Thou seest how young people go together into vanity, and old people into the earth; thou must forsake all, young and old, keep out of all, and be as a stranger unto all.
(Tú ves como la gente joven cae en la vanidad, y los viejos en la tierra; y debes abstenerte de todos, jóvenes y adultos, mantenerte fuera de todo, y ser como un extraño para todo.)
George Fox, An autobiography
La reunión de los Arquitectos fue algo más tensa de lo habitual. Todos se miraban desconcertados ante la propuesta de Tábata; por primera vez, se vieron obligados a discutirle algo.
—Tábata, ¿estás segura de lo que dices? En esa zona —dijo Austin, el marido de Tacey, que también formaba parte del grupo— no tiene ningún sentido abrir otro pozo. El suelo es demasiado firme, tendríamos que usar pólvora y…
—¿Tenemos pólvora? —exclamó Tábata—. ¿Para qué?
—¿Con qué quieres disparar?
Tábata abrió mucho los ojos, escandalizada. —Los cuáqueros no usamos la violencia.
—No seas ingenua. Nadie con dos dedos de frente explora un mundo desconocido sin armas. Recemos porque no tengamos que usarlas nunca.
—Aunque pudiéramos abrir allí un pozo —interrumpió Noah, el marido de Emily—, la pendiente va en contra de las cabañas. ¿Cómo íbamos a aprovechar eso para llevar agua por canales? No puede ser. Por Dios bendito, Tábata, sabes que valoramos mucho tu opinión, pero esto no tiene ni pies ni cabeza.
Ese es el primer punto, Tábata. Construid ahí un pozo. Luego te indicaré cómo seguir.
—Es una cuestión de las corrientes del subsuelo. Si abrimos ahí, el agua manará con la suficiente presión para que podamos llevarla adonde queramos.
Los cuatro miembros varones de los Arquitectos interrogaron con una mirada llena de dudas a la única mujer del equipo.
—Debéis confiar en mí —suplicó Tábata.
***
Tábata Hide se rascó la cabeza, pensativa, y arrugó el entrecejo. Por más que mirara aquel diminuto espacio en una de las esquinas de su cabaña, seguía sin encontrarle ningún sentido. Además, tenía algo que la inquietaba sobremanera. Y no era la única que albergaba dudas.
—¿Para qué quieres ese cuartito sin ventanas? —le había preguntado Tacey cuando acudió en su ayuda para colocar los listones de madera.
—Una alacena. —Fue lo primero que le vino a la mente.
—Entonces, ¿le ponemos una puerta?
—No, tampoco.
Las instrucciones de aquella voz en su cabeza habían sido muy precisas. En otro momento hubiera considerado una locura hacerle caso, pero la voz resultó muy práctica en lo referente al problema de la canalización de agua. Allá donde indicaba, brotaba el agua con una presión que nunca antes habían visto. Las reticencias del resto de los Arquitectos fueron decayendo tras el éxito del primer pozo. Los siguientes no hicieron más que acabar de blindar las opiniones de Tábata dentro del equipo. Sin embargo, aquel cuarto…
Un espacio en la esquina más oscura de tu cabaña. Sin aberturas al exterior. Sin puerta al interior. Tenlo preparado cuanto antes.
***
El día del quinto cumpleaños de William Hide, su madre estaba eufórica. Tenía algo que celebrar, pero no estaba relacionado con su hijo: el proyecto de llevar agua a las cabañas había llegado a su fin. La red de pozos que comenzaron, no sin pocas reticencias por parte de los demás, tres años atrás, había sido finalizada. No solo la red, sino las canalizaciones que comunicaban dichos pozos con las vías principales del asentamiento. Había agua en abundancia cerca de cada cabaña, y el sistema resultaba tan ingenioso que el asentamiento lo tendría muy fácil para crecer.
Noah trajo una jarra llena de un licor que destilaba él mismo. Tábata se envaró al verla.
—Ese es el origen de muchas miserias —dijo, recordando el mensaje que predicaba George Fox—. No creo que sea la mejor manera de celebrar esto.
—Y tienes razón, Tábata, pero nosotros tampoco creímos que tus ideas al respecto de los lugares donde excavar los pozos fueran las mejores, y míranos hoy, celebrándolo. Es una ocasión y no te hará ningún daño.
Tábata accedió a regañadientes. Noah sirvió y brindaron, una y otra vez. Era una ocasión, y no le iba a hacer ningún daño.
***
El pequeño William Hide estaba encaramado en lo alto del pequeño montículo al noroeste en el que su madre solía refugiarse antes de que él naciera. Él no lo sabía, por supuesto, pero la hebra invisible que conecta a madres e hijos había tirado de él hacia aquel lugar. No quitaba el ojo de su madre, que bebía con aquellos hombres a lo lejos en el porche de una de las cabañas. Ella reía y se divertía como nunca antes lo había hecho con él. Ni siquiera un día tan especial como aquel, el de su cumpleaños, le había dicho nada. Tampoco lo había hecho los anteriores, o no lo recordaba. Sabía que los aniversarios eran días especiales por lo que había visto en los otros niños, no porque él hubiera tenido una experiencia de primera mano.
William jugueteaba con una piedra que había encontrado mientras ascendía al montículo. Tenía una forma particularmente redonda, sin apenas cantos cortantes. Pensó que era un tesoro, que era lógico que lo hubiera encontrado un día tan especial, y que sería su regalo. La abrazó, como si fuera lo más maravilloso que había tenido nunca. Sintió la necesidad imperiosa de contárselo a su madre, de decirle lo contento que estaba con el hallazgo; la imaginó alejarse de aquellos hombres, de aquellas cuatro casuchas que llamaba su proyecto y de todo lo que se interponía entre él y su madre. La imagen real de ella, allá abajo, riendo y celebrando con otros, se enredó en su ensoñación, como unas algas que tiraban de él hacia el fondo del mar.
Entonces vio a lo lejos aproximarse a otro niño un poco más mayor que él, pero no demasiado. Al acercarse, se dio cuenta de que era Bill, el hijo de Tacey y Austin. Su madre le había dicho que ellos dos se llamaban igual, aunque sonara diferente. Una manera cariñosa de decir su nombre, le había dicho Tacey. Cuando William corrió a su madre para contárselo, ella fue muy tajante: «Tu nombre es William, no Bill, y no se hable más».
—¿Qué tienes ahí? —preguntó Bill cuando llegó a lo alto del montículo.
—Nada. —William escondió instintivamente la piedra redondeada.
—Sí, sí que tienes algo. Enséñamelo.
Bill sí que celebraba sus cumpleaños. Sus padres estaban con él, le regalaban algo, lo querían. En una centésima de segundo empezó a odiarlo, y una idea cruzó la mente de William. Quizá el problema era que no hacía cosas tan importantes. Quizá se trataba de que simplemente era un niño haciendo cosas de niños, y aquello no gustaba a su madre. Quizá tenía que hacer que su madre se fijara en él. Quizá así conseguiría atraer la atención de su madre. Toda. Para él.
—Tienes razón, Bill, tengo algo. ¿Quieres verlo?
***
Tacey corría en dirección a la loma, alertada por los gritos de su hijo, pero las escasas dimensiones del asentamiento quisieron que pasara por delante del porche donde los Arquitectos celebraban su éxito.
—¡Tábata, Austin! ¿Qué diablos estáis haciendo? —La mujer se detuvo en seco; la imagen de su marido y Tábata emborrachándose fue un golpe bajo que casi le hace desmoronarse. Si su mirada hubiera sido una herramienta cortante, ambos hubieran sido desollados en cuestión de segundos—. Los cuáqueros no bebemos —sentenció.
—Vamos, cariño, solo es una vez —replicó Austin con la lengua enredada y con dificultades para fijar la mirada en el rostro de su esposa—. Además, hay mucho que celebrar. —El hombre le dio un codazo cómplice a Tábata, que dejó escapar una risita tonta.
—¡Malditos seáis los dos! El desgraciado de tu hijo —dijo señalando a Tábata con un índice acusador— ha atacado al mío.
Tacey rompió a llorar y echó a correr de nuevo. Austin tardó unos segundos en procesar la información y, con dificultad, se levantó y se apresuró tras su mujer. Tábata se quedó allí, petrificada, con el resto de los Arquitectos, sin saber muy bien qué hacer.
***
Es el momento de usar el cuarto que te mandé construir.
William lloraba desconsoladamente. Agachada frente a él, por primera vez que recordara el pequeño, estaba su madre dándole las últimas indicaciones. Tras ella la entrada, con una puerta inexistente, a un cuarto en el que apenas entraba luz, sin ventanas, en la esquina más oscura de la cabaña.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó él.
—El que yo considere.
—Pero…
La mujer se quedó mirando fijamente aquellos ojos caídos, y la ira se liberó en su torrente sanguíneo. —¡No discutas!
Tábata se puso en pie y se echó a un lado, dejando el camino despejado. William entró gimoteando, no sin antes girarse en el quicio en el que debería haberse montado una puerta, y dijo:
—¿Sabes que hoy es mi cumpleaños, mamá?
—Felicidades —dijo secamente—. Ahora entra.
El niño se pasó las siguientes seis horas allá dentro, sollozando, e incapaz de salir. Su madre, sentada en el otro extremo de la cabaña, se sumergió en un torrente de pensamientos y recuerdos.
¿Recuerdas tu celda oscura, Tábata?
—¿Por qué me haces esto?
¿Hacerte? ¿El qué? ¿Ayudarte con tu sueño?
—¿Por qué yo?
Tu facilidad para oír a Dios simplifica las cosas para oírme a mí.
—¿Esto que le haces a mi hijo es ayudarme con mi sueño?
¿Con qué ofrendas a tus sueños, Tábata?