Abandonó el callejón y subió a la habitación, algo más reconfortada. Una vez arriba, maldijo delante de su puerta. Por más que rebuscara en sus bolsillos no daba con la llave. No, definitivamente no la tenía en ninguno de ellos, y eso que no se quedaba corta de aberturas en sus pantalones raperos. Además, colgaba de un pesado llavero metálico con forma de cubo que pinchaba en la pierna, con lo que era imposible llevarlo sin darse cuenta. De repente le vino a la mente haberla dejado olvidada encima de la barra del Bill’s de buena mañana. Suspiró, dio media vuelta por el pasillo y bajó a saltos las escaleras de las tres plantas que la separaban de recepción.
—¿Vuelve a marcharse, señorita? —dijo el joven recepcionista. Maya respiró hondo. Todavía no se había habituado a las costumbres de las ciudades pequeñas. Habitualmente, cuando se alojaba en una ciudad más poblada, la gente no era tan entrometida. No era el caso de Santa Tábata, desde luego.
—Eh… he olvidado… una cosa en la cafetería. Ahora vuelvo. —Aunque el chico no le habría puesto ningún inconveniente en facilitarle otra copia de la llave o, incluso, en ir a buscarla por ella, Maya sintió un repentino ataque de vergüenza y prefirió no decirle la verdad.
—No hay problema, señorita. Si necesita algo, aquí estaré.
Maya le dio las gracias y salió a la calle. La temperatura todavía era algo baja. Se metió las manos en los bolsillos instintivamente. Al principio tomó la determinación de volver a la cafetería por el camino más corto que ya conocía, pero por un instante tuvo la sensación de que la duración de su estancia en Santa Tábata iba a pasar de cortometraje a película de romanos, así que concluyó que lo mejor sería que fuera conociendo un poco más aquel pintoresco lugar. Giró a la izquierda calle abajo y, después, a la derecha para dar la vuelta a la manzana en el otro sentido.
Tal como pasó por delante de la última esquina tuvo una curiosa sensación de vacío alrededor de ella, como si hubiera sido atrapada en una bolsa invisible. Se detuvo intrigada porque, de repente, ya no sentía nada de frío. Y eso no fue lo único: una inesperada corriente de viento cálido le acarició la cara, desordenándole el pelo. Cerró los ojos reconfortada. Hasta le pareció sentir que unos rayos de sol le caldeaban las mejillas momentáneamente. Era difícil sentir más placer, al menos en medio de la calle a la vista de todos, sin que a una la detuvieran por escándalo público.
—Le caes bien —dijo una voz anciana.
Maya abrió los ojos de inmediato. Se encontraba en una vía de acceso restringido para los vehículos. En medio de la misma, alguien había puesto sobre la acera los elementos justos y necesarios, ni uno más ni uno menos, para que los viandantes pudieran decir que había un salón en medio de la calle: una mesita de café, un sillón espantoso de cuadros rojos y verdes y una lámpara de pie enchufada a ningún sitio. Repantigado, un hombre al que solo le quedaba pelo blanco alrededor de las orejas, hacía como que estudiaba la prensa.
—¿Perdón? —dijo Maya una vez hubo encajado aquel atrezo que alguien había montado en el escenario equivocado.
—He dicho que le caes bien. ¿Estáis sordos los jóvenes de hoy en día o qué?
Maya bufó ante la impertinencia del hombre y pasó por delante de él. Por el rabillo del ojo supo que había bajado el periódico para estudiarla con detenimiento.
—¿No eres un poco mayor para ser una scout? ¿O es así como vestís ahora los tuyos? Ya sabes a lo que me refiero, esos de las plumas en la cabeza.
Maya se detuvo con los puños cerrados de rabia. Los grilletes de la educación que había recibido le impedían arrancarle el periódico de las manos y hacérselo tragar. En su lugar, se giró hacia él. Antes de que Maya tuviera tiempo de replicarle, el anciano dijo:
—Lo digo por esos pantalones con tantos bolsillos. ¿Te vas a acampar a la montaña o qué? Claro que con esa camisa de los Lakers no creo que pases desapercibida a los osos. —Y soltó una carcajada de burla.
La mujer lo ignoró y comenzó a andar de nuevo. A lo lejos siguió escuchando los murmullos del hombre, pero ni pudo ni quiso entender lo que decía. Llegó al final de la calle, que daba a la avenida con la zona verde peatonal en el centro, por la que ya había conducido esa misma mañana y la noche anterior. El semáforo de peatones acababa de ponerse en rojo, pero tan pronto como Maya se detuvo a esperar su turno, cambió a verde. Una camioneta dio un frenazo por el repentino disco rojo. Los frenos del coche que venía detrás soltaron un amargo quejido, pero consiguieron detener el vehículo a escasa distancia de la camioneta. Maya, sorprendida, cruzó. Una nueva brisa cálida la acarició y el cielo, súbitamente, parecía de un profundo azul veraniego. La gente con la que se cruzaba por la calle, sin embargo, no parecía sentir lo mismo, ya que no hacían más que subirse el cuello de la chaqueta o ajustarse la bufanda.
