Tábata miró la pletórica luna llena que se alzaba sobre ella y se puso a llorar.
Ya tres lunas.
Hacía veintitrés días desde su accidente y sesenta y tres desde su partida de Boston. Estaba en un pequeño montículo, al noroeste del asentamiento, lugar desde el que gozaba de una visión majestuosa de la zona. Sin duda se trataba de un emplazamiento privilegiado: un paraíso, alejado y protegido del resto del mundo.
Emily finalmente le había dado la bendición para abandonar sus cuidados, no sin antes anticiparle que la herida del muslo había sido muy profunda, y que le iba a quedar una fea cicatriz cuando acabara de sanar. Con forma de estrella, puntualizó. Los primeros días estuvo muy débil para trabajar, así que invirtió su tiempo en conocer a los lugareños. Si iban a quedarse allí, y así lo habían decidido tácitamente sus compañeros de viaje, lo mejor sería conocer en profundidad a los nuevos vecinos. Cinco familias más que llevaban allí el tiempo suficiente como para construir lo básico para sobrevivir: unas primitivas cabañas, el pozo, varios establos y una amplia zona para cultivos. Los animales los habían traído ellos mismos, o habían sido comprados en otras ciudades con las que se habían topado en su camino. No era más que el germen de una ciudad, pero un hermoso comienzo.
Aunque habían resuelto las cosas más básicas, había una buena cantidad de trabajo duro. Una vez que Tábata se empezó a sentir con fuerza de nuevo, comenzó a trabajar de sol a sol haciendo todo tipo de tareas. Primero, junto con Tacey, Austin, Charlotte y John, entre los que los ánimos ya estaban más calmados; la llegada había resultado balsámica para las tensiones que habían acumulado durante el viaje. Construyeron lo que al principio fueron unos refugios sencillos que, con el tiempo, a buen seguro mejorarían para convertirse en verdaderas casas. Los demás, ya asentados, les ayudaron de buena gana. Un ambiente fraternal reinaba en el lugar, en el que lo privado de cada uno y lo público se confundían; todos participaban en los trabajos de todos, independientemente de quién fuera el último beneficiario.
—Tacey dice que traes ideas nuevas de Inglaterra —le dijo en una ocasión una mujer regordeta que cargaba con un bebé en brazos—. ¿Es verdad que no gustaron allí? —preguntó por lo bajo, como si temiera que alguien la pudiera escuchar.
Tábata rio por la ocurrencia. Tal como le habían explicado, casi todos los colonos que se habían asentado en Carolina provenían de Inglaterra, como ella. Habían abandonado el Viejo Continente en busca de fortuna, una vida mejor o simplemente dejando atrás fantasmas del pasado. Aunque echaban de menos sus raíces, como todos los emigrantes, todo lo que viniera del lugar que habían dejado les olía a rancio. A pesar de eso, en el caso de Tábata y su mensaje se unían dos aspectos interesantes: venía de Inglaterra, con lo que conectaba con sus raíces y, al mismo tiempo, era algo reaccionario que no había gustado en la arcaica mentalidad inglesa. Esa combinación gustó mucho en el asentamiento y Tábata se convirtió en una mujer muy popular.
Instauraron las reuniones nocturnas, al igual que habían estado haciendo en la caravana durante los cuarenta días que duró el viaje. Tábata les habló de aquella voz interior que podían escuchar directamente, que se mezclaba con sus pensamientos sin necesidad de ningún sacerdote y que hacía que, de alguna manera, todos fueran santos. Les explicó por qué se ponía a temblar cuando cerraba los ojos y esperaba que ocupara su mente. También los animó a compartirlo. Estaban allí, todos juntos, alrededor de una hoguera con los ojos cerrados, temblando por la emoción de poder escuchar a Dios directamente. Cuando el mensaje les llenaba tanto que no podían contenerlo dentro, explotaban y lo verbalizaban.
Tábata no hizo ni la más mínima mención de aquella otra voz que había escuchado a su llegada. No era Dios, sin duda. Nadie tenía por qué saber nada al respecto.
Después de aquellas celebraciones nocturnas, se despedían hasta la mañana siguiente, y comenzaba el único momento verdaderamente privado que tenían los miembros de aquella comunidad. Era entonces cuando Tábata iba a aquel pequeño montículo en el que se encontraba ahora, y se sentaba allí a observar las ocho montañas que la rodeaban, las estrellas y la luna.
Ya tres lunas.
A pesar de la felicidad del trabajo que estaba realizando, de la sensación de estar construyendo algo desde cero y de la buenas relaciones que estaba teniendo con las otras siete familias con las que convivía, un desasosiego se había apoderado de ella. No hacía más que pensar en las implicaciones y en los posibles caminos que se mostraban delante de ella. «No es posible, no puede ser, ¿qué voy a hacer?», se preguntaba en silencio. Miró la luna por última vez aquella noche antes de ir a su cabaña a dormir y, de nuevo, se puso a llorar amargamente.
Ya tres lunas sin menstruar.