Maya se despertó bruscamente, desorientada, incapaz de ubicar dónde había estado durmiendo. El piloto parpadeante de encima de su cabeza le recordó todo lo que necesitaba; aquella niña en el anuncio hablándole hacía unas horas y ella todavía allí, en Santa Tábata, atrapada.
El sueño que acababa de tener se deshilachaba en su memoria, pero en un esfuerzo lo retuvo hasta racionalizarlo, ya que intuitivamente sabía que era importante. El anuncio había sacado de su subconsciente aquel momento de hacía doce años, un eslogan que conectaba dos eventos que, desde su punto de vista actual, eran igual de irreales: una instantánea de su pasado y una tele hablándole.
A pesar de eso, sabía que había algo muy importante que afectaba a su presente inmediato, seguía queriendo dejar huella en algo y, quizá, firmar en muros ya no era suficiente. Sí, el ser que se había comunicado con ella a través de la imagen de aquella niña estaba en lo cierto, y el recuerdo de aquella razón, que en su pasado fue tan acuciante pero que con los años se había diluido, había acabado de confirmárselo: quería seguir existiendo por encima de toda esa mierda gris.
Se había despertado con una determinación. Cambiaría la forma, pero no el fondo. Iba a rodar aquel documental, algo nuevo que no se hubiera hecho nunca antes, más cerca formalmente del cine que de aquellas soporíferas piezas sobre animales. Un testimonio de la pesadilla que estaban viviendo en el interior de Santa Tábata. Su cabeza bullía con ideas que iban a revolucionar el mundo audiovisual. Y ella sería la responsable de traer ese sueño a la realidad. Sería su sueño. «Quizá también permita aclarar qué está ocurriendo aquí», pensó.
Se levantó de un salto y se asomó entre las cortinas. Todavía no había amanecido, pero no tenía un segundo que perder. Necesitaba un guion, y allí no lo iba a encontrar. Se dio una ducha rápida y bajó a toda velocidad. El chico del mostrador todavía no estaba. El Swallow no era como los hoteles de las grandes ciudades, en los que había alguien en recepción las veinticuatro horas del día. A las diez de la noche se marchaba a su casa y los huéspedes —Ted y Maya exclusivamente durante esos días— podían abrir la puerta de la calle con la llave de su habitación si entraban más tarde.
Ya fuera, la mañana era tan fresca como la del día anterior pero, justo cuando Maya estaba frotándose los brazos para entrar en calor, como si la ciudad hubiese detectado al instante el malestar de la mujer, una corriente de aire cálido, que venía de ninguna dirección en concreto y de todas al mismo tiempo, acunó a Maya. Ella sonrió a la ciudad y le dijo:
—Te lo agradezco. Además, hoy voy a conocerte a fondo.
A modo de contestación, los primeros rayos de sol se asomaron entre los edificios, como si quisieran marcarle un camino. En cualquier caso, Maya no lo necesitaba; sabía a la perfección adónde tenía que ir para saber más sobre la mujer que había tras aquella ciudad. Se subió a la furgoneta de la WCNC-6, arrancó y puso rumbo al museo dedicado a Santa Tábata.
Conducía despacio. Sin paradas había menos de cinco minutos de distancia, pero quería ver como amanecía aquella ciudad. Apenas se cruzó a media docena de personas: un hombre enfundado en un mono naranja brillante, como los que llevan los trabajadores de las empresas de mantenimiento de las calles; una mujer de unos cincuenta años en bata y zapatillas de ir por casa, cargada con una bolsa con varias barras de pan, seguramente para los almuerzos de sus nietos; un hombre con cara de haber hecho un turno de noche que se quedó mirando la furgoneta mientras abría la puerta de su casa. El resto eran varios jubilados en chándal que aprovechaban esas horas para dar el paseo matutino. Sus vidas parecían iguales a las que podían haber tenido una semana antes, un mes o incluso un año antes. Todos ellos vivían ajenos al confinamiento, y no parecía importarles demasiado.
Detuvo la furgoneta con suavidad frente a un punto relevante en medio de una plaza; dos viejos troncos, serrados por la mitad y ahuecados, formando una suerte de canal. El conjunto descansaba sobre un pedestal de hormigón, en el que había una placa dorada con unas letras grabadas. Paró el motor y bajó del vehículo. En unas pomposas letras rezaba: «Restos de la primera canalización de agua de Santa Tábata. Fecha aproximada: 1660». Maya silbó y alzó la mirada hacia aquellos troncos que, de repente, habían adquirido la pesadez de más de tres siglos de historia. Trató de imaginar el esfuerzo titánico de construir una infraestructura así, planificando y distribuyendo su colocación a lo largo del trazado de la ciudad, sin más que las simples herramientas del siglo XVII. De repente, las piezas metálicas que unían los troncos brillaron con la luz del sol, que cada vez estaba más alto en el firmamento. A Maya le pareció aquel súbito fulgor un deje de orgullo.
Maya volvió a subirse a la furgoneta muy animada. Aquella ciudad estaba compartiendo cosas con ella a su manera, y eso le decía que estaba en el buen camino. Arrancó de nuevo y siguió sin más paradas hasta el museo. Cada vez había más gente por la calle, pero todos seguían con sus aparentes vidas normales; ningún atisbo de pánico por estar encerrados, ningún intento de salir. Aparcó en la puerta, ya que estaba la calle totalmente desierta. De hecho, se dio cuenta de que no se había cruzado con ningún coche en su trayecto. «Lógico», pensó. «La ciudad no es tan grande como para necesitarlo y, por otra parte, los vehículos se han vuelto inútiles para salir, con lo que lo mejor es dejarlos aparcados».