Al llegar a la otra acera, el semáforo de peatones volvió a ponerse en rojo. Se volvió y vio a lo lejos que el anciano del salón en la acera no dejaba de mirarla. Dio un vistazo a la calle y, justo delante, estaba el cartel que decía «Bill’s» con el apóstrofe perdido. Empujó la puerta y entró con el tintineo del móvil que colgaba del marco. Allí, sobre la barra, descubrió la llave enganchada al enorme cubo metálico, justo en el sitio donde había estado desayunando.
—¡Hola de nuevo, guapa! Supongo que vienes a por esto —dijo Bill señalando la llave—. No tenías que haberte molestado. Iba a mandar a Carl a que te la llevara al hotel. —Ahora señalaba al hombre con la gorra de las Grandes Ligas de Béisbol, que varias horas después seguía sentado a la barra y no parecía con muchas ganas de levantarse—. Porque supongo que estás alojada en el Swallow, ¿verdad? No hay mucha alternativa por aquí.
—Ah… sí, claro, Bill… lo que tú digas —respondió Carl con desgana. Entonces, levantó bruscamente la cabeza hacia la vieja televisión, que en ese momento anunciaba el próximo partido de béisbol—. El sábado por la tarde juegan los Dodgers, Bill, aquí me tendrás. —El dueño del local puso una mueca—. Dios, ese Valenzuela es de otro mundo. Mientras no se les ocurra hacer otra huelga. Qué panda de desgraciados, con lo que ganan al año.
—¿Huelga? —Maya repasó mentalmente sus conocimientos sobre deportes. Valenzuela todavía estaba en activo, pero su mayor éxito fue a principios de la década pasada. Respecto al comentario de la huelga, si no recordaba mal, en los últimos diez años no hubieron más de tres huelgas—. ¿Esa no es la liga de 1981? —dijo probando suerte.
Bill y Carl se giraron hacia ella al mismo tiempo. —¿Y? —preguntó Carl.
—Que es una reposición. Estáis viendo la temporada de hace doce años. Y, que yo sepa, la NBC no hace reposiciones de temporadas enteras.
—Llevamos viendo esta liga desde hace años, guapa. No es el primer año que la echan, si es a lo que te refieres —explicó Bill—. La verdad, ya ni me acuerdo desde cuándo están con esta temporada.
—Pero, entonces, ya sabéis cómo acaba. —Y no solo eso, pensó Maya al recordar el Today de esa misma mañana, con el Tom Brokaw y la Jane Pauley de 1981.
—A nuestra edad ya no nos acordamos ni de lo que hemos desayunado. Además, ¿qué más te da? —Carl parecía algo molesto. Como si, de repente, alguien le hubiera dicho que una costumbre que había tenido durante años estuviera mal.
—Solo digo que es un poco extraño. ¿No os habéis preguntado por qué?
—Aquí la señal llega como llega —dijo Bill—. Tampoco nos importa demasiado, ¿verdad, Carl?
—Y que lo digas, viejo.
Maya se dio por vencida. Se acercó a la barra, cogió la llave y se la guardó en el bolsillo donde pudiera pincharle con más intensidad en la pierna, no fuera a volver a perderla. Se detuvo antes de salir por la puerta. —Por cierto, ¿conocen al hombre del salón en la calle?
—Es el viejo Nelson —contestó Bill—. ¿Por qué lo dices?
—Bueno, nada en especial. Solo que tiene un salón en medio de la calle.
—¿Y? —replicó Carl con cierta acritud. El hombre parecía bastante molesto por aquellas obviedades que comentaba Maya.
—Vamos, Carl, no seas cascarrabias —reprendió Bill—. Entiende que pueda chocar a los extranjeros. La verdad, guapa, lleva tantos años así que ya no podemos imaginarnos la calle sin él. Si pasas por la tarde, igual te invita a café.
Maya no pudo hacer nada que no fuera sonreír, porque se le había acabado el guion. Dio las gracias, se despidió y salió del Bill’s sin apóstrofe. De repente, se dio cuenta de que ninguno de los dos hombres habían comentado nada sobre el confinamiento al que estaban sometidos todos los habitantes de Santa Tábata. Maya supuso que el tipo que había entrado a contárselo de buena mañana habría vuelto a ponerles al día. En ese caso, no habría otro tema de conversación en la cafetería, o al menos eso es lo que le pareció lógico a Maya. Igual de lógico que preguntarse por qué veían año tras año la televisión de 1981, pero, por lo visto, aquel lugar no se movía con los patrones que Maya consideraba racionales.
Agradeció estar de nuevo en la calle, porque el ambiente en la cafetería estaba muy cargado. Al instante, una brisa fresca, pero sin llegar al frío que parecían sentir los demás, la reconfortó. Decidió volver por el mismo camino y el semáforo de peatones, de nuevo, se puso en verde cuando Maya llegó. Como si hubiera accionado la palanca del zoom al máximo, vio al señor Nelson siguiendo toda la escena desde lo lejos por encima del periódico. Cuando Maya llegó a su altura, se detuvo.
—Definitivamente le caes bien, pero que muy bien —dijo el señor Nelson, haciendo como que leía con interés.
—Perdone, pero ¿a quién se refiere?
—A la ciudad, a Santa Tábata, ¿a quién va a ser sino? —Chasqueó la lengua en reprobación y pasó la hoja dando por finalizada la conversación.