Capítulo 23

La ciudad trazada

El asentamiento empezó a tomar visos de ciudad. La mayoría de los habitantes no eran demasiado ambiciosos al respecto; ya daban gracias por poder dar de comer y beber a sus familias, así como de guarecerlas bajo un techo. Sin embargo, un pequeño núcleo albergaba otros sueños. Visualizaban una avenida donde otros solo veían una camino polvoriento, imaginaban una canalización de agua que llegara a todas las viviendas y soñaban con un paraíso en la tierra para las familias, un lugar alejado de los atavismos que habían dejado atrás en el que los niños pudieran crecer sanos y libres.

Todo tiene un precio, Tábata.

Tábata Hide formaba parte de aquella vanguardia. Es más, al poco se convirtió en una especie de líder cuyas opiniones eran escasamente discutidas. Todos guardaban silencio cuando hablaba, las pocas veces que lo hacía, y luego asentían sin alzar ni la mirada ni una voz en contra. Huelga decir que el mensaje cuáquero que había llevado entre aquellas gentes la había ayudado enormemente a consolidar un estatus privilegiado. Prácticamente todos los habitantes de aquel proyecto de ciudad renegaban del poder corrupto en el que se había convertido la Iglesia en el Viejo Continente y, a pesar de ello, no podían deshacerse del poso espiritual con el que habían sido criados. El mensaje de Tábata les permitía que ambas cuestiones, el odio hacia la jerarquía eclesiástica y sus anhelos de creer en un ser divino, coexistieran pacíficamente en sus mentes.

El grupo, que el resto de vecinos comenzó a denominar jocosamente como «los Arquitectos», se sentaba durante horas sobre el polvoriento suelo y trazaba, línea a línea, el esquema de aquel sueño. Luego lo discutían todo y, cuando no llegaban a ningún buen puerto, borraban y volvían a empezar. Eso si Tábata no opinaba nada, porque en el caso de hacerlo, siempre se llegaba a una conclusión: la suya. Así, durante incontables horas, fueron trazando la ciudad en la que nunca habían podido vivir en el pasado, y que anhelaban ofrecer a sus descendientes.

¿Con qué ofrendas a tus sueños, Tábata?

William Hide, que contaba con poco más de dos años, observaba aquellas reuniones desde la distancia. Su madre no le permitía acercarse y, cuando lloraba, lo ignoraba deliberadamente. El resto de asistentes a la reunión se miraban unos a otros, en ocasiones encogían los hombros, pero nadie decía nada. Para sus adentros se preguntaban cómo era posible que aquel niño no fuera el centro de la existencia misma de Tábata. William, a su manera, también se lo preguntaba.

Ni siquiera cuando finalizaban sus reuniones, en ocasiones a altas horas de la madrugada, Tábata bajaba aquella barrera invisible para que su hijo la cruzara. Volvían a su cabaña juntos, pero William siempre iba una docena de pies por detrás. Y tenía prohibido acercarse más, al menos mientras su madre estuviera sumida en sus cábalas, cosa que sucedía demasiado a menudo.

—Mamá, mamá, tengo miedo. Cógeme.

Tábata lo mandaba callar chistando, a lo que el niño se ponía a llorar. Ella ni se inmutaba. Cuando una pequeña brisa de ternura asomaba en ella, la misma imagen de aquellos ojos caídos se la barría por completo.

Uno de esos días se encontró pensando algo importante que venía sucediendo desde hacía tiempo, pero que con todo lo que estaba ocurriendo en su vida, había pasado desapercibido. «¿Dónde está la voz de Dios?», se preguntó. Desde el accidente al llegar al asentamiento, había percibido un eco de soledad en sus pensamientos. Aquella voz que otrora se había tejido con la suya propia había enmudecido. O quizá no lo había hecho, pero otras voces habían tomado un inesperado protagonismo en su mente: por una parte, aquella voz que se esforzaba en torturarla, un ser totalmente ajeno a ella, al contrario que la voz que había identificado con Dios hasta el momento; por otra, la cargante voz de su hijo.

—¿Por qué no me coges, mamá?

—¡Cállate de una vez!

El llanto de William se intensificó. ¿Cómo iba a oír a Dios con la voz de aquel mocoso? En cualquier caso, la voz de Dios había enmudecido mucho antes de que William naciera. ¿Sería aquella otra voz femenina la que había hecho enmudecer a la primera? Últimamente parecía muy preocupada por sus asuntos. Y, sobre todo, por ofrecerle soluciones.

¿Sigues dándole vueltas a la canalización, Tábata?

El pozo era, hasta el momento, suficiente para la población actual del asentamiento, pero no sería capaz de absorber un incremento de los habitantes. No era que Tábata anhelara que viniera gente de fuera a nutrir el lugar, ni mucho menos; de hecho, era algo que temía. El problema era que había muchos matrimonios jóvenes que tendrían hijos, y que a su vez tendrían más hijos. Esa era la clave de la supervivencia de aquel sueño a lo largo del tiempo. Así pues, llevar agua en abundancia a los hogares se había convertido en una prioridad absoluta para el pequeño grupo que lideraba la planificación de la futura ciudad.

—Si supiera dónde perforar… cuál es la zona ideal para aprovechar el desnivel del terreno —murmuró Tábata.

—¿Me dices a mí, mamá?

Tábata lo mandó callar de nuevo. Ahora, todo giraba alrededor de la canalización, pero la particular orografía de la zona dificultaba cualquiera de las ideas que habían propuesto.

La mujer paró en seco. William hizo lo mismo desde la distancia, temeroso de que acercarse más de lo que le había permitido su madre se convirtiera en un duro castigo. Y, aunque odiaba estar lejos de su madre, no poder abrazarla e inundarla a besos, odiaba más sus castigos. Muchísimo más.

—El agua es la sangre de una ciudad. Sin sangre, el cuerpo se muere —dijo, esta vez más alto, esperando que alguien la escuchara, la aconsejara o le diera una solución. Así fue.

Todo se puede arreglar, Tábata.