Ni en mil vidas hubiera imaginado lo que encontré a mi llegada al asentamiento. En ningún sentido.
Ezequiel Ernst, La llegada del cuaquerismo al Nuevo Mundo: vida y legado de Tábata Hide
El trabajo de los Arquitectos se había interrumpido de una manera tan gradual que apenas nadie se dio cuenta; al menos hasta el día que fueron conscientes de que hacía más de dos meses que no se reunían.
Aquel momento en el pasado, alrededor de tres años antes, cuando William hirió de gravedad a Bill, el hijo de Tacey y Austin, lo había enrarecido todo. Aunque no había sido culpa suya, Tacey le retiró la palabra a Tábata durante un tiempo. Luego se le pasó, pero ya nada volvió a ser lo mismo. Austin fue el primero en dejar de asistir porque, aunque anhelaba formar parte de aquella vanguardia que le estaba dando forma a la ciudad, tampoco quería problemas con su esposa, así que se echó a un lado. Los demás fueron dejándolo poco a poco, hasta que al final solo quedó Tábata.
Por si aquello no fuera poco, la mujer tuvo que centrar sus energías en William. Lo que en comunidad se trató como un juego de niños que se les había ido de las manos, en parte porque no querían contrariar a Tábata, a puerta cerrada se consideraba una agresión desmedida y gratuita por parte del niño. No culpaban a la madre, no, ni pensarlo; todos conocían la historia del padre y las circunstancias que rodearon la concepción, así que era él al que le achacaban la tara.
El asunto de Bill no fue el último acto fuera de tono, visto que el niño había captado la atención de su madre. La actitud de William, la mayoría de las veces, cristalizaba en horas encerrado en el cuarto sin ventanas ni puerta. «Pero existo para ella», pensaba William en sus largos periodos de oscuridad. Así pues, ante los murmullos cada vez más altos de los vecinos, con todo su pesar, Tábata tuvo que abandonar definitivamente el tiempo que dedicaba a pensar aquella ciudad, para pasar a dedicarse a enderezar a su hijo.
—Necesito energía nueva. Algo que renueve la ilusión por seguir haciendo crecer este lugar.
¿Algo?
—O alguien —murmuró Tábata.
Todo se puede arreglar, Tábata.
***
Ezequiel llegó al asentamiento casi nueve años después de que se despidiera de Tábata en Boston. Lo hizo acompañado de otra caravana formada por tres familias que buscaban, como todas las demás, un nuevo comienzo en algún lugar fértil en el que sembrar nuevos sueños. Tábata jamás olvidaría la tarde en la que los carromatos llegaron porque, en parte, así lo había deseado.
—No puedo creer lo que habéis hecho aquí —alabó el hombre sacudiéndose todo el polvo que se le había acumulado en la ropa durante el viaje. Miraba en todas direcciones. No importaba dónde dirigiera la vista, porque siempre había algo digno de admiración: los establos, los campos, las casas que habían levantado de la nada, la red de canalizaciones de agua o los caminos que ya permitían imaginar el trazado de una gran ciudad.
—Como tampoco puedo creer lo bella que estás, amiga. —De nuevo, aquella mirada que Tábata vio el día de su despedida. Sin embargo, ahora no tenía ninguna duda de qué significaba. Su ingenuidad había sido barrida por la dureza de los últimos años. En cualquier caso, Tábata sonrió y, acto seguido, lo abrazó con fuerza. No había tenido tiempo de conocerlo demasiado, pero estaba en deuda con aquel hombre. Si no hubiera sido por su intervención, habría muerto en la oscuridad de aquella prisión, pasto de las llamas en una hoguera para brujas o algo peor.
—Te he echado en falta, Ezequiel —susurró la mujer sin soltarse de su cuello. Se separó de él y lo miró fijamente. Su rostro había cambiado mucho, y no solo por el efecto devastador del tiempo. Su mirada parecía cansada, como si tuviera muchos más años, y había algo más. Desilusión—. ¿Qué te ha ocurrido?
—Ayudarte me supuso más problemas de los que imaginaba. Parece que hay una verdadera cruzada contra los tuyos, allá de donde vienes y aquí también. Ha sido… duro, pero no quiero hablar de eso. Además, ha valido la pena. Mírate.
En ese instante, el pequeño William salió de una esquina y corrió tras su madre. A Tábata se le ensombreció el rostro.
—¡Mamá! —gritó el pequeño hombrecito.
Ezequiel se apartó sorprendido. Su mirada iba, alternativamente, del pequeño al rostro sombrío de su madre.
—¿Has sido madre en este tiempo? Pero… ¿el padre?
Su pregunta quedó respondida al ver aquellos ojos caídos. Ya sabía todo lo que necesitaba. Una pena infinita inundó al hombre.
—Un niño siempre es una alegría, ¿verdad? —Ezequiel hizo un esfuerzo por tratar de sonar lo más convincente posible, pero su rostro lo delataba—. Además, Dios así lo ha querido.
«Dios ya no me habla», pensó Tábata, pero no se atrevió a decirlo en voz alta. No delante de él. No delante de la gente del asentamiento. No en aquel lugar en el que había sembrado una semilla hermosa que ya no crecía para ella. Solo le quedaba aquella voz que la ayudaba y torturaba a partes iguales.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Ezequiel.
