Pista 5: The Documentary, en la banda sonora de la novela.
Los días que siguieron tras la visita al museo de Santa Tábata alternaron largas sesiones de grabación durante mañanas y tardes, con las de edición en la furgoneta por las noches. Los ratos que descansaba entre ambas tareas las dedicaba a leer el libro de Ezequiel Ernst. Apenas dormía pero no le pesaba, ya que su proyecto fluía con una facilidad que, en otro momento, hubiera considerado antinatural; veía los planos antes de encender la Betacam, los trávelin eran de una precisión quirúrgica y la luz, otrora escurridiza, ahora siempre se colaba en escena con el ángulo en el que más lucía todo. Cuando le daba al botón para apagar la cámara, ya tenía una idea precisa de cómo encajaba el material que acababa de rodar en el conjunto. Su mente editaba antes siquiera de sentarse delante del equipo. Maya no podía creer aquello.
Comenzó grabando los límites de la ciudad. Ya solo quedaban la mitad de los agentes destacados en las vallas perimetrales; su presencia era cada vez más innecesaria, ya que la gente de aquel lugar no tenía intención de escapar. «Y dentro de un par de días ya no quedará ni uno», pensó Maya mientras rodaba aquellas placas y armas brillantes que custodiaban la zona. No se equivocaba. Volvió a filmar de nuevo tres días después y, no solo es que ya no hubiera ni un solo policía, sino que incluso se habían llevado parte del vallado. Nadie necesitaba saber dónde estaban los límites de la ciudad, porque nadie quería cruzarlos. Aquel día ya no pudo registrar aquellos símbolos de control, sino sus ausencias. Una ligera brisa arrastrando un matojo remató la escena, que recordaba al icónico plano de cualquier wéstern.
En el libro, Ezequiel narraba con todo lujo de detalles las penurias de Tábata Hide. La parte de las vejaciones en el puerto de Boston, así como las semanas que pasó en prisión, se le hicieron especialmente duras. Era ominoso que aquella multitud de ignorantes fuera capaz de someter a una niña de dieciséis años, cargada de sueños por los que casi se había jugado la vida cruzando medio mundo, a tales barbaridades. El nacimiento de su hijo William, fruto de las continuas violaciones a las que fue sometida en Boston, hizo que le asomaran las lágrimas a Maya. El recuerdo de aquella época oscura, grabado a fuego para el resto de sus días en la persona de su hijo. La mujer tuvo que dejar el libro temporalmente en más de una ocasión, incapaz de seguir.
Sin embargo, todo lo que leía se enredaba en su documental, tejiendo algo mucho más complejo y hermoso. Es por eso por lo que lo primero que le preguntó a Bill, después de que accediera de buen grado a la petición de Maya de salir como entrevistado, fue sobre el coraje de Tábata.
—Todos los niños de este lugar aprenden la historia de Tábata Hide en la escuela —empezó a explicar con una naturalidad impropia para alguien que se sentaba por primera vez ante una cámara—. Es un modelo de tal perfección que, aunque sea imposible alcanzarlo, solo con intentarlo uno mejora una barbaridad. Esa abnegación es… arrogante, ¿sabes? Como Jesucristo. Vienen a decir algo así como: «Oye, voy a hacer las cosas tan rematada y jodidamente perfectas que, por más que lo intentéis, nunca me alcanzaréis. Pero de eso se trata, de que intentéis pareceros a nosotros». Y que me perdonen los dos, Tábata y Jesucristo. —Bill se santiguó inmediatamente. Le habían subido los colores a las mejillas.
Carl resultó algo más reticente al principio.
—¿Salgo bien? Nunca he estado delante de un cacharro como este, ¿sabes? Seguro que me saca más viejo de lo que soy. —No paraba de mirar alrededor, en un improvisado plató que habían montado en el almacén. Una sábana que caía en una suave curva, con la intención de hacer un fondo neutro que ocultara la fea arista que se formaba en el encuentro entre el suelo y la pared, era todo lo que había tras su silla. Él no quería ser entrevistado fuera, en la parte pública del bar, porque le daba vergüenza que pudiera entrar alguien y descubrirlo.
—¡Tú ya eres muy viejo! —se burló Bill fuera de plano.
Carl seguía con su gorra. Maya le invitó a quitársela para grabar, pero él declinó la oferta. La mujer empezó a pensar que, en realidad, ocultaba una fea calva en la coronilla.
—Carl, ¿por qué cree que no podemos salir de Santa Tábata? —preguntó Maya.
El hombre se quedó pensativo durante unos segundos. Ninguna de esas pausas serían eliminadas después en edición. Maya sentía que esos silencios debían formar parte del metraje como algo estructural, al igual que los silencios son inherentes a la música; le daban a la entrevista un aire de familiaridad magnético. Un detalle que nunca se había hecho antes y que, desde el momento en el que el documental de Tábata viera la luz, ya todos imitarían. Un antes y un después que cambiaría el lenguaje del género.
—El mundo se ha ido al garete, ¿sabes? Casi cuarenta años soportando esta mierda de que el planeta se iba a desintegrar al mismo tiempo, justo cuando un par de desgraciados le dieran a un botón rojo, y al final ha pasado. Le han dado al puñetero botón. Esos desgraciados. Sí, los nuestros y los suyos, porque aquí no se salva nadie.
El mismo discurso anticuado que había esgrimido el alcalde Johnston sobre la Guerra Fría. Lógico por otra parte, pensó Maya, si llevaban doce años viendo repetido el mismo año en televisión. No había pasado el tiempo para esta pobre gente, ya se habían aislado mucho antes de que empezaran a morir al intentar cruzar los límites de la ciudad.
—¿Y por qué seguimos nosotros aquí? ¿Cómo es que a nosotros no nos ha pasado nada? —preguntó Maya.
—Por el impresentable de ese Johnston no será, eso seguro. Qué sé yo. Nuestra santa nos protege, ¿no crees? Nos quiere tanto que ha hecho un milagro para protegernos de un mundo que se ha ido al garete.
Maya asintió y, cuando se disponía a parar la Betacam, Carl dijo:
—¿Todavía no has parado ese cacharro? Verás —carraspeó—, quería decir algo.
Maya asintió. Tampoco eliminaría ese trozo. En el contexto del documental, la naturalidad e inocencia de esa pregunta pondría los pelos de punta a los espectadores.
—¿Qué más da estar atrapados o libres? El mundo de fuera no nos pertenece. No tenemos ningún tipo de control sobre el mismo; es una imagen que nos han dicho que nos hiciéramos, en esa tele que dices tú que no vemos, en la basura de anuncios. Alguien libre cree que puede ir a cualquier sitio, pensar lo que quiera, ser como quiera, pero es mentira: son marionetas, ¿sabes? Al final no tenemos más mundo que el inmediato de alrededor, el que tocamos cada día. Por eso no creo que sea tan grave estar aquí encerrados. Nada cambia. Somos más libres aquí dentro que allí fuera.
Un escalofrío recorrió la espalda de Maya. Las palabras de aquel viejo le trajeron de nuevo el sueño de unas noches atrás, aquel recuerdo del pasado, su anhelo de decirle al mundo que existía por encima de toda una mierda gris. Carl había dicho lo mismo, a su manera, con la única salvedad de cuál era el tamaño de ese mundo, las dimensiones justas sobre las que uno tiene el control suficiente para tener la sensación de existir. Sus palabras resonarían en la mente de Maya durante un tiempo.
Cuando acabó con Bill y Carl, siguió con el libro de Ezequiel en la furgoneta. Ahora detallaba un profundo análisis del fenómeno del cuaquerismo hablando de George Fox, el fundador de la Sociedad Religiosa de los Amigos, también encarcelado en Inglaterra y sometido a vejaciones en prisión, al igual que Tábata Hide en América. La tremenda amenaza que sintió la jerarquía eclesiástica de la época, ya que los cuáqueros defendían lo innecesario de los intermediarios para hablar con Dios, y la persecución a la que fueron sometidos, tanto por los puritanos de un continente como del otro. Maya, de todas las veces que había conducido por la ciudad, ya reconocía el nombre de las calles de la ciudad en aquella historia: la plaza de George Fox, la avenida de los Cuáqueros, la calle Swallow donde se encontraba el hotel homónimo. La ciudad había crecido con el guion de aquella narración y, al mismo tiempo, con la historia de la vida de Tábata.
