Maya vio amanecer desde la ventana del vagón. El cristal estaba muy deteriorado, con lo que las imágenes se ondulaban, emborronaban y distorsionaban según el ángulo desde el que se mirara. Los edificios de ladrillo marrón, que empezaban a despertarse, se deformaban en líneas imposibles. Una ligera llovizna regaba el destartalado convoy, que en el pasado debió de ser del color del acero brillante, y ahora estaba repleto de manchas oscuras. Trató de acomodarse en el asiento y los botes tintinearon en sus pantalones. Iba sola, había madrugado mucho, pero no tenía sueño. Su misión era mucho más importante.
Todavía no se había matriculado en los cursos que la convertirían en operadora de cámara. Ni siquiera se había planteado que aquello pudiera ser su pasión, como de hecho no lo fue en ningún momento. En aquel momento exacto de su pasado, doce años antes de quedar atrapada en Santa Tábata, su corazón estaba en el cine, no en las noticias. Y en su vida paralela como rapera, por supuesto, aunque aquello no se podía catalogar como pasión, al igual que nadie diría que la necesidad de respirar es una pasión. Escuchaba las rimas una y otra vez con testarudez, admiraba las piezas de los demás y, obviamente, hacía las suyas propias.
Un chico unos diez años mayor que ella subió en la siguiente estación. Vestía en las antípodas de Maya: traje de chaqueta, corbata y un maletín. Se dio unos golpes en los hombros para quitarse unas gotas de agua, echó un vistazo al vacío vagón y, contra todo pronóstico y tras unos instantes de duda, decidió sentarse enfrente de Maya. La saludó brevemente.
Maya se quedó un poco contrariada, aunque le devolvió el saludo. Ella llevaba sus pantalones tres tallas grandes, repletos de bolsillos abultados por los botes de pintura que tintineaban, una camiseta de los Harlem Globetrotters y un pañuelo a cuadros anudado al cuello. Normalmente, la gente solía cambiarse de acera en cuanto la veían, no se sentaba frente a ella en el primer tren de la mañana.
—Qué madrugadora, ¿verdad? —dijo el chico.
—¿Perdón?
—Me refiero a las horas. El instituto todavía no ha abierto.
Maya puso la cara más hostil que pudo, pero no resultó efectiva ahuyentando a aquel chico.
—Simplemente me preguntaba adónde ibas a estas horas —insistió el chico.
—A casa de mi abuelita a llevarle una cesta con comida. ¿Por qué no se mete en sus asuntos?
El chico rio ante la ocurrencia de Maya. Chasqueó la lengua y siguió hablando:
—Resulta que sí que es asunto mío. Sobre todo cuando aparecen por la mañana pintadas de tus amigos en la fachada de mi empresa. Y sí, he dicho mi empresa, porque si fuera un trabajador, me traería sin cuidado lo que le hacen a las paredes de mi jefe, pero resulta que yo soy el jefe, así que es mi bolsillo el que paga la limpieza de vuestras mierdas.
—Piezas —masculló Maya.
—¿Perdón?
—Se llaman piezas. Y son importantes —respondió con algo más de seguridad.
—Mierdas, piezas, ¿qué más da? A mí no me importan más que el dinero que me cuesta borrarlas.
Maya hizo un esfuerzo por aparentar tranquilidad, aunque en realidad se había puesto muy nerviosa.
—¿Y a qué se dedican en su empresa? —dijo con un ligero temblor en la mandíbula.
El chico le mostró una sonrisa feroz. Abrió el maletín y le dio un folleto con las ofertas semanales del súper.
—A la publicidad, chiquilla. El futuro. Toma, quédate una de recuerdo.
Maya se quedó mirando la hoja unos segundos para, a continuación, levantarla hasta la altura de su cara.
—El buzón de mi casa está lleno de sus mierdas todos los días. No sabe el tiempo que me cuesta vaciarlo para que, al día siguiente, alguien venga a volver a estropearlo. Tampoco me importan demasiado. ¿Ve? No somos tan diferentes. Bueno, miento, sí que somos muy diferentes. Mis mierdas hablan de mí, y usted es un vendido.