William agachó la mirada, temeroso. Apenas hablaba con nadie, pero aún menos con adultos. A pesar de sus casi nueve años, se escondió detrás de su madre. Ezequiel frunció el ceño, extrañado. No era timidez, no al menos como la había visto en muchos otros niños de su edad. Era algo más. Y ese miedo a los adultos…
—Levantamos una pequeña choza pensando en el día en el que llegaras —dijo Tábata interrumpiendo el hilo de pensamientos de Ezequiel—. No es gran cosa, pero para empezar está bien. Todos te ayudaremos a transformarla en tu hogar poco a poco. Aquí todo funciona así.
Tábata cogió de la mano a William y dio media vuelta, no sin antes decir:
—Ponte cómodo, tendremos tiempo de hablar con calma.
***
La choza de Ezequiel se convirtió en algo parecido a un hogar en menos de dos meses con la ayuda de todos los demás, que lo acogieron de buen grado, aunque solo fuera por el hecho de que él había sido el responsable de que Tábata llegara a aquel lugar. Cuando Ezequiel consideró que sus necesidades básicas estaban cubiertas, propuso a Tábata reunirse por las tardes. Estaba ansioso de escribir todo lo que la mujer quisiera contarle: cómo se veía el cuaquerismo desde dentro, qué estaba ocurriendo en Inglaterra, de qué forma habían planeado llevarlo al Nuevo Mundo, cuál había sido su experiencia en Barbados. Las preguntas se le amontonaban, pero de alguna forma intuyó que, una vez resueltas las necesidades primarias, iba a disponer de todo el tiempo del mundo para saciar su curiosidad.
Ella accedió con gusto. Tras las mañanas de duro trabajo, se reunían en casa de Tábata cuando el sol empezaba a ponerse. Charlaban, tomaban té, reían y Ezequiel escribía. En ocasiones, incluso dibujaba. Decenas de retratos de Tábata, cada uno más bonito que el anterior. La belleza y sensualidad que Ezequiel plasmaba en aquellas ilustraciones no era la propia de un artista que simplemente la mirara desde la neutralidad de la amistad. Había algo más, y Tábata era cada vez más consciente de ello.
William se pasaba gran parte de ese tiempo fuera de la casa, mirando el interior a través del cristal de una ventana desde la que su madre no podía reparar en él. Sobre todo la observaba a ella, divirtiéndose con aquel desconocido, y su ira y sus celos iban en aumento. Era incapaz de entrar mientras él estaba, como tampoco era capaz de dirigirle la mirada o una sola palabra; ni a ese hombre llamado Ezequiel ni a ningún otro. El mundo de los adultos había sido revestido de un muro invisible y viscoso para el pequeño William Hide.
Ezequiel y Tábata, ajenos a William, no solo hablaban del pasado, sino también del presente en aquel asentamiento que, poco a poco, se estaba transformando en una ciudad movida por la energía del cambio y la ilusión.
—Aunque la llama inicial se está apagando —confesó Tábata—. Pero para eso has venido, ¿no? Para continuar este proyecto hermoso.
—Tábata… —Ezequiel se acomodó en la silla y carraspeó—. He venido huyendo. Soy un proscrito en mi tierra por haberte ayudado. Estuve en la cárcel. Tábata, no tienes idea de lo que he pasado. Tú estuviste semanas, yo años.
Tábata enmudeció. El sentimiento de culpa empezó a roerle las entrañas. No solo por haberle causado un daño indirecto al hombre, del cual no había sido consciente, sino por el hecho de lo que significaba el asentamiento para la gente.
—No lo sabía, Ezequiel. Lo siento —dijo, y bajó la mirada avergonzada.
—No importa, Tábata. Aquello ya pasó. Lo importante es este momento y este lugar. —Ezequiel cogió de la barbilla a la mujer y le alzó la cara para que sus miradas se cruzaran.
—Entonces… ¿Esto es este lugar? ¿Un sitio al que la gente llega cuando huye de algo? ¿Este es mi sueño?
—¿Por qué no, Tábata? Un lugar seguro.
—¿Entonces no vienes a continuarlo? Esto está muriéndose recién nacido. —El rostro de Tábata se ensombreció.
—¿Yo? No. ¡Tú vas a continuarlo! Estoy escribiendo tu historia, la historia de un sueño que llegó del Viejo Continente. ¿Dónde acaba eso? Los sueños se esfuman, están hechos de algo tan liviano como el aire, y se pierden cuando mueren los que los sueñan. Sin embargo, a veces pueden cristalizar y endurecerse como el diamante. ¡Una ciudad, Tábata! La primera ciudad cuáquera. ¿No te das cuenta?
—Pero tú vienes a protegerte del mundo aquí.
—¿Y qué hay de malo? Funda un hogar que nos proteja del mundo. Ese será el sueño, Tábata. Un lugar seguro para las familias que huyen del cruel pasado, de la barbarie, del dañino exterior. Un mundo aparte, un refugio.
Tábata se quedó pensando las palabras del hombre. Quizá tuviera razón y ese fuera el sentido del lugar. Un refugio no era algo malo cuando lo peor estaba fuera. No obstante, lo que había dicho Ezequiel había dejado a relucir una espina que Tábata había estado ignorando hasta ese momento. Una intuición que, día tras día, se tornaba cada vez más real. Aquella voz implacable no dudó en remarcarlo:
¿Un sueño para todas las familias, Tábata?