, Tábata —dijo la desconocida mientras apretaba algo fresco que olía a hierba contra su pierna. Tábata aulló de dolor con las pocas fuerzas que le quedaban—. Descansa ahora. —La mujer aflojó la presión y le dio agua para beber, que Tábata tragó con avidez. Entonces, todo se volvió negro de nuevo.
***
El ruido de una puerta cerrándose la despertó. Durante los primeros segundos de vigilia, aquellos en los que uno no recuerda sus preocupaciones, su felicidad fue total. Poco duró aquel estado, porque al poco, todo su sufrimiento había inundado de nuevo su mente: primero, el dolor de su muslo que todavía seguía ahí, algo menor que la vez anterior en la que había estado despierta, pero no se había disipado del todo. El siguiente pensamiento que la atenazaba fue aquella voz que le había hablado directamente noches atrás, aquella que la condujo hasta… ¿dónde? Tábata recordaba la voz mientras recorría la espesura y nada más. Lo siguiente fue despertar ya en aquel lugar.
Desde que le alcanzaba la memoria había identificado una voz especial en su cabeza. Era firme y serena, que la guiaba cuando sentía dudas. Se enredaba con su propio hilo de pensamientos, acabando frases que su mente empezaba, o empezando otras que ella luego terminaba. Aunque la identificaba como algo ajeno a ella, de alguna manera formaba parte de su mente. Como una pierna o un brazo, conectados a ella, en sintonía con su voluntad, pero ajenos al mismo tiempo, porque si perdiera alguno de esos miembros, ella seguiría estando ahí, en su cabeza, siendo la misma persona. Así era la voz a la que, años después, George Fox le daría nombre: se trataba de la voz de Dios, que estaba dentro de cada una de nosotras.
Sin embargo, la voz que le habló noches atrás era algo radicalmente distinto. Sin ninguna duda era una entidad femenina pero, lo más inquietante, es que era algo ajeno a Tábata. Un tú que se había colado en su yo, una intrusa en su mente. De nuevo, las inquietudes que compartió con Tacey en la zona de los montículos volvieron a ella. ¿Tenía algo que ver aquella voz con el ser que inspiró aquellos enormes úteros? ¿George Fox le había mentido porque había más de una divinidad?
No se había dado cuenta hasta el momento, tan ensimismada como estaba en sus pensamientos, pero un olor a hierba recientemente segada subía de su muslo herido. Los remedios de aquella mujer estaban funcionando. Entonces, cayó en la cuenta de que la había despertado una puerta cerrándose. Estaba en una habitación, tumbada sobre una mullida cama, no en el carromato en el que había estado las últimas semanas. Las brumas de su mente comenzaron a disiparse y las dudas emergieron con toda claridad: ¿dónde estaba? ¿Qué era aquel lugar? ¿Y quién era la mujer que la cuidaba?
***
—Mi nombre es Emily, Tábata —dijo mientras aquella sonrisa bondadosa iluminaba su cara—. Has estado muy enferma. Estabas inconsciente cuando te encontramos y tenías una herida terrible en el muslo. Se puso fea. Has estado varios días con fiebres. Pensábamos que no sobrevivirías, pero por suerte nos equivocamos. Ya todo está mejor.
Emily tenía razón. El muslo apenas le dolía. Se incorporó con cuidado para verlo y se dio cuenta de que, a pesar de las pocas molestias, el estado de la piel no albergaba dudas de que la herida había sido terrible; la piel estaba cicatrizando con la forma de algo que recordaba a una estrella.
—Gracias —titubeó Tábata.
—Yo no he hecho nada, solo te he ayudado a curarte, pero el camino lo has encontrado tú sola. Además, somos nosotros quienes tenemos que darte las gracias por venir. Estos días hemos tenido la oportunidad de conocer a las familias con las que viajabas en la caravana. Nos han dicho que eres una mujer muy especial. Nos haría muy felices que os decidierais a quedaros aquí.
—¿Aquí? ¿Dónde es aquí?
—Oh, es una pregunta difícil. No tiene nombre todavía, ¿sabes? —Emily rio de buena gana—. Digamos que estáis en el corazón de Carolina, un lugar privilegiado rodeado por ocho pequeñas montañas. Somos una diminuta comunidad. Vamos despacio, pero queremos hacer las cosas bien. Sentar las bases de algo maravilloso, bien alejado de los lugares de donde venimos. Ya hay cosas básicas: algunas cabañas como esta, un pozo, establos… pero queda mucho por hacer. Y, sobre todo, necesitamos una voz que nos inspire. —Aunque parecía imposible, Emily sonrió aún más. Tábata le devolvió la sonrisa, abrumada. Sin embargo, lo único que pudo verbalizar era una duda que había conectado con sus propias preocupaciones. Preguntó:
—¿Has dicho ocho pequeñas montañas?