Se giró hacia las puertas acristaladas del museo en el que había estado hacía dos noches. No se veía a nadie dentro y parecía todo cerrado. Lo cierto era que no había pensado cómo entrar, ya que el museo seguía sin estar inaugurado, pero la solución llegó por sí misma: en uno de los extremos de la fachada, la rama de un árbol se había desprendido del tronco cayendo sobre la puerta que estaba más a la derecha. Debía de haber pasado hacía poco, ya que nadie había acudido a reparar el estropicio. Maya pensó que no podía haber tenido tanta suerte, ya que la cerradura estaba en el suelo con restos del cristal hecho añicos. No iba a tener ningún problema para acceder al museo. «¿Seguro que suerte?», se preguntó.
Antes de cerrar la furgoneta, cogió la Betacam de la parte posterior y se acercó a las puertas. Cerciorándose de que en ese momento no pasaba nadie por el lugar, pasó por encima de la rama caída y abrió con cuidado lo que quedaba de la puerta, que chirrió con la maniobra. El interior estaba poco más o menos como lo dejaron hacía dos noches, con la salvedad de que allí no había nadie; las mesas con vasos a medio apurar, platos con algún canapé estropeándose y servilletas usadas. Por allí no había pasado nadie desde que los invitados abandonaran el lugar. La escena tenía algo de poético. Encendió la cámara y rodó un lacónico plano secuencia recorriendo el espacioso lugar. Los últimos fotogramas se centraron en el enorme retrato de Tábata Hide al fondo, con aquella mirada dura y cansada al mismo tiempo, como si juzgara la falta de orden y rigor en una fiesta dedicada a su persona.
Apagó la cámara momentáneamente y se acercó a las estancias que estaban delimitadas por la cinta roja, aquella que el alcalde Johnston no había llegado a cortar. La noche de la inauguración, Maya no se había dado cuenta de que aquellas salas tenían unos títulos serigrafiados sobre la pared, justo a la derecha de cada una de las puertas. La que tenía justo delante se titulaba: «La ciudad trazada». Maya se adentró en su interior. Su contenido se limitaba, casi en su totalidad, a una colección de planos que mostraban, siglo tras siglo, la evolución de Santa Tábata. Desde un primer asentamiento, compuesto exclusivamente por unas cabañas, establos y campos, hasta lo que era en la actualidad. En uno de los pasos intermedios pudo ver el trazado de la primera canalización de agua, aquella que recordaban en la plaza que había visto un rato antes. Encendió de nuevo la Betacam para, siguiendo el tono melancólico del plano del exterior, registrar aquella historia simplificada en unos planos que iban creciendo, poco a poco, como las ramificaciones y conexiones neuronales del cerebro de un feto en desarrollo.
Cuando quedó satisfecha con el resultado, abandonó la sala en busca de otra algo más jugosa. Resultaba interesante lo que había encontrado, pero no era lo que estaba buscando. El nombre de la siguiente renovó sus esperanzas: «Tábata Hide, alma de la ciudad». Entró con el mismo respeto con el que un fiel entra a un templo. En las paredes había todo tipo de material variado: un grabado del puerto de Boston en el siglo XVII, un diagrama de la nave Swallow, un mapamundi con las diferentes rutas que había tomado Tábata en sus dos trayectos transoceánicos, el primero desde Inglaterra hasta Barbados y el segundo desde Barbados hasta Boston, junto con el cómputo de la distancia total y el tiempo que había durado.
Había encendido de nuevo la Betacam y lo estaba grabando todo. Aquello se acercaba a su idea, pero todavía le faltaba algo. Al final lo encontró o, mejor dicho, casi se tropieza y lo tira al suelo; un pedestal en el centro de la sala, sobre el que descansaba el facsímil de un libro abierto por la mitad. Leyó rápidamente el texto impreso sobre el cuerpo del pedestal que, en su parte central, decía: «Trajo aquellas creencias de Inglaterra, pero no fue muy bien recibida. Sufrió todo tipo de torturas infringidas por los puritanos de Boston hasta que conoció en prisión a Ezequiel Ernst, un historiador que la ayudó a conseguir la libertad». La etiqueta que había junto al libro rezaba: «La llegada del cuaquerismo al Nuevo Mundo: vida y legado de Tábata Hide. Autor: Ezequiel Ernst. Edición facsímil».
Maya volvió a mirar el libro. Eso era, ni más ni menos, lo que buscaba. La historia de aquella mujer contada por un contemporáneo a ella. Los remordimientos que sentía ante lo que estaba a punto de hacer se esfumaron al recordar el estado en el que habían dejado el museo y lo poco que se preocupaban por aquel patrimonio. Además, pensaba devolverlo. Simplemente lo tomaba prestado mientras durara su proceso de documentación. Debido a las escasas medidas de seguridad, solo tuvo que levantar la vitrina, cerrarlo y cogerlo. Nada que ver con aquella complicada sustitución que tuvo que hacer Indiana Jones con el Ídolo de Oro al principio de En busca del arca perdida. Lo cogió y punto, ni bola rodante, ni carrera ni nada.
Apagó la Betacam y salió de nuevo al hall con la idea de visitar alguna que otra sala. Entonces, un ruido proveniente del fondo la alertó. No estaba sola en el museo. Con el mayor sigilo que pudo, se dirigió a la entrada y salió por la misma puerta por la que había entrado. No parecían haberla descubierto aunque, entonces, el hecho de aparcar la furgoneta en la puerta no le pareció una idea demasiado brillante. No tenía madera de delincuente, eso estaba claro.
Sin tiempo a darle muchas más vueltas, se montó de nuevo en el vehículo, dejó en el asiento del copiloto la Betacam junto con su botín y arrancó.