Ezequiel le dedicaba bastante espacio al proyecto de la primera canalización de agua, con el que Tábata se había implicado de una manera muy personal. El libro no escatimaba en los detalles de su construcción que, aunque el autor aclaraba que no había estado todavía en aquella época en la ciudad, Tábata le había pormenorizado en unas reuniones vespertinas que realizaban a diario. Sin embargo, había algo extraño en aquella parte: tal como se contaba, hubo un suceso en el que alguien, que Ezequiel no nombra, trató de destruir la canalización. El hecho se pasaba muy por alto en el libro; lo citaba y poco más.
Maya puso rumbo al monumento que recordaba aquella primera red de agua de la ciudad. Lo grabó con delicadeza, el plano acariciaba cada uno de los segmentos de los troncos, las piezas metálicas que los unían, la erosión que habían sufrido y la placa conmemorativa. Sin haberla pasado todavía por la mesa de edición, Maya ya sabía que la escena era de una belleza cautivadora.
Una vez dio por cerradas aquellas dos primeras entrevistas y el tema de la canalización de agua, la siguiente persona a la que quería ver era al peculiar señor Nelson, aquel que se había montado un salón en medio de la calle. Hizo tal como le aconsejó Bill, y fue a visitarlo por la tarde, para ver si la invitaba a un café.
El hombre parecía divertido por la situación. Como estaba sentado en su sofá y no había más asientos, Maya comenzó grabando de pie en picado, pero el pintoresco salón en medio de la calle le daba un aire de loco; entonces, Maya decidió sentarse en la acera misma para cogerlo en contrapicado. De repente, Nelson dejó de parecer un anciano senil para convertirse en un rey poderoso que gobernaba en sus dominios, la calle misma. Empezó a grabar.
—Que conste que no me caes bien —comenzó diciendo el hombre—. No tú, sino los tuyos. Ya sabes… —Nelson dibujó en el aire sobre su cabeza algo que recordaba a unas plumas—. Pero le caes bien a ella, así que te ayudaré. ¿Quieres café?
Cuando Maya asintió con la cabeza, en realidad quería decir: «Es una pena que no hayan aquí más de los míos, seguramente harían que te tragaras tus palabras».
—¿Por qué vive aquí? —preguntó Maya tratando de disimular todo el malestar que le había provocado el comentario de aquel viejo.
—No vivo aquí. ¿No ves que no hay habitación, cama o baño? De verdad, menudas estupideces decís los jóvenes. —Se puso dos cucharadas de azúcar en su taza y pasó el azucarero a Maya. La gente pasaba por su lado y lo saludaba, como si aquella escena fuera lo más habitual del mundo.
—Entonces —insistió Maya tratando de reformular la pregunta—, ¿por qué el salón está aquí, en medio de la calle, en lugar de estar dentro de su casa?
—Dentro, fuera, qué más da. ¿Crees que hay tanta diferencia? Aquí todo es Tábata, las paredes no importan.
—¿Todo es Tábata?
—Bueno, no solo ella. Hay varias fuerzas invisibles en este lugar, y a veces disputan entre ellas. Todo estaba en cierto equilibrio, hasta la otra noche. Algo sucedió que ha hecho que ese balance de poder se vea trastocado. Tábata es una, pero… —El hombre dejó la frase a medias.
—Siga, por favor.
El viejo Nelson negó con la cabeza. Había algo que lo incomodaba de ese tema. En cualquier caso, Maya tenía alguna sospecha sobre la identidad de aquellas fuerzas diferentes a Tábata. La mujer se preguntó si él también le hablaba a una niñita rubia y con coletas en los anuncios.
—¿Decía que aquí todo es Tábata? —probó Maya para ver si el hombre volvía al cauce original.
—Sí, todo. El aire que respiras, por ejemplo, podría ser el de sus pulmones mismos; la brisa que te refresca, su respiración en tu cara.
Maya sintió aprensión por el comentario de aquel pintoresco personaje. Bebió un sorbo de su café tratando de dejar correr la imagen.
—¿Cómo sabe todo eso?
—Cuando pasas tantas horas en contacto con la ciudad como yo, empiezas a ver cosas que están vetadas para el resto de humanos. El espíritu de Tábata, puro, se derrama por todas las cosas.
—¿Tan perfecta era?
—Sí, lo era. Y si me estás preguntando si se equivocó alguna vez, sí, seguro que lo hizo, pero son esas equivocaciones que vienen cuando uno tiene las agallas para hacer lo que hay que hacer.
—¿Y por qué nos tiene encerrados?
—¿Por qué piensas que estar aquí confinados es algo malo?
Maya no supo qué contestar. Desde luego, no era el primero en opinar algo parecido. El viejo Nelson apuró su taza, cosa que también hizo Maya. Quería ganar algo de tiempo para replantear aquella entrevista. En cualquier caso, no era un hombre que se anduviera con muchos rodeos, con lo que fue todo lo directa que pudo:
—Todo el mundo habla de ella, pero ¿y de su hijo? Nadie dice nada de William Hide.
—¿Por qué habrían de hacerlo? —El viejo Nelson lanzó una mirada desafiante a Maya—. Ese bastardo no entendió lo que estaba haciendo su madre, la grandiosidad de lo que estaba por venir. No fue más que un tremendo estorbo en su vida, un grano en el culo. El olvido es lo menos que se merece.
Maya se quedó helada. No esperaba una respuesta tan cruda, pero desde luego reflejaba las exiguas apariciones que hacía William en la obra de Ezequiel. No supo qué contestar, porque no tenía suficiente información como para seguir por ese camino. Entonces, empezó a chispear. Durante el día habían ido posicionándose unas nubes oscuras y cargadas, pero en los últimos minutos habían acelerado de una manera vertiginosa, encapotando el cielo de Santa Tábata.
—Me vas a tener que disculpar, pero tengo que proteger mi salón. —El viejo Nelson se levantó del sillón de cuadros rojos y verdes, metió la mano debajo del mismo y sacó un plástico transparente plegado—. ¿Piensas ayudarme o vas a quedarte aquí como una idiota? —Maya apagó la Betacam rápidamente, la guardó en la funda para que no se estropeara y ayudó a aquel hombre a extender el plástico sobre el mobiliario de su salón urbano. Cuando estuvo todo bien protegido, el viejo Nelson dio media vuelta y, sin despedirse, puso rumbo hacia lo que debía ser su casa de verdad.
—Esto… gracias, señor Nelson. Si le parece, puedo volver en otro momento y retomamos la entrevista.
—Sí, sí, claro —dijo sin darse la vuelta y haciendo gestos con el brazo.
Cada vez llovía con más intensidad. No le apetecía subir a su habitación y, además, le encantaba trabajar con el sonido de la lluvia de fondo, así que fue hasta la furgoneta y entró por el portón posterior, dispuesta a pasar el resto de la tarde editando su documental. Puso en marcha todo el equipo y empezó a trabajar. Sus dedos giraban con pericia una rueda para buscar el principio de un segmento y, al encontrarlo, lo marcaba; entonces volvía a girar la rueda para localizar el final del segmento y lo volvía a marcar. En ese momento, pulsaba el botón que lo copiaba en otra cinta. Su mente tenía una visión preclara del orden en el que debían aparecer todas las escenas, con lo que solo tenía que buscarlas entre el metraje rodado. La lluvia golpeaba con fuerza sobre las lunas de la furgoneta.
Mientras buscaba segmentos, su mente volvió al libro de Ezequiel. No le cuadraba de ninguna manera aquella imagen de bondad que se daba de Tábata Hide, sobre todo teniendo en cuenta lo que le estaba haciendo a la gente que había tratado de salir. Recordó aquellos rostros con los ojos casi fuera de sus órbitas, sus pieles azuladas y las manos en el cuello, tratando de respirar con desesperación. No tenía demasiado sentido. Y luego estaba lo de su hijo William, aquel silencio alrededor de su figura. ¿Qué ocultaba aquella historia?
Unos golpes en el portón trasero la sacaron de su ensimismamiento.