El chico soltó una carcajada que quedó ahogada por el sonido del motor resollando al detenerse en la siguiente estación. Las puertas se abrieron para volverse a cerrar. Nadie subió.
—Eres ingeniosa. Se te daría bien la publicidad, chiquilla.
—Prefiero seguir con mis mierdas —dijo mientras desviaba la mirada hacia el psicodélico cristal.
—No entiendo por qué lo hacéis, de verdad. Además, no me negarás que lo mío es algo más productivo, ¿verdad?
Maya volvió a mirar al chico.
—¿Productivo por qué?
—Venga, va, no te hagas la interesante. Lo sabes perfectamente. Le damos muchas vueltas a cómo vender el producto de nuestro cliente, ¿sabes? La fotografía, el diseño, la impresión. Luego a los buzones. Párate a pensar en la cantidad de gente que se beneficia de nuestro trabajo. Vamos, chiquilla, si casi somos una ONG.
Maya rio para sus adentros al recordar la inconmensurable cantidad de horas que había dedicado a perfeccionar su estilo, a optimizar la pintura que necesitaba y a memorizar su pieza palmo a palmo, para poder reproducirla en un tiempo récord por la presión de ser detenida.
—Estos sí que son unos genios, unos maestros —dijo el chico dirigiendo la mirada hacia una valla gigante de Coca-Cola, delante de la que se había detenido el convoy—. Simple agua con azúcar y han conseguido que todo el mundo piense «felicidad embotellada» cuando ves uno de sus anuncios. Magistral.
Maya miró hacia la valla publicitaria que, tras el cristal que todo lo deformaba y la llovizna, parecía hablar de tristeza más que de felicidad. En letras blancas sobre fondo rojo se podía leer su último mantra: «Tómate una Coca-Cola y sonríe».
—¿Se está oyendo?
—¿Perdón?
—¡Ha dicho que han conseguido que todos piensen lo mismo! ¿Y todavía se pregunta por qué lo hacemos? —estalló Maya.
El chico salió de su ensimismamiento y volvió a mirar a Maya con interés.
—Ilústrame, chiquilla.
—Usted lo ha dicho, todos pensando lo mismo: una compañía habla y todos los idiotas anónimos contestan igual. ¿Cuánta gente vive en esta ciudad, cien mil personas, doscientas mil? Tanta gente y solo una voz. ¡Todos en la ciudad anulados! ¿No le parece triste?
—¿Te suena una cosa que se llaman elecciones?
Ahora fue Maya la que soltó una carcajada.
—¿Eso donde te preguntan una vez cada cuatro años? ¿Y que, además, la pregunta solo tiene dos respuestas? Venga ya. No hay ningún cauce legal hoy en día para expresarse libremente.
El tren volvió a detenerse. Maya bajaba en la siguiente estación. Estaba parando de llover. La chica suspiró aliviada.
—¿Y qué tiene que ver eso con vuestras mierdas? —El chico parecía determinado a finalizar la conversación antes de que Maya se apeara.
—Nuestras mierdas significan algo que gente como usted nunca entenderá. Frente a esa basura que nos pone palabras en la boca —dijo mientras señalaba hacia su maleta para, a continuación, señalar hacia atrás, donde había estado la valla de Coca-Cola—, y a una ciudad que nos vuelve anónimos, esas piezas dicen: «Oye, atento, esa soy yo. He dicho algo sin que me dieras permiso y no me importa. Existo por encima de toda esta enorme mierda gris».
El chico dibujó media sonrisa con un aire de infinita paciencia. El tren se detuvo en la parada de Maya, que se levantó sin decir nada más. El chico la cogió de la muñeca antes de que se marchara y le dijo en un tono intimidante:
—Si te pillo pintando tus mierdas en mi fachada, no esperaré a que venga la policía. Bajaré yo mismo a solucionar el problema.
Acto seguido la liberó. Se apresuró a abandonar el vagón antes de que las puertas volvieran a cerrarse. Maya se había puesto a temblar, aunque no sabía muy bien si por la temperatura del exterior o por la amenaza.
Se subió el pañuelo hasta la mitad del rostro y se dirigió a un muro virgen a decirle a aquella ciudad que